Dubai

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Primera parte » Capítulo II

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CAPÍTULO II

Dos días más tarde, el 13 de mayo, Fitz, acongojado, leyó un informe del Servicio de Información de la Embajada, en el cual se comunicaba que el rey Hussein había volado a El Cairo y, con gran pompa, había firmado un pacto militar con su antiguo enemigo, el presidente Nasser. Al día siguiente, un general egipcio era enviado a hacerse cargo del mando de las fuerzas jordanas.

—Tanto peor para la efectividad de las legiones jordanas —señaló Fitz, en una conversación con el general Fielding—. Nunca pelearán eficazmente bajo el mando de un general árabe extranjero. Y creo que Hussein lo sabe. La verdad es que nunca ha querido destruir Israel, nunca ha deseado arrojar a todos los judíos al mar, tal como pregona constantemente ese idiota de Nasser.

En su recorrido por el Bazaar, el 1 de junio, Fitz se enteró de que, a lo largo y a lo ancho de todo el mundo árabe, se predicaba, en las mezquitas, el comienzo de una Jidah, o guerra santa. Los datos e informes que compró Fitz anunciaban que, en un plazo de tres días Israel atacaría los campos de aviación de Egipto, Jordania, Siria e Irak.

El 4 de junio —un día antes que se llevaran a cabo los esperados golpes de mano aéreos, en un momento en que en Norteamérica se vivía una intensa emoción y un enorme miedo por la existencia misma de Israel— estalló la bomba del reportaje de Sam Gold.

El periodista, en un reportaje de situación espléndidamente medido, resumía, en primer lugar, la situación. Las divisiones de Infantería egipcia, formaciones blindadas y unidades de la fuerza aérea, se habían trasladado, a través del Canal de Suez, hacia el desierto del Sinaí, para agruparse a escasa distancia de la frontera de Israel durante el mes de mayo, al parecer, dispuestas a lanzar un ataque. Antes del final del mes, dicha agrupación militar sumaba unos noventa mil hombres, novecientos tanques, trescientos cincuenta aviones y una importante concentración de artillería.

El 17 de mayo, el Gobierno egipcio había exigido la retirada de las Fuerzas de Emergencia de las Naciones Unidas (UNEF), a lo que el Secretario General, U-Thant, había accedido.

El 22 de mayo, Egipto anunció el bloqueo de los estrechos de Tirán, que eran el acceso al golfo de Akaba, de ciento cincuenta kilómetros de longitud y que conducía a la zona sur de Eilat, ya dentro del territorio israelí.

El 26 de mayo, el presidente Nasser declaró que «la guerra será una guerra total, y el objetivo, la destrucción de Israel. Tenemos confianza en poder vencer, y ahora estamos a punto para lanzarnos a la guerra contra Israel…».

Luego, el reportaje —que había sido titulado Antisemitismo en la Embajada norteamericana en Irán en vísperas de la lucha por la vida del pueblo israelí—, hacía un relato de la entrevista mantenida por Sam Gold con el teniente coronel James Fitzroy Lodd, agregado del Servicio de Información de la Embajada norteamericana en Teherán.

«“Nunca podrá haber paz en el Oriente Medio mientras el pueblo judío y los medios de comunicación norteamericanos, pro judíos, sigan comportándose histéricamente y no se tomen la molestia de aceptar el punto de vista árabe en el conflicto”, señaló el teniente coronel James Fitzroy Lodd en una entrevista mantenida con este reportero el 27 de mayo, un día después de la fecha en que el presidente Nasser hiciera sus afirmaciones relativas a la destrucción de Israel».

Sam Gold admitía que Lodd había agregado: «Y, de la misma forma, los árabes también deberían comprender el punto de vista judío en el problema».

