Dubai

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Cuarta parte » Capítulo L

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CAPÍTULO L

No se puede decir que la comandancia del Cuerpo de Exploradores de Omán trajera a la memoria de Fitz recuerdos especialmente agradables. Todo lo que Fitz podía recordar era la frustrada entrevista con Brian Falmey: y ahora volvía a penetrar en aquella atmósfera de viejo colegio inglés que de algún modo habían recreado en el golfo de Arabia los oficiales ingleses que fundaron el cuerpo. El factótum principal de los exploradores, el oficial que servía desde hacía más tiempo en el cuerpo, el mayor Tom Rudd, condujo a Fitz hacia la parte trasera del edificio, a través de distintos salones y corredores decorados con retratos de anteriores comandantes del cuerpo, con banderas y con otros recuerdos militares. Tom Rudd abrió la puerta del despacho del coronel Buttres y entró, con Fitz a sus talones. El coronel se puso de pie y extendió una mano, que Fitz estrechó brevemente. Luego los dos tomaron asiento. El comandante del cuerpo vestía el uniforme azul desvaído de los exploradores, con charreteras de cordones rojos trenzados. Su kuffiyah blanca y roja con visera estaba colgada del respaldo de una silla.

—Gracias por venir a verme, Fitz —dijo—. Por lo poco que me dijiste la otra noche deduzco que tus informes deben ser muy interesantes. Adelante, dinos lo que has oído.

—Como habrás podido darte cuenta, es fácil conseguir ciertos datos en el bar «Ten Tola», y yo, en mi calidad de antiguo oficial de Información, a veces consigo unir las piezas formando una especie de rompecabezas, ¿entiendes?, y de tanto en tanto, llego a una conclusión.

—¿Y recientemente has arribado a alguna conclusión? —preguntó Buttres.

—Exactamente, Ken. Y es la siguiente. Hoy es martes, por la mañana. De aquí a dos noches, es decir el jueves, la noche previa al fin de semana árabe, un buque penetrará a una cala situada al norte de la ciudad de Kajmira. Este buque llevará una importante carga de armamentos que será transportada en camiones «Bedford» hacia Omán desde la cala donde Saqr tiene su casa de balneario. ¿La conoces?

Buttres asintió con la cabeza.

—Por supuesto. Sigue.

—Dichas armas serán transportadas a través del desierto hasta el punto en que la carretera que va de Omán al oasis de Buraimi, tuerce hacia el Sur marchando desde entonces paralela a las montañas de Omán. Una vez en ese punto, los camiones penetrarán las montañas una corta distancia y allí las armas serán trasladadas a un convoy de camellos que llevarán las cajas de cañones, ametralladoras y municiones a través de las colinas hasta las bases de la guerrilla comunista asentada en esa zona.

Buttres movió pensativo la cabeza, mordiéndose el labio inferior.

—Ya antes me has hablado de cargamentos de armas que llegan por mar. ¿Quieres decir con eso que hay gente que va al bar «Ten Tola» y habla de contrabando de armas sin importarle que puedan escuchar las camareras?

—No exactamente, Ken. Tal como te dije, lo que hay que hacer es unir las distintas piezas del rompecabezas.

—Al parecer, tú posees un enorme cubo lleno de piezas —dijo el comandante de los exploradores, mirando a Fitz con suspicacia.

—Bien, y todavía hay más. ¿Esperan ustedes que algún contingente nativo deserte en masa del Cuerpo de Exploradores?

Hubo un intercambio de miradas alarmadas entre el coronel y Tom Rudd, que de golpe dejó de chupar de su pipa.

—¿Qué más Fitz? —preguntó Buttres—. Es una pena que no trabajes para nosotros.

—¿Cuánto tiempo más os quedaréis aquí? —preguntó a su vez Fitz.

—No mucho, ésa es la verdad. Ahora bien, hablabas de deserciones.

—Al parecer, he conseguido enterarme de que vuestros dhofars, tal vez no todos sino algunos, planean desertar el jueves, con sus armas, y unirse a la insurrección en el lugar en que será desembarcado el cargamento de armas. Según se estima, dichas armas y municiones permitirán que los insurgentes comunistas resistan un año entero en las colinas de Omán. Su objetivo será establecer bases de operaciones en la península de Musandán. Como sabes, los comunistas tienen la firme intención de controlar el estrecho de Ormuz organizando la subversión en Omán.

—Todo esto es muy interesante, Fitz. De acuerdo con tus fuentes, dime, ¿qué credibilidad tienen estos informes?

