Dubai

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Segunda parte » Capítulo XI

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CAPÍTULO XI

Los esfuerzos de aquella noche durante cuatro o cinco horas calurosas y húmedas, junto con las dos copas y el refrescante aire acondicionado de su casa, hicieron caer a Fitz en un profundo sueño del que despertó a desgana cuando su criado pakistaní, Peter, golpeó con los nudillos la puerta.

Sahib Sake está aquí —anunció.

Ésta era la manera más parecida con que conseguía pronunciar el nombre de Stakes.

—Dile que lo veré en seguida. Ofrécele café.

—Ya le he dado café una vez.

—Dale dos veces mientras consigo despejarme y vestirme —ordenó Fitz.

No se dio prisa en ducharse y vestirse. Al cabo de veinte minutos de haberse despertado, Fitz, con zapatillas, unos cómodos pantalones y una camisa de manga corta, se dirigió al salón donde el inglés de pelo blanco, alto y de tez rubicunda, lo estaba esperando. Fitz no podía evitar sentir una gran curiosidad por Stakes, un hombre que hablaba muy poco de su pasado. Poseía un acento culto y tartamudeaba ligeramente, lo cual, combinado con unas facciones un tanto engañosas y una nariz aguileña, le proporcionaba todos los aires de la aristocracia británica. Sin embargo, se trataba obviamente de un oportunista que vivía gracias a su ingenio.

—Buenos días, John —saludó Fitz.

—Siento haberte sacado de la cama, muchacho —Stakes se dirigió hacia él y le tendió la mano.

—Me acosté muy tarde ayer —confesó Fitz.

—Yo diría que casi todas las noches de la semana. No te ha costado mucho apañártelas por aquí.

—Nada en realidad muy excitante.

Se preguntó hasta qué punto él y los otros sabrían lo que estaba haciendo y decidió que una explicación a medias sería lo conveniente.

—Uno no puede trabajar con este sol en el golfo en esta época del año. Siempre ha sido una de mis aficiones construir barcos y el constructor local, Abdullah, me está dando un curso de instrucción para construir barcas de gran velocidad.

—Cierto. Llegaste directamente al corazón de las cosas, ¿eh? —dijo Stakes, con una sonrisa maliciosa.

—Dime en qué estás pensando, John.

Fitz dio unos sorbos a la taza de té que Peter le había traído y comió alguna tostada con mantequilla.

—En primer lugar, Harcourt Thornwell llegará en unos días. Después que se haya familiarizado con el ambiente del Golfo, estaremos preparados para dar nuestro primer paso a fin de obtener fianzas por una cantidad de mil millones de dólares, más o menos, entre los líderes árabes, y así realizar el plan de Courty.

Fitz hizo un gesto, pero no respondió.

—Estaba preguntándome una cosa, muchacho. Tu compatriota nunca había estado por aquí antes y le costará un poco aclimatarse. Me preguntaba que quizá podrías echarle una mano.

—Me encantaría ofrecerte mi casa en cualquier otra ocasión, John. Pero tengo un visitante. Una joven de la Embajada americana en el Irán va a venir para pasar una semana aquí. Necesitará la habitación de los invitados. Lo siento —dijo Fitz.

—Oh, lo entiendo perfectamente, Fitz. Sólo pensaba que si, por casualidad, tenías una habitación libre…

—En ese caso estaría encantado. De cualquier forma encontrará la casa del gobernador mucho más interesante. Si atiende a las conversaciones de ahí aprenderá muchísimo más sobre el golfo que aquí.

—Sí. Lástima que Shaikh Rashid no quiera poner aire acondicionado.

—Siempre está el «Hotel Carlton», en Deira.

—Si consigues una habitación. Desearía que algún norteamericano construyera un pequeño hotel colgante con bar. Que importara algunas chicas que cantaran y estuvieran por ahí. No hay absolutamente nada que hacer aquí. Courty es un hombre joven y está acostumbrado a lo que él llama acción nocturna. No sé cómo lo entretendremos.

Fitz fijó la mirada en John Stakes unos segundos mientras una idea le atravesaba la mente.

—Tienes razón, John. Un bar realmente bueno, con diversiones. Se necesita terriblemente un lugar aquí donde encontrarse y charlar en condiciones agradables. —Dejó que la idea se filtrara unos momentos—. ¿Cuál es tu programa para cuando Thornwell llegue?

—Estoy esperando que respondan a mis cartas.