Pero el daño estaba hecho. Por más que la Guerra de los Seis Días, que se desencadenó al día siguiente, apartó casi por completo a las demás noticias de las primeras páginas de los periódicos, los órganos de Prensa de casi todo el país difundieron extractos del reportaje de Sam Gold. Miembros del Congreso, con importante apoyo judío, denunciaron la existencia de antisemitismo en el Servicio Exterior de los Estados Unidos. Cinco días después, la guerra había terminado. Se formó en el Congreso un comité de investigación encargado de inspeccionar la Embajada norteamericana en Teherán, al igual que otras Embajadas americanas, todo lo cual contribuyó no poco a incrementar el malestar del embajador.

Fitz se sintió anonadado por la reacción de Washington ante el relato que Gold hacía de la entrevista. Aunque el general Fielding simpatizaba con Fitz y creía que el reportero había distorsionado vergonzosamente el sentido de las afirmaciones de Fitz, la presión que se ejercía sobre él desde Washington para que elevara un informe completo del incidente se estaba haciendo más y más irresistible. No serían suficientes una simple negativa, una simple refutación. Un congresista judío de Nueva York exigía que Fitz fuera despedido de inmediato, sin preocuparse por saber si el reportero había o no tergiversado sus declaraciones.

Para su desgracia, Fitz recibió entonces el primer comunicado amistoso de su padrastro, un hombre mucho mayor que su madre, que se había casado con ésta a despecho del hijo ilegítimo, de tres años, que entonces tenía la mujer. Al fin has puesto a esos judíos en su lugar, hijo. Dios te bendiga, decía el telegrama, que, por supuesto, leyeron varios miembros de la Embajada.

Por los peores motivos, su padrastro felicitaba a su madre por la indeseada atención que su hijo recibía de los periódicos. Fitz nunca se había sentido muy cerca de su padrastro, un viudo opulento que lo había despachado a una serie de colegios internos para poder quedarse así a solas con su joven y bonita esposa. De hecho, Fitz nunca había sabido lo que era la verdadera vida familiar. Cuando tenía edad suficiente como para comprender su origen y leer Historia, su madre le dijo que su verdadero padre se llamaba Jim King. Se trataba de un agente de seguros verdaderamente encantador; pero cuando Emmy le dijo que estaba preñada, Jim King se marchó inmediatamente de la ciudad, para no regresar a la misma nunca más. Fitz se dio cuenta entonces de que Fitzroy quería decir bastardo del rey[1]. Indudablemente, su madre había conservado cierto sentido del humor al relacionar a aquel nombre con su hijo, y Fitz, por su parte, se negó siempre a utilizar el nombre de su padre, prefiriendo que lo llamaran Fitz, lo cual le recordaba constantemente su condición de bastardo.

Cuando el general Fielding llamó a Fitz a su oficina dos semanas después de la aparición del reportaje, lo primero que hizo fue mirar tristemente a su subordinado.

—Me han pedido que haga lo posible por conseguir que usted se retire, Fitz. En el Departamento de Defensa ya le han excluido a usted de las listas de promoción para el grado de coronel.

—¿Ni siquiera puedo tener la oportunidad de explicarme ante el Departamento de Defensa, de brindarles mi versión de los hechos?

—Podría demandar a Sam Gold y al periódico, pero eso no le ayudará en nada en su carrera. ¿Qué le hizo usted a ese individuo? Porque algo tuvo que hacerle, para que se portara así con usted.

—No le hice nada, excepto retener información que consideraba no se había de divulgar, por motivos de seguridad, en Vietnam.

—Bien, el pequeño bastardo irresponsable le hizo una mala jugada esta vez. Como tiene más de veinte años, ya no hay problemas respecto a su pensión. ¿Por qué no se retira y luego demanda al periódico?

—¿Demandarlo? ¿De dónde sacaría el dinero con que pagar a los abogados necesarios para demandar a un gran periódico norteamericano? Y, además, si me doy de baja en el Ejército, habré perdido todo lo que significa algo para mí en esta vida.

