Dune

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Libro tercero: el profeta » Capítulo 40

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Hay en todas las cosas un ritmo que es parte de nuestro universo. Hay simetría, elegancia y gracia… esas cualidades a las que se acoge el verdadero artista. Uno puede encontrar este ritmo en la sucesión de las estaciones, en la forma en que la arena modela una cresta, en las ramas de un arbusto creosota o en el diseño de sus hojas. Intentamos copiar este ritmo en nuestras vidas y en nuestra sociedad, buscando la medida y la cadencia que reconfortan. Y sin embargo, es posible ver un peligro en el descubrimiento de la perfección última. Está claro que el último esquema contiene en sí mismo su propia fijeza. En esta perfección, todo conduce hacia la muerte.

De Frases escogidas de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

Paul-Muad’Dib recordó una comida cargada con esencia de especia. Se aferró a aquel recuerdo, ya que era su único punto de anclaje seguro, y a partir de ello podía decir que su inmediata experiencia había sido un sueño.

Soy un teatro de los acontecimientos, se dijo. Soy víctima de una visión imperfecta, de la consciencia racial y de su terrible finalidad.

Y sin embargo, no podía huir del temor de haber sido superado de algún modo, de haber perdido su posición en el tiempo, pasado, futuro y presente mezclados de forma indistinta. Era una especie de fatiga visual y era debida, lo sabía, a la constante necesidad de mantener su presciencia del futuro como una especie de recuerdo, algo intrínsecamente ligado al pasado.

Chani me ha preparado la comida, se dijo.

Sin embargo, Chani estaba lejos en el sur, en el frío país donde el sol era caliente, oculta en uno de los nuevos sietch fortaleza, a salvo con su hijo, Leto II.

¿O acaso era algo que aún no había ocurrido?

No, se tranquilizó, puesto que Alia-la-Extraña, su hermana, también estaba allí, con su madre y con Chani… un viaje de veinte martilleadores hacia el sur, en un palanquín de la Reverenda Madre fijado al dorso de un hacedor salvaje.

Rechazó el pensamiento de cabalgar los gusanos gigantes y se preguntó: ¿O tal vez Alia aún no ha nacido?

Yo estaba en una razzia, recordó Paul. Habíamos ido a recuperar el agua de nuestros muertos en Arrakeen. Y yo descubrí los restos de mi padre en la pira funeraria. Cobijé el cráneo de mi padre en un túmulo de rocas Fremen que domina el Paso Harg.

¿O acaso aún no había ocurrido?

Mis heridas son reales, se dijo Paul. Mis cicatrices son reales. El túmulo con el cráneo de mi padre es real.

Aún en un sueño, Paul recordó que Harah, la mujer de Jamis, había acudido a decirle que había habido una lucha en el corredor del sietch. Esto había ocurrido en el primer sietch, antes de que las mujeres y los niños fueran enviados al profundo sur. Harah había aparecido en el umbral de la estancia interior, con las alas negras de sus cabellos recogidas hacia atrás y sujetas por una cadena de anillos de agua. Había apartado violentamente los cortinajes de la entrada para decirle que Chani acababa de matar a alguien.

Esto ha ocurrido, se dijo Paul. Esto fue real, no fruto del tiempo y sujeto a cambio.

Paul recordó haberse precipitado fuera y haber encontrado a Chani bajo los amarillos globos del corredor, envuelta en una brillante túnica azul con la capucha echada hacia atrás, su rostro de elfo rojo por el esfuerzo. Estaba metiendo el crys en su funda. Un grupo de hombres se alejaba apresuradamente, arrastrando un bulto por el corredor.

Y Paul recordó haberse dicho: Uno siempre se da cuenta de cuando transportan un cuerpo humano.

Los anillos de agua de Chani, que llevaba sueltos alrededor del cuello dentro del sietch, tintinearon cuando volvió el rostro hacia él.

—¿Qué ha ocurrido, Chani? —preguntó él.

—He despachado a uno que venía a desafiarte a un combate singular, Usul.

