Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 2

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Intentar comprender a Muad’Dib sin comprender a sus mortales enemigos, los Harkonnen, es intentar ver la Verdad sin conocer la Mentira. Es intentar ver la Luz sin conocer las Tinieblas. Es imposible.

Del Manual de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

Era la esfera de un mundo, parcialmente en las sombras, girando bajo el impulso de una gruesa mano llena de brillantes anillos. La esfera estaba sujeta a un soporte articulado fijo a una pared de una estancia sin ventanas, cuyas otras paredes presentaban un mosaico multicolor de pergaminos, librofilms, cintas y bobinas. La luz, procedente de globos dorados suspendidos en sus campos móviles, iluminaba vagamente la estancia.

Un escritorio elipsoide revestido de madera de elacca petrificada de color rosa jade se hallaba en el centro de la estancia. Algunas sillas a suspensor, monoformes, se hallaban a su alrededor. Dos estaban ocupadas. En una de ellas se sentaba un joven de cabello negro, de unos dieciséis años, de cara redonda y ojos tristes. El otro era un hombre pequeño y delgado de rostro afeminado.

Ambos, el joven y el hombre, contemplaban la esfera que giraba, y al hombre que la hacía girar desde la penumbra.

Una risa ahogada surgió junto a la esfera.

Dejó paso a una voz baja y retumbante:

—Aquí está, Piter. La mayor trampa para hombres de toda la historia. Y el Duque se apresura a colocarse de buen grado entre sus fauces. ¿No es un magnífico plan preparado por mí, el Barón Vladimir Harkonnen?

—Por supuesto, Barón —dijo el hombre. Su voz era de tenor, con una cualidad suave y musical.

La gruesa mano hizo descender la esfera y detuvo su rotación. Ahora, todos los ojos en la estancia podían contemplar la superficie inmóvil y ver que se trataba de una esfera hecha para los más ricos coleccionistas o los gobernadores planetarios del Imperio. Todo en él sugería el sello característico de los artesanos Imperiales. Las líneas de longitud y latitud estaban marcadas con el más fino hilo de platino. Los casquetes polares eran maravillosos diamantes incrustados.

La gruesa mano se movió, recorriendo los detalles de la superficie.

—Os invito a observar —retumbó la voz de bajo—. Observa bien, Piter, y tú también, Feyd-Rautha, querido: desde los sesenta grados norte hasta los sesenta grados sur, esos exquisitos repliegues. Esos colores: ¿no os recuerdan un dulce caramelo? Y en ningún lugar veréis el azul de lagos o ríos o mares. Y esos encantadores casquetes polares… tan pequeños. ¿Puede alguien equivocarse al identificarlo? ¡Arrakis! Realmente único. Un soberbio escenario para una victoria única.

Una sonrisa distendió los labios de Piter.

—Y pensar, Barón, que el Emperador Padishah cree haber ofrecido al Duque vuestro planeta de especia. Qué divertido.

—Esta es una observación absurda —gruñó el Barón—. Lo dices para confundir al joven Feyd-Rautha, pero no es necesario confundir a mi sobrino.

El joven de la mirada triste se agitó en su silla, alisándose una arruga de sus medias negras. Después se enderezó, al oir una discreta llamada en la puerta, a sus espaldas.

Piter se arrancó de su silla, se dirigió a la puerta, y la abrió tan sólo lo suficiente como para tomar el cilindro de mensajes que le tendían. Volvió a cerrarla, desenrolló el cilindro y lo leyó. Rio en voz baja para sí mismo. Volvió a reír.

—¿Y bien? —preguntó el Barón.

—¡El idiota nos responde, Barón!

—¿Desde cuándo un Atreides rechaza la oportunidad de demostrar un gesto? —preguntó el Barón—. Bien, ¿qué es lo que dice?

—Se muestra más bien grosero, Barón. Se dirige a vos como «Harkonnen»… sin el «Sire et cher Cousin», sin ningún título, sin nada.