—Bien, nadie puede obligarlo a retirarse, pero ya se sabe la clase de asignaciones que recibirá hasta el momento en que sea dado de baja automáticamente, después de haber perdido la promoción por segunda vez. Lástima que no conozca a nadie poderoso en Washington, que pueda pelear por usted en esta situación.

Fitz pensó en el teniente general Oscar Bealle, que, por desgracia, hacía cinco años que se había retirado y vivía actualmente en Arizona. Tal vez el general Bealle fuera el único amigo verdadero que Fitz tenía en el mundo; además, era el responsable directo de que Fitz hubiera elegido la carrera de las armas. Desde el momento en que pudo comprender y aceptar su origen, Fitz empezó a convertirse en un muchacho inusualmente seguro de sí mismo. Tenía la percepción interior de sí mismo como de una persona por la cual nadie se mostraría dispuesto a hacer mucho. Sabía perfectamente que tendría que hacerse cargo de sí mismo.

En los distintos internados en los que estuvo, siempre se distinguió como un buen estudiante y un buen atleta, llevando, además, una vida gregaria. A medida que se hacía mayor, iba creciendo en él la obsesión ante la idea de que nunca nadie haría nada por él, a menos que ese alguien se beneficiara también con su actuación. Este punto de vista se veía reforzado por la recepción cada vez más fría que recibía en casa de su madre, a medida que su padrastro iba envejeciendo y haciéndose más y más irritable ante la presencia del hijo bastardo de su esposa.

Fitz entró en el colegio cuando transcurría el último año de la Segunda Guerra Mundial. Había vivido con sentimientos encontrados respecto a incorporarse al Ejército, pero, de todos modos, se sentía dispuesto a hacerlo en caso que su concurso se hiciera necesario. Sin embargo, no descubría ningún medio de sacar beneficios de los deberes militares hasta comprobar que, obteniendo una cédula de reservista en la Universidad estatal de Ohio, podría permanecer en el colegio hasta el momento de obtener la graduación, y para entonces ya se vería convertido, al mismo tiempo, en un oficial y en un caballero.

Como siempre, Fitz cursó provechosamente sus estudios, se unió a un grupo de jóvenes cuyas familias estaban ansiosas por introducirlos en negocios lucrativos, y comprobó, con gran asombro, que su mayor interés estaba dirigido a los estudios militares, a los cuales, en principio, se había sometido para más adelante dedicarle prácticamente toda su atención. La ciencia política, la Geografía y la Historia, combinadas con la ciencia militar, lo fascinaban, y el coronel Oscar Bealle, jefe de los Cuerpos de Entrenamientos de Oficiales de Reserva, insistía para que Fitz se dedicara por completo a la carrera militar. El coronel, formado en West Point, herido en los primeros días de la guerra, tenía buenos contactos en el Ejército y prometió a Fitz que seguiría atentamente la evolución de su carrera y se convertiría en su mentor.

Aunque su sentido común lo impelía a aceptar alguna de las muchas ofertas prometedoras que se le hacían para que se metiera en el mundo de los negocios —ofertas que recibió a manos llenas durante el último curso previo a la graduación—, alguna extraña compulsión interior empujó a Fitz hacia la carrera militar. Era algo así como si pudiera rememorar una brillante carrera militar pasada, una promesa hecha ante sí mismo de que continuaría dicha carrera, tal vez en una vida futura, si esas cosas de veras existían. Fitz hizo del coronel Bealle un hombre dichoso cuando aceptó seguir la carrera militar. A su vez, el coronel le prometió una cosa: se tomaría como asunto personal el comprobar que Fitz no fuera desperdiciado ni estropeado por el Ejército de los Estados Unidos.

Fitz miró fijamente al general Fielding.

—El único hombre que pudo ayudarme en otro tiempo, ya ni siquiera vive en las cercanías de Washington.

—Lo siento, Fitz —respondió el general Fielding.