—¿Y quieres que me meta en esta francachela contigo? —preguntó Fitz.

—Naturalmente. Tenemos que convencer a los líderes que tienen el dinero que buscamos que estamos trabajando sinceramente por la causa árabe.

—¿Lo estamos?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Stakes sorprendido—. Todo el mundo sabe que fuiste expulsado del Ejército estadounidense por hablar en favor de los árabes.

—Yo sé lo que soy. Lo que no sé es qué sois tú y Thornwell. ¿Está realmente interesado en pasar el resto de su prometedora vida trabajando en que los norteamericanos y el mundo árabe se entiendan mejor?

—Eso sería un producto secundario del imperio de comunicaciones que quiere establecer. Acabo de recibir una carta suya en la que me indica que sería posible comprar la revista Life de «Time Inc.».

—Veré de hablar con él. Si me gusta lo que veo y lo que oigo, naturalmente que iré con vosotros, si es lo que tú deseas.

—Courty acaba de hacer una presentación muy elaborada en las Naciones Unidas, con la ayuda de algunos delegados árabes. Los árabes se impresionaron cuando oyeron que formabas parte del plan.

—Me reservaré el juicio final hasta que Thornwell llegue. Tendremos que hacer algunos planes muy detallados, porque tengo un compromiso de unas dos semanas dentro de un mes.

—Estoy seguro de que puedes trabajar en esto, Fitz. Courty llegará en tres o cuatro días.

Llamaron a la puerta y Peter fue a abrir. Introdujo a Fender Browne en el salón. Fender y John Stakes se saludaron y entonces el inglés se apartó discretamente con Fitz para hablar de sus asuntos y, al terminar, le dijo:

—Siento haber venido sin avisar, Fitz —empezó Fender.

—No te preocupes. Cuando estés en Arabia haz como con los árabes. Si necesitas ver a alguien, vete a verlo.

Peter apareció con unas bebidas frescas y con una cafetera de cobre en forma de pico de pelícano, al estilo árabe. Fitz y Fender Browne discutieron sobre la nueva área de depósitos que se encontraba entre la ensenada del lado de Deira y por encima del puente desde el embarcadero de Abdullah.

Cuando se hubieron tomado el café y Peter se hubo marchado de la habitación, Fender Browne comenzó a hablar en serio.

—Ha sido el gobernador quien me ha sugerido que viniera a hablarte, Fitz —empezó a decir—. Rashid pensó que si trabajábamos juntos podríamos desbaratar un negocio muy lucrativo de petróleo. Parece que tiene mucha confianza en ti.

—Aprecio su ayuda —reconoció Fitz—. Es obvio que no estaría aquí sin él.

De todos modos, Fitz no podía olvidar que el gobernador no lo había citado nunca a palacio desde que volvió del Irán, y que todas las comunicaciones se habían realizado a través de terceros.

Sin embargo, Fitz conocía suficientemente bien los conductos de las jerarquías del mundo árabe, para saber qué era lo que sucedía. Tenía que demostrar su reputación firmemente pro-árabe, y que era un hombre en el que se podía confiar y con el que se podía contar para asuntos delicados.

Y había otra cosa que Fitz advirtió. Se estaba aventurando en una de las zonas internacionales más peligrosas en materia de armamentos, como el pistolero de un sindicato de contrabando de oro. Si él, un norteamericano, fuera capturado por la guardia costera de la India o en alta mar, se provocaría un incidente internacional y sería repudiado por el gobernador y todos sus consejeros. Majid Jabir se lo había hecho ver claro. Y si le capturaban, Fitz se encontraría a solas con su suerte. Ahora, los reexportadores de oro de Dubai lanzaban al mar sus cargamentos de oro cuando se sentían amenazados por la guardia costera de la India. Pero con la llegada de Fitz al sindicato, se estaba probando una nueva táctica. Sólo cuando se hubiera empleado con éxito y se excusara a Fitz de otras participaciones personales en el campo del contrabando, el gobernador podría aceptar recibirlo oficialmente de nuevo.