—Son de primera clase. Es posible que los planes se modifiquen, pero hasta el momento eso es lo que está establecido.

—Supongo que ese francés que concurre tan frecuentemente al «Ten Tola», ese tal Serrat, está mezclado en esto, ¿eh?

—Por supuesto. Es su negocio, ¿no te parece?

Buttres permaneció en silencio durante algunos momentos.

—Agradezco sinceramente que me hayas pasado esos informes, Fitz. Lo que pasa es que no sé qué hacer al respecto, en caso que pudiera hacer algo. Tendré que discutir la situación con Brian Falmey.

—Entonces puedes estar seguro de que no sucederá nada. ¿Por qué no escoges simplemente una compañía o dos del cuerpo de exploradores, si puedes evitar los nativos de Dhofar tanto mejor, y haces volar los camiones? Supongo que no querrás que un suministro de armas suficiente para todo un año llegue a manos del movimiento insurgente, por más presión que pueda ejercer sobre Quabus, obligándolo a permanecer fiel a Gran Bretaña.

Fitz se arrepintió de su afirmación no bien la hubo pronunciado. Buttres se había inclinado hacia delante y lo miraba con malevolencia. Evidentemente recordaba la afirmación hecha por John Brush, el número dos de Brian Falmey, una semana antes, en el bar «Ten Tola».

Finalmente Buttres, pensativo, volvió a echarse atrás en su asiento.

—Por fortuna, Brian Falmey regresó de sus vacaciones ayer mismo. Discutiré el asunto con él. ¿Algo más, Fitz?

—¿Acaso no te parece suficiente lo que te he dicho hasta ahora?

—Sí, por supuesto que me parece suficiente. Y de veras te agradezco estos informes que nos entregas de tanto en tanto. Créeme, Fitz, si por algún motivo u otro no nos ponemos en acción en este caso, la culpa no será mía. Sabes que soy un soldado muy político. Mi puesto siempre ha sido mitad militar y mitad político y ahora es más político que militar, mucho más, teniendo en cuenta que estamos a punto de retirarnos.

—Sí, estoy perfectamente al tanto del proceso de dejarlo todo atado y bien atado que se está desarrollando por esta zona del mundo. Bien, es posible que bebamos una copa juntos esta noche en el «Ten Tola». Yo invito —dijo Fitz, poniéndose de pie.

—Es probable que me dé una vuelta por allí —dijo Buttres—. Y hazme recordar que mantenga la boca cerrada.

Miró fijamente a Fitz, con el entrecejo fruncido, mientras cabeceaba lentamente.

«Todo parece empezar y terminar en Kajmira», se decía Fitz montado en su «Land Rover» con neumáticos especiales para rodar sobre la arena. Hoy, sin embargo, no iba a ver a Hamed ni a Saqr. No bien llegó a la ciudad, Fitz se fue directamente a los grandes depósitos propiedad de Sepah. De un salto descendió del «Land Rover» y anduvo hasta la pequeña puerta abierta en la gran puerta corrediza que cerraba el gran edificio de hierro colado y la empujó.

En el interior, gracias a un ingenioso sistema de ventilación, el gran edificio de almacenamiento se mantenía agradablemente fresco. En aquel lugar se almacenaban cajas, paquetes, herramientas y vehículos, ocupando la mayor parte del local vagamente iluminado. En el rincón más alejado, Fitz distinguió a Mohammed, Juma y Khalil, que lo estaban esperando. Todos llevaban las ropas típicas de los obreros del Golfo, pantalones holgados, una camisola y un turbante en jirones.

Keef Haalkum —dijo Fitz a modo de saludo.

Al Hamdu Lillah Xein —le respondieron.

Sepah se había portado bien, pensó Fitz, al reunir en tan breve tiempo a aquellos tres hombres a los que él (Fitz) había convertido en artilleros. Su ejército se componía de aquellos tres hombres. Fitz explicó largamente a sus discípulos cuál era la misión que se debía llevar a cabo en otras dos noches.

Fitz encontró los tres «Land Rover» que Sepah le había dicho que podía utilizar y, con la ayuda de sus tres guerreros, empezó a ajustar los montantes de los cañones en la parte trasera de los vehículos. Ese trabajo les llevó el día entero y lo interrumpieron sólo cuando oscureció demasiado y no podían ver lo que hacían.