—¿ lo has matado a él?

—Sí. Pero quizá hubiera tenido que dejárselo a Harah.

(Y Paul recordó cómo la gente que se había reunido a su alrededor mostraban su conformidad a estas palabras. Luego Harah se había echado a reír).

—¡Pero había venido a desafiarme a !

—Tú me has adiestrado en tu extraño arte, Usul.

—¡Ciertamente! Pero tú no deberías…

—He nacido en el desierto, Usul. Sé usar un crys.

Paul dominó su ira, intentando hablar razonablemente.

—Todo esto es cierto, Chani, pero…

—Ya no soy una niña que persigue los escorpiones en el sietch, a la luz de un globo portátil, Usul. Ya no juego.

Paul la miró, impresionado por la extraña ferocidad que se adivinaba bajo su actitud casual.

—No merecía desafiarte, Usul —dijo Chani—. No iba a interrumpir tu meditación por tonterías como esta. —Se le acercó, mirándolo con el rabillo del ojo, y su voz se hizo un murmullo—: Además, amor mío, cuando se sepa que alguien que quería desafiarte se ha encontrado frente a mí y ha hallado la muerte en manos de la mujer de Muad’Dib, serán muy pocos los que se atreverán a desafiarte.

, pensó Paul, esto ha ocurrido realmente. Es el pasado auténtico. Y el número de aquellos que querían desafiar la nueva hoja de Muad’Dib disminuyó drásticamente.

En alguna parte, en un mundo que no pertenecía al sueño, hubo un movimiento, el grito de un pájaro nocturno.

Estoy soñando, se dijo Paul. Es la comida de especia.

Sin embargo, experimentaba una sensación de abandono. Se preguntó si no era posible que su espíritu-ruh hubiera resbalado de alguna manera hacia aquel mundo donde, según los Fremen, tenía su verdadera existencia… el alam al-mithal, el mundo de las similitudes, aquel lugar metafísico donde todas las limitaciones físicas habían sido anuladas. Y sintió miedo ante la evocación de aquel mundo, porque la ausencia de toda limitación significaba la desaparición de todos los puntos de referencia: «Estoy aquí porque estoy aquí».

Su madre le había dicho una vez:

—La gente está dividida, algunos de ellos no saben qué pensar de ti.

Debo estar a punto de despertarme, se dijo Paul. Porque aquello había ocurrido: aquellas eran las palabras de su madre, la antigua Dama Jessica que era ahora la Reverenda Madre de los Fremen; aquellas palabras pertenecían a la realidad.

Jessica temía los lazos religiosos que se habían establecido entre él y los Fremen, Paul lo sabía. No le gustaba el hecho de que la gente de aquel sietch y la del graben se refirieran a Muad’Dib como a Él. Y no dejaba de interrogar a las tribus, diseminando sus espías sayyadinas, recogiendo sus respuestas y meditando melancólicamente sobre ellas.

Le había hecho notar un proverbio Bene Gesserit: «Cuando religión y política viajan en el mismo carro, los viajeros piensan que nada podrá detenerlos en su camino. Su movimiento es acelerado… rápido y más rápido y más rápido. Dejan a un lado todos los obstáculos, y no piensan que un precipicio se descubre siempre demasiado tarde».

Paul recordó haber estado sentado en los apartamentos de su madre, en la estancia más interior, tapizada con pesadas telas recamadas con dibujos inspirados en la mitología Fremen. Había estado sentado allí, escuchándola, observando cómo ella lo miraba sin cesar, incluso cuando bajaba los ojos. Su rostro ovalado tenía nuevos pliegues en las comisuras de la boca, pero sus cabellos resplandecían aún como el bronce pulido. Sus grandes ojos verdes, sin embargo, estaban velados por la bruma azul de la especia.

—Los Fremen tienen una religión simple y práctica —había dicho él.

—Ninguna religión es simple —había replicado ella.

