Dune

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Libro tercero: el profeta » Capítulo 46

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Y llegó el día en el cual Arrakis se encontró en el centro del universo, con todo lo demás girando a su alrededor.

De El despertar de Arrakis, por la PRINCESA IRULAN

—¡Mira esto! —susurró Stilgar.

Paul estaba tendido a su lado, en una hendidura que se abría en la pared superior de la Muralla Escudo, con los ojos pegados al ocular de un telescopio Fremen. Las lentes de aceite estaban enfocadas sobre un transporte ligero que se destacaba contra las luces del alba, en la depresión bajo ellos. La cara de la espacionave que daba al este brillaba ya a los resplandores de la luz del sol, mientras la otra estaba aún inmersa en las sombras, ofreciendo las hileras de sus lucernas a través de las cuales resplandecía la amarilla luz de los globos encendidos durante la noche. Más allá de la nave, la ciudad de Arrakeen yacía inmóvil, gélida y brillante a la luz del naciente sol.

No era el transporte lo que había excitado a Stilgar, se dijo Paul, sino la construcción de la cual la nave era tan sólo el pilar central. Una única y gigantesca estructura metálica de varios pisos que se extendía alrededor de la nave en un radio de al menos mil metros, una enorme tienda compuesta de planchas metálicas ensambladas… la residencia temporal de cinco legiones de Sardaukar y de su Majestad Imperial, el Emperador Padishah Shaddam IV.

Desde su posición agachada, al lado de Paul, Gurney Halleck dijo:

—He contado nueve pisos. Debe haber un buen número de Sardaukar ahí dentro.

—Cinco legiones —dijo Paul.

—Se está haciendo de día —siseó Stilgar—. No nos gusta que te expongas personalmente, Muad’Dib. Volvamos entre las rocas.

—Estoy completamente seguro aquí —dijo Paul.

—Esta nave está equipada con armas a proyectiles —dijo Gurney.

—Creen que estamos protegidos con escudos —dijo Paul—. Además, aunque nos vieran, no malgastarían sus municiones en un trío no identificado.

Paul alzó el telescopio para examinar la pared opuesta de la depresión, viendo las carcomidas rocas y los desprendimientos que señalaban la tumba de tantos hombres de su padre. Y tuvo la momentánea impresión de que las sombras de aquellos hombres lo estaban mirando en aquel instante. Las fortificaciones Harkonnen y las ciudades a todo lo largo de la amurallada zona habían caído en manos de los Fremen o estaban aisladas como ramas cortadas de una planta. Sólo aquella depresión y aquella ciudad seguían en manos del enemigo.

—Podrían intentar una salida con tóptero, si nos vieran —dijo Stilgar.

—Deja que lo hagan —dijo Paul—. Tenemos un montón de tópteros a nuestra disposición, hoy… y sabemos que se está acercando una tormenta.

Apuntó el telescopio hacia el lado opuesto del campo de aterrizaje de Arrakeen, donde estaban alineadas las fragatas de los Harkonnen, con una bandera de la Compañía CHOAM flotando lentamente bajo ella, empujada por una suave brisa. Y pensó que únicamente la desesperación había obligado a la Cofradía a permitir que aquellos dos grupos aterrizaran, mientras los demás eran mantenidos en reserva. La Cofradía se comportaba como un hombre tanteando la arena con la punta de su pie para verificar su temperatura antes de plantar una tienda.

—¿Hay alguna otra cosa que ver? —preguntó Gurney—. Tendríamos que ponernos a cubierto. La tormenta está llegando.

Paul observó de nuevo la gigantesca estructura.

—Han traído incluso a sus mujeres —dijo—. Y lacayos y servidores. Ahhh, mi querido Emperador, qué confiado eres.

—Hay hombres acercándose por el pasaje secreto —dijo Stilgar—. Deben ser Otheym y Korba que regresan.

—De acuerdo, Stil —dijo Paul—. Volvamos.

Pero lanzó una última ojeada a través del telescopio a la enorme planicie con todas sus naves, la gigantesca estructura metálica, la silenciosa ciudad, las fragatas de los mercenarios Harkonnen. Luego retrocedió por la escarpadura rocosa. Un Fedaykin lo sustituyó al telescopio.