Esa misma noche Fitz le escribió una carta a Laylah y, agotado a causa de las tareas físicas bajo el sol, a las que estaba poco acostumbrado, se fue a dormir muy temprano. El día siguiente lo pasó otra vez en compañía de Mohammed, Khalil y Juma y, por la tarde, ya habían montado y ajustado las armas en tres de los cuatro «Land Rover». El jueves estuvo dedicado íntegramente a montar el segundo cañón de veinte milímetros en la parte trasera del «Land Rover» de Fitz. Las tareas terminaron más o menos a mediodía y, luego, Fitz y su ejército de tres hombres se dirigieron a la casa que la «Hemisphere Petroleum Company» poseía en la playa, a fin de descansar y repasar la estrategia para esa noche.

El coronel Buttres no había aparecido por el bar «Ten Tola» desde su entrevista con Fitz y lo más probable era que —aunque Fitz había mantenido las esperanzas en contrario hasta el último minuto— el Cuerpo de Exploradores de Omán no se decidiera a interceptar el convoy con el cargamento de armas. Fitz rezó para que, al menos, Buttres hubiera impedido la deserción de los nativos de Dhofar.

Como era de esperar, Jean Louis Serrat lo había planificado todo con sumo cuidado. Aquélla era una noche sin luna, por eso habían elegido esa fecha para llevar el barco hasta la costa y cargar los camiones para que trasladaran las armas a través del desierto hasta Omán.

Había un estero que daba al mar, más o menos a ochocientos metros de la cala de Saqr y que una vez había sido el lugar donde se alzaba un puesto de comercio portugués. Había mojones blancos que sobresalían de la arena. Estaban diseminados por las dunas y, durante el día, frecuentemente llamaban la atención de los paseantes, que se divertían buscando monedas y objetos antiguos.

Mirando a través de unos gemelos especiales para intensificar el reflejo de la luz —obsequio de Washington—, Fitz se mantenía alerta sobre todo lo que sucedía en la cala. Muy pronto, un carguero de desembarco de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, empezó a deslizarse hacia la playa y, dejando caer el frontón de proa, formó una rampa que lo unía con la arena. Un capataz condujo a la cuadrilla de obreros por sobre la rampa hacia el interior del carguero de desembarco y, al poco tiempo, los obreros empezaron a sacar las cajas de a bordo trasladándolas hasta la playa. Otros obreros recogían dichas cajas y las llevaban hasta los camiones «Bedford», todos de espaldas al mar y lo más cerca posible del barco, aunque sin hundirse en las arenas húmedas y blandas de la orilla.

Fitz bajó los prismáticos y regresó a su «Land Rover», aparcado al pie de una colina. Puso en funcionamiento el receptor de radio que había instalado en el vehículo, se colocó los auriculares y habló con la boca pegada al micrófono.

—Te escucho, Roy.

Fitz escuchó la voz de Abe Ferutti, que en esos momentos se encontraba en la oficina junto al bar «Ten Tola», atendiendo la radio.

—¿Qué ocurre? —continuó diciendo Ferutti.

Roy era el nombre en clave empleado por Fitz, para hablar por radio.

—El barco en la playa. Se ha iniciado la operación de descarga. Al parecer se trata de una operación mucho más grande que la planeada originalmente.

He contado diez camiones «Bedford» y otros dos para transporte de soldados, allí en la playa. También hay unos cincuenta obreros, más o menos, trabajando para ellos.

—¿Qué medidas de seguridad han adoptado?

—Al parecer, nuestros amigos del Cuerpo de Exploradores no pudieron impedir la deserción de unos treinta y cinco hombres, presumiblemente nativos de Dhofar. Siguen con el uniforme, aunque, por lo menos, no han desertado también con las armas.

—Sigue manteniendo estrecha vigilancia sobre las operaciones y notifícame todo lo que suceda. Me mantendré aquí. Base corta y fuera.

—Roy fuera.

Fitz se apartó del «Land Rover» y volvió a subir a lo alto de la colina para seguir observando la situación. Muy pronto descubrió que no importaba, ahora, que los guerreros dhofars hubieran desertado con o sin armas. Bajo la atenta observación de Fitz, varias cajas fueron abiertas y los soldados procedentes de la provincia ubicada en el extremo Sur, es decir Dhofar, se pertrechaban de armas que extraían del cargamento recién desembarcado.

Evidentemente, los nativos de Dhofar eran una unidad disciplinada y bien entrenada. Muy pronto todos tenían armas de distintas clases. Fitz contabilizó media docena de morteros para arrojar granadas, rifles automáticos, subametralladoras, rifles de repetición para balas de alto poder explosivo, y también revólveres y otras armas cortas, todo distribuido entre los dhofars. Se trataba de un formidable despliegue de armamentos contra el cual Fitz sólo podría oponer a sus tres artilleros árabes si quería interceptar aquel convoy. De todos modos, Fitz tenía la certidumbre de que su plan resultaría.