Pero Paul, viendo el futuro repleto de tempestuosas nubes sobre sus cabezas, se había sentido presa de la ira. Sólo había acertado a decir:

—La religión unifica nuestras fuerzas. Es nuestra mística.

—Tú cultivas deliberadamente esta atmósfera, esta osadía —había cargado ella—. No dejas de adoctrinarlos.

—Esto es lo que me han enseñado —había dicho él.

Pero aquel día ella estaba llena de reproches y de argumentos.

Era el día de la ceremonia de la circuncisión para el pequeño Leto. Paul había comprendido algunas de las razones por las que ella estaba alterada. Nunca había aceptado su unión —aquel «matrimonio de juventud»— con Chani. Pero Chani había engendrado un hijo Atreides, y Jessica no había podido renegar del hijo y de la madre.

Bajo su mirada, Jessica había finalmente reaccionado.

—Piensas que soy una madre desnaturalizada —había dicho.

—Por supuesto que no.

—Veo cómo me miras cuando estoy con tu hermana. No comprendes nada acerca de tu hermana.

—Sé por qué Alia es distinta —había dicho él—. Aún no había nacido, pero formaba parte de ti cuando cambiaste el Agua de Vida. Ella…

—¡Tú no sabes nada de todo esto!

Y Paul, repentinamente incapaz de expresar el conocimiento que había extraído del tiempo, no había podido decir más que:

—No eres una madre desnaturalizada.

Jessica había captado entonces su angustia.

—Tengo que decirte algo, hijo —había murmurado.

—¿Sí?

—Quiero a tu Chani. La acepto.

Aquello había sido real, se dijo Paul. No era una visión imperfecta que pudiera cambiar en los dolores de su parto del tiempo.

Aquella seguridad le dio una sólida base para agarrarse a su mundo. Fragmentos de realidad aparecieron en su sueño. Supo bruscamente que se encontraba en un hiereg, un campamento en el desierto. Chani había plantado su destiltienda en la harinosa arena a causa de su blandura. Esto tan sólo podía significar que Chani estaba cerca de allí… Chani su alma, Chani su sihaya, dulce como la primavera del desierto. Chani entre los palmerales del profundo sur.

Ahora recordó una canción de la arena que había elegido para la hora del sueño.

Oh, mi alma,

No quieras el Paraíso esta noche,

Y te juro por Shai-Hulud

Que allí irás igualmente,

Obediente a mi amor.

Y después había entonado el canto de marcha que, en la arena, unía a los enamorados, un ritmo parecido al chirriar de las dunas bajo sus pies:

Háblame de tus ojos,

Y te hablaré de tu corazón.

Háblame de tus pies,

Y te hablaré de tus manos.

Háblame de tu sueño,

Y te hablaré de tu despertar.

Háblame de tus deseos,

Y te hablaré de tu sed.

En otra tienda, alguien, había pulsado un baliset. Y entonces había pensado en Gurney Halleck. Recordando aquel instrumento familiar, había pensado en Gurney, cuyo rostro había entrevisto una vez en un grupo de contrabandistas, pero sin que el rostro lo hubiera visto a él, o no hubiera querido verlo, temeroso de que se iniciara nuevamente la caza por parte de los Harkonnen del hijo del Duque al que habían matado.

Pero el estilo del que tocaba en mitad de la noche, el delicado pulsar de aquellos dedos en las cuerdas del baliset, despertaron el nombre del músico en la memoria de Paul. Era Chatt el Saltador, capitán de los Fedaykin, jefe de los comandos suicidas que velaban por Muad’Dib.

Estamos en el desierto, recordó Paul. Estamos en el erg central, más allá de las patrullas Harkonnen. Estoy aquí para caminar por la arena, atraer al hacedor y cabalgarlo gracias a mi astucia, probando así que soy enteramente un Fremen.

Sintió la pistola maula y el crys en su cintura. Percibió el silencio a su alrededor.

Era aquel silencio particular que precede a la mañana, cuando los pájaros nocturnos ya se han retirado y las criaturas diurnas no han anunciado aún su despertar a su enemigo, el sol.