—En los Boinas Verdes teníamos un lema: «Nunca te des por vencido». La verdad es que no sé por qué debo darme por vencido con tanta facilidad.

—Eso significa que nunca hay que darse por vencido en combate —respondió, ásperamente, el general—. Esto es política, algo en lo que ningún soldado supo nunca cómo luchar con éxito. Las cosas serán más fáciles para todos si usted mismo pide la excedencia. Todos esos congresistas que tienen muchos votantes judíos, utilizarán este caso durante los próximos seis meses para afirmarse entre sus seguidores.

—¿No podría convocar una conferencia de Prensa y tratar de aclarar de una vez todo el problema?

—Los periodistas lo harían pedazos y sería aún peor. Las cosas serían más fáciles para todos, desde el embajador para abajo, si usted, simplemente, pidiera el retiro.

—Es posible que así sea —dijo Fitz, sombríamente—. A propósito: ¿podría decirme qué resultados dio el cable sobre el inminente ataque de los israelitas, tal como señalaban mis informes previos?

—No pasó nada, supongo. Por lo que sé, Washington se encontraba con la guardia completamente baja cuando se produjo el ataque, tal como señalaron los periódicos.

—Vuelvo a mi oficina a pensar detenidamente en todo esto, señor.

—Por favor, infórmeme sobre lo que decida. Si le es posible hoy mismo, mejor.

Sin responder, Fitz abandonó la oficina del general y atravesó el salón rumbo a su modesta oficina. Contempló el jardín de la Embajada. Las plantas florecían, y la hierba estaba verde y bien cortada. El amargor que lo había asaltado ante la futibilidad de sus intenciones, volvió a crecer en su pecho. Sopesó la posibilidad de ponerse en contacto con el general Bealle, pero a estas alturas era muy poco lo que un oficial retirado podría hacer, aparte mostrar su simpatía. Mientras Bealle fue un hombre con poder, Fitz comprobó repetidamente que el Ejército norteamericano no le hacía perder tiempo, simplemente.

Cuando estalló la guerra de Corea, Fitz se encontró al mando de una compañía del Regimiento Wolfhound en el Japón. Aunque el Ejército norteamericano en Japón se había ido relajando, Fitz mantenía a su compañía con la moral muy elevada y siempre dispuesta para el combate. Estaba convencido de que los Estados Unidos se verían involucrados en los conflictos asiáticos, y sus estudios continuados, al igual que su habilidad para analizar las noticias mundiales, lo hicieron elegir Corea como el más probable foco de disturbios.

Cuando los coreanos del Norte atacaron la frontera con el Sur, Fitz y su compañía se encontraron entre las primeras tropas enviadas al combate. Aunque las compañías a su alrededor eran diezmadas, Fitz se las compuso para conservar la unidad, junto a sus Wolfhounds, por lo cual fue promovido muy pronto al grado de mayor y puesto al mando de un batallón.

Y entonces, al volverse gravemente la marea contra los norteamericanos, cuando las bajas ascendían de manera astronómica, Fitz recibió órdenes de trasladarse de nuevo al Japón, donde se le asignaba un trabajo especial en el Servicio de Información.

Abandonar a sus hombres fue un trago difícil. Fitz sabía que el batallón sufriría importantes bajas, pero prefería permanecer al pie del cañón con sus tropas, antes que aceptar un trabajo seguro en la Plana Mayor.

En Japón descubrió que el coronel Bealle era ya un general de dos estrellas y que además, había sido designado oficial del Servicio de Información en el Alto Mando de Mac Arthur en Tokio. Fitz fue asignado a una unidad del Ejército, de reciente creación: las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos, bajo las órdenes del coronel Aaron Bank, que fuera oficial de la OSS[2] durante la Segunda Guerra Mundial.

Fitz trabajó duramente en una unidad militar integrada por soldados que eran paracaidistas, rangers y combatientes procedentes tanto de la Segunda Guerra Mundial como de la actual guerra de Corea.