—Es un buen nombre —gruñó el Barón, y su voz traicionaba su impaciencia—. ¿Y qué es lo que dice mi querido Leto?

—Dice: «Tu oferta de una reunión es rehusada. He tenido que enfrentarme muchas veces con tus traiciones, todo el mundo lo sabe».

—¿Y? —preguntó el Barón.

—Dice: «El arte del kanly tiene aún sus admiradores en el seno del Imperio». Y firma: «Duque Leto de Arrakis» —Piter se echó a reír—. ¡De Arrakis! ¡Oh, eso sí que es bueno!

—Cállate, Piter —dijo el Barón, y la risa del otro se cortó como si alguien hubiera accionado un conmutador—. ¿Kanly, dice? —preguntó—. Vendetta, ¿eh? Y ha empleado ese antiguo término tan rico en tradiciones para que yo entendiera bien lo que quería decir.

—Habéis hecho el gesto de paz —dijo Piter—. Las formas han sido observadas.

—Para ser un Mentat, Piter, hablas demasiado —dijo el Barón. Y pensó: Voy a tener que desembarazarme de él tan pronto como pueda. Casi ha sobrevivido a su utilidad. Miró a su Mentat asesino, al otro lado de la habitación, observando el detalle que la gente notaba en primer lugar: los ojos, dos hendiduras azules con un azul más intenso en su interior, unos ojos sin el menor blanco.

Una breve sonrisa cruzó el rostro de Piter. Era como la mueca de una máscara bajo aquellos ojos parecidos a dos profundos pozos.

—¡Pero, Barón! Nunca una venganza ha sido más hermosa. El plan constituye la traición más exquisita: hacer que Leto cambie Caladan por Dune… sin la menor alternativa, puesto que se trata de una orden del Emperador. ¡Vaya broma por vuestra parte!

—Hablas demasiado, Piter —dijo el Barón con voz fría.

—Pero es que soy feliz, mi Barón. Mientras que vos… vos habéis sido tocado por la envidia.

—¡Piter!

—¡Ajá, Barón! ¿No es lamentable que vos hayáis sido incapaz de imaginar por vos mismo ese delicado plan?

—Algún día haré que te estrangulen, Piter.

—Por supuesto, Barón. ¡En fin! Pero una buena acción nunca se pierde, ¿eh?

—¿Has masticado verite o semuta, Piter?

—La verdad sin miedo sorprende al Barón —dijo Piter. Su rostro se convirtió en la caricatura de una hilarante máscara—. ¡Ja, ja! Pero ved, Barón, puesto que soy un Mentat, sé el momento en que me mandaréis ejecutar. Evitad hacerlo mientras aún pueda seros útil. Ordenarlo prematuramente sería un despilfarro, puesto que yo aún os soy muy aprovechable. Sé algo que os ha enseñado ese adorable planeta, Dune: no despilfarrar nunca. ¿Es cierto, Barón?

El Barón continuó mirando a Piter.

Feyd-Rautha se estremeció en su silla. ¡Esos locos pendencieros!, pensó. Mi tío no puede hablarle a su Mentat sin discutir. ¿Creen que los demás no tenemos otra cosa que hacer que escuchar sus disputas?

—Feyd —dijo el Barón—. Cuando te invité aquí te dije que escucharas y aprendieras. ¿Estás aprendiendo?

—Sí, tío —la voz era prudente y respetuosa.

—A veces me pregunto acerca de Piter —dijo el Barón—. Yo causo dolor a los demás por necesidad, pero él… Juraría que disfruta positivamente con ello. Por mi parte, siento piedad hacia el pobre Duque Leto. El doctor Yueh actuará contra él muy pronto, y este será el fin de todos los Atreides. Pero seguramente Leto sabrá cuál es la mano que guía a aquel maleable doctor… y saberlo será para él una cosa terrible.