—Debes cabalgar por la arena a la luz del día, para que Shai-Hulud vea y sepa que no tienes miedo —le había dicho Stilgar—. Así que daremos la vuelta a nuestro tiempo y dormiremos esta noche.

Lentamente, Paul se sentó, notando su destiltraje lacio alrededor de su cuerpo, la tienda como una sombra. Se movió silenciosamente, pero Chani lo oyó.

Habló desde la oscuridad de la tienda, otra sombra entre las sombras.

—Aún no es totalmente de día, amor mío.

—Sihaya —dijo él, hablando con una sonrisa en su voz.

—Me llamas tu primavera del desierto —dijo ella—, pero hoy seré tu aguijón. Soy la sayyadina, que vela porque los ritos sean cumplidos.

Paul comenzó a ajustarse su destiltraje.

—Una vez me dijiste las palabras del Kitab al-Ibar —dijo—. Me dijiste: «La mujer es tu campo, así que ve a tu campo y cultívalo».

—Soy la madre de tu primogénito —dijo ella.

La vio en la penumbra gris, imitando sus movimientos, ajustando su destiltraje para el desierto.

—Tendrías que descansar todo lo que pudieras —dijo ella.

Sintió el amor en sus palabras y la regañó bromeando:

—La Sayyadina que vela no tendría que poner en guardia al candidato.

Ella se acercó hasta su lado y apoyó su palma en la mejilla de él.

—Hoy soy la que vela, pero también soy tu mujer.

—Tendrías que haber dejado esta tarea a otra —dijo Paul.

—La espera es demasiado terrible —dijo ella—. Prefiero estar a tu lado.

Paul besó su palma antes de ajustarse la máscara facial de su traje, y luego se volvió y soltó el sello de la tienda. El aire que penetró era frío y ligeramente húmedo, con rastros del rocío precipitado por el alba en el desierto. Tenía el perfume de la masa de preespecia, la masa que habían descubierto un poco más lejos, hacia el nordeste, y que había revelado la presencia de un hacedor cerca de allí.

Paul salió por la abertura a esfínter, se detuvo ante la tienda y arrojó los últimos restos de sueño de sus músculos. Una leve luminiscencia verde pálida se diseñaba en el horizonte, hacia el este. En la penumbra, las tiendas de su gente eran como otras tantas pequeñas falsas dunas a su alrededor. Percibió un movimiento a su izquierda, el centinela, y supo que lo habían visto.

Sabían el peligro que iba a afrontar aquel día. Cada Fremen lo había afrontado. Le concedían aún unos pocos instantes de soledad para que pudiera prepararse mejor.

Debe ser hecho hoy, se dijo.

Pensó en el poder que blandía frente al pogrom… los viejos que ahora le enviaban a sus propios hijos para que les adiestrara en su extraño arte de combatir, los viejos que le escuchaban en consejo y seguían sus planes, los hombres que luego volvían para presentarle el máximo elogio que se podía hacer a un Fremen:

—Tu plan ha resultado, Muad’Dib.

Sin embargo, el más pequeño y mediocre guerrero Fremen era capaz de hacer algo que él nunca había hecho. Y Paul sabía que su autoridad se resentía por el omnipresente conocimiento de aquella distinción entre ellos.

Nunca había cabalgado un hacedor.

Oh, era cierto, había montado en su grupa con los demás en viajes de adiestramiento e incursiones… pero nunca había viajado solo. Hasta que no lo hubiera hecho, su universo se vería limitado por la habilidad de los demás. Esto era algo que ningún verdadero Fremen soportaría. Hasta que lo hiciera, los vastos territorios del sur —un área a unos veinte martilleadores más allá del erg— le estarían vedados a menos que ordenara un palanquín, aceptando viajar como una Reverenda Madre o como un enfermo.