La cuadrilla de obreros necesitó dos horas para cargar las cajas en los camiones y, a medianoche, la caravana estaba pronta para emprender la marcha. Ante la mirada horrorizada de Fitz, los obreros fueron cargados también en los camiones y se colocaron encima de las cajas de municiones. Entonces Fitz se dio cuenta que los obreros serían empleados más adelante para trasladar de nuevo las cajas, ahora sacándolas de los camiones y llevándolas hasta la caravana de camellos, con los cuales se podrían atravesar los pasos, las hondonadas y las montañas de Omán, algo irrealizable para un «Land Rover» y, con más razón, para un camión.

La unidad de nativos de Dhofar se dividió en dos destacamentos, uno que montó al camión para transporte de soldados que abría la marcha del convoy y el otro que se dirigió al camión que cerraba la marcha. Sombrío, Fitz observaba el suministro de municiones para un año de lucha con destino a los rebeldes insurgentes del FPLGAO, en el momento en que empezaba a avanzar a través del desierto rumbo a las colinas de Omán. Usando los prismáticos, Fitz creyó detectar movimientos, algo lejos hacia el Norte, en la profundidad del oscuro desierto. Recorrió la zona con los prismáticos y descubrió dos «Land Rover», uno de los cuales llevaba una plataforma abierta en la parte trasera y encima de la plataforma, sin fundas de ningún tipo, completamente desnuda, una ametralladora de calibre treinta. ¿Acaso aquellos vehículos formaban el andamiaje de protección para cubrir los flancos del convoy?, se preguntaba Fitz.

Una vez más Fitz conectó el aparato de radio, se colocó los auriculares en la cabeza y sopló contra el micrófono. La respuesta le llegó en el acto.

—Aquí la base. ¿Qué sucede?

Fitz informó detalladamente de cuál era el desarrollo de los acontecimientos, expresando su preocupación por los obreros y también por los nativos de Dhofar, pues estaba al tanto de la matanza que provocaría entre ellos no bien abriera fuego con los cañones de veinte milímetros.

—Hay más de cien personas viajando en el convoy —reiteró—. Los nativos de Dhofar están bien armados, pero nosotros podremos mantenernos fuera de su alcance y aniquilarlos. Lo que más me preocupa actualmente son los «Land Rover» de protección que he visto más al Norte. Probablemente se trata de Serrat, el otro francés y el árabe, viajando en un vehículo, con un grupo de artilleros a cargo de las armas en el «Land Rover» que los escolta.

—Hazlos volar por los aires de una vez con tu cañón de veinte milímetros y habremos solucionado de paso muchos problemas que se nos pueden plantear en el Golfo. Es posible que el banquero iraquí también esté con ellos. Ojalá los pudieras barrer a todos.

—No tenemos más remedio que seguir el juego según viene, base. Voy a encontrarme con mis tres artilleros y en seguida nos dirigiremos al punto elegido para llevar a cabo la operación.

Después de un viaje de más o menos veinte minutos, Fitz entró en Kajmira y detuvo el vehículo ante el depósito de Sepah.

El cañón de veinte milímetros montado en la parte trasera de su «Land Rover» había sido cubierto con una funda de lona. Fitz saltó del «Land Rover» y golpeó en la puerta. De inmediato, la gran puerta corrediza se abrió y tres «Land Rover» con fundas traseras para ocultar las armas, salieron del depósito. La pesada puerta corrediza volvió a cerrarse tras ellos.

En cada «Land Rover» viajaba un artillero árabe sentado junto a un conductor reclutado por Abe entre sus agentes encubiertos. Fitz había rechazado un conductor para sí, prefiriendo manejar su «Land Rover» por sí mismo.

Los tres «Land Rover» siguieron a Fitz que, abriendo la marcha, puso rumbo al desierto. Los «Land Rover», viajando paralelos a la ruta de la caravana de armas, quince kilómetros hacia el Sur, estaban en condiciones de viajar mucho más de prisa que el convoy de camiones. Mientras conducía su vehículo por las arenas del desierto, Fitz elaboró una estrategia completamente nueva tendente a interceptar el convoy. La situación era drásticamente distinta a la que Abe y él habían imaginado cuando desarrollaron el plan para hacerse cargo del enorme cargamento de armas francesas.