—Entonces, ¿por qué no habéis ordenado al doctor que le clavara un kindjal entre las costillas, serena y eficientemente? —preguntó Piter—. Habláis de piedad, pero…

—El Duque debe saber que soy yo quien lo ha condenado —dijo el Barón—. Y las demás Grandes Casas deben saberlo también. Esto las frenará un poco. Así tendré algo más de campo para maniobrar. Es obviamente necesario, pero eso no quiere decir que me guste.

—¡Campo para maniobrar! —se mofó Piter—. Los ojos del Emperador se han posado ya en vos, Barón. Os movéis demasiado audazmente. Un día el Emperador enviará una o dos legiones de sus Sardaukar a desembarcar aquí, en Giedi Prime, y este será el fin del Barón Vladimir Harkonnen.

—Te gustaría verlo, ¿verdad, Piter? —preguntó el Barón—. Cuánto disfrutarías viendo las formaciones Sardaukar arrasando mis ciudades y saqueando este castillo. Estoy seguro de que gozarías enormemente.

—¿Tenéis necesidad de preguntarlo, Barón? —susurró Piter.

—Tendrías que haber sido Bashar de uno de sus Cuerpos —dijo el Barón—. Estás tan interesado en la sangre y el dolor. Quizá me he precipitado demasiado con mi promesa del botín de Arrakis.

Piter se movió a través de la estancia con pasos curiosamente cortos, deteniéndose directamente detrás de Feyd-Rautha. La atmósfera de la habitación era tensa, y el joven alzó los ojos hacia Piter con un fruncimiento de cejas.

—No juguéis con Piter, Barón —dijo Piter—. Me prometisteis a Dama Jessica. Me lo prometisteis.

—¿Para qué, Piter? —preguntó el Barón—. ¿Para el dolor?

Piter lo miró, hundiéndose en el silencio.

Feyd-Rautha movió su silla a suspensor hacia un lado.

—Tío, ¿tengo que quedarme? Dijiste que…

—Mi querido Feyd-Rautha se impacienta —dijo el Barón. Se movió entre las sombras tras la esfera—. Paciencia, Feyd —y volvió su atención hacia el Mentat—. ¿Y el Duquecito, querido Piter, el chico Paul?

—La trampa lo traerá directamente a nuestras manos, Barón —murmuró Piter.

—Esta no es mi pregunta —dijo el Barón—. Te recuerdo que predijiste que aquella bruja Bene Gesserit le daría una hija al Duque. Te equivocaste, ¿eh, Mentat?

—No suelo equivocarme a menudo, Barón —dijo Piter, y por primera vez hubo miedo en su voz—. Aceptadme esto: no me equivoco a menudo. Y vos sabéis bien que esas Bene Gesserit engendran generalmente hijas. Incluso la consorte del Emperador únicamente ha producido hembras.

—Tío —dijo Feyd-Rautha—, dijiste que aquí habría algo importante para mí y…

—Oíd a mi sobrino —dijo el Barón—. Aspira a controlar mi baronía y ni siquiera sabe controlarse a sí mismo —se movió tras la esfera, una sombra entre las sombras—. Bien, Feyd-Rautha Harkonnen, te he hecho venir aquí con la esperanza de poder enseñarte un poco de sabiduría. ¿Has observado a nuestro buen Mentat? Tendrías que haber extraído algo de nuestra conversación.

—Pero, tío…

—Un Mentat muy eficiente, ese Piter, ¿no crees, Feyd?

—Sí, pero…

—¡Ah! ¡Ahí está: pero…! Consume demasiada especia, la come como si fueran bombones. ¡Mira sus ojos! Se diría que acaba de llegar directamente de una excavación arrakena. Eficiente, ese Piter, pero también emotivo e inclinado a crisis apasionadas. Eficiente, ese Piter, pero también capaz de equivocarse.

—¿Me habéis llamado aquí para deteriorar mi eficiencia con vuestras críticas, Barón? —dijo Piter, con voz baja y grave.

