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Segunda parte » Capítulo VIII

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CAPÍTULO VIII

A las ocho y media de la mañana siguiente, treinta minutos después de la hora de apertura de los Bancos en Teherán, Fitz aparcó el camión en la calle Iranshahr y anduvo los pocos metros de distancia que lo separaban de la Embajada de los Estados Unidos. Llevando consigo su maletín, atravesó las puertas y penetró a la cancillería de la Embajada. La recepcionista lo reconoció en el momento en que él le entregaba el sobre cerrado.

—¿Podría enviar esto a Miss Smith lo más rápido que le sea posible, esta misma mañana? —preguntó.

—Sí, coronel Lodd —replicó la chica iraní sentada detrás del mostrador.

—¿Podría poner la fecha y la hora de entrega en el sobre, por favor? —preguntó Fitz.

La recepcionista metió una punta del sobre en el aparato automático para marcar la hora. El aparato hizo un ruido y dejó impresa la fecha del día y la hora.

—Gracias —dijo Lodd, sonriendo.

De inmediato abandonó la Embajada y, veinte minutos más tarde ya se encontraba en la carretera rumbo a Tabriz.

La autopista que corría en dirección al Norte y al Oeste podía compararse a cualquier superautopista de los Estados Unidos. El camión para el transporte de armas se desplazaba a un promedio de noventa kilómetros por hora, y sólo ocasionalmente disminuía la velocidad al encontrarse con algún vehículo más lento. Fitz calculó que podría llegar a Tabriz sin problemas alrededor de las cinco de la tarde. Había tomado un abundante desayuno en el hotel y había preparado algunos bocadillos para el viaje. Con detenerse una sola vez para repostar combustible tendría suficiente.

Aunque Fitz había estado en Tabriz en otras ocasiones, nunca había viajado hasta allí conduciendo personalmente. En cualquier otra circunstancia el viaje habría sido placentero. El paisaje circundante era muy interesante y había varias vistas espectaculares al ir ascendiendo las montañas al norte y al oeste de Teherán.

Nizzim le había vendido un buen vehículo, y poco después de ocho horas de viaje sin descanso, Fitz aparcaba en Jiaban Pahlavi, la calle principal de Tabriz. Tabriz era uno de los muchos centros de producción de alfombras en el Oriente Medio, y Fitz, restregándose la espalda dolorida a causa del largo viaje, se puso a mirar las muestras de la industria artesanal de la localidad, desplegadas en las aceras para ser vendidas a los ocasionales compradores y comerciantes que pasaran por el lugar. Al parecer, la otra industria importante del lugar era la fabricación de objetos de plata. En todas las tiendas había adornos de plata puestos a la venta. Fitz trató de concentrarse en las alfombras, pero ya estaba extenuado a causa del largo viaje y todavía le quedaban dos mil kilómetros de viaje después de cargar el camión con las armas en la estación fronteriza, sin contar los otros doscientos kilómetros hacia el suroeste de Tabriz, bordeando el lago Urmia.

A las seis en punto, aparcaba frente a la decrépita Mezquita Azul, y pocos instantes después escuchó que lo llamaban por su nombre. Allí estaba Nizzim, que acababa de descender de un coche oficial. El coronel iraní se acercó a Fitz.

—Compra algunas alfombras —le sugirió—. Nunca encontrarás gangas como éstas. Cuando oscurezca nos pondremos en marcha hacia la estación de la frontera.

Fitz se puso de pie, hundiéndose los pulgares en la parte baja de la espalda, uno a cada lado de la espina dorsal, que le dolía horriblemente.

—Nizzim, una pregunta, ¿no sabes si hay por aquí algún soldado fuera de servicio que quiera ganar algún dinero extra como conductor?

—Puedo encontrarte ese hombre. Lo habría sugerido yo mismo, pero pensé que querías que todo esto permaneciera en el mayor de los secretos.

—Si puedes encontrar un hombre dispuesto a acompañarme desde aquí hasta Bandar Abbas, estoy dispuesto a pagarle muy bien y a enviarlo de vuelta a Teherán o a Tabriz por avión.