Tardaron exactamente dos horas y media en llegar al punto que Fitz había elegido como más idóneo para una emboscada. Dos veces había volado sobre el área tomando fotos aéreas con todo detalle. Ahora, los «Land Rover» marchaban por un terreno firme, de grava endurecida y arena, que caracterizaba el paso hacia las colinas de Omán desde la carretera de Dubai. Los «Land Rover» seguían la misma ruta que pronto cogerían dificultosamente los camiones. Al Sur, a la derecha, se encontraban las traicioneras colinas de arena empinadas que Fitz había atravesado tiempo atrás, con Laylah a su lado. ¿De veras había pasado un año ya? Ahora Fitz podía permitirse el lujo de sonreír ante el recuerdo. Justo delante de ellos se encontraba la seguridad de las escabrosas montañas, con sus pasos tortuosos, por los que no podría transitar nunca ningún vehículo de ruedas. A la izquierda, en el flanco Norte, sólo sabía desierto, liso y uniforme. Afortunadamente, la oscuridad favorecía a los emboscados, que llevaban vehículos relativamente pequeños y bajos en comparación con los camiones, grandes, ruidosos, altos, traqueteantes y demasiado cargados.

Fitz condujo a sus pequeñas fuerzas mecanizadas hacia el interior del desierto, al norte del surco de arena dura, y los cuatro vehículos se detuvieron a unos mil quinientos metros del lugar por el que tendría que pasar el convoy. Fitz saltó de su vehículo y se dirigió al segundo cañón de veinte milímetros. Juma ya estaba quitando la funda de lona de la parte trasera del «Land Rover», dejando expuesta su arma. Juma sonrió ampliamente y acarició el cañón con afecto.

—Hemos cambiado los planes, Juma —dijo Fitz—. Quita el silenciador y el supresor de los fogonazos.

—Pero de esa forma podrán verme —se quejó Juma.

—Eso es lo que queremos. Carecen de armas que puedan alcanzamos. No queremos matar a todos esos obreros inocentes.

Juma no podía ver ningún motivo por el cual no hubiera que matar a toda cosa viviente relacionada con el convoy, pero igual obedeció las órdenes que se le daban. Con la ayuda de Fitz quitó el silenciador y el «Land Rover» retrocedió colocándose en posición de tiro, con el cañón dominando un vasto sector del sendero por el que muy pronto irrumpirían los camiones.

Fitz necesitó alrededor de veinte minutos para colocar en sus puestos a Juma, Mohammed y Jhalil. Los dos cañones de veinte milímetros fueron colocados en las extremidades de la emboscada, a unos doscientos metros uno del otro y, en medio, se encontraban las dos ametralladoras de calibre treinta, cuya misión era brindar protección a los cañones en caso de un contraataque. Una vez organizada y montada la emboscada hasta en sus menores detalles, Fitz volvió a comunicarse por radio con la base.

—Aquí Roy. Todo listo. Pero he cambiado el desarrollo de la operación —dijo—. No quiero sentirme responsable de causar la muerte a toda esa gente. He dado órdenes de que se dispare contra la parte trasera de los camiones, haciéndoles volar las ruedas si es posible, pero sin disparar contra las lonas que los cubren. Deben haber cinco o seis obreros en la caja de cada camión. Y en la cabina hay dos hombres más, el conductor y un guerrero dhofar armado. Los demás nativos de Dhofar marchan a bordo de los camiones para transporte de soldados, uno abriendo la marcha del convoy y el otro en retaguardia.

—¡Te has vuelto loco, Roy! —La voz de Abe transparentaba claramente en la radio la agitación que lo dominaba—. Podrías colocarte tranquilamente fuera de tiro y destruir todos los camiones, hacer volar las municiones y matar a los comunistas sin peligro de ningún tipo. No tendrían posibilidades de responderte, pero ahora te verán.

—No quiero matar a los nativos de Dhofar. Están convencidos de que luchan por la independencia de su provincia.

—¡Maldita sea, Roy! —rugió Abe—. ¿Qué diablos te pasa?

—Nada. Estoy haciendo lo que prometí. Ninguna de esas cajas de municiones y armas saldrá de aquí. Mañana por la mañana, la Policía de Sharjah y Dubai puede recoger el cargamento, tal vez con una pequeña ayuda del Cuerpo de Exploradores, si lo autoriza el Agente Político. ¿Acaso no es ése el objetivo de esta misión? Bueno, creo que no debemos hablar tanto rato. Existe la posibilidad de que alguien capte esta frecuencia.

