Dune

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Libro tercero: el profeta » Capítulo 44

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¡Cuántas veces el hombre encolerizado niega rabiosamente aquello que le dice su conciencia!

Frases escogidas de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

La muchedumbre reunida en la caverna de asambleas irradiaba aquella atmósfera tensa y excitada que Jessica había notado el día que Paul había matado a Jamis. Había un nervioso murmullo en las voces. Se iban formando pequeños grupos.

Jessica guardó un cilindro de mensajes bajo sus ropas mientras salía a la plataforma después de dejar los apartamentos privados de Paul. Se sentía descansada tras el largo viaje desde el sur, pero estaba irritada con Paul porque aún no había permitido el uso de los ornitópteros capturados.

—Todavía no poseemos el completo control del aire —había dicho Paul—. Y no debemos depender de un carburante que no podemos conseguir en este mundo. El carburante y los vehículos deben ser reservados para el día de la gran ofensiva.

Paul estaba en pie, cerca de la plataforma, con un grupo de jóvenes. La pálida luz de los globos daba a la escena un toque de irrealidad. Era como una pintura, pero con una dimensión añadida de los olores de la caverna, los murmullos, el rumor de pasos.

Jessica estudió a su hijo, preguntándose por qué aún no le había revelado su sorpresa… Gurney Halleck. Pensar en Gurney la turbaba, recordándole un pasado más feliz… días de amor y belleza con el padre de Paul.

Stilgar esperaba con un pequeño grupo de los suyos al otro lado de la plataforma. Permanecía silencioso, lleno de una ineluctable dignidad.

No debemos perder a este hombre, pensó Jessica. El plan de Paul debe funcionar. Cualquier otra solución sería una terrible tragedia.

Avanzó por la plataforma, pasando junto a Stilgar pero sin mirarlo, y penetrando en la multitud. Un camino se abrió ante ella hasta Paul. Lo recorrió entre un repentino silencio.

Sabía el significado de aquel silencio… las inexpresadas preguntas de aquella gente, la emoción hacia la Reverenda Madre.

Los jóvenes se apartaron de Paul mientras ella avanzaba, y por un instante esta deferencia con que la trataban la irritó. «Todos aquellos que están por debajo de ti codician tu posición», decía un axioma Bene Gesserit. Pero no leyó codicia en ninguno de aquellos rostros. Lo que la separaba de ellos era más bien aquel fermento religioso que se había ido formando alrededor de la jefatura de Paul. Recordó otra frase Bene Gesserit: «Los profetas suelen morir de muerte violenta».

Paul la miró.

—Ya es hora —dijo ella, y le tendió el cilindro de mensajes.

Uno de los compañeros de Paul, más atrevido que los demás, miró a Stilgar.

—¿Vas a desafiarlo, Muad’Dib? —dijo—. Ahora es el momento, no hay la menor duda. Te juzgarán un cobarde si…

—¿Quién se atreve a llamarme cobarde? —preguntó Paul. Su mano descendió hasta la empuñadura de su crys.

Un pesado silencio cayó sobre el grupo, transmitiéndose a toda la muchedumbre.

—Hay trabajo que hacer —dijo Paul, mientras el hombre retrocedía unos pasos. Se volvió, abriéndose paso entre la gente hacia la plataforma, saltó a ella e hizo frente a la multitud.

—¡Hazlo! —gritó una voz.

Murmullos y susurros siguieron al grito.

Paul aguardó a que volviera el silencio. Hubo aún algunos golpes de tos y movimientos inquietos. Cuando renació la calma en la caverna, Paul alzó la cabeza, y su voz llegó a todos los rincones de la amplia bóveda.

—Estáis cansados de esperar —dijo.

Dejó que nuevamente se calmaran los gritos que llegaron como respuesta.

Están realmente cansados de esperar, pensó Paul. Blandió el cilindro, pensando en el mensaje que contenía. Su madre se lo había mostrado, explicándole que había sido tomado a un correo de los Harkonnen.

El mensaje era explícito: ¡Rabban había sido abandonado a sus propios recursos en Arrakis! ¡No iba a recibir más ayuda ni refuerzos!

Paul habló de nuevo con voz fuerte.

—¡Creéis que ya es tiempo para que desafíe a Stilgar y cambie la jefatura de todos vosotros! —Antes de que nadie pudiera responder, gritó furiosamente—: ¿Creéis acaso que el Lisan al-Gaib es tan estúpido como eso?