Diez años más tarde, la unidad de Fitz se ganaría el sobrenombre de Boinas Verdes. Con una hoja de servicios realmente impresionante en Corea, Fitz y las Fuerzas Especiales regresaron a los Estados Unidos. A mediados de los años cincuenta, Fitz era ya un teniente coronel de treinta años, con mucho prestigio como soldado diplomático y como bravo combatiente.

Por entonces, los Estados Unidos empezaron a verse seriamente envueltos en el Oriente Medio. Por aquella época, la política del Gobierno consistía en apoyar y mantener estrechos lazos con el mundo árabe, a la vez que se mantenían relaciones amistosas con Israel. Eso ocurría cuando Fitz trabajaba como principal consejero militar del rey Hussein de Jordania.

Fitz no podía hoy dejar de pensar en que había cometido una gran equivocación al rechazar el ofrecimiento del rey Hussein de nombrarlo general de sus ejércitos. Teniendo en cuenta los cincuenta mil dólares de salario anual, con todos los gastos pagados, avión propio, alojamiento, sirvientes y permiso de viaje para visitar América, a estas alturas habría acumulado ya una fortuna más que considerable.

Se preguntó qué pensaría Marie y su hijo Bill de las historias que sobre él publicaban los periódicos. Bill de trece años, sólo creía aún las cosas que le decía su madre.

Aquél sí que había sido un gran momento de su carrera: el matrimonio.

Al término de la guerra de Corea, Marie trabajaba en la oficina del general Bealle, en Washington. Bealle y su mujer insistían frecuentemente para que Fitz se convirtiera en un hombre de hogar. Fitz pensó que amaba a Marie y que quería tener un hijo, su propio hijo, al que educaría y formaría, tratando de esa forma de vencer su propia condición de hijo ilegítimo. Así, Marie y Fitz se casaron en una ceremonia militar celebrada en Fort Myer.

Fitz, pensando en el problema en que se hallaba a causa del reportaje del periódico, recordó el último consejo que le brindó el general Bealle muy poco antes de pasar a la reserva. Fitz y Marie habían ido a cenar con el general y su mujer y, después de la cena, Bealle lo llevó a su despacho que estaba cubierto de tarjetas y fotografías conmemorativas de los momentos culminantes de la carrera militar del general.

—Hay algo más que puedo hacer por ti, Fitz. Una cosa. A decir verdad, dos cosas, puedo darte ciertos consejos y, además, se me debe un favor, que haría posible que aceptaras estos consejos en caso que así lo desees.

Fitz escuchó atentamente mientras Bealle le señalaba que nadie se vería beneficiado en su carrera cumpliendo servicios en Vietnam.

—Es una guerra perdida; los políticos la están utilizando para su propia conveniencia, buen número de excelentes oficiales verán arruinada su carrera cuando otros oficiales de rango más elevado y algunos políticos los utilicen como víctimas propiciatorias. Mantente apartado de Vietnam si lo que deseas es llegar lo más arriba posible, hasta dos, tres y —diablos ¿por qué no?— cuatro estrellas. Ya has participado con éxito dos veces en Vietnam, y con eso basta. Ahora puedo hacer que te destinen de nuevo al Oriente Medio. No podría decirte cuál sería exactamente tu misión allí, pero sin duda se tratará de algo relacionado con entrenamiento o espionaje. Con tres años que pases allí, te convertirás en algo así como un experto. Cuando el asunto del Vietnam se haya terminado, e incluso antes de que termine, el Ejército y el Gobierno empezarán a buscar gente con experiencia en el Oriente Medio, para promoverla al rango de generales con estrellas.

—Me gustaría mucho regresar al Oriente Medio, Oscar. Fui muy feliz durante mi última misión en aquel lugar.

—Y en esta ocasión podrías llevar contigo a Marie y al pequeño Bill.