—Te traeré el hombre adecuado de nuestros cuarteles, pero primero tendré que echar una ojeada a tus documentos. No me gustaría tener que responsabilizarme en caso que uno de mis hombres se metiera en dificultades.

—Por supuesto, te entiendo —aceptó Fitz.

Metió la mano en el bolsillo y extrajo el envoltorio de cuero que contenía su pasaporte diplomático y el pase especial, firmado por el Sha en persona, mediante el cual se instruía al personal militar y a la Policía civil para que brindaran toda la ayuda requerida al portador del pase. Nizzim observó los documentos un instante y, extrayendo una libreta de apuntes, anotó el número del pase especial.

—Me disculparás si compruebo si este pase sigue vigente, ¿verdad? No es que desconfíe de ti, pero se trata de un formulismo que tanto los policías como los militares están obligados a cumplir.

—Por supuesto. Entiendo —replicó Fitz, afablemente.

—Es muy bueno poseer un documento de este tipo —comentó el coronel, devolviendo a Fitz los papeles—. Incluso tu foto ha salido muy bien. Si todo está en regla, y sé que lo estará, en media hora regresaré aquí con un conductor para ti.

Mientras Nizzim se dirigía al cuartel general de la localidad, Fitz se dedicó a observar las alfombras puestas a la venta. Le vendrían muy bien para cubrir las cajas con armas y municiones y también a modo de finos obsequios. Tanto Sepah como Majid Jabir coleccionaba finas alfombras persas y Fitz también necesitaría alfombras en su casa cuando llegara el día. Mientras observaba la mercancía, se permitió soñar en la fortuna que se le había prometido por ayudar en la buena marcha de los embarques de oro a la India.

Cuando había terminado de regatear el precio de cuatro hermosas alfombras de tapicería y de cargarlas en el camión, Nizzim regresó del cuartel militar del distrito acompañado por un soldado iraní que llevaba galones de sargento.

—Éste es el sargento Aram, que se hará cargo de la conducción del vehículo —anunció Nizzim—. No habla inglés, pero tú hablas el farsí lo bastante bien como para poder conversar con él sin problemas.

Fitz le dio la bienvenida al sargento en su idioma nativo y ambos convinieron un precio, que era el equivalente a cien dólares más el viaje en avión de regreso a Tabriz desde Bandar Abbas.

—Mejor que vayáis a la «Taberna Tabriz» y comáis algo —sugirió Nizzim—. Luego el sargento te conducirá a nuestra estación fronteriza que queda justo pasando la ciudad de Naquaden. Ya que el sargento sabe dónde queda, lo mejor es que yo vaya primero y disponga de las armas para que estén a punto de ser cargadas cuando lleguéis. Naquaden está a unos doscientos kilómetros de aquí —Nizzim rió ásperamente—. Ahora, por fin, verás cómo las armas que nos enviáis van a parar directamente a manos de los kurdos.

Después de comer y tomar una anhelada y bien merecida copa de vodka, Fitz se deslizó apaciblemente en el asiento delantero del vehículo junto al sargento Aram, que de inmediato puso el motor en marcha iniciando el largo trayecto por los caminos a través de las montañas hasta la frontera entre Irán e Irak. Los primeros ochenta kilómetros, por la gran autopista que corría paralela al lago Urmia fueron fáciles, pero luego hubo que meterse en las montañas. Fitz se preguntaba si habría sido capaz de hacer aquel viaje solo, por la noche, rodando por aquellos tortuosos senderos empinados. Sí, de algún modo lo habría conseguido, pero en ese caso habría llegado a Bandar Abbas convertido en una verdadera piltrafa humana. El sargento parecía auténticamente alelado ante la perspectiva de hacerse con los cien dólares convenidos, la paga de todo un mes, en unos pocos días al volante.