Hubo un atónito silencio.

Está aceptando su título religioso, pensó Jessica. ¡No debe hacerlo!

—¡Es la costumbre! —gritó alguien.

Paul habló secamente, tanteando las reacciones emotivas.

—Las costumbres cambian —dijo.

—¡Somos nosotros quienes decimos qué es lo que hay que cambiar! —se alzó una voz colérica en un rincón de la caverna.

Hubo aquí y allá algunos gritos de aprobación.

—Como queráis —dijo Paul.

Y Jessica captó las sutiles entonaciones que le indicaban que Paul estaba usando la Voz tal como ella le había enseñado.

—Sois vosotros quienes tenéis que decidir —admitió Paul—. Pero antes quiero que me escuchéis.

Stilgar avanzó a lo largo de la plataforma, con el rostro impasible.

—Esta es también la costumbre —dijo—. Cualquier Fremen tiene derecho a exigir que su voz sea escuchada en Consejo. Paul-Muad’Dib es un Fremen.

—El bien de la tribu es lo más importante, ¿no? —preguntó Paul.

—Todas nuestras decisiones van encaminadas a tal fin —respondió Stilgar, conservando en su voz su tranquila dignidad.

—Correcto —dijo Paul—. Entonces, ¿quién gobierna a estos hombres de nuestra tribu… y quién gobierna a todos los hombres y todas las tribus a través de los instructores que hemos adiestrado en el extraño arte del combate?

Paul aguardó, mirando por encima de las innumerables cabezas. No hubo respuesta.

—¿Es acaso Stilgar quien gobierna todo esto? Él mismo lo niega. ¿Soy yo, entonces? Incluso Stilgar actúa a veces de acuerdo con mi voluntad, y los sabios, los más sabios entre los sabios, me escuchan y me honran en el Consejo.

Había un tenso silencio en toda la multitud.

—¿O es acaso mi madre? —Paul señaló a Jessica, envuelta en las negras ropas ceremoniales, a su lado—. Stilgar y los otros jefes le piden consejo en cualquier decisión importante. Vosotros lo sabéis. ¿Pero acaso una Reverenda Madre dirige marchas a través del desierto o guía las incursiones contra los Harkonnen?

Paul pudo ver los ceños fruncidos y las expresiones pensativas, pero oyó también algunos coléricos murmullos.

Es una forma peligrosa de afrontar la situación, pensó Jessica, pero recordó el cilindro y lo que implicaba el mensaje que había en él. Y vio lo que pretendía Paul: llegar hasta el fondo de su incertidumbre, erradicarla, y dejar que todo lo demás viniera por sí mismo.

—Ningún hombre reconoce a un jefe sin un desafío y un combate, ¿no? —preguntó Paul.

—¡Es la costumbre! —gritó alguien.

—¿Cuál es nuestro objetivo? —preguntó Paul—. Abatir a Rabban, la bestia Harkonnen, y hacer de este planeta un mundo en el cual podamos vivir nosotros y nuestras familias en la felicidad y en la abundancia del agua. ¿Es este nuestro objetivo?

—Las tareas difíciles exigen métodos difíciles —dijo alguien.

—¿Acaso arrojáis vuestros cuchillos antes de la batalla? —preguntó Paul—. Os digo esto como un hecho, no como una bravata o un desafío: no hay ningún hombre aquí, incluido Stilgar, que pueda vencerme en combate singular. El propio Stilgar admite esto. Él lo sabe, y todos vosotros también.

De nuevo se alzaron encolerizados murmullos entre la multitud.

—Muchos de vosotros os habéis batido conmigo en el terreno de prácticas —dijo Paul—. Sabéis que no es ninguna estúpida bravuconería. Digo esto porque es un hecho conocido por todos nosotros, y sería una estupidez si no lo reconociera yo mismo. Comencé a adiestrarme en estas artes mucho antes que vosotros, y aquellos que me enseñaron eran mucho más duros que cualquiera que vosotros hayáis afrontado nunca. ¿Cómo creéis sino que yo haya podido vencer a Jamis a una edad en la cual vuestros hijos aún juegan?

Está usando bien la Voz, pensó Jessica, pero con esta gente no es suficiente. Está bastante bien aislada de todo control verbal. Debe agredirlos también con la lógica.