Paul fue a salir a una pequeña depresión en la superficie de la Muralla Escudo. Era un lugar de unos treinta metros de diámetro y unos tres metros de profundidad, una formación natural de la roca que los Fremen habían disimulado bajo una cobertura de camuflaje translúcida. El equipo de comunicaciones estaba agrupado alrededor de una cavidad en la pared de la derecha. Los Fedaykin, esparcidos por los alrededores, aguardaban la orden de ataque de Muad’Dib.

Dos hombres emergieron de la cavidad junto al equipo de comunicaciones y hablaron con los guardias que estaban allí.

Paul miró a Stilgar y señaló con la cabeza en dirección a los dos hombres.

—Trae su informe, Stil.

Stilgar obedeció.

Paul se acurrucó, la espalda contra la roca, tensando sus músculos, y volvió a levantarse. Vio a Stilgar que despedía a los dos hombres, que desaparecieron en la negra cavidad en la roca, para descender a lo largo del estrecho túnel excavado por manos humanas hasta abajo, hasta el suelo de la depresión.

Stilgar se acercó a Paul.

—¿Qué era tan importante que no han podido enviar un ciélago con el mensaje? —preguntó Paul.

—Guardan sus pájaros para la batalla —dijo Stilgar. Lanzó una ojeada al equipo de comunicaciones, luego volvió a mirar a Paul—. Aún usando una banda de frecuencia muy reducida, no tendríamos que utilizar esto, Muad’Dib. Podrían localizarnos rastreando el origen de nuestras emisiones.

—Dentro de poco estarán demasiado ocupados como para buscarnos —dijo Paul—. ¿Qué dice el informe de esos hombres?

—Nuestros bienamados Sardaukar han sido soltados cerca de la Vieja Hendidura y están regresando hacia su amo. Los lanzacohetes y las demás armas a proyectiles están emplazadas. Nuestra gente se ha desplegado según tus órdenes. Todo simple rutina.

Paul paseó su mirada por los hombres que aguardaban a su alrededor, estudiando sus rostros a la luz que atravesaba la cubierta de camuflaje. El tiempo era como un insecto abriéndose camino a través de la roca.

—Imagino que nuestros dos Sardaukar necesitarán hacer un buen trecho de camino a pie antes de poder enviar una señal a un transporte de tropas —dijo Paul—. ¿Son vigilados?

—Son vigilados —dijo Stilgar.

Junto a Paul, Gurney Halleck carraspeó.

—¿No sería mejor que buscáramos un lugar un poco más seguro? —dijo.

—No hay ningún lugar seguro —dijo Paul—. ¿Los informes sobre el tiempo siguen siendo favorables?

—La tormenta que está llegando es una bisabuela de todas las tormentas —dijo Stilgar—. ¿No la notas llegar, Muad’Dib?

—El aire me dice que se acerca algo distinto —admitió Paul—. Pero considero que el empalar la arena es un método más seguro de predicción.

—La tormenta estará aquí dentro de una hora —dijo Stilgar. Señaló con la cabeza la hendidura que se abría a la estructura del Emperador y las fragatas de los Harkonnen—. Incluso ellos lo saben. No hay ni un tóptero en el cielo. Todo ha sido cubierto y asegurado. Han recibido un informe acerca de las condiciones del tiempo de sus amigos del espacio.

—¿No ha habido más salidas? —preguntó Paul.

—Ninguna desde que aterrizaron la pasada noche —dijo Stilgar—. Saben que estamos aquí. Creo que están esperando elegir su momento.

—Somos nosotros quienes elegiremos el momento —dijo Paul.

Gurney miró hacia el cielo.

—Si ellos nos lo permiten —gruñó.

—Esa flota permanecerá en el espacio —dijo Paul.

Gurney agitó la cabeza.

—No tienen otra elección —dijo Paul—. Nosotros podemos destruir la especia. La Cofradía no correrá ese riesgo.

—La gente desesperada es la más peligrosa —dijo Gurney.

—¿No estamos nosotros desesperados? —preguntó Stilgar.