—Base a Roy. ¡Estás loco! Buena suerte. Fuera.

Fitz había puesto a Khalil lo bastante cerca como para poder darle órdenes en caso necesario. Indicó a los dos artilleros de las ametralladoras de calibre treinta que estuvieran atentos por si aparecían los dos «Land Rover», uno de ellos, armado con una ametralladora, que viajaban en el flanco norte del convoy. Fitz oteaba alternativamente el desierto a un lado, y el sendero que tenía ante sí. Con los gemelos especiales podía ver casi tan claramente como si fuera de día.

Fitz oyó a lo lejos los resoplidos y traqueteos de los pesados camiones «Diesel», que se aproximaban. Finalmente apareció ante sus ojos el camión, con soldados, que abría la marcha, algo al Este y hacia la derecha. Fitz se puso de nuevo en contacto con Abe.

—Atención base —dijo—. Primer camión a la vista. Avanza a unos cuarenta kilómetros por hora. Calculo que las operaciones se iniciarán de aquí a diez minutos.

De nuevo barrió el desierto —al Norte y a su espalda— con los gemelos, pero no detectó ninguna señal de los dos «Land Rover». Cogió la ametralladora «AR-15» calibre 223 que llevaba prendida al guardabarros del vehículo y se la puso más a mano, en el asiento del conductor, junto a cuatro cargas de veinte balas cada una. Luego se deslizó hacia la parte trasera del vehículo y, haciéndolo girar, colocó el cañón de veinte milímetros en posición de tiro, apuntando al sendero que tenía ante sí.

Minutos más tarde oyó cómo el convoy se acercaba lentamente.

Los tres primeros camiones debían de haber pasado ya por delante de la posición ocupada por Juma. Uno tras otro, los «Bedford» penetraban en la zona, hasta que el camión con soldados se encontró ante la posición ocupada por Fitz. Éste lo dejó pasar, un segundo camión pasó también ante él. Con los gemelos vio que el último camión, cargado de hombres, estaba justo en la mira de Juma. Soltó los gemelos, sujetos a su cuello con una correa, y apuntó bien hacia las ruedas delanteras y el motor del camión, con soldados, que abría la marcha. Iban nueve hombres, más el conductor.

Fitz apretó el gatillo y el silencio de la noche en el desierto quedó desgarrado por el rugido y los brillantes fogonazos de las descargas del cañón. El motor del camión se incendió, las ruedas se desintegraron, y los dhofars, sorprendidos, salieron despedidos por el aire. Fitz siguió disparando contra las ruedas delanteras y el motor del primero de los camiones «Bedford». Trozos y piezas del camión y de las ruedas saltaron por el aire en el momento en que, destrozado, el vehículo, inclinado hacia delante, quedó inmovilizado en la arena del desierto.

Fitz oía el veinte milímetros de Juma sembrando la destrucción a lo largo del convoy. Las dos ametralladoras de calibre treinta disparaban también, aunque las balas, si alcanzaban a los camiones, causarían pocos daños a los mismos. Pero la emboscada dio el resultado apetecido. Todos los camiones que no habían sido alcanzados giraron hacia la derecha a toda marcha, rumbo a las dunas.

Fitz esperó que Juma obedeciera fielmente sus órdenes. Le había dicho que disparara contra un solo camión, y luego, al aire, por encima de los vehículos, para obligarlos a alejarse hacia las dunas y no causar bajas inútiles entre los obreros y los dhofars.

Fitz dejó de disparar y enfocó los gemelos hacia los camiones. Todos excepto el primero y el último —que quedaron destrozados—, se alejaron hacia las traicioneras dunas, remontándolas como podían para luego caer rodando por el otro lado. Fitz rió de buena gana. Aquellos camiones, demasiado cargados, nunca conseguirían salir de las dunas. Los conductores y los obreros podrían fácilmente abandonarlos y salir de las arenas, pero los camiones y su cargamento nunca llegarían hasta el lugar donde los servidores de los camellos esperaban para llevarse las armas.

Ahora había que informar a la base.

—Misión cumplida —dijo Fitz—. Dos camiones destruidos, sin causar bajas. Todos los demás, atrapados en las dunas, de las que no podrán salir. Los conductores y obreros los abandonan. Di a los policías que pueden venir a recoger una buena cantidad de armas para cuando se creen las Fuerzas de Defensa de la Unión.

—¡Magnífico, Roy! Ahora sal de ahí a toda prisa.

—Roy, fuera.

