Dune

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Libro tercero: el profeta » Capítulo 42

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No se puede evitar la influencia de la política en el seno de una religión ortodoxa. Esta lucha por el poder impregna el adiestramiento, la educación y la disciplina de una comunidad ortodoxa. A causa de esta presión, los jefes de tal comunidad deben afrontar inevitablemente este último dilema interior: sucumbir al más completo oportunismo como precio para mantener su poder, o arriesgarse al sacrificio de sí mismos en nombre de la ética ortodoxa.

De Muad’Dib: Las consecuencias religiosas, por la PRINCESA IRULAN

Inmóvil en la arena, Paul observaba la línea de aproximación del gigantesco hacedor. No debo esperar como un contrabandista… impaciente y tembloroso, se dijo. Debo formar parte del desierto.

El ser estaba ahora a pocos minutos de distancia, llenando la mañana con el ruidoso crepitar de su avance. Sus enormes dientes, en la redonda caverna que era su boca, se destacaban como grandes flores. El olor a especia que emanaba de su cuerpo dominaba el aire.

El destiltraje de Paul se adhería perfectamente a su cuerpo, y apenas era consciente de sus tampones nasales y la máscara para la respiración. Las enseñanzas de Stilgar, las laboriosas horas en la arena, le hacían olvidar cualquier otra cosa.

—¿A qué distancia debes mantenerte del radio de acción del hacedor en la arena gruesa? —le había preguntado Stilgar. Y él había respondido correctamente:

—A medio metro por cada metro de diámetro del hacedor.

—¿Por qué?

—Para evitar el vórtice de su paso, para tener tiempo de correr y saltar a su lomo.

—Tú ya has cabalgado a los más pequeños, los criados para la semilla y el Agua de Vida —había dicho Stilgar—. Pero el que llames para tu prueba será un hacedor salvaje, un viejo del desierto. Debes mostrarle el respeto que se merece.

Ahora, el profundo ruido del martilleador se mezclaba con el chirrido de la aproximación del gusano. Paul inspiró profundamente, oliendo la amarga acidez mineral de la arena incluso a través de sus filtros. El hacedor salvaje, el viejo del desierto, estaba casi encima de él. Sus segmentos frontales, encrestados, levantaban una ola de arena capaz de sepultarle.

Ven aquí adorable monstruo, pensó. Aquí. Escucha mi llamada. Ven aquí. Ven aquí.

La ola levantó la duna bajo sus pies. Un torbellino de polvo lo envolvió. Reafirmó su posición, mientras todo su mundo era dominado por el paso de aquella inmensa pared curva ofuscada por la arena, una roca viviente segmentada.

Paul levantó los garfios, tomó puntería, se inclinó hacia adelante, se lanzó. Los sintió morder y tirar violentamente. Saltó hacia arriba, plantando sus pies en la curvada pared, tirando hacia afuera para que los garfios se clavaran mejor. Aquel era el momento culminante de la prueba: si había plantado correctamente los garfios, en el extremo anterior del segmento anillado, abriendo así el segmento, el gusano no rodaría sobre sí mismo para aplastarlo.

El gusano frenó su marcha. Llegó al martilleador, y lo silenció. Lentamente, su cuerpo se curvó hacia arriba… arriba… levantando aquellos irritantes garfios lo más alto posible, lejos de la arena que amenazaba la tierna membrana interior del segmento.

Y Paul se encontró cabalgando erecto a lomos del gusano. Se sintió exultante, como un emperador ante sus dominios. Venció su impulso de dar cabriolas, de hacer girar el gusano a uno u otro lado, de demostrar su pericia y su dominio absoluto sobre la criatura.

Repentinamente comprendió por qué Stilgar le había puesto en guardia, hablándole de aquellos jóvenes locos que bailaban y jugaban con sus monstruos, arrancando sus dos garfios a la vez para clavarlos de nuevo antes de que el gusano pudiera arrojarlos de su lomo.