Gurney lo miró, ceñudo.

—Tú no has vivido el sueño de los Fremen —advirtió Paul—. Stilgar piensa en toda el agua que hemos malgastado en corrupción, en todos estos años de espera antes de que Arrakis pueda florecer. No es…

—Arrrgh —gruñó Gurney.

—¿Por qué está tan pesimista? —preguntó Stilgar.

—Siempre está pesimista antes de una batalla —dijo Paul—. Es la única forma de humorismo que se permite Gurney.

Lentamente, una sonrisa lobuna se dibujó en el rostro de Gurney, y sus dientes brillaron por encima de la mentonera de su destiltraje.

—Me deprime el pensamiento de tantas pobres almas Harkonnen que vamos a enviar al más allá sin que tengan oportunidad de arrepentirse —dijo.

Stilgar lanzó una risita.

—Habla como un Fedaykin —dijo.

—Gurney nació para ser un comando de la muerte —dijo Paul. Y pensó: Sí, que ocupen sus mentes charlando así antes del momento de lanzarnos al ataque contra esa fuerza reunida ahí en la planicie. Lanzó otra ojeada hacia la hendidura en la pared de roca y luego volvió a mirar a Gurney, observando que el trovador-guerrero había reasumido su expresión ceñuda.

—Las preocupaciones minan las fuerzas —murmuró Paul—. Tú mismo me lo dijiste una vez, Gurney.

—Mi Duque —dijo Gurney—, mi mayor preocupación son las atómicas. Si las utilizas para abrir una brecha en la Muralla Escudo…

—Esa gente no utilizará las atómicas contra nosotros —dijo Paul—. No se atreverán… por el mismo motivo que les impide correr el riesgo de que destruyamos la fuente de la especia.

—Pero la prohibición…

—¡La prohibición! —exclamó Paul—. Es el miedo y no la prohibición lo que impide que las Grandes Casas se ataquen mutuamente a golpes de atómicas. El lenguaje de la Gran Convención es lo suficientemente claro: «El uso de atómicas contra seres humanos será penado con la destrucción planetaria». Nosotros vamos a emplearlas contra la Muralla Escudo, no contra seres humanos.

—La diferencia es sutil —dijo Gurney.

—Los leguleyos de ahí abajo se sentirán felices de admitirla —dijo Paul—. No hablemos más de ello.

Se volvió, deseando sentir en su interior la seguridad y la confianza de que había hecho ostentación.

—¿Las gentes de la ciudad? —preguntó al cabo de un momento—. ¿Están también en posición?

—Sí —murmuró Stilgar.

Paul lo miró.

—¿Qué es lo que te está comiendo?

—Nunca he confiado completamente en los hombres de la ciudad —dijo Stilgar.

—Yo también fui en mi tiempo un hombre de la ciudad —dijo Paul.

Stilgar se envaró. La sangre fluyó a su rostro.

—Muad’Dib sabe que yo no quería decir…

—Sé lo que querías decir, Stil. Pero aquí no se trata de lo que tú crees acerca de un hombre, sino de lo que hace realmente este hombre. Esa gente de la ciudad tiene sangre Fremen. Sólo que aún no ha aprendido a romper sus cadenas. Somos nosotros quienes tenemos que enseñárselo.

Stilgar asintió.

—Nuestra vida nos ha acostumbrado a pensar así, Muad’Dib —dijo con voz grave—. En la Llanura Funeral es donde hemos aprendido a despreciar a los hombres de las comunidades.

Paul miró a Gurney, y observó que éste estaba estudiando a Stilgar.

—Gurney, explícale por qué la gente de la ciudad ha sido arrojada de sus casas por los Sardaukar.

—Un viejo truco, mi Duque. Han pensado que llenarnos de refugiados nos acarrearía problemas.

—Las últimas guerrillas están tan lejos en el tiempo que los poderosos han olvidado por completo cómo combatirlas —dijo Paul—. Los Sardaukar han seguido nuestro juego. Han tomado algunas mujeres de la ciudad para divertirse con ellas, y han decorado sus estandartes de batalla con las cabezas de los hombres que se han opuesto. Así han desencadenado un odio febril en gente que de otro modo hubiera considerado la inminente batalla tan sólo como un gran inconveniente… y la posibilidad de cambiar un dueño por otro. Los Sardaukar han reclutado para nosotros, Stil.