—¿Deteriorar tu eficiencia? Me conoces bien, Piter. Sólo quería que mi sobrino se diera cuenta de las limitaciones de un Mentat.

—¿Acaso estáis adiestrando ya a mi sustituto? —inquirió Piter.

—¿Reemplazarte a ti? Vamos, Piter, ¿dónde encontraría yo a otro Mentat con tu astucia y tu veneno?

—En el mismo lugar donde me encontrasteis a mí, Barón.

—Quizá tenga que hacerlo —meditó el Barón—. Me has parecido un poco inestable últimamente. ¡Y la especia que comes!

—¿Quizá mis placeres son demasiado caros, Barón? ¿Ponéis objeción a ello?

—Mi querido Piter, tus placeres son lo que te unen a mí. ¿Cómo podría objetar a ello? Sólo deseo que mi sobrino observe algunas de tus características.

—¿Así que estoy en exhibición? —dijo Piter—. ¿Tengo que bailar? ¿Debo mostrarme en mis variadas funciones para el eminente Feyd-Rau…?

—Exactamente —dijo el Barón—. Estás en exhibición. Ahora cállate. —Se volvió hacia Feyd-Rautha, notando los labios del joven, gruesos y sensuales, la marca genética de los Harkonnen, curvados en una sutil mueca divertida—. Eso es un Mentat, Feyd. Ha sido adiestrado y acondicionado para realizar algunas tareas. El hecho de que esté encajado en un cuerpo humano, sin embargo, no puede ser olvidado. Es un serio inconveniente. A veces pienso que los antiguos, con sus máquinas pensantes, habían acertado.

—Eran juguetes comparadas conmigo —gruñó Piter—. Incluso vos, Barón, podríais superar a esas máquinas.

—Quizá —dijo el Barón—. Ah, bueno… —inspiró profundamente y eructó—. Ahora, Piter, describe para mi sobrino las líneas generales de nuestra campaña contra la Casa de los Atreides. Trabaja como un Mentat para nosotros, por favor.

—Barón, ya os advertí que no había que confiar a un hombre tan joven esa información. Mis observaciones acerca de…

—Yo soy el único juez en esto —dijo el Barón—. Te he dado una orden, Mentat. Cumple una de tus varias funciones.

—De acuerdo —dijo Piter. Se envaró, asumiendo una extraña actitud de dignidad… y fue de nuevo como otra máscara, aunque esta vez recubriéndole todo el cuerpo—. Dentro de pocos días estándar, toda la familia del Duque Leto embarcará en una nave de la Cofradía Espacial, rumbo a Arrakis. La Cofradía los depositará en la ciudad de Arrakeen, y no en nuestra ciudad de Carthag. El Mentat del Duque, Thufir Hawat, llegará a la acertada conclusión de que Arrakeen es más fácil de defender.

—Escucha atentamente, Feyd —dijo el Barón—. Observa los planes en los planes de los planes.

Feyd-Rautha asintió, pensando: Esto ya me gusta más. El viejo monstruo ha decidido finalmente introducirme en sus secretos. Eso quiere decir que piensa hacerme su heredero.

—Hay varias posibilidades tangenciales —dijo Piter—. He señalado que la Casa de los Atreides irá a Arrakis. Pero no debemos ignorar, de todos modos, la posibilidad de que el Duque haya establecido un contrato con la Cofradía para que ésta lo conduzca a algún lugar seguro fuera del Sistema. Otros en parecidas circunstancias han renegado de sus propias Casas, han tomado las atómicas y escudos familiares y han huido lejos del Imperio.

—El Duque es demasiado orgulloso para hacer eso —dijo el Barón.

—Es una posibilidad —dijo Piter—. De todos modos, para nosotros, el efecto final sería el mismo.

—¡No, no sería el mismo! —gruñó el Barón—. Quiero verlo muerto y su línea extinguida.