El recuerdo de la larga lucha sostenida con su consciencia interior durante la noche volvió a él. Vio allí un extraño paralelismo: si dominaba al hacedor, poseería un medio de control sobre sí mismo. Pero más allá de aquello había una zona neblinosa, la gran turbulencia que parecía adueñarse de todo el universo.

Las diferentes formas en que percibía el universo lo obsesionaban… confuso y nítido al mismo tiempo. Lo vio in situ. Y sin embargo, cuando había nacido, cuando las presiones de la realidad comenzaban a actuar sobre el tiempo, él ahora tenía una vida propia y crecía con sus sutiles diferencias. La terrible finalidad permanecía. La consciencia de la raza permanecía. Y por encima de todo ello la jihad, sangrienta y salvaje.

Chani se le unió fuera de la tienda, con los brazos cruzados sobre su pecho, mirándolo de reojo como hacía siempre para adivinar su estado de ánimo.

—Háblame de nuevo de las aguas de tu mundo natal, Usul —le dijo.

Paul comprendió que intentaba distraerlo, liberar su mente de toda tensión antes de la prueba mortal. El cielo era cada vez más claro, y algunos de sus Fedaykin estaban recogiendo ya sus tiendas.

—Preferiría que tú me hablaras del sietch y de nuestro hijo —dijo Paul—. ¿Nuestro Leto sigue tiranizando a mi madre?

—Y también a Alia —dijo ella—. Y crece muy aprisa. Pronto será un hombrecito.

—¿Cómo es el sur? —preguntó él.

—Cuando hayas cabalgado al hacedor lo verás por ti mismo —dijo ella.

—Pero antes quisiera verlo a través de tus ojos.

—Es terriblemente solitario —dijo ella.

Paul tocó el pañuelo nezhoni que ella llevaba en la frente, bajo el capuchón del destiltraje.

—¿Por qué no quieres hablarme del sietch?

—Ya te he hablado de él. El sietch es un lugar terriblemente solitario sin nuestros hombres. Es un lugar de trabajo. Nos pasamos las horas en las factorías y en los talleres. Hay que fabricar armas, empalar la arena para la previsión del tiempo, recolectar la especia para los tributos. Debemos sembrar las dunas para que la vegetación crezca en ellas y las ancle. Debemos fabricar tejidos y tapices, cargar las células de combustible. Y luego hay que adiestrar a los niños, para que la fuerza de la tribu no decrezca.

—¿No hay nada agradable allí en el sietch? —preguntó él.

—Los niños son agradables. Observamos los ritos. Tenemos suficiente comida. A veces, una de nosotras regresa al norte a dormir con su hombre. La vida debe continuar.

—Mi hermana, Alia… ¿ha sido aceptada por la gente?

Chani se volvió a mirarlo a la creciente luz del alba. Sus ojos parecieron taladrarlo.

—Discutiremos esto en otra ocasión, amor mío.

—Discutámoslo ahora.

—Tienes que conservar tus energías para la prueba.

Paul se dio cuenta de que había tocado un punto sensible. Había algo ausente, lejano, en su voz.

—Lo desconocido trae sus propios conocimientos —dijo.

Ella asintió con la cabeza. Tras una pausa, dijo:

—Subsiste aún… una cierta incomprensión a causa de lo extraño que hay en Alia. Las mujeres le tienen miedo porque una niña, casi un bebé, habla… de cosas que sólo un adulto tendría que conocer. No comprenden el… cambio en el seno que ha hecho a Alia… diferente.

—¿Hay problemas? —preguntó él. Y pensó: He tenido visiones de problemas cerniéndose sobre Alia.

Chani miró a la resplandeciente línea del amanecer.

—Algunas de las mujeres se han reunido para apelar a la Reverenda Madre. Le piden que exorcice al demonio que hay en su hija. Han citado la escritura: «No se tolerará una bruja entre nosotros».

—¿Y qué ha dicho mi madre al respecto?