Fitz cogió la pistola lanzabengalas y disparó al aire una verde. Era la señal convenida para que los conductores de los «Land Rover» se alejaran a toda prisa del lugar de la emboscada y se dirigieran de inmediato a Kajmira. Fitz se estaba preguntando qué se habría hecho de los «Land Rover» que avanzaban por el flanco y que había visto momentos antes, cuando, desde el lugar en que se había producido la emboscada, pero mucho más cerca, el fuego graneado de muchas armas ligeras volvió a romper el silencio de la noche.

«¡Malditos dhofars!», se dijo Fitz.

Avanzaban rápidamente hacia él, mientras oía cómo las balas se estrellaban en la carrocería del vehículo.

Agachando la cabeza y colgándose de un hombro la «AR-15», Fitz puso en marcha el motor del «Land Rover» y empezó a retroceder, tratando de salir lo antes posible de la línea de fuego y cuando ya creía que estaba a salvo, una tremenda explosión sacudió al vehículo, y Fitz sintió de repente un agudo dolor en el muslo derecho y, casi en seguida, notó cómo la sangre le corría por la pierna. El «Land Rover» cayó de lado a causa de la explosión. Pese al dolor, Fitz intentó enderezar el vehículo y ponerlo en marcha, pero no pudo.

Comprobó si aún llevaba el arma colgada del hombro, cogió las cintas de balas y se deslizó fuera del vehículo, que se había convertido en el blanco de las armas cortas de los dhofars. Arrastrándose como pudo, Fitz se alejó del vehículo hacia el Norte. Había perdido los gemelos en la explosión. Varias granadas más estallaron en torno al «Land Rover», mientras Fitz se alejaba arrastrándose, rodando, gimiendo de dolor. Las llamas empezaron a brotar del motor del vehículo, y la luz del fuego le permitió distinguir las siluetas de tres guerreros dhofar que, cumpliendo lo aprendido en los entrenamientos, disparaban ferozmente, barriendo el lugar de la emboscada. Los guerreros examinaban el interior del vehículo, en busca de alguna señal de su ocupante, hasta que comprendieron que se había escapado. Entonces volvieron y, en abanico, empezaron a avanzar hacia Fitz. Antes de que pudieran salir del círculo iluminado por las llamas del «Land Rover» —que se convertía rápidamente en cenizas—, Fitz levantó la «AR-15» y, con el mecanismo del arma colocado para usarla como rifle, o sea, bala a bala, apuntó bien hacia uno de los dhofars y abrió fuego. La víctima pareció estallar en pedazos en el instante en que la bala —larga, delgada, giratoria y explosiva— penetró en su cuerpo. Antes de que los otros dos pudieran salir del círculo de luz, Fitz disparó dos veces más, haciendo también blanco. Un simple roce con una bala de la «AR-15» era suficiente para causar tal destrozo en el cuerpo de la víctima, que ésta, en caso de sobrevivir, quedaría lisiada de por vida. Tres dhofars no volverían a luchar más.

Sabiendo que los compañeros de los tres caídos debían de encontrarse a escasa distancia, Fitz siguió alejándose como pudo del «Land Rover» en llamas. Avanzaba dificultosamente, arrastrando la pierna herida. Fitz pensó que la herida se la tenía que haber causado algún trozo de metal arrancado del «Land Rover» por la explosión. Por un instante pensó —esperanzado— en que tal vez Khalil o Mohammed, desde su «Land Rover» armado con las ametralladoras de calibre treinta, pudieran ver su vehículo en llamas y acudir a rescatarlo. De todos modos, Fitz les había dado órdenes estrictas de que, cuando vieran la llamarada verde de la bengala en el aire, se alejaran a toda velocidad en dirección a Kajmira. Tal vez, si los dhofars no lo encontraban, pudiera esconderse en el desierto hasta que la Policía hiciera su aparición al otro día por la mañana. No demostrarían mucha simpatía por el norteamericano, pero por lo menos lo llevarían a un hospital.

Y entonces Fitz escuchó esporádicas descargas de fuego desde el lugar en que se encontraba el «Land Rover» incendiado. Fitz supuso que habrían llegado más dhofars a ese lugar, encontrando los cadáveres de sus tres compañeros. Lo perseguirían sin descanso durante toda la noche. Ya se sentía débil a causa del impacto y la pérdida de sangre. Sacó un pañuelo de un bolsillo y lo ató fuertemente en torno a la pierna herida. El dolor provocado por la presión ejercida en la herida era casi insoportable, pero Fitz sabía que si conseguía detener la hemorragia, tal vez tuviera alguna posibilidad de salir con vida. Por extraño que pareciera, Fitz se dio cuenta de que no estaba arrepentido de haber llevado a cabo de esa forma la operación. Era irónico; en su deseo por evitar causar bajas, él mismo se había convertido en una.