Fitz alargó la mano para estrechar la de su viejo mentor.

—No sé cómo decirte cuánto aprecio tu consejo y tu ayuda, Oscar.

—Temo que esto sea lo último que pueda hacer por ti, Fitz, pero supongo que será todo lo que necesitas. Trata de mantenerte ajeno a las controversias y llegarás a lo más alto.

De ese modo, Fitz fue destinado a una misión que modificaría su vida por completo. El Sha de Irán había sido depuesto en una ocasión, pero la CIA sofocó en seguida la insurrección comunista y colocó de nuevo al Sha en el trono de plumas de pavo real. Fitz fue nombrado instructor militar especial cerca del Sha, cumpliendo su trabajo bajo la supervisión de la Embajada de los Estados Unidos.

Fitz viajó a Irán solo, dejando a su mujer y a su hijo en sitio seguro, en los cuarteles de Virginia, hasta que llegara el momento de decidir si sería apropiado o no mandarlos buscar para que se unieran a él.

Con la guerra de Vietnam en su punto culminante y la atención de la opinión pública apartada del Oriente Medio, Fitz ayudó al Sha a organizar un equivalente iraní de los Boinas Verdes, y durante dos años se dedicó a recorrer los países en torno al golfo Pérsico, cumpliendo misiones que le eran encomendadas por la Embajada norteamericana, frecuentemente iniciadas por el Sha Pahlevi, quien, a cambio, cumplía como órdenes sugerencias de orden político que le hacía el Gobierno de los Estados Unidos.

Aquélla había sido la buena época de este nuevo destino de Fitz, a pesar de que Marie se había negado a viajar o a llevar a Bill ni siquiera para una corta visita. Marie no sentía ningún deseo de vivir en el Oriente Medio, y Fitz estaba tan ocupado visitando países árabes en torno al golfo Pérsico, siempre en misión especial, que le parecía natural que Marie siguiera viviendo cerca de Washington, adonde se hallaban sus amistades.

Con la llegada del general Fielding a la Embajada quedó muy restringida la libertad de la que hasta entonces había gozado Fitz para manejar a su aire los asuntos relacionados con el Golfo. Fitz se vio reducido a cumplir la misión de un oficial de Información. Tenía la esperanza de conseguir la promoción a coronel y de ser, además, confirmado en su misión en el Oriente Medio, pues de esta forma podría seguir trabajando cerca de los gobernantes árabes, a los que había aprendido a conocer y a estimar.

Mientras sopesaba sus alternativas —y, al parecer, no había ninguna que se pudiera contraponer a la petición de retiro—, Fitz comprobó que lo que más le anonadaba era ser considerado enemigo de Israel y de los judíos. Con vistas a mantener la perspectiva durante su asignación en Irán, Fitz visitaba Israel al menos tres veces por año, haciéndose con nuevos amigos en cada ocasión y cultivando las relaciones de amistad que mantenía de anteriores visitas. Entre sus amigos había médicos, intelectuales, artesanos y, principalmente, combatientes del Ejército israelí. Ante sus amigos israelíes, Fitz admitía haber formado parte de una misión norteamericana que, durante la administración de Eisenhower, tenía como propósito ganarse la amistad y el apoyo de las naciones árabes, particularmente de Jordania.

Fitz se sentía orgulloso del gran espíritu israelí, y le habría gustado ser nombrado consejero en las unidades del Ejército de Israel. Pero los israelíes no necesitaban ni consejos ni reclutas.

—Lo único que tenéis que hacer es darnos armas; el resto corre de nuestra cuenta —declaraban los israelíes.

Por primera vez desde que los romanos conquistaron las tierras de los judíos, éstos tenían una patria y se gobernaban a sí mismos: y eso era algo por lo que estaban dispuestos a morir, con tal de conservarlo.