Fitz dormitó a intervalos, entre salto y salto, despertándose cada vez que el camión tropezaba con pedruscos o con baches que amenazaban con romperle los ejes. Por supuesto, no había luz de ningún tipo en los caminos, pero el sargento parecía conocer al dedillo los lugares por donde iba. Cuando Fitz observó la esfera luminosa de su reloj, y comprobó que hacía ya cuatro horas que viajaban por aquellos caminos, le preguntó al sargento si todavía faltaba mucho para llegar.

Aram se encogió de hombros.

—Unos treinta kilómetros —dijo, en farsí.

Ya era más de medianoche cuando, por fin, el camión se detuvo frente al puesto militar bien iluminado ubicado detrás de la ciudad de Naquaden. Una fila de camiones de todos los tamaños y formas esperaba para atravesar el portón entre las alambradas de púas que circundaban los edificios. Los conductores y otros hombres que al parecer eran guardaespaldas llevaban turbantes y chaquetas con los bolsillos llenos de balas. Fitz se dio cuenta que todo aquel movimiento era indicio de que había un convoy kurdo cargando armas para llevarlas al otro lado de la frontera.

El proceso que empezó con decisiones políticas tomadas en Washington a partir de informes de la CIA referentes a la orientación comunista del Gobierno iraquí sito en Bagdad, llegó a su punto de fricción en aquel lugar, exactamente en los puestos de la frontera montañosa de una región conocida como el Kurdistán. El territorio de las tribus kurdas se extendía por tres países, Turquía, Irak e Irán, y los kurdos se consideraban una entidad política autónoma, identidad que el Gobierno iraquí se apresuró a desconocer. Suministrando a los kurdos armamento moderno, Irán obligaba al Gobierno de Irak a una constante sangría de tropas y armas en la lucha permanente que debía mantener con los pueblos montañeses, ferozmente independentistas. Esta ayuda fue muy útil para impedir que el Gobierno iraquí, de tendencia comunista y con afanes de expansión, realizara acciones agresivas contra los países vecinos.

El sargento Aram condujo el camión hacia uno de los edificios, pasando por delante de un camión kurdo y dirigiéndose hacia una especie de muelle de carga. El coronel Nizzim ya se encontraba allí, esperándolos. Hizo señas a Fitz para que saltara al muelle de carga y luego señaló los paquetes allí apilados.

—¿Quieres inspeccionar los cañones «M-21»? —preguntó—. Están cubiertos de cosmolina.

—Les echaré un vistazo —replicó Fitz.

Con una barra de acero curva levantó la parte superior de una de las cajas y, sin hacer caso de la grasa protectora, inspeccionó cada parte del arma hasta comprobar que estaba completa. Volvió a clavar la tapa del cajón y luego inspeccionó la segunda arma, que también estaba completa. Habiendo hecho las comprobaciones del caso, Fitz indicó al sargento Aram que cargara las dos cajas en el camión. El sargento ya había retirado las alfombras de la parte de atrás del vehículo.

—¿Y qué hay de los sesenta tambores de munición y las ametralladoras? —preguntó Fitz.

Nizzim adoptó una expresión de leve desencanto.

—Lo siento Fitz, no podremos suministrarte ni una sola ametralladora de calibre cincuenta. No tenemos ninguna. Los tambores de balas están en esa caja. Cuatro tambores —agregó, a toda prisa.

—¡Dios mío! ¿Así que no tienes ametralladoras de calibre cincuenta? Según recuerdo, en Teherán me dijiste que tenías algunas.

—Eso pensé. ¿Te pueden ser útiles las nuevas ametralladoras de calibre treinta?

—Me imagino que tendrán que servirme como sea.

Fitz ya vislumbraba un encuentro con una lancha patrullera hindú armada con una ametralladora de calibre cincuenta montada en el puente de popa. Bien, los cañones tendrían que encargarse del trabajo a distancia. A fin de cuentas, tenían más alcance que las ametralladoras.

—Te puedo dar un par de subametralladoras «Armalite» y balas engrasadas de calibre cuarenta y cinco —ofreció Nizzim.

Fitz se encogió de hombros.

—De acuerdo. Tráelas. ¿Y qué hay de las plataformas sin retroceso para los «M-24»?