Arrancando un garfio de su lugar, Paul tiró del otro y clavó de nuevo el primero un poco más abajo en el flanco. Aseguró su presa, y cuando lo tuvo bien seguro repitió la operación con el otro, descendiendo así un poco en su flanco. El hacedor giró un poco sobre sí mismo y, con este movimiento, se desvió hacia la zona de arena fina donde aguardaban los demás.

Paul los vio acercarse, utilizando sus garfios para montar, pero evitando los sensibles bordes de los anillos hasta que no estuvieron todos arriba. Finalmente cabalgaron en una triple hilera tras él, sólidamente sujetos con sus garfios.

Stilgar avanzó entre las hileras, comprobó la posición de los garfios de Paul, y miró al sonriente rostro del muchacho.

—Lo has logrado, ¿eh? —dijo, alzando su voz por encima del crepitar de la arena—. Al menos eso es lo que crees, ¿no? —Se irguió—. Ahora permíteme que te diga que ha sido un pésimo trabajo. Un chico de doce años lo hubiera hecho mejor. Había un tambor de arena a la izquierda del punto donde aguardabas. Si el gusano llega a precipitarse contra ti, no hubieras encontrado lugar para huir por aquel lado.

La sonrisa desapareció del rostro de Paul.

—Había visto el tambor de arena.

—Entonces, ¿por qué no le pediste a alguno de nosotros que se situara en posición secundaria tras de ti? Es algo permitido incluso en la prueba.

Paul tragó saliva, haciendo frente al viento provocado por su marcha.

—Piensas que no está bien que ahora te diga esto —elevó la voz Stilgar—. Pero es mi deber. Pienso en lo valioso que eres para nosotros. Si hubieras caído en el tambor de arena, el hacedor se hubiera precipitado contra ti.

Pese a su repentina rabia, Paul sabía que Stilgar estaba diciendo la verdad. Necesitó un largo minuto y todo el esfuerzo del adiestramiento que había recibido de su madre para recuperar la calma.

—Lo siento —dijo—. No volverá a ocurrir.

—En una posición difícil, hazte siempre ayudar por un secundario, alguien que pueda saltar sobre el hacedor si tú no puedes —dijo Stilgar—. Recuerda que nosotros trabajamos siempre en conjunto. Sólo así estamos seguros. Siempre en conjunto, ¿eh?

Palmeó a Paul en el hombro.

—Siempre en conjunto —aceptó Paul.

—Ahora —dijo Stilgar, y su voz era dura—, muéstrame que sabes cómo maniobrar un hacedor. ¿En qué lado estamos ahora?

Paul miró a la escamosa superficie del anillo, notó la forma y el tamaño de las escamas, el modo como se alargaban a su derecha y se hacían más cortas a su izquierda. Cada gusano, sabía, se movía de una manera característica, ofreciendo casi siempre el mismo lado hacia arriba. Cuando el gusano envejecía, esta forma de moverse se convertía en algo constante. Las escamas inferiores se volvían más densas, largas y lisas. En un gusano grande, bastaba una ojeada a las escamas para identificar el arriba y el abajo.

Desplazando sus garfios, Paul se movió hacia la izquierda. Hizo un gesto a dos hombres a su flanco, que se situaron sobre el segmento abierto para mantener al gusano en línea recta mientras giraba sobre si mismo. Cuando hubo adoptado la posición requerida, invitó a dos timoneros a salir de la línea y situarse delante.

¡Ach, haiiii-yoh! —exclamó, en el grito tradicional. El timonero de su izquierda abrió allí el borde de un segmento.

En un majestuoso círculo, el hacedor se curvó para proteger su segmento abierto. Dio un amplio giro sobre sí mismo y, cuando estuvo orientado de nuevo al sur, Paul gritó:

—¡Geyrat!

El timonero soltó sus garfios. El hacedor prosiguió avanzando en línea recta.