Con el alma dividida, Fitz observaba los acontecimientos de aquella parte del mundo que había aprendido a amar y comprender. Tenía conciencia de la importancia de mantener estrechas relaciones de amistad con los árabes. Evidentemente, el petróleo árabe era el principal factor para el mantenimiento de dichas relaciones, pero la ingenuidad de los árabes, combinada con su riqueza, constantemente creciente, convertían a este pueblo en una fuerza de primer orden dentro del mundo de la economía y la diplomacia.

En dos años, Fitz había visto cómo aquellos Estados árabes, esencialmente pro-americanos en su origen, empezaban a apartarse de la esfera de influencia de los Estados Unidos.

La única mujer perteneciente al Departamento de Información de la Embajada entró en la oficina de Fitz y dejó una carpeta en el escritorio.

—Aquí tienes algunos cables que han llegado para ti esta mañana —dijo.

Y luego, mirándolo con sus profundos ojos marrones, bañados en lágrimas, agregó:

—Todo esto es horriblemente injusto. Cruel. El Sha ha dicho que, si dependiera de él, cerraría el periódico y metería en la cárcel al reportero.

Fitz sonrió amargamente. Laylah Smith era una hermosa muchacha de veintiséis años, y aquel furor de genuina indignación hizo que su cara se encendiera, al igual que sus ojos. Laylah tenía el cabello negro y largo, que le caía en bucles sobre los hombros. Era hija de un diplomático norteamericano y una dama de la aristocracia iraní, y sus servicios eran particularmente valiosos para la Embajada, puesto que la chica hablaba el farsí, la lengua oficial de Irán.

Fitz se puso de pie, mirando, incómodo, a través de la puerta abierta, hacia el salón de recepción. Pasó un brazo por encima de los hombros de la chica:

—Las cosas se arreglarán Laylah, ya lo verás.

La chica pareció animarse:

—¿No estás deprimido por lo del periódico?

—Lo estuve, y supongo que lo sigo estando. Pero Dios o Alá (elige al que prefieras) utiliza caminos misteriosos para llevar a cabo sus divinos designios.

—Han llegado más invitaciones generosas para ti —dijo Laylah señalando la carpeta que había traído.

—Sí —admitió Fitz, suspirando—. Y todas por razones equivocadas.

Abrió la carpeta y echó una ojeada a los cablegramas. Todos procedían de gobernantes árabes con los que había trabado amistad y a los que había ayudado en otra época. Desde el suceso que motivó el escándalo, había recibido innumerables cablegramas de ánimo y felicitación. Echó una ojeada a los cables de esa fecha y, tras unos instantes, apartó uno de ellos.

—He aquí un cable interesante. Viene de Dubai.

—Sí, ya lo he leído —dijo Laylah—. Pero no tienes por qué dejar Teherán. Puedes retirarte y vivir aquí, donde tienes amigos que podrían convertirte en un hombre muy rico en poco tiempo.

—Todavía no sé qué voy a hacer —dijo Fitz, frunciendo el entrecejo. Echó una ojeada hacia el salón recibidor y luego besó brevemente a Laylah en los labios—. Te lo diré esta noche mientras comemos caviar y bebemos vodka helada.

Laylah sonrió, dio media vuelta y abandonó la oficina.

Fitz volvió a sentarse para leer los cables. El primero le produjo un nudo en las tripas. Provenía de Tel-Aviv y decía:

Nos hemos enterado que has caído, como se dice en lenguaje popular, en una trampa. ¿Qué ha ocurrido? ¿Hay algo que podamos hacer? (firmado) Shlomo.

Fitz pulsó un botón, y antes que entrara el mensajero procedente del cuarto de cables, ya había escrito una respuesta para su amigo, diputado del ministro de Información de Israel. Luego leyó los otros cables. Cuando llegó al cable procedente de Dubai, lo estudió atentamente. Sus viejos amigos de Dubai no se habían olvidado de él.