—Así pues —dijo Paul—, volvamos a esto —tomó el cilindro de mensajes, extrajo éste y lo mostró—. Esto fue tomado a un correo Harkonnen. Su autenticidad está fuera de toda duda. Está dirigido a Rabban. Dice que cualquier petición que haga de nuevas tropas será rechazada, que su producción de especia es inferior a la cuota, que debe extraer mucha más especia de Arrakis con la gente que posee.

Stilgar avanzó hasta situarse al lado de Paul.

—¿Cuántos de vosotros habéis comprendido lo que significa esto? —preguntó Paul—. Stilgar lo ha visto inmediatamente.

Paul devolvió el mensaje y el cilindro a su cintura. Tomó de su cuello una cinta de hilo shiga trenzado, sacó un anillo y lo mostró a la multitud.

—Este era el sello ducal de mi padre —dijo—. He jurado no llevarlo nunca hasta el día en que pueda conducir a mis tropas sobre todo Arrakis y reclamar el planeta como mi legítimo feudo —se puso el anillo en un dedo, y cerró el puño.

El silencio en la caverna se hizo aún más profundo.

—¿Quién gobierna aquí? —preguntó Paul. Alzó su puño—. ¡Yo gobierno aquí! ¡Yo gobierno sobre cada centímetro cuadrado de Arrakis! ¡Este es mi feudo ducal, lo quiera o no el Emperador! ¡Él se lo concedió a mi padre, y me corresponde a través de mi padre!

Paul se alzó sobre la punta de sus pies y observó la multitud, intentando captar sus emociones.

Casi, pensó.

—Aquí hay hombres que ocuparán posiciones importantes en Arrakis cuando reclame los derechos Imperiales que me pertenecen —dijo Paul—. Stilgar es uno de esos hombres. ¡No porque quiera corromperlo! Tampoco por gratitud, aunque yo sea uno de entre los muchos que hay aquí que le debemos la vida. ¡No! Sino porque es sabio y fuerte. Porque gobierna a su gente con su inteligencia y no sólo con las reglas. ¿Me creéis estúpido? ¿Pensáis que estoy dispuesto a cortarme el brazo derecho y dejarlo sangrando en el suelo de esta caverna sólo para proporcionaros un espectáculo?

Fulminó a la multitud con la mirada.

—¿Hay alguien aquí que se atreva a decir que no soy el legítimo gobernante de Arrakis? —preguntó—. ¿Acaso tengo que probarlo privando a todas las tribus del erg de su jefe?

Junto a Paul, Stilgar le dirigió una interrogadora mirada.

—¿Cómo podría privarme de una parte de nuestra fuerza en el momento en que estamos más necesitados de ella? —preguntó Paul—. Yo soy vuestro jefe, y os digo que debemos dejar de dedicarnos a matar a nuestros mejores hombres. ¡Por el contrario, debemos matar a nuestros verdaderos enemigos, a los Harkonnen!

En un gesto fulminante, Stilgar blandió su crys y lo apuntó hacia la multitud.

—¡Larga vida al Duque Paul-Muad’Dib! —exclamó.

Un rugido ensordecedor invadió la caverna, resonando en las paredes de roca:

¡Ya hya chouhada! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Ya hya chouhada!

¡Larga vida a los guerreros de Muad’Dib!, tradujo Jessica para sí misma. La escena que ella, Paul y Stilgar habían preparado había funcionado correctamente.

El tumulto murió lentamente. Cuando se restableció el silencio, Paul hizo frente a Stilgar.

—Arrodíllate, Stilgar —dijo.

Stilgar dobló su rodilla sobre la plataforma.

—Dame tu crys —dijo Paul.

Stilgar obedeció.

Esto no lo habíamos planeado, pensó Jessica.

—Repite conmigo, Stilgar —dijo Paul, y recitó de memoria las palabras de la investidura tal como las había oído a su padre—: Yo, Stilgar, tomo este cuchillo de manos de mi Duque.

—Yo, Stilgar, tomo este cuchillo de manos de mi Duque —dijo Stilgar, y aceptó la lechosa hoja que le tendía Paul.

—Clavaré esta hoja donde mi Duque me ordene —dijo Paul.

Stilgar repitió las palabras, con voz lenta y solemne.

Recordando las fuentes del ritual, Jessica sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Agitó la cabeza. Conozco las razones de esto, pensó. No tendría que conmoverme así.