—Muy bien, Paul-Muad’Dib —dijo Stilgar—. Con la práctica, podrás llegar a ser un caballero de la arena.

Paul frunció el ceño, pensando: ¿Acaso no he sido el primero en montarlo?

Tras él se alzaron risas. El grupo empezó a cantar, lanzando su nombre al cielo:

—¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib!

Y muy atrás en la superficie del gusano, Paul oyó el golpeteo de los aguijoneadores en los segmentos de cola. El gusano empezó a adquirir velocidad. Sus ropas ondearon al viento. El abrasivo sonido de su paso se incrementó.

Paul miró a sus espaldas a través del grupo, y vio el rostro de Chani muy cerca de él. La miró mientras preguntaba a Stilgar:

—Entonces, ¿soy un caballero de la arena, Stil?

¡Mal yawm! Eres un caballero de la arena desde hoy.

—Entonces, ¿puedo escoger nuestro destino?

—Esa es la costumbre.

—Y yo soy un Fremen que he nacido aquí, hoy, en el erg Habbanya. Nunca he vivido hasta hoy. Era un niño hasta este día.

—No exactamente un niño —dijo Stilgar. Se apretó una esquina de su capucha que chasqueaba al viento.

—Pero había un corcho bloqueando la salida de mi mundo, y este corcho ha sido quitado.

—Ya no hay ningún corcho.

—Quiero ir al sur, Stilgar… veinte martilleadores. Así veré el país que estamos creando, la tierra que sólo he visto con los ojos de los demás.

Y veré a mi hijo y a mi familia, pensó. Necesito ahora tiempo para examinar este futuro que es un pasado en mi mente. El torbellino se acerca y, si no consigo detenerlo, nos arrastrará con su salvaje violencia.

Stilgar lo miró, pensativo. Paul siguió dedicando su atención a Chani, leyendo en su rostro el reflejo de la excitación que sus palabras habían despertado en el grupo.

—Los hombres están impacientes por efectuar una incursión contigo a los sink de los Harkonnen —dijo Stilgar—. Los sink se encuentran tan sólo a un martilleador de aquí.

—Los Fedaykin ya han hecho incursiones conmigo —dijo Paul—. Y seguirán haciéndolas hasta que no queden Harkonnen respirando el aire de Arrakis.

Stilgar lo miró largamente, y Paul comprendió que estaba pensando en cómo había asumido el mando del Sietch Tabr y del Consejo de Jefes, tras la muerte de Liet-Kynes.

Ha oído hablar de la agitación que reina entre los jóvenes Fremen, pensó Paul.

—¿Deseas una Asamblea de los jefes? —preguntó Stilgar. Los ojos de los jóvenes relampaguearon tras él, mientras seguían cabalgando al gusano en su loca carrera. Y Paul vio la inquietud en la mirada de Chani, la forma como sus ojos iban desde Stilgar, que era su tío, hasta Paul-Muad’Dib, que era su compañero.

—No puedo saber lo que quiero —dijo Paul.

Y pensó: No puedo retroceder en mi camino. Debo mantener mi control sobre esta gente.

—Tú eres el mudir de la arena hoy —dijo Stilgar. Su voz era sumamente formal—. ¿Cómo vas a usar este poder?

Necesitamos tiempo para relajarnos, tiempo para reflexionar friamente, pensó Paul.

—Iremos al sur —dijo.

—¿Incluso si yo digo que tendremos que volver hacia el norte apenas haya terminado esta jornada?

—Iremos al sur —repitió Paul.

Un sentido de inevitable dignidad circundó a Stilgar mientras ajustaba estrechamente sus ropas.

—Tendremos Asamblea —dijo—. Enviaré los mensajes.

Piensa que voy a desafiarlo, pensó Paul. Y sabe que no puede vencerme.

Hizo frente al sur, sintiendo el viento azotar sus expuestas mejillas, pensando en todas las necesidades que iban a condicionar sus decisiones.