—Están allí con los tambores de balas, listas para ser cargadas —Nizzim señaló otras dos cajas—. Puedes comprobarlo tú mismo.

Fitz abrió las cajas, inspeccionó las plataformas y las municiones, gruñó satisfecho e hizo señas para que las cajas fueran transportadas al camión. También les echó un vistazo a las ametralladoras calibre treinta y ordenó que las llevaran de inmediato al camión y las cargaran.

—¿Munición? —preguntó.

—Cien cargas de veinte milímetros, balas sin humo de nitroguanidina, tal como me pediste.

Nizzim dio un puntapié a una caja de municiones.

—Aquí tienes mil cargas más de calibre treinta —dijo, señalando una caja más pequeña.

Ambas cajas fueron quitadas del muelle de carga y trasladadas a la parte trasera del camión, que ya estaba casi del todo llena.

Nizzim se apartó de Fitz y cogió una caja del tamaño de una bolsa de naranjas y se la entregó.

—Éstos son los silenciadores para los cañones «M-24» —dijo.

Fitz los depositó en el suelo y abrió la caja y examinó las largas barras que había que fijar al extremo del tubo de los cañones, para ahogar el ruido de las balas al ser disparadas.

—Muy bien, Nizzim —dijo, riéndose melancólicamente mientras volvía a meter las barras en la caja—. Apostaría a que con estos cañones, nuestros amigos kurdos se despachan una buena cantidad de tropas gubernamentales.

—Es el arma más popular de las que les entregamos —acordó Nizzim.

—También cogeré las «Armalites» que me ofreciste y las armas engrasadas —dijo Fitz, haciendo que el oficial iraní se acordara de lo que le había prometido.

—Te las enviaré yo mismo. ¿Me harías el favor de pasar a mi despacho?

Fitz siguió a Nizzim al interior de una pequeña oficina. No bien se cerró la puerta, Fitz se quitó el cinturón y extrajo la bolsa oculta donde guardaba el dinero.

—Cuatro mil dólares, ¿verdad? —preguntó Fitz, mientras contaba el dinero y lo depositaba sobre el escritorio.

—Eso mismo, amigo —replicó Nizzim, con los ojos destellantes al recoger los billetes americanos y empezar a contarlos. Se puso los billetes en el bolsillo después de contarlos cuidadosamente—. Todo está en regla. Espero que tu misión se desarrolle normalmente de ahora en adelante.

—Espero que sí, con la colaboración del sargento Aram —respondió Fitz—. Así que también me llevaré las armas ligeras y me pondré en marcha. Sólo tenemos tres días para hacer los dos mil kilómetros que faltan hasta Bandar Abbas.

De nuevo en el muelle de descarga, Nizzim entregó a Fitz las cuatro ametralladoras ligeras y el suministro de munición correspondiente, todo empaquetado y pronto para cargar. También le entregó una pistola de calibre cuarenta y cinco, automática, que disparaba el mismo tipo de balas que las ametralladoras engrasadas.

—Esto puede serte útil algún día —sugirió el coronel, depositando el arma en la mano de Fitz, agregando en seguida—: Buena suerte, Fitz.

El sargento y Fitz ya estaban cargando la última caja en el camión. Acto seguido, taparon la carga con las cuatro alfombras que Fitz había comprado en Tabriz.

—Gracias, Nizzim. Me va a hacer falta —dijo Fitz.

Subió a la cabina, instalándose junto al sargento Aram, que pisó el acelerador haciendo gruñir por un instante el motor antes de ponerse en marcha abandonando el puesto militar. No bien salió el camión de Fitz, uno de los camiones de los kurdos se dirigió presuroso hacia el muelle de carga.