—Dedico esta hoja a la causa de mi Duque y a la muerte de sus enemigos por tanto tiempo como la sangre corra por mis venas —dijo Paul.

Stilgar repitió tras él las palabras.

—Besa la hoja —ordenó Paul.

Stilgar obedeció y luego, a la manera Fremen, besó el brazo de Paul que en combate empuñaba el cuchillo. A una seña de Paul, guardó el cuchillo y se puso en pie.

Un susurro de sorpresa recorrió la multitud, y Jessica oyó las palabras:

—La profecía… Una Bene Gesserit nos mostrará el camino y una Reverenda Madre lo verá. —Y luego, más lejos—: ¡Nos lo ha mostrado a través de su hijo!

—Stilgar es el jefe de esta tribu —dijo Paul—. Que nadie se engañe en esto. Stilgar gobierna con mi voz. Aquello que Stilgar os diga, es como si os lo hubiera dicho yo mismo.

Hábil, pensó Jessica. El jefe de la tribu no puede perder prestigio ante aquellos que deberán obedecerlo.

Paul bajó la voz para decir:

—Stilgar, quiero mensajeros en el desierto esta noche, y ciélagos que convoquen una Reunión del Consejo. Cuando hayas hecho esto, toma a Chatt, Korba, Otheym y otros dos lugartenientes elegidos por ti. Tráelos a mis apartamentos para preparar los planes de batalla. Tenemos que poder mostrarle una victoria al Consejo de Jefes cuando lleguen.

Paul hizo una seña a su madre para que lo acompañara, abandonando la plataforma y abriéndose camino entre la multitud, dirigiéndose hacia el corredor central y a los apartamentos que le habían sido preparados. Mientras Paul avanzaba entre la multitud, muchas manos tocaron sus ropas y algunas voces le invocaron.

—¡Mi cuchillo obedecerá las órdenes de Stilgar, Paul-Muad’Dib! ¡Haznos combatir, Paul-Muad’Dib! ¡Haz que la sangre de los Harkonnen bañe nuestro mundo!

Sintiendo las emociones a su alrededor, Jessica captó los frenéticos deseos de luchar de aquella gente. Nunca habían estado más dispuestos. Les estamos arrastrando hasta las cimas más altas, pensó.

En la estancia interior, Paul indicó una silla a su madre.

—Espera aquí —dijo. Y atravesó las cortinas en dirección al corredor.

Jessica permaneció sola en la silenciosa estancia después de que Paul se hubo ido, sin más sonidos que el débil zumbido de las bombas de viento que hacían circular el aire por el sietch.

Ha ido a buscar a Gurney Halleck para traerlo aquí, pensó. Y se maravilló por la extraña mezcla de emociones que la inundaba. Gurney y su música le evocaban tantos momentos felices en Caladan, antes de su partida hacia Arrakis. Pero parecía como si hubiera sido otra persona la que hubiera estado en Caladan. Habían transcurrido tres años desde entonces, pero realmente se había convertido en otra persona. El enfrentarse nuevamente a Gurney la forzaba a reflexionar en todos aquellos cambios que se habían producido en ella.

El servicio de café de Paul, de plata y jasmium, heredado de Jamis, se hallaba sobre una mesa baja a su derecha. Lo miró, pensando en cuántas manos habían tocado aquel metal. La propia Chani había servido a Paul aquél último mes.

¿Qué otra cosa puede hacer esa mujer del desierto por un Duque excepto servirle el café?, se dijo. No le aporta ningún poder, ninguna familia. Paul tan sólo tiene una gran posibilidad… aliarse con una Gran Casa poderosa, quizá incluso con la familia Imperial. Hay princesas en edad de matrimonio, después de todo, y cada una de ellas es una Bene Gesserit.

Jessica se imaginó a sí misma abandonando los rigores de Arrakis por la seguridad y el poder que le esperaban como madre de un consorte real. Miró los pesados tapices que cubrían las paredes rocosas de aquella celda, pensando en cómo había llegado hasta allí… cabalgando a lomos de gusanos, en los palanquines y en las plataformas cargadas de útiles y víveres necesarios para la inminente campaña.

Mientras Chani viva, Paul no verá cuál es su deber, pensó Jessica. Ella le ha dado un hijo, y esto es suficiente.