Ignoran cuál es la realidad, pensó.

Sabía que no debía dejarse desviar por ninguna consideración. Debía mantenerse a cualquier precio en el camino de aquel huracán del tiempo que había podido ver en el futuro. En un momento determinado podría dominarlo, pero sólo si podía penetrar hasta el mismo corazón.

No lo desafiaré si puedo evitarlo, pensó. Si hay otra manera de impedir la jihad…

—Para la comida de la tarde y la plegaria nos detendremos en la Caverna de los Pájaros, al otro lado de la Cresta Habbanya —dijo Stilgar. Clavó él mismo unos garfios para equilibrar la marcha del hacedor, y señaló una lejana barrera rocosa que surgía en el desierto.

Paul estudió la cordillera, las grandes vetas rocosas que se alzaban como gigantescas olas. Ningún rastro de verdor, ninguna flor ablandaba la rigidez de aquel horizonte. Más allá de las montañas se abría la vía del sur, diez días y diez noches como mínimo, a la máxima velocidad posible de un hacedor.

Veinte martilleadores.

El camino les llevaría mucho más lejos de las patrullas Harkonnen. Sabía cómo era: sus sueños se lo habían mostrado. Un día, mientras seguían avanzando hacia el sur, habría un leve cambio en el color del horizonte… algo casi imperceptible, casi una ilusión debida a la esperanza… y entonces llegarían al nuevo sietch.

—¿Muad’Dib está de acuerdo con mi decisión? —preguntó Stilgar. Había un levísimo toque de sarcasmo en su voz, pero los oídos Fremen a su alrededor, alertas a la menor variación en el grito de un pájaro o al mensaje desgranado por un ciélago, captaron el sarcasmo y miraron a Paul, esperando su reacción.

—Stilgar oyó mi juramento de lealtad cuando consagramos a los Fedaykin —dijo Paul—. Mis comandos de la muerte saben que hablo con honor. ¿Acaso Stilgar duda de ello?

Había un sincero dolor en la voz de Paul. Stilgar lo captó y bajó los ojos.

—Nunca dudaré de Usul, el compañero de mi sietch —dijo—. Pero tú eres Paul-Muad’Dib, el Duque Atreides, y tú eres el Lisan al-Gaib, la Voz del Otro Mundo. A esos hombres no los conozco.

Paul volvió la mirada para fijarla en la Cresta Habbanya, surgiendo del desierto frente a ellos. Bajo sus pies, el hacedor estaba aún lleno de fuerza y voluntad. Podría transportarlos a una distancia de casi el doble que cualquier otro gusano. Lo sabía. Ninguno, ni siquiera en las fábulas que se contaban a los niños, podía ser parangonado con aquel viejo del desierto. Paul comprendió que aquel sería el inicio de una nueva leyenda.

Una mano le aferró el hombro.

Paul la miró, siguió el brazo hasta alcanzar el rostro que se hallaba al otro extremo… los oscuros ojos de Stilgar brillando entre la máscara del filtro y la capucha del destiltraje.

—El hombre que guio el Sietch Tabr antes de mí —dijo Stilgar— era mi amigo. Compartimos los mismos peligros. Más de una vez me debió su vida… como yo le debía la mía.

—Yo soy tu amigo, Stilgar —dijo Paul.

—Nadie puede dudarlo —dijo Stilgar. Apartó su mano y se alzó de hombros—. Así tendrá que ser.

Paul comprendió que Stilgar estaba demasiado inmerso en las costumbres Fremen como para considerar siquiera la existencia de alguna otra posibilidad. Allí un jefe tenía que morir para abandonar las riendas del poder a otro. Y Stilgar era un naib a este respecto.

—Debemos dejar este hacedor en arenas profundas —dijo Paul.

—Sí —admitió Stilgar—. Andaremos desde aquí hasta la caverna.

—Lo hemos cabalgado mucho tiempo —dijo Paul—. Ahora va a enterrarse en la arena y dormir durante uno o dos días.