—Ha recitado la ley y ha despedido a las mujeres, confusas. Ha dicho: «Si Alia es fuente de problemas, eso es culpa de la autoridad que no ha sabido prever e impedir estos problemas». Y ha intentado explicarles cómo el cambio había actuado sobre Alia, en su seno. Pero las mujeres estaban furiosas porque se sentían confusas, y se han ido murmurando.

Tendremos problemas por causa de Alia, pensó Paul.

Un soplo cristalino de arena le rozó el rostro, trayéndole el olor de la masa de preespecia.

—El-Sayal —dijo—, la lluvia de arena que trae el amanecer. —Su mirada recorrió la gris luminosidad del desierto, aquel paisaje que superaba toda desolación, aquella arena que era la eterna imagen de una forma recreada en sí misma. Secos relámpagos surgieron de una zona oscura, hacia el sur… la señal de que una tormenta había alcanzado el límite de su carga estática. El prolongado retumbar del trueno llegó como una secuela poco después.

—La voz que beatifica la tierra —dijo Paul.

Otros de sus hombres estaban saliendo de las tiendas. Los centinelas regresaban de los extremos del campamento. Todos a su alrededor se movían lentamente, siguiendo una antigua rutina que no necesitaba ninguna orden.

—Da el menor número de órdenes posible —le había dicho su padre hacía tiempo… mucho tiempo—. Una vez hayas dado una orden con respecto a algo determinado, siempre tendrás que seguir dando órdenes sobre lo mismo.

Los Fremen conocían esta regla instintivamente.

El maestro de agua del grupo entonó el canto de la mañana, añadiendo las palabras rituales para la iniciación de un nuevo caballero de la arena.

—El mundo es un cadáver —salmodió, y su voz resonó entre las dunas—. ¿Quién puede hacer retroceder el Ángel de la Muerte? Lo que Shai-Hulud ha decidido, así será.

Paul escuchó, reconociendo las mismas palabras con las que se iniciaba el canto de la muerte de sus Fedaykin, las palabras que entonaban cuando se lanzaban al combate.

¿Habrá aquí un nuevo túmulo de rocas, hoy, para celebrar la partida de otra alma?, se preguntó. ¿Acaso los Fremen se detendrán aquí en el futuro, añadiendo otra piedra y pensando en Muad’Dib, que murió en este lugar?

Sabía que esta era una de las alternativas posibles, un hecho a lo largo de las líneas que irradiaban hacia el futuro a partir de aquella posición en el espacio-tiempo. La imperfecta visión lo atormentaba. Cuanto más se oponía a su terrible finalidad y luchaba contra el advenimiento de la jihad, más se aceleraba el torbellino en un río precipitándose en un abismo… un vórtice de violencia donde todo era niebla y nubes.

—Stilgar se acerca —dijo Chani—. Debo separarme de ti, amor mío. Ahora debo ser la Sayyadina y observar el rito para que sea transcrito con toda su verdad en las Crónicas. —Lo miró y, por un momento, se sintió débil, antes de obligarse a recuperar su control—. Cuando todo esto haya terminado, te prepararé tu comida con mis propias manos —dijo. Se alejó.

Stilgar avanzó a través de la pulverulenta arena, levantando nubecillas a cada paso. Sus oscuros ojos estaban fijos en Paul, con una indomable mirada. La barba negra que afloraba bajo la máscara de su destiltraje, las rugosas mejillas, todo parecía esculpido en alguna clase de roca por el viento.

Llevaba, sujetándolo por el asta, el estandarte de Paul, el estandarte verde y negro con un tubo de agua en el asta… algo que ya era legendario en el lugar. Paul pensó: No puedo hacer la más simple de las cosas sin que se convierta en una leyenda. Ya habrán notado la forma como he despedido a Chani, como he acogido a Stilgar… cada movimiento que haga en el día de hoy. Tanto si muero como si vivo, será una leyenda. No debo morir. Porque entonces sólo quedaría la leyenda, y nada podría detener la jihad.