Sintió el repentino deseo de ver a su nieto, aquel niño que tanto se parecía a su abuelo, su querido Leto. Jessica apoyó las palmas de sus manos contra sus mejillas y dio a su respiración el ritmo ritual que calmaba las emociones y aclaraba la mente, luego se inclinó hacia adelante para los ejercicios religiosos que preparaban el cuerpo para las exigencias de la mente.

La elección de Paul de aquella Caverna de los Pájaros como su puesto de mando no planteaba objeciones. Era ideal. Al norte estaba el Paso del Viento, que se abría a un poblado bien defendido en un sink rodeado de crestas rocosas. Era un poblado importante, hogar de artesanos y técnicos, un centro de mantenimiento para todo un sector defensivo Harkonnen.

Una tos resonó al otro lado de los cortinajes. Jessica se irguió, inspiró profundamente, expulsó el aire con suavidad.

—Entra —dijo.

Los cortinajes se apartaron violentamente, y Gurney Halleck saltó dentro de la estancia. Jessica apenas vio su rostro contorsionado en una extraña mueca; luego el hombre estuvo tras ella y la sujetó brutalmente, pasando un brazo por su cuello y obligándola a ponerse en pie.

—Gurney, especie de loco, ¿qué estás haciendo? —exclamó.

Entonces sintió el toque del cuchillo contra su espalda. Un estremecimiento de clarividencia se propagó desde la punta del cuchillo. Supo en aquel instante que Gurney quería matarla. ¿Por qué? No consiguió imaginar ninguna razón, porque aquel hombre no era capaz de una traición. Pero no había ninguna duda acerca de sus intenciones. Su mente se agitó ante esta certeza. Gurney no era un hombre que se pudiera anular fácilmente. Estaba preparado en la lucha contra la Voz, conocía todas las estratagemas, sus reacciones eran instantáneas ante cualquier amenaza de violencia o muerte. Era un magnífico instrumento de muerte, que ella misma había contribuido a adiestrar con sus consejos y sus sutiles sugerencias.

—Creías haber conseguido escapar, ¿eh, bruja? —gruñó Gurney.

Antes de que aquellas palabras fueran captadas por su mente y pudiera formular una respuesta, los cortinajes se apartaron y Paul entró.

—Aquí está mad… —Paul se interrumpió bruscamente, captando la tensión de la escena.

—Quédate donde estás, mi Señor —dijo Gurney.

—Pero… —Paul agitó su cabeza.

Jessica intentó hablar, pero el brazo apretó la presa en torno a su cuello.

—Hablarás cuando yo lo permita, bruja —dijo Gurney—. Sólo quiero que tu hijo sepa una cosa de ti, y estoy preparado para hundirte este cuchillo en el corazón al mínimo gesto o intento contra mí. Tu voz debe ser átona. No te muevas, no tenses los músculos. Actuarás con la máxima prudencia si quieres ganarte estos pocos instantes de vida. Te aseguro que es todo lo que te queda.

Paul dio un paso hacia adelante.

—Gurney, amigo, ¿qué…?

—¡Quédate donde estás! —gritó Gurney—. Un paso más y ella muere.

La mano de Paul se deslizó hacia la empuñadura de su cuchillo. Habló con una calma mortal.

—Harás bien en explicarte, Gurney.

—He jurado matar a la mujer que traicionó a tu padre —dijo Gurney—. ¿Crees que puedo olvidar al hombre que me salvó del pozo de esclavos de los Harkonnen, el hombre que me concedió la libertad, la vida, el honor… que me ofreció su amistad, algo que valoro por encima de cualquier otra cosa? Tengo a quien le traicionó bajo mi cuchillo. Nadie podrá impedir que…

—No podrías cometer mayor error, Gurney —dijo Paul.

Y Jessica pensó: ¡Así que es eso! ¡Qué ironía!

—¿Un error? —dijo Gurney—. Escuchemos entonces qué puede decirnos esta mujer. Y recuerda que he corrompido, espiado y engañado para confirmar esta acusación. He ofrecido incluso semuta a un capitán de la guardia de los Harkonnen para escuchar toda la historia.

Jessica sintió que el brazo que apretaba su garganta relajaba ligeramente su presa, pero antes de que pudiera hablar fue Paul quien dijo:

—El traidor fue Yueh. Eso es lo que te digo, Gurney. Las pruebas son completas, irrefutables. Fue Yueh. No me interesa saber cómo llegaste a tus sospechas, pero si le haces algún daño a mi madre… —blandió su crys, apuntando su hoja hacia él—… tendré tu sangre.