—La gente de la ciudad parece ansiosa por combatir —dijo Stilgar.

—Y su odio es fresco y limpio —dijo Paul—. Es por eso que la usaremos como tropas de asalto.

—Sus pérdidas serán tremendas —dijo Gurney.

Stilgar asintió con la cabeza.

—Conocen los riesgos —dijo Paul—. Saben que cada Sardaukar que maten será uno menos para nosotros. ¿Comprendéis? Ahora tienen una razón por la cual morir. Han descubierto que forman un pueblo. Están despertando.

Una sofocada exclamación llegó procedente del hombre que estaba al telescopio. Paul avanzó hacia la escarpadura.

—¿Qué es lo que ocurre ahí fuera? —preguntó.

—Una gran conmoción, Muad’Dib —dijo el observador—. En esa monstruosa tienda de metal. Un vehículo de superficie acaba de llegar del Borde Oeste de la Muralla, y parecía un halcón picando sobre un nido de perdices.

—Nuestros cautivos Sardaukar han llegado —dijo Paul.

—Han emplazado un escudo rodeando el terreno —dijo el observador—. Puedo ver el aire danzando hasta los límites de los almacenes de especia.

—Ahora saben contra quién van a combatir —dijo Gurney—. ¡Ahora las bestias Harkonnen deben estar inquietas y temblando ante el pensamiento de que aún hay un Atreides con vida!

Paul se dirigió al Fedaykin que estaba al telescopio.

—Vigila bien la bandera en el mástil de la nave del Emperador. Si mi estandarte es izado allí…

—No lo será —dijo Gurney.

Paul observó el fruncido ceño de Stilgar.

—Si el Emperador acepta mis reivindicaciones, lo señalará izando el estandarte de los Atreides sobre Arrakis. Entonces usaremos el segundo plan, atacando tan sólo a los Harkonnen. Los Sardaukar permanecerán aparte, dejando que terminemos de arreglar el asunto entre nosotros.

—No tengo experiencia en esas cosas de otros planetas —dijo Stilgar—. He oído hablar de ello, pero me parece improbable que…

—No se necesita experiencia para saber lo que harán —dijo Gurney.

—Están izando una nueva bandera en la nave principal —dijo el observador—. La bandera es amarilla… con un círculo negro y rojo en el centro.

—Una maniobra muy sutil —dijo Paul—. La bandera de la Compañía CHOAM.

—Es la misma bandera de las otras naves —dijo el guardia Fedaykin.

—No comprendo —dijo Stilgar.

—Una maniobra muy sutil, sí —dijo Gurney—. Si hubiesen izado la bandera de los Atreides, hubieran tenido que reconocer más tarde todo lo que esto implicaba. Hay demasiados observadores alrededor. Hubieran podido responder también con los colores de los Harkonnen… lo cual hubiera sido una abierta declaración de que estaban de su parte. Pero no… han izado los colores de la CHOAM. Así les dicen a la gente de ahí… —Gurney apuntó hacia el espacio—… dónde están los beneficios. Les dicen que les importa poco que sea un Atreides o cualquier otro el que esté aquí.

—¿Cuánto falta aún para que la tormenta alcance la Muralla Escudo? —preguntó Paul.

Stilgar se volvió y consultó a uno de los Fedaykin en la hondonada.

—Muy poco, Muad’Dib —dijo luego—. Llegará mucho antes de lo esperado. Es la tatarabuela de una tormenta… quizá mayor de lo que desearíamos.

—Es mi tormenta —dijo Paul, y vio la silenciosa expresión de respetuoso temor en los rostros de los Fedaykin—. Aunque sacudiera todo el planeta, no sería demasiado para mí. ¿Golpeará la Muralla Escudo?

—Lo suficiente como para que no se note la menor diferencia —dijo Stilgar.

Un correo apareció por la cavidad que conducía al pie de la depresión.