Durante casi cincuenta kilómetros, en su larga y agotadora marcha hacia Bandar Abbas, dos mil kilómetros al Sur, Fitz y el sargento desanduvieron el sendero que los había conducido al puesto fronterizo, a través de la espesura. Una y otra vez Fitz se preguntaba cómo habría podido orientarse por aquellos áridos parajes, de haber viajado solo. En Mahabad, pasaron frente a la comandancia del Tercer Cuerpo del Ejército de Irán y pusieron rumbo al Sureste, viajando por una carretera muy mal asfaltada, en dirección a Buksan, donde cogieron la autopista principal que llevaba hacia el Sur. Los tortuosos 280 km que separaban el puesto militar fronterizo del lugar en que ahora se encontraban, les habían consumido casi seis horas y el sol ya estaba bastante encima del horizonte cuando cogieron la autopista del Sur. Después de otros 30 km, llegaron a Saquiz, un pueblo de cierta importancia, donde se detuvieron para tomar el desayuno consistente en tortillas. De vuelta en la carretera, Fitz cogió el volante mientras el sargento Aram, agotado después de ocho horas de conducir por los caminos más peligrosos, caía duro en el asiento vecino.

Ahora que se encontraba en una carretera principal, viajando hacia el Sur en dirección a Bandar Abbas, donde se encontraría con Laylah, Fitz se sentía mejor que nunca. Conducir por esa carretera no implicaba problema alguno, y el camión consumía kilómetros, marchando siempre a buen promedio. Trescientos kilómetros después de haber cogido el volante, Fitz llegó al pueblo de Bisitun, que constaba tan sólo de unas pocas casas de ladrillos de adobe, de un solo piso. Pasado el pueblo, Fitz giró para adentrarse por una carretera muy mala que conducía directamente a Jurramabad, que quedaba al Sur, a 150 Km de distancia. Podía haberse quedado en la autopista y, recorriendo doble distancia, llegar de todos modos a Jurramabad, pero prefirió, coger el atajo, aunque no estuviera pavimentado. El sargento Aram, a su lado, dormía profundamente, y Fitz no quería despertarlo. Pronto, sin embargo, se dio cuenta de que más le hubiera valido despertar al sargento. El atajo era una carretera áspera, montañosa y estrecha. Fitz aguantaba el aliento al pasar por encima de los puentes de madera de frágil aspecto que se extendían por sobre los ríos que cortaban la carretera. A causa de las sacudidas, Aram terminó por despertarse y se mantuvo despierto hasta que, por fin, llegaron a Jurramabad a primeras horas de la tarde. Una vez más se dirigieron a una taberna, donde comieron el típico almuerzo de chelo kebabs, con arroz y trozos de cordero a la brasa. Fitz llenó el tanque de gasolina e hizo que le revisaran el motor antes de ponerse en marcha de nuevo.

Fitz había planeado pasar la noche a 300 Km al Sur, sobre el equivalente iraní de una super autopista, en la ciudad de Ahwaz, en el «Hotel Real», y después, el miércoles por la mañana, proseguir viaje, ya sin detenerse, hacia Bandar Abbas, que quedaba a unos mil quinientos kilómetros de Ahwaz. El sargento Aram se hizo cargo del volante hasta llegar a Ahwaz. Cuando entraron a la ciudad, ya era casi el anochecer.

El único aparcamiento era un descampado polvoriento ubicado junto al hotel, que quedaba en la avenida Pahlavi. Fitz decidió alquilar una sola habitación en el hotel y dejar que el sargento Aram durmiera hasta la una de la madrugada, mientras él, permanecía sentado en el camión vigilando el cargamento. A la una, el sargento relevaría a Fitz y, a las seis de la mañana, de nuevo se pondrían en marcha. Los dos cenaron juntos en el salón comedor del «Hotel Real» y, al anochecer, Fitz ocupó el asiento delantero del vehículo, con la pistola del cuarenta y cinco a un lado.

De vez en cuando, Fitz bajaba del camión y daba una vuelta por la parte trasera del mismo, abriendo el toldo de lona para inspeccionar el interior y asegurarse de que todo estaba en regla y luego regresaba al asiento de la cabina. Para no quedarse dormido, se puso a pensar detalladamente cómo se las apañaría para montar los cañones de veinte milímetros en la panza del velocísimo balandro de Sepah. Tendría que ordenar la construcción de un soporte de acero a través del cual asomarían los cañones, encajonándolos e impidiéndoles que se elevaran o cayeran, quebrantando de esa forma los costados de la embarcación.