Nos agradaría enormemente que pasaras a formar parte de nuestra comunidad de hombres de negocios. Aquí hay muchas oportunidades. Nos sentiríamos verdaderamente honrados de tenerte como consejero y asesor. Esperamos tu visita. La Aduana y la oficina de Inmigración ya han sido advertidas para que te traten con toda cortesía. (Firmado) S. A. Rachid, gobernador.

Fitz pensó en Dubai y en el príncipe mercader que gobernaba, con probada eficacia, su pequeño califato, perteneciente a los Estados del Tratado. Aunque Dubai no recibía beneficios procedentes del petróleo en forma de royalties, como el opulento califato vecino de Abu Dhabi, el jeque Rashid bin Said al Maktoum había convertido a su pequeño Estado en el más lucrativo puerto franco del golfo de Arabia. Dubai había accedido a la opulencia pese a no tener petróleo, aunque las prospecciones se llevaban a cabo sin interrupción en el desierto que se extendía detrás de Dubai y en el lecho oceánico frente a las costas del pequeño emirato. Dicha zona, que en otra época se llamó Costa de los Piratas, era conocida ahora por la Costa del Contrabando. Esto no quiere decir que hubiera contrabando de mercancías hacia Dubai —no había obligaciones aduaneras y, por tanto, no existía el contrabando, a excepción del opio y el hachís—, pero el negocio amablemente llamado de «reexportación» producía enormes fortunas de la mañana a la noche. Desde Dubai se embarcaban artículos tan prohibidos o tan castigados por los derechos aduaneros como el oro, los cigarrillos y los licores, que iban hacia la India, Pakistán e Irán.

Una invitación para convertirse en consejero y asesor de Rashid era algo que no podía descartarse con ligereza. Y, por más que Fitz había recibido numerosas invitaciones para visitar e incluso para residir en varios Estados árabes, la verdad es que Dubai parecía prometer los mayores beneficios económicos, en caso de que ése fuera ahora el principal interés de Fitz en la vida.

Fitz no se sorprendió en absoluto cuando, a las cuatro en punto, fue llamado a comparecer en la oficina del general Fielding. Se sentó frente al escritorio de su superior y esperó que el general iniciara la conversación.

—¿Ha decidido por fin qué va a hacer? —preguntó el general con voz áspera, tratando de disimular el embarazo que lo embargaba.

—Me gustaría tratar de seguir adelante en mi carrera militar, pero estimo que a estas alturas es una causa perdida.

Fielding se mantuvo en silencio, esperando que Fitz agregara alguna otra cosa. Tras unos instantes de incómodo silencio, Fielding dijo:

—Un miembro del Congreso por Nueva York tiene intención de personarse aquí dentro de pocos días. Sería de veras estupendo poder cablegrafiar al Departamento de Estado y al Departamento de Defensa informándolos de que el caso ya ha sido aclarado, de forma que ese jodido representante que busca antisemitismo en las Embajadas norteamericanas, se encontrara con que no tiene nada que hacer.

Fitz se encogió de hombros.

—Está bien, supongo que es la única solución. ¿Tiene ya preparados los documentos? Pediré mi retiro y trataré de buscar por ahí una nueva forma de vida.

Fielding, con una amplia sonrisa, se puso de pie, dio la vuelta en torno al escritorio y puso una mano sobre un hombro de Fitz.

—Excelente decisión, Lodd. Y ya sabe que, en cualquier cosa que decida emprender, nosotros, la Embajada, lo ayudaremos en todo lo que nos sea posible.

Una amarga sonrisa surcó los labios de Fitz al tiempo que recordaba la advertencia de Oscar Bealle: «Mantente alejado del Vietnam, no te metas en ninguna controversia y llegarás a lo más alto».

—Lo tendré todo dispuesto —siguió diciendo Fielding—. Paga retroactiva, formularios para la paga de la pensión, permisos. Por la mañana nos haremos cargo de todo.

«Están ansiosos por quitarse de encima al paria», pensó Fitz.

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