—Los Sardaukar y las patrullas Harkonnen se están retirando, Muad’Dib —dijo.

—Suponen que la tormenta arrojará demasiada arena en la depresión como para mantener la visibilidad —dijo Stilgar—. Creen que incluso nosotros nos vamos a ver paralizados.

—Di a nuestros artilleros que tomen bien la puntería antes de que desaparezca la visibilidad —dijo Paul—. Deben partirles la nariz a cada una de aquellas naves apenas la tormenta haya destruido los escudos. —Se acercó a la pared rocosa, alzó una esquina de la cobertura de camuflaje y observó el cielo. Ya se veían las ondeantes colas de caballo de la arena arrastrada por el viento en la creciente oscuridad atmosférica. Paul volvió a colocar la cobertura—. Que nuestros hombres empiecen a descender, Stil —dijo.

—¿Tú no vienes con nosotros? —preguntó Stilgar.

—Me quedaré aún un poco con los Fedaykin —dijo Paul.

Stilgar alzó los hombros, en un gesto de entendimiento hacia Gurney, y avanzó hacia la cavidad, desapareciendo en la negrura.

—Dejo en tus manos el disparador que hará saltar la Muralla Escudo, Gurney —dijo Paul—. ¿Cuento contigo?

—Cuentas conmigo.

Paul hizo una seña a un lugarteniente Fedaykin.

—Otheym, retira las patrullas de control del área de explosión. Deben alejarse antes de que la tormenta llegue allí.

El hombre hizo una inclinación y siguió a Stilgar.

Gurney avanzó hacia la hendidura y se dirigió al hombre del telescopio.

—Vigila atentamente la pared sur. Estará completamente indefensa hasta que la hagamos saltar.

—Envía un ciélago con una señal de tiempo —ordenó Paul.

—Algunos vehículos de superficie se dirigen hacia la pared sur —dijo el hombre del telescopio—. Algunos están usando armas a proyectiles como prueba. Nuestra gente está utilizando escudos corporales como ordenaste. Los vehículos se han detenido.

En el repentino silencio, Paul oyó los demonios del viento aullando en el cielo… el frente de la tormenta. La arena comenzaba a infiltrarse en la cavidad a través de los orificios de la cubierta de camuflaje. Después, un golpe de viento arrancó la cubierta y se la llevó con él.

Paul hizo una seña a sus Fedaykin para que se pusieran a cubierto y se acercó a los hombres del equipo de comunicaciones cerca de la boca del túnel. Gurney lo siguió. Paul se inclinó sobre los operadores.

—Una re-tatarabuela de una tormenta, Muad’Dib —dijo uno de ellos.

Paul observó el cielo cada vez más oscurecido.

—Gurney, haz que los observadores de la pared sur se retiren —dijo. Tuvo que repetir su orden para ser oído por encima del creciente ruido de la tormenta.

Gurney se alejó para transmitir su orden.

Paul ajustó el filtro sobre su rostro, asegurando la capucha de su destiltraje.

Gurney regresó.

Paul tocó su hombro y señaló hacia el disparador, a la entrada del túnel, tras el operador. Gurney entró en la cavidad y se detuvo allí, con una mano en el disparador y la mirada fija en Paul.

—Ningún mensaje —dijo el operador junto a Paul—. Mucha estática.

Paul asintió, con sus ojos fijos en el cuadrante graduado en tiempo estándar frente al operador. Luego miró a Gurney, alzó una mano, volvió su atención al cuadrante. La aguja inició su último giro.

—¡Ahora! —gritó Paul, y bajó su mano.

Gurney pulsó el disparador.

Pareció pasar todo un segundo antes de que el suelo bajo ellos comenzara a sacudirse y a temblar. El retumbante sonido se añadió al rugido de la tormenta.

El observador Fedaykin del telescopio apareció junto a Paul, con el telescopio firmemente sujeto bajo el brazo.

—¡La brecha en la Muralla Escudo está abierta, Muad’Dib! —gritó—. ¡La tormenta está sobre ellos y nuestros artilleros han abierto ya el fuego!