—Yueh era un médico condicionado para servir a las casas reales —gruñó Gurney—. No podía volverse un traidor.

—Conozco un medio para anular este condicionamiento —dijo Paul.

—Las pruebas —insistió Gurney.

—Las pruebas no están aquí —dijo Paul—. Están en el Sietch Tabr, lejos de aquí, pero si…

—Es un truco —gruñó Gurney, y su brazo se apretó en torno al cuello de Jessica.

—No es ningún truco, Gurney —dijo Paul, y había una profunda nota de tristeza en su voz que llegó hasta lo más hondo del corazón de Jessica.

—Vi el mensaje capturado al agente Harkonnen —dijo Gurney—. La nota señalaba directamente a…

—Yo también lo vi —dijo Paul—. Mi padre me lo mostró aquella misma noche, diciéndome que era un truco de los Harkonnen para hacerle sospechar de la mujer a la que amaba.

—¡Ayah! —dijo Gurney—. Tú no…

—Cállate —dijo Paul, y la tranquila firmeza de sus palabras era más imperativa que todas las órdenes que Jessica había oído en cualquier otra voz.

Tiene el Gran Control, pensó.

El brazo de Gurney tembló alrededor de su cuello. La punta del cuchillo se apartó, insegura.

—Lo que tú no has oído —dijo Paul— son los sollozos de mi madre la noche que perdió a su Duque. Lo que tú no has visto es el llamear de sus ojos cuando habla de matar a los Harkonnen.

Así que ha escuchado, pensó ella. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—Lo que has olvidado —prosiguió Paul—, son las lecciones que aprendiste en los pozos de esclavos. ¡Hablas con orgullo de la amistad de mi padre! ¿Y eres incapaz de distinguir entre los Harkonnen y los Atreides hasta el punto de no reconocer un engaño Harkonnen por el hedor que emana? ¿Acaso no sabes que la lealtad a los Atreides se gana con el amor, mientras que la moneda de cambio de los Harkonnen es el odio? ¿Realmente no has reconocido la verdadera naturaleza de esta traición?

—¿Pero, Yueh? —murmuró Gurney.

—La prueba que tenemos es un mensaje de propia mano de Yueh en el que confiesa su traición —dijo Paul—. Te lo juro por el cariño que te profeso, un cariño que conservaré aún después de que te mate en esta misma estancia.

Escuchando a su hijo, Jessica se maravilló de su comprensión, de la penetración de su inteligencia.

—Mi padre tenía un instinto para sus amigos —dijo Paul—. No concedía fácilmente su cariño, pero jamás se equivocó. Su única debilidad fue su incomprensión hacia el odio. Pensaba que cualquiera que odiara a los Harkonnen no podría traicionarlo. —Miró a su madre—. Ella lo sabe. Le he transmitido el mensaje de mi padre diciéndole que nunca había dudado de ella.

Jessica sintió que su control se disolvía. Se mordió el labio inferior. Viendo la rígida formalidad de Paul, se dio cuenta de lo que le debían estar costando aquellas palabras. Hubiera querido correr hacia él, estrechar su cabeza contra su pecho como nunca había hecho. Pero el brazo había dejado de temblar contra su garganta, la punta del cuchillo volvía a hacer presión contra su espalda, aguzada e inmóvil.

—Uno de los momentos más terribles en la vida de un muchacho —dijo Paul— es cuando descubre que su padre y su madre son seres humanos que comparten un amor en el cual nunca podrá participar. Es una pérdida, pero también un despertar, la constatación de que el mundo está aquí y allí y que uno ya no está solo. Ese momento lleva consigo su propia verdad, y uno no puede evadirse de ella. He oído a mi padre cuando hablaba de mi madre. Ella no nos traicionó, Gurney.

Jessica encontró finalmente su voz.

—Gurney, suéltame —dijo. No había ningún tono de mando en sus palabras, ningún truco para jugar con su debilidad, pero el brazo de Gurney la soltó y cayó. Avanzó hacia Paul, deteniéndose frente a él, sin tocarle.