A las once de la noche, un vigilante se acercó por el aparcamiento, percatándose de que Fitz estaba sentado en el asiento delantero del camión, aunque no le dijo nada. Dos minutos más tarde, sin embargo, dos oficiales de la Policía local se acercaron al camión, enfocando una linterna de gran potencia hacia el interior de la cabina.

—¿Por qué está usted aquí fuera, sentado en ese lugar? —inquirió uno de los oficiales.

Esforzándose por pronunciar el farsí de la mejor manera posible, Fitz replicó:

—Traigo conmigo unas alfombras muy valiosas que adquirí en Tabriz. Las estoy cuidando. Soy norteamericano y estoy como adjunto de la Embajada de los Estados Unidos en Teherán. En estos momentos, lo que me interesa es disfrutar lo más posible en este hermoso país.

El segundo oficial exigió que Fitz le mostrara sus documentos. Fitz se los entregó en el acto. Al ver el pase, firmado por el Sha en persona, los dos oficiales se volvieron amistosos, casi paternales.

—Nosotros podemos vigilar su camión —ofreció uno de los oficiales—. Siempre habrá uno de nosotros cerca, sin quitarle el ojo de encima, durante el resto de la noche.

—Gracias, pero me siento muy bien aquí fuera. Tengo un compañero que es el que se encarga de conducir. Un sargento del Ejército de vuestro país. Vendrá a relevarme a la una de la madrugada. Así que si volvéis más tarde y veis al sargento Aram aquí en mi lugar no os alarméis, porque trabaja para mí.

Ambos oficiales se llevaron una mano hasta la visera de la gorra y dejaron solo a Fitz. Fitz tenía la certeza de que los oficiales se hubieran encargado de vigilar el camión y su contenido durante toda la noche, pero en ese caso él no habría podido conciliar el sueño, preocupado por los cañones y las ametralladoras. Le parecía mejor quedarse donde estaba.

A la una en punto, Fitz abandonó el camión y se dirigió al vestíbulo del hotel. Después de despertarlo, pidió a un botones medio dormido que fuera a la habitación número seis y golpeara la puerta hasta que el sargento Aram le respondiera. Acto seguido regresó al camión a toda prisa y, parado junto a la caja del mismo, esperó. Quince minutos después, restregándose los ojos todavía, el sargento Aram apareció. Fitz le explicó la visita de los dos oficiales de Policía y le recordó que enviara a alguien a que llamara a su puerta antes de las seis de la mañana. Luego Fitz subió a la habitación y se echó en la cama por primera vez en las últimas cuarenta y ocho horas y, casi de inmediato, se quedó dormido.

A la mañana siguiente, después del desayuno, volvieron a la carretera, marchando la mayor parte del tiempo a través de terrenos llanos, con granjas y plantaciones hasta que, ya avanzada la mañana, el camino se adentró por un paisaje agreste empinado y rocoso. Justo antes de mediodía llegaron a un punto a 15 Km de Kazerum, donde la carretera principal torcía tierra adentro hacia la histórica ciudad de Shiraz.

En ese punto, tomaron a la derecha y avanzaron directamente hacia el golfo Pérsico y el puerto marítimo de Bushire. A media tarde ya habían dejado atrás Bushire y continuaban rumbo al Sur, llegando finalmente al pueblo pesquero de Bashi, sobre el mismo golfo.

Las aguas profundamente azules del golfo Pérsico eran un verdadero descanso para los ojos, un espectáculo esperado y bienvenido. Aún tenían por delante un viaje de 900 Km a lo largo de caminos ásperos, agrestes y sin pavimentar, hasta Bandar Abbas. Ya era más de media tarde, pero todavía les quedaban por lo menos cuatro horas de luz antes que el sol se escondiera.

De ahora en adelante, tendrían que hacer frente a unos caminos muy ásperos y, probablemente, a numerosas detenciones.