Paul tuvo la visión de la tormenta barriendo la depresión, mientras la carga estática de la muralla de arena destruía todos los escudos del campo enemigo a su paso.

—¡La tormenta! —gritó alguien—. ¡Debemos ponernos a cubierto, Muad’Dib!

Paul se arrancó de sus pensamientos, sintiendo los innumerables aguijones de la arena clavándose en la parte al descubierto de sus mejillas. Ya está hecho, pensó. Puso un brazo en el hombro del operador.

—¡Deja el equipo! —dijo—. Tenemos más en el túnel. —Se sintió empujado por los Fedaykin, que le rodeaban para protegerlo, haciéndolo entrar por la boca del túnel, hundiéndolo en un brusco silencio, girando un ángulo para penetrar en una pequeña cámara iluminada por globos, con un nuevo túnel abriéndose al otro lado.

Otro operador estaba sentado ante su equipo.

—Mucha estática —dijo el hombre.

Vórtices de arena llenaban el aire a su alrededor.

—¡Sellad ese túnel! —gritó Paul. Un súbito silencio se adueñó del lugar cuando su orden fue obedecida—. ¿El camino hacia la depresión sigue abierto? —preguntó Paul.

Uno de los Fedaykin se alejó unos segundos, y regresó.

—La explosión ha causado un pequeño desprendimiento, pero los ingenieros dicen que el camino sigue abierto. Están quitando los estorbos con los láser.

—¡Diles que usen sus manos! —gritó Paul—. ¡Hay escudos en acción ahí!

—Van con cuidado, Muad’Dib —dijo el hombre, pero se volvió para obedecer.

El operador de afuera apareció con otros hombres, acarreando su equipo.

—¡Les dije a esos hombres que abandonaran su equipo! —dijo Paul.

—A los Fremen no les gusta abandonar material, Muad’Dib —dijo uno de los Fedaykin.

—Los hombres son ahora más importantes que el material —dijo Paul—. Dentro de poco tendremos más equipo del que podamos usar nunca, o ya no necesitaremos más equipo.

Gurney Halleck se acercó a él.

—He oído que el camino está abierto —dijo—.

Estamos muy cerca de la superficie, mi Señor, si los Harkonnen responden a nuestro ataque.

—No están en situación de responder —dijo Paul—. En este momento están dándose cuenta de que ya no tienen escudos y que no pueden abandonar Arrakis.

—El nuevo puesto de mando está preparado de todos modos, mi Señor —dijo Gurney.

—Aún no me necesitan en el puesto de mando —dijo Paul—. El plan se desarrolla a la perfección incluso sin mí. Debemos esperar a que…

—Estoy recibiendo un mensaje, Muad’Dib —dijo el operador en el equipo de comunicaciones. El hombre agitó la cabeza, apretando el auricular contra su oído—. ¡Mucha estática! —Empezó a escribir rápidamente en un bloc ante él, agitando la cabeza, aguardando, escribiendo… aguardando.

Paul avanzó hasta situarse al lado del operador. Los Fedaykin se apartaron para dejarle paso. Miró por encima del hombro del operador lo que este había escrito. Leyó:

Incursión… en el Sietch Tabr… cautivos… Alia (espacio en blanco) familias de (espacio en blanco) están muertos… ellos (espacio en blanco) hijo de Muad’Dib.

El operador agitó de nuevo la cabeza.

Paul alzó los ojos, para tropezar con la mirada de Gurney.

—El mensaje está incompleto —dijo Gurney—. La estática. No puedes saber lo que…

—Mi hijo está muerto —dijo Paul, y supo en aquel mismo instante que lo que decía era verdad—. Mi hijo está muerto… y Alia está prisionera… como rehén. —Se sintió vacío, una cáscara sin emociones. Todo aquello que tocaba era muerte y dolor. Era como una enfermedad que podía difundirse por todo el universo.

Experimentaba la sabiduría de un viejo, la acumulación de innumerables experiencias en un número incontable de vidas. Alguien dentro de él pareció lanzar una risita y frotarse las manos.

Y Paul pensó: ¡El universo sabe tan poco acerca de la naturaleza de la verdadera crueldad!

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