—Paul —dijo—, hay otros despertares en este universo. De pronto me he dado cuenta de hasta qué punto te he manipulado, transformado para hacerte seguir el camino que yo había elegido para ti… que yo debía elegir, si esto sirve como justificación, a causa de mi educación. —Tragó saliva, intentando deshacer el nudo que se había formado en su garganta, y miró fijamente a los ojos de su hijo—. Paul… quiero que hagas algo por mí: elige el camino de tu felicidad. Cásate con tu mujer del desierto si este es tu deseo. Desafía a quien sea para ello, no te importe lo que hagas. Pero elige tu propio camino. Yo…

Se interrumpió al oír el débil sonido de un murmullo a sus espaldas.

¡Gurney!

Vio los ojos de Paul mirando directamente tras ella. Se volvió. Gurney permanecía en la misma posición, pero había enfundado su cuchillo y había abierto sus ropas, mostrando su pecho enfundado en el gris destiltraje de reglamento, el tipo que fabricaban los contrabandistas para circular por las madrigueras de sus sietch.

—Clava tu cuchillo aquí en mi pecho —murmuró Gurney—. Mátame, y terminemos así con esto. He mancillado mi nombre. ¡He traicionado a mi propio Duque! El mejor…

—¡Ya basta! —dijo Paul.

Gurney lo miró fijamente.

—Cierra esas ropas y deja de actuar como un idiota —dijo Paul—. Ya he oído bastantes estupideces para un solo día.

—¡Mátame te digo! —rugió Gurney.

—Me conoces ya lo suficiente —dijo Paul—. ¿Por qué clase de imbécil me tomas? ¿Deben comportarse así todos los hombres a los que necesito?

Gurney miró a Jessica, y habló con una voz lejana, con un tono de súplica desconocido en él.

—Entonces vos, mi Dama, por favor… matadme vos.

Jessica se le acercó, colocando las manos en sus hombros.

—Gurney, ¿por qué insistes en que los Atreides matemos a aquellos que nos son queridos? —Suavemente, le quitó de las manos los cierres de su ropa y se la cerró sobre su pecho.

—Pero… yo… —Gurney habló sollozante.

—Estabas convencido de que actuabas por Leto —dijo ella—, y te doy las gracias por ello.

—Mi Dama —dijo Gurney. Inclinó la cabeza y cerró sus párpados para retener las lágrimas.

—Consideremos todo esto como un malentendido entre viejos amigos —dijo ella, y Paul oyó los suaves tonos tranquilizadores de su voz—. Ya ha terminado, y demos gracias de que nunca más habrá malentendidos entre nosotros.

Gurney abrió sus ojos, húmedos, y la miró.

—El Gurney Halleck que conocía era un hombre tan hábil al arma blanca como al baliset —dijo Jessica—. Era el hombre cuyo baliset yo admiraba más. ¿Tal vez este Gurney Halleck recuerda aún cómo me gustaba escucharlo cuando tocaba para mí? ¿Tienes aún un baliset, Gurney?

—Tengo uno nuevo —dijo Gurney—. Traído de Chusuk, un instrumento muy suave. Suena casi como un Varota genuino aunque no está firmado. Creo que debió ser fabricado por un alumno de Varota que… —se interrumpió—. ¿Pero qué estoy diciendo, mi Dama? Estamos aquí perdiendo el tiempo charlando de…

—No perdemos el tiempo, Gurney —dijo Paul. Avanzó hasta colocarse al lado de su madre, frente a Halleck—. No perdemos el tiempo charlando, sino que estamos hablando de algo que trae la felicidad a un grupo de amigos. Quisiera que tocaras algo para ella, ahora. Los planes de batalla pueden aguardar un poco. En cualquier caso, no vamos a combatir antes de mañana.

—Yo… voy a buscar mi baliset —dijo Gurney—. Está en el corredor —pasó junto a ellos y desapareció tras los cortinajes.

Paul apoyó una mano en el brazo de su madre, y notó que temblaba.

—Ya ha terminado todo, madre —dijo.

Sin volver la cabeza, ella lo miró con el rabillo del ojo.

—¿Terminado?

—Por supuesto. Gurney…

—¿Gurney? Oh… sí —bajó los ojos.

Gurney apareció entre un roce de cortinajes con su baliset. Empezó a afinarlo, evitando sus miradas. Los tapices en las paredes y los cortinajes ahogaban los ecos, haciendo que el baliset sonara más suave e íntimo.