—Esta es la mayor probabilidad —dijo Piter—. Hay algunos preparativos que indican que una Casa se dispone a renegar. No parece que el Duque se prepare para ello.

—Entonces sigue, Piter —suspiró el Barón.

—En Arrakeen —dijo Piter—, el Duque y su familia ocuparán la Residencia, que antes fue la casa del Conde y su Dama Fenring.

—El Embajador cerca de los Contrabandistas —rio el Barón.

—¿Embajador cerca de quién? —preguntó Feyd-Rautha.

—Tu tío ha hecho un chiste —dijo Piter—. Llama al Conde Fenring Embajador cerca de los Contrabandistas indicando el interés que tiene el Emperador hacia las operaciones de contrabando en Arrakis.

Feyd-Rautha dirigió a su tío una perpleja mirada.

—¿Por qué?

—No seas estúpido, Feyd —restalló el Barón—. Mientras la Cofradía siga de hecho fuera del control Imperial, ¿cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo se moverían los espías y asesinos?

La boca de Feyd-Rautha pronunció un inarticulado «Oh-h-hh».

—Hemos dispuesto algunas diversiones en la Residencia —dijo Piter—. Habrá un atentado contra la vida del heredero de los Atreides… un atentado que quizá tenga éxito.

—¡Piter! —rugió el Barón—. Te indiqué…

—He dicho que pueden producirse accidentes —dijo Piter—. Y esta tentativa de asesinato debe parecer auténtica.

—Bien, pero el chico tiene un cuerpo tan joven y tierno —dijo el Barón—. Por supuesto, potencialmente es más peligroso que su padre… con esa bruja de su madre para adiestrarlo. ¡Condenada mujer! Bueno, continúa, Piter, por favor.

—Hawat adivinará que tenemos un agente infiltrado entre ellos —dijo Piter—. El sospechoso más obvio es el doctor Yueh, que es realmente nuestro agente. Pero Hawat le ha investigado y ha sabido que nuestro doctor se ha graduado en la Escuela Suk con Condicionamiento Imperial… lo cual le hace supuestamente seguro como para curar incluso al propio Emperador. Se tiene mucha confianza en el Condicionamiento Imperial. Se asume que este condicionamiento es definitivo y no puede ser retirado sin matar al sujeto. Sin embargo, como alguien observó ya en su tiempo, con una palanca adecuada puede moverse incluso un planeta. Nosotros encontramos la palanca que podía mover al doctor.

—¿Cómo? —preguntó Feyd-Rautha. Se sentía fascinado por el tema—. ¡Todos sabían que era imposible trastornar el Condicionamiento Imperial!

—En otra ocasión —dijo el Barón—. Continúa, Piter.

—En lugar de Yueh —dijo Piter—, vamos a colocar a otro sospechoso más interesante en el camino de Hawat. La propia audacia de la sospecha será lo que llame más la atención de Hawat sobre ella.

—¿Ella? —preguntó Feyd-Rautha.

—La propia Dama Jessica —dijo el Barón.

—¿No es sublime? —preguntó Piter—. La mente de Hawat estará tan alterada con esta posibilidad que sus funciones de Mentat se verán disminuidas. Incluso podría intentar matarla. —Piter frunció el ceño—. Pero no creo que lo lleve a cabo.

—Y tú no deseas que lo haga, ¿eh? —preguntó el Barón.

—No me distraigáis —dijo Piter—. Mientras Hawat estará ocupado con Dama Jessica, distraeremos su atención con rebeliones en algunas ciudades de guarnición y cosas así. Todo ello será sofocado. El Duque creerá que domina la situación. Después, cuando el momento sea propicio, le haremos un signo a Yueh y avanzaremos con el grueso de nuestras fuerzas…

—Adelante, díselo todo —dijo el Barón.

—Los atacaremos apoyados por dos legiones de Sardaukar disfrazados con ropas Harkonnen.