Ya estaban dentro de la llamada costa de los contrabandistas y el Ejército iraní se encargaba de patrullarla con todo el celo posible. Por lo tanto, había numerosos puestos de vigilancia sobre la carretera. Era a causa de esta última parte del recorrido por lo que Fitz se había mostrado tan ansioso de conservar el pase firmado por el Sha.

Empezaron la última y larga parte del viaje con el sargento Aram al volante. No bien dejaron atrás el pueblo de Bashi cuando se encontraron con el primer control en la carretera. Dos soldados armados con rifles los obligaron a detenerse.

A la vista del uniforme de Aram, los soldados se tranquilizaron y en seguida Fitz les entregó el pase. Tras estudiarlo por unos instantes, los soldados se lo devolvieron y lo saludaron militarmente.

—Temo que éstos van a ser los ochocientos kilómetros más largos de todo el viaje —dijo Fitz.

Aram asintió en silencio, moviendo la cabeza. Antes del oscurecer, tuvieron que pasar por otros dos puestos de vigilancia situados en la carretera. De todos modos, incluso por la noche, el golfo Pérsico, siempre a la derecha de ellos, estaba iluminado, ya que reflejaba la luz de la luna de forma que se podía divisar la costa junto a la cual avanzaban. Como la carretera era estrecha, áspera y llena de curvas, no podían correr a más de cuarenta o cincuenta kilómetros por hora, pero siguieron avanzando hacia el Sur.

Frecuentemente distinguían balandros a vela saliendo del golfo, con el velamen iluminado por la pálida luz lunar que se extendía en el cielo. Sin duda aquélla no era una noche ideal para hacer contrabando. Pero, de todos modos, cada treinta kilómetros, a veces menos incluso, había un puesto de vigilancia ante el cual el camión debía detenerse para seguir después de identificarse.

El sargento Aram resoplaba, disgustado, cada vez que se les obligaba a detenerse.

—Los contrabandistas empaquetan los cigarrillos, los suben a los camellos y los llevan directamente por tierra donde no hay carreteras para los vehículos del Ejército —gruñía, desdeñoso—. Seguro que estos soldados de las tropas verdes no reconocerían a un contrabandista si se tropezaran con él.

Sin prisa, pero sin pausa, el camión seguía avanzando hacia el Sur. Aram conducía con gran habilidad y destreza. Fitz decidió duplicar el dinero que había prometido al sargento, y agradecía a sus hados, por enésima vez, el no haber tratado de hacer solo aquel viaje, tal como había planeado al principio.

Cuando el Sol empezaba a asomar, a su izquierda, brillando sobre las aguas del golfo, el camión hacía su entrada a Bandar Muquam. Gracias a un mapa, aunque antiguo, que llevaban consigo, Fitz calculó que les faltaban aún unos trescientos ochenta kilómetros, para llegar a Bandar Abbas. Relevó al sargento Aram al volante, para hacer el último tramo del viaje. Entre las pésimas condiciones de la carretera, los muchos puestos de vigilancia en los que había que enseñar la documentación para seguir adelante y las dificultades de encontrar un lugar donde poder comer algo, ya era más de mediodía cuando divisaron la isla de Quishm surgiendo de las aguas del Golfo, a la derecha; por tanto, sólo faltaban ciento cincuenta kilómetros para llegar a Bandar Abbas. La carretera empezaba a mejorar paulatinamente, a medida que se acercaban a la gran ciudad portuaria del extremo sur de Irán. Bandar Abbas era el puesto iraní más importante del golfo Pérsico.

Ya eran casi las cinco de la tarde cuando Fitz y Aram completaron su agotador viaje de dos mil kilómetros, desde el norte de Irán, hasta el gran puerto del estrecho de Ormuz. Fitz había entregado el volante a Aram poco antes de divisar la isla de Quishm, al objeto de estar menos agotado en el momento de llegar a la ciudad portuaria. Probablemente, Laylah llegaría más o menos a la misma hora que ellos. Gracias a la ayuda de Aram, Fitz había recorrido el trayecto en menos tiempo del fijado con antelación.