Paul condujo a su madre hasta un almohadón, haciéndola sentarse con la espalda vuelta a los tapices de la pared.

Se sintió repentinamente impresionado por la edad que se leía en su rostro, donde el desierto había surcado ya sus primeras resecas arrugas, las primeras líneas en los bordes de los ojos velados de azul.

Está agotada, pensó. Hemos de encontrar algún modo de librarla de parte de sus cargas.

Gurney hizo sonar un acorde.

Paul alzó los ojos hacia él.

—Hay… algunas cosas que reclaman mi atención —dijo—. Espérame aquí.

Gurney asintió. Su mente estaba lejos de allí, quizá en Caladan, bajo los cielos abiertos de un horizonte nuboso que anunciaba próximas lluvias.

Paul se obligó a sí mismo a salir, empujándose hacia el corredor a través de los pesados cortinajes. Oyó a Gurney arrancar un nuevo acorde al baliset, y se detuvo un instante fuera de la estancia para escuchar el ahogado eco de la música.

Viñas y frutales,

Y huríes de generosos senos,

y una copa rebosante ante mí.

¿Por qué he de pensar en batallas

y en montañas a polvo reducidas?

¿Por qué ha de haber lágrimas en mis ojos?

Cielos abiertos sobre mí

derraman todas sus riquezas;

mis manos se hunden en tanta abundancia.

¿Por qué he de pensar en una emboscada

y en veneno escondido en mi copa?

¿Por qué pesan tanto sobre mí los años?

Amorosos brazos me reclaman,

hacia sus desnudas caricias,

prometiéndome los éxtasis del Edén.

¿Por qué entonces recordar las cicatrices,

sueño de antiguas transgresiones…

Y no puedo dormir sin pesadillas?

Un embozado correo Fedaykin apareció por un ángulo del corredor, frente a Paul. El hombre había echado su capucha sobre los hombros, y los cierres de su destiltraje colgaban sueltos en torno a su cuello, revelando que acababa de llegar del desierto.

Paul le hizo una seña para que se detuviera, soltó los cortinajes de la puerta, y avanzó por el corredor hacia el correo.

El hombre se inclinó, las manos juntas frente a él, en la forma en que habría saludado a una Reverenda Madre o a una sayyadina de los ritos.

—Muad’Dib —dijo—, los jefes están empezando a llegar para el Consejo.

—¿Tan pronto?

—Son aquellos a los que convocó Stilgar primero, cuando se creía que… —se alzó de hombros.

—Entiendo —Paul dirigió una última mirada hacia el lugar de donde se filtraban los acordes del baliset, pensando en aquella antigua canción favorita de su madre, una extraña mezcla de alegre música y tristes palabras—. Stilgar llegará dentro de poco con los demás. Guíalos hasta mi madre.

—Aguardaré aquí, Muad’Dib —dijo el correo.

—Sí… sí, de acuerdo.

Paul pasó a su lado, dirigiéndose hacia las profundidades de la caverna, hacia aquel lugar que estaba presente en todas las cavernas… un lugar cercano al estanque de agua. Allí había un pequeño Shai-Hulud, una criatura de no más de nueve metros de largo, atrapado e imposibilitado de crecer por los conductos de agua que lo rodeaban por todas partes. El hacedor, después de haber emergido de su vector de pequeño hacedor, evitaba el agua como si se tratara de un veneno. Y el proceso de ahogar a un hacedor era el mayor secreto de los Fremen, puesto que la unión del agua y del hacedor producía el Agua de Vida, aquel veneno que tan sólo una Reverenda Madre podía transformar.

Paul había tomado la decisión en el instante en que había hecho frente a la tensión del peligro por el que había pasado su madre. Ninguna línea de los futuros que había visto nunca señalaba aquel momento de peligro proveniente de Gurney Halleck. El futuro, aquel futuro cargado de nubes, en el cual todo el universo se precipitaba en aquel bullente nexo, era como un mundo fantasmagórico a su alrededor.

Debo verlo, pensó.

Su organismo había adquirido lentamente una cierta tolerancia a la especia que había hecho sus visiones prescientes cada vez más raras… cada vez más confusas. La solución aparecía obvia ante él.

Ahogaré al hacedor. Así veremos si soy el Kwisatz Haderach que puede sobrevivir a la prueba de la que sobreviven las Reverendas Madres.

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