—¡Sardaukar! —exclamó Feyd-Rautha en voz muy baja. Su mente evocó las terribles tropas Imperiales, los despiadados asesinos, los soldados fanáticos del Emperador Padishah.

—Observa hasta qué punto tengo confianza en ti, Feyd —dijo el Barón—. Nada de todo esto debe trascender a ninguna otra Gran Casa, ya que de otro modo el Landsraad podría unirse contra la Casa Imperial, y sería el caos.

—El punto más importante —dijo Piter— es éste: desde el momento en que la Casa de los Harkonnen va a ser usada para realizar el trabajo sucio del Emperador, se beneficiará de una cierta ventaja. Una ventaja peligrosa, seguro, pero que si es usada con prudencia puede convertir a la Casa de los Harkonnen en inmensamente más rica que cualquier otra Casa del Imperio.

—No puedes tener idea de la cantidad de riquezas que se hallan aquí empeñadas, Feyd —dijo el Barón—. Ni siquiera en tus más locos sueños. En primer lugar, nos aseguraremos de forma irrevocable un directorio de la Compañía CHOAM.

Feyd-Rautha asintió. La riqueza era lo único importante. La CHOAM era la llave de la riqueza, cada Casa noble hundía sus manos en los cofres de la compañía siempre que podía y bajo control del directorio. Ese directorio de la CHOAM era la evidencia real del poder político en el Imperio, cambiando de acuerdo con los votos de las inestables fuerzas del Landsraad, que servían de equilibrio frente al Emperador y sus sostenedores.

—El Duque Leto —dijo Piter— puede buscar refugio entre los pocos Fremen que viven al filo del desierto. O quizá prefiera mandar a su familia a esa imaginaria seguridad. Pero este camino está bloqueado por uno de los agentes de Su Majestad… el ecólogo planetario. Seguramente lo recordarás… Kynes.

—Feyd lo recuerda —dijo el Barón—. Continúa.

—No os gustan mucho los detalles, Barón —dijo Piter.

—¡Continúa, te lo ordeno! —rugió el Barón.

Piter se alzó de hombros.

—Si todo marcha como está planeado —dijo—, la Casa de los Harkonnen tendrá un subfeudo en Arrakis dentro de un año estándar. Tu tío obtendrá la administración de ese feudo. Su agente personal dominará en Arrakis.

—Más beneficios —dijo Feyd-Rautha.

—Exacto —dijo el Barón. Y pensó: Es lo justo. Nosotros fuimos quienes colonizamos Arrakis… excepto esos pocos mestizos Fremen que se esconden al borde del desierto… y unos pocos e inofensivos contrabandistas ligados más estrechamente al planeta que los propios trabajadores indígenas.

—Y las Grandes Casas sabrán entonces que el Barón ha destruido a los Atreides —dijo Piter—. Todas lo sabrán.

—Y lo más encantador de todo —dijo Piter— es que el Duque también lo sabrá. Ya lo sabe ahora. Ya presiente la trampa.

—Es cierto que el Duque lo sabe —dijo el Barón, y su voz tuvo una nota de tristeza—. Y no puede hacer nada… y esto es lo más triste.

El Barón se alejó de la esfera de Arrakis. Y, al emerger de las sombras, su silueta adquirió otra dimensión… grande e inmensamente gruesa. Y los sutiles movimientos de sus protuberancias bajo los pliegues de su oscura ropa revelaban que sus grasas estaban sostenidas parcialmente por suspensores portátiles anclados a sus carnes. Su peso debía ser realmente de unos doscientos kilos estándar, pero sus pies no sostenían más de cincuenta de ellos.

—Tengo hambre —gruñó el Barón, y se frotó con su mano cubierta de anillos los gruesos labios, mirando a Feyd-Rautha con unos ojos enterrados en grasa—. Pide que nos traigan comida, querido. Tomaremos algo antes de retirarnos.

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