—Tú eres el mudir de la arena —dijo Stilgar—. Di cuando… —se interrumpió, mirando al cielo hacia el este.

Paul siguió su mirada. El azul de la especia en sus ojos hacía el cielo más oscuro, de un intenso azul, en el cual se destacaba en un violento contraste un lejano y rítmico parpadeo.

¡Un ornitóptero!

—Un pequeño tóptero —dijo Stilgar.

—Tal vez un explorador —dijo Paul—. ¿Crees que nos haya visto?

—A esta distancia tan sólo somos un gusano en la superficie —dijo Stilgar. Hizo un rápido gesto con su mano izquierda—. Abajo. Dispersaos por la arena.

Los Fremen se dejaron deslizar por los flancos del gusano, saltando a la arena y confundiéndose con ella bajo sus capas. Paul registró el lugar donde había caído Chani. Poco después, sólo quedaban él y Stilgar a lomos del animal.

—Primero en subir, último en bajar —dijo Paul.

Stilgar asintió, deslizándose con ayuda de sus garfios y saltando a la arena. Paul esperó hasta que el hacedor estuvo a una prudente distancia, y entonces soltó sus garfios. Aquel era el momento más delicado, con un gusano que aún no estaba completamente exhausto.

Liberado de los aguijones y de los garfios, el enorme gusano se hundió en la arena. Paul corrió con paso ligero a lo largo del gigantesco lomo, eligió con precisión el momento y saltó. Cayó sobre la arena y siguió corriendo, precipitándose hacia el lado liso de una duna como le habían enseñado, y escondiéndose bajo una cascada de arena que cubrió sus ropas.

Ahora, esperar…

Paul se volvió cuidadosamente, hasta distinguir una franja de cielo entre los bordes de sus ropas. Imaginó a los demás haciendo exactamente lo mismo a lo largo del camino seguido por el gusano.

Oyó el batir de las alas del tóptero antes incluso de verlo. Luego hubo un silbido de los chorros, y el aparato pasó sobre el sendero trazado en el desierto, giró en un amplio arco y se dirigió hacia las rocas.

Un tóptero sin identificaciones, observó Paul.

Desapareció de su vista, tras la Cresta Habbanya.

El grito de un pájaro resonó sobre el desierto. Luego otro.

Paul se liberó de la arena y escaló hasta el borde de su duna. Otras figuras se levantaron a lo largo de una línea sobre los bordes de las dunas. Reconoció a Chani y a Stilgar entre ellas.

Stilgar señaló hacia la cresta montañosa.

Se reunieron y se pusieron en marcha sobre la arena, con el ritmo desacompasado que no atraía a los hacedores. Stilgar se reunió con Paul en la cresta de una duna endurecida por el viento.

—Era un aparato contrabandista —dijo Stilgar.

—Así parecía —dijo Paul—. Pero estamos demasiado lejos en el desierto para los contrabandistas.

—También ellos tienen sus problemas con las patrullas —dijo Stilgar.

—Si llegan tan lejos en el desierto —dijo Paul—, eso quiere decir que pueden ir más lejos todavía.

—Exacto.

—No sería bueno que pudieran ver lo que estamos haciendo más al sur. Los contrabandistas también venden información.

—¿No crees que estaban cazando especia? —preguntó Stilgar.

—En este caso, tendría que haber un ala de acarreo y un tractor en algún lugar cercano —dijo Paul—. Nosotros tenemos especia. Tendamos una trampa en la arena y capturemos algunos contrabandistas. Deben aprender que esta es nuestra tierra, y nuestros hombres necesitan hacer prácticas con sus nuevas armas.

—Ahora es Usul quien está hablando —dijo Stilgar—. Usul piensa como un Fremen.

Pero Usul debe tomar decisiones que llevan hasta una terrible finalidad, pensó Paul.

Y la tormenta se condensó.

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