Stilgar clavó el asta del estandarte en la arena, al lado de Paul, y dejó caer sus manos a sus costados. Sus ojos totalmente azules siguieron mirándolo sin parpadear. Y Paul pensó que también sus propios ojos estaban empezando a asumir aquella máscara de color de la especia.

—Nos han negado el Hajj —dijo Stilgar, con la solemnidad ritual.

Y Paul respondió, tal como le había enseñado Chani:

—¿Quién puede negar a un Fremen el derecho a caminar o cabalgar donde él quiera?

—Yo soy un Naib —dijo Stilgar—, nadie podrá tomarme vivo. Soy un pie del trípode de la muerte que destruirá a nuestros enemigos.

El silencio cayó sobre ellos.

Paul echó una ojeada a los otros Fremen, inmóviles sobre la arena, más allá de Stilgar, inmersos en su personal plegaria. Y pensó que los Fremen eran un pueblo cuya vida consistía en matar, todo un pueblo que había vivido siempre en la rabia y en el dolor, sin pensar nunca que pudiera existir otra cosa… excepto el sueño que les había dado Liet-Kynes antes de morir.

—¿Dónde está el Señor que nos ha conducido a través de los desiertos y de los abismos? —preguntó Stilgar.

—Está siempre con nosotros —entonaron los Fremen.

Stilgar se irguió, avanzó hacia Paul y bajó su voz.

—Ahora, recuerda todo lo que te he dicho. Debes actuar simple y directamente… sin ninguna fantasía. Toda nuestra gente cabalga a los hacedores a la edad de doce años. Tú tienes seis años más, y no has nacido para esta vida. No tienes que impresionar a nadie con tu valor. Sabemos que eres valeroso. Tan sólo debes llamar al hacedor y cabalgarlo.

—Lo recordaré —dijo Paul.

—Cuento con ello. No deseo que la vergüenza caiga sobre tu maestro.

Stilgar extrajo una varilla de plástico de aproximadamente un metro de largo de entre sus ropas. Estaba aguzada por un extremo, y el otro tenía un mecanismo a resorte.

—He preparado yo mismo este martilleador. Es bueno. Tómalo.

Paul sintió en su mano la superficie lisa y elástica del plástico y aceptó el martilleador.

—Shishakli tiene tus garfios de doma —dijo Stilgar—. Te los dará apenas estés en aquella duna, allí —señaló a su derecha—. Llama a un hacedor grande, Usul. Muéstranos el camino.

Paul notó el tono de la voz de Stilgar… ritual y a medias preocupada por la suerte de un amigo.

En aquel instante, el sol pareció saltar sobre el horizonte. El cielo adquirió el tinte gris plateado que anunciaba un día de extremado calor y sequedad incluso para Arrakis.

—He aquí el día ardiente —dijo Stilgar, y ahora su voz era enteramente ritual—. Ve, Usul, y cabalga al hacedor, cruza la arena como un conductor de hombres.

Paul saludó a su estandarte, observando cómo la tela verde y negra colgaba inerte al cesar el viento del alba. Se volvió hacia la duna que había señalado Stilgar… un montículo de arena cuya cresta formaba una S. La mayor parte de los Fremen se alejaban ya en dirección opuesta, cruzando la otra duna que había albergado su campamento.

Una figura embozada permanecía en el sendero de Paul: Shishakli, un jefe de grupo de los Fedaykin, con sólo sus ojos visibles entre la capucha del destiltraje y la máscara.

Al acercarse Paul, le presentó dos delgadas varillas, parecidas a látigos. Tenían casi un metro y medio de largo, y en un extremo iban provistas de relucientes garfios de plastiacero, mientras que el otro presentaba un mango profundamente raspado para facilitar la presa.

Paul las aceptó con la mano izquierda, como requería el ritual.

—Estos son mis garfios —dijo Shishakli con voz ronca—. Nunca han fallado.

Paul asintió, manteniendo el requerido silencio, rebasó al hombre y ascendió la vertiente de la duna. En la cresta, miró hacia atrás y vio al grupo dispersándose como un enjambre de insectos, con sus ropas flotando. Ahora estaba solo en la cima de la duna, con únicamente el horizonte ante él. Era una buena duna la que había elegido Stilgar, lo suficientemente alta como para permitirle dominar a todas sus compañeras.