Los tiros seguían sonando a sus espaldas, pero ahora los dhofars evitaban cuidadosamente que se pudieran distinguir sus siluetas en la noche. Gracias al resplandor de los rescoldos de fuego, Fitz calculó que al menos seis u ocho hombres lo estaban buscando, en la esperanza de matarlo de un tiro afortunado.

Repentinamente escuchó el ruido de un vehículo que, procedente del Norte, avanzaba directamente hacia él. ¿Acaso sería uno de sus artilleros que regresaba? Fitz lo puso muy en duda. Lo más probable era que fuera el francés, que había venido a ver qué había pasado con el cargamento de armas, o quizá el iraquí. Ahora ya era muy poco lo que Fitz podría hacer. Tanto el francés como el iraquí lo tratarían con no menos dureza que los dhofars.

Mientras el vehículo se aproximaba, Fitz alcanzó a distinguir claramente que no se trataba de uno de los suyos. Era un «Land Rover» con una ametralladora del calibre treinta acoplada a la parte trasera. Había un hombre en cuclillas tras el arma. Un segundo «Land Rover» seguía al primero. Fitz se llevó la «AR-15» al hombro, cambiando el mecanismo para fuego automático completo, y dirigió la mirilla al artillero.

Estaba a punto de abrir fuego cuando escuchó una voz que resonaba en inglés en el desierto:

—¡Alto el fuego, alto el fuego! ¡Cuerpo de Exploradores de Omán!

Horrorizado, Fitz pensó que había estado a punto de abrir fuego contra los exploradores. Sin embargo, los dhofars parecían no vacilar en enfrentarse a balazos con sus antiguos camaradas de armas.

Fitz pensó que, por lo menos, los exploradores no lo matarían.

—Estoy aquí —gritó—. Lodd.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí, maldito bastardo?

Fitz sintió que nunca le había dado tanta alegría escuchar la voz de Ken Buttres.

—Aquí —gritó Fitz—. Me han dado, estoy herido.

La intensidad del fuego de los dhofars se incrementaba mientras los nativos corrían hacia el vehículo del cuerpo de exploradores, disparando al avanzar.

Una explosión sacudió el vehículo de los exploradores.

—Será mejor que salgáis —gritó Fitz—. Tienen morteros para lanzar granadas.

Su voz sonó patéticamente débil, incluso para sí mismo. El «Land Rover» sin armas encima giró hacia donde estaba Fitz.

—¿Dónde estás, Fitz? —gritó Buttres, hablando por el megáfono.

Fitz levantó el rifle y lanzó una descarga al aire. De esa forma guió hacia él no sólo a los exploradores, sino también a los dhofars.

El «Land Rover», sin embargo, llegó primero y, mientras el vehículo escolta escupía fuego contra los insurrectos con su ametralladora de calibre treinta, Buttres saltó del asiento del conductor, cogió a Fitz por los brazos y lo arrastró hasta el otro asiento delantero. Casi inconsciente a causa del dolor, de la conmoción y de la pérdida de sangre, Fitz notó vagamente que había otra persona en el asiento trasero, a sus espaldas. Buttres dio la vuelta en torno al «Land Rover», trepó junto al volante y salió a todo gas. Una granada explotó exactamente tras ellos, haciendo que el «Land Rover» de escolta lanzara furiosas descargas de ametralladora contra los atacantes.

Fitz escuchó que el hombre que estaba a sus espaldas decía:

—Esto es lo más extraordinario que he visto. Nunca lo hubiera imaginado. Encontrar a Lodd aquí en el desierto, tratando de hacer el trabajo de los exploradores.

Fitz se dio cuenta de que era Brian Falmey en persona quien hablaba. Débilmente, Fitz se las compuso para decir:

—Gracias, Falmey, Ken. La verdad es que casi hacéis que os cogieran a vosotros también. Me tenían, no había escapatoria.

—Ahora escucha, maldito yanqui metomentodo —farfulló Falmey, furioso—. Sólo hay una persona en el mundo que va a matarte, y esa persona soy yo. Sólo que esperaré a que te recuperes para hacerlo.

Una leve sonrisa asomó a sus labios antes que Fitz perdiera por completo el sentido.

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