—Marcha directamente al «Hotel Naz», en la avenida del Sha Reza —ordenó Fitz—. Espero allí algunos mensajes.

Aram aparcó el camión frente a las puertas del hotel, y un portero se acercó al polvoriento vehículo.

—Quédate en el camión mientras compruebo si hay algo para mí —dijo Fitz, antes de saltar al pavimento.

El portero mantuvo abierta la puerta para que Fitz pasara. Una vez dentro del hotel, Fitz se dirigió a la recepción.

Allí lo esperaban dos mensajes. Uno decía: Miss Smith, de la Embajada de los Estados Unidos, anuncia que llegará a las siete de la tarde. El segundo mensaje indicaba que un representante de la compañía naviera «Sepah» esperaba a Fitz en el vestíbulo del hotel. No bien terminó de leer el segundo mensaje, Fitz descubrió a un joven de tez oscura, con gafas oscuras, traje blanco, corbata amarilla y zapatos blancos, que se levantó de una silla situada en un rincón y se le acercó.

—¿Coronel Lodd? —preguntaba el hombre.

Fitz hizo un signo afirmativo con la cabeza, y el hombre le entregó una carta. Fitz la abrió y leyó los códigos de identificación que había acordado previamente con Sepah. No cabía duda de que se trataba del comunicado auténtico. Fitz se volvió hacia el hombre que le había entregado la carta.

—¿Hace mucho que me espera?

—No. Porque usted ha llegado antes de lo esperado.

—Es que me han ayudado.

Fitz condujo al hombre al exterior del hotel, donde esperaba el sargento Aram, en el asiento del conductor del camión. Fitz indicó a Aram que bajara del vehículo y luego retiró del interior del mismo la pequeña maleta con sus ropas. El sargento llevaba sólo una bolsa de lona. Un iraní, vestido con traje verde, se colocó junto al hombre de las gafas oscuras y traje blanco. A una seña del hombre, el iraní ocupó el puesto del sargento Aram al volante del camión.

—Otra cosa. El camión es propiedad de Sepah —dijo Fitz, al tiempo que cerraba la puerta.

El conductor puso el motor en marcha y se alejó.

—Muy bien —dijo Fitz—. Misión Irán cumplida.

Se volvió hacia el sargento Aram.

—¿Qué le parece un trago?

Aram sonrió, asintiendo con la cabeza y siguiendo a Fitz hacia el interior del bar. Se sentaron a una mesa en un rincón oscuro. Pidieron de beber, y Fitz sacó rials por valor de doscientos dólares y se los entregó al sargento.

—Un extra por un trabajo bien hecho, sargento —le dijo.

La sonrisa que iluminaba el rostro de Aram se ensanchó, al ver que recibía el doble de lo pactado.

¡Al Humdulillah! —exclamó, en señal de gratitud—. Con esto, mi mujer y yo podremos hacer ciertos arreglos en nuestra casita, con los que hasta ahora sólo soñábamos.

Fitz se sintió conmovido al ver el agradecimiento que revelaba la voz del sargento.

—Yo me encargaré de comprar un billete de avión para Tabriz. Si quieres, puedes quedarte aquí unos cuantos días, en el hotel, como mi invitado.

—Pasaré aquí sólo una noche, para dormir un poco, coronel. Luego me marcharé a casa. Mi mujer me estará echando de menos, y ardo en deseos de decirle la buena suerte que hemos tenido.

Fitz comprobó su reserva de habitación y se registró, asegurándose, de paso, que la gerencia conservaba la reserva que Laylah había hecho; además, consiguió que le reservaran la última habitación que quedaba libre en el hotel para el sargento Aram. Como el viernes era festivo en Irán, al igual que en todos los países islamitas, la noche del jueves siempre era difícil obtener habitación en los hoteles muy concurridos. Habiendo solucionado el problema de la habitación para el sargento Aram, Fitz se dio un largo baño reconfortante y, por primera vez desde que partiera hacia Tabriz, desde Teherán, se pudo cambiar de ropa.

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