Deteniéndose, Paul plantó profundamente el martilleador en la cara de la duna vuelta hacia el viento, donde la arena era más compacta y permitía la máxima transmisión del sonido. Después dudó, repasando mentalmente las lecciones y los imperativos de vida y muerte que debía afrontar.

Apenas presionara el pestillo, el martilleador comenzaría a batir su reclamo.

En las profundidades de la arena, un gigantesco gusano —un hacedor— lo oiría y acudiría a la llamada del sonido. Paul sabía que con las varillas con garfios en su extremo podría saltar al curvado lomo del gran hacedor. Mientras mantuviera el borde de un anillo del gusano abierto con los garfios, exponiendo a la abrasión de la arena los sensibles estratos internos, el hacedor no se hundiría de nuevo en el desierto. De hecho, antes al contrario levantaría su gigantesco cuerpo lo más alto posible, arqueándolo en su intento de alejar al máximo de la superficie del desierto el segmento abierto.

Soy un caballero de la arena, se dijo Paul.

Miró los garfios de doma en su mano izquierda, pensando en que sólo tendría que irlos cambiando a lo largo de la curva del inmenso costado del hacedor para que la criatura contrajese el cuerpo y se curvara hacia el lado requerido, guiándolo así hacia donde quisiera. Había visto ya hacerlo. Había realizado cortos trayectos de entrenamiento a lomos de un gusano. El gusano capturado podía ser cabalgado hasta que se detenía exhausto entre las dunas, y entonces era preciso llamar a un nuevo hacedor.

Una vez hubiera superado aquella prueba, Paul sabía que estaría cualificado para realizar el viaje de veinte martilleadores hasta las tierras del sur… para permanecer un tiempo y descansar entre los palmerales y los nuevos sietch donde habían sido conducidos las mujeres y los niños escapando del pogrom.

Levantó la cabeza y miró al sur, recordando que el hacedor que iba a surgir era un factor desconocido, y que igualmente el que lo llamaba era nuevo en aquella prueba.

—Debes calcular con cuidado su aproximación —le había explicado Stilgar—. Debe estar lo suficientemente cerca como para poder saltar a su lomo cuando pase a tu lado, y lo suficientemente lejos como para evitar que te engulla.

Con una brusca decisión, Paul soltó el pestillo del martilleador. El péndulo empezó a girar y a golpear la arena con su reclamo: «Bum… bum… bum…».

Se irguió, escrutando el horizonte, recordando las palabras de Stilgar:

—Examina atentamente su línea de aproximación. Recuérdalo, un gusano muy raramente se acerca a un martilleador sin hacerse ver. De todos modos, escucha. Quizá puedas oírlo antes incluso que verlo.

Y las palabras de Chani, susurradas en el corazón de la noche, recomendándole prudencia en mitad de su miedo, volvieron a su mente:

—Cuando te halles en el sendero de un hacedor, debes permanecer inmóvil y silencioso. Debes ser y pensar como un puñado de arena. Ocúltate en tus ropas y conviértete en una pequeña duna en lo más profundo de ti mismo.

Lentamente, Paul exploró el horizonte, escuchando, buscando los signos que le habían sido indicados.

Surgió del sudeste: un silbido lejano, un susurro de la arena. Luego distinguió el perfil de la criatura que avanzaba contra la luz del alba, y se dio cuenta de que nunca había visto un gusano tan grande, nunca había oído hablar de uno de este tamaño. Tendría casi tres kilómetros de largo, y la ola de arena que levantaba su cabeza parecía como el acercarse de una montaña.

Esto es algo que nunca he visto, ni en mis visiones ni en mi vida, se dijo Paul. Se apresuró hacia adelante, hacia el camino de la cosa que se acercaba, enteramente absorbido por los imperativos de aquel momento.

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