—Lo que ha sucedido es que algunos de los barrenadores que ayudaron a formar el DODO descubrieron lejos de la costa unas reservas de petróleo en lo que llaman el Fatah Field (el campo de Fatah). Esto le valdría a Dubai una increíble cantidad de dinero. Naturalmente, los empleados del petróleo son muy fieles a Rashid y, al parecer, le han dicho que una de sus patrullas de prospección ha encontrado un campo, potencialmente enorme, de petróleo, en las aguas territoriales de Kajmira, a unas nueve o diez millas de la isla Abu Musa, que pertenece a Sharjah. Y como quiera que Sharjah sólo puede reclamar las aguas territoriales en un límite de tres millas alrededor de Abu Musa, tenemos que existe un magnífico yacimiento de petróleo lejos de la costa, que ninguna compañía petrolífera lo ha arrendado todavía. Por otra parte, el gobernador de Kajmira —con sólo quince millas de línea costera—, ignora la existencia de tal yacimiento.

—¿Por qué no lo reclama la compañía de Dubai? —preguntó Fitz.

—Está limitada con Dubai, que es todo lo que puede manejar.

—¿Adónde tenemos que ir?

—Pues a ver al gobernador de Kajmira. Sabe todo sobre ti y le gustaría conocerte. Dile que posees grandes contratos petrolíferos, consigue los derechos exclusivos para dos o tres años de prospección y un contrato con alguna de las mayores compañías de petróleo.

—¿Y cómo vas a echar mano de los derechos de Sharjah sobre tales aguas? —preguntó Fitz.

—La exploración sísmica revela que no hay estructuras para la extracción de petróleo bajo las aguas de Sharjah, pese a que Abu Musa pertenece a Sharjah. Recuerda que este campo está a nueve millas de la isla, bien lejos de las aguas territoriales de ésta.

—Todo esto me suena muy interesante —admitió, finalmente, Fitz—. Lo que no veo es por qué el gobernador de Kajmira me ha de dar la preferencia sobre cualquier otro.

—Ve a verlo y compruébalo —lo urgió Fender Browne—. Rashid te ayudará. Naturalmente, se lleva el veinte por ciento de todos los negocios que hacemos.

—¿Necesito una carta del gobernador de aquí para ver al tipo ése de Kajmira…, cómo se llama?

—Shaikh Hamed bin Sultan Al Sulim. Es un hombre mayor, que gobierna desde 1929. Ve ahí y dile que te envía Majid Jabir. Cuantas menos cartas y menos chismes escritos, mejor.

Fitz asintió con un gesto. No podían arriesgarse a escribir nada que revelara cualquier relación entre él y la oficialidad de Dubai. No podían, hasta que el asunto del oro no se hubiera completado con éxito.

—He oído decir que las playas son muy buenas por aquí —dijo Fitz—. Iré a ver a Shaikh Hamed y veré qué pasa.

—Ése es el camino —la voz de Fender Browne sonaba complacida—. Saca el máximo provecho mientras se te considera un héroe. Y tenme al corriente.

—Por supuesto que lo haré. Y ahora tengo que ir a la ensenada y mandar un telegrama a Teherán.

—¿Volverás allí? —preguntó Fender, quizá preocupado de que algo pudiera impedir a Fitz establecer contacto con Shaikh Hamed.

—No, pero alguien vendrá muy pronto.

La picara sonrisa de Fitz hizo preguntar a Fender:

—¿Una mujer? No voy a criticártelo desde luego.

—Ya la conocerás, Fender.

—Me gustará. Mi mujer vendrá de Londres un día de éstos. Ya tengo lista la casa.

—Podemos organizar una fiesta en la playa —sugirió Fitz cuando Fender Browne se hubo marchado.

Fitz se puso unos zapatos, se metió dinero en la cartera y dijo a Peter que volvería dentro de una hora.

Cuando Fitz volvió al «santuario» de aire acondicionado que era su casa de la playa, vio un «Land Rover», con los colores blanco y rojo oficiales y con la marca de las «Trucial Oman Scouts», estacionado enfrente de su casa. Había otro automóvil de aspecto oficial y manufactura británica enfrente del «Land Rover». Fitz condujo por el sendero de la entrada, y, al llegar a la puerta saltó del vehículo y se detuvo frente a la entrada. Le abrió Peter.

—Está el coronel Buttres, TOS. También el mua’atamad. (El agente político británico era llamado siempre el mua’atamad).

—Gracias, Peter —dijo Fitz entrando. Atravesó a grandes zancadas el vestíbulo y pasó al salón principal, que estaba orientado hacia la playa y el Golfo—. Caballeros —saludó a sus invitados—, ¿a qué se debe este honor?

—Buenos días, Fitz —le saludó el coronel.

—Igualmente, Kenneth —Fitz estrechó la mano del coronel—. Y Brian. —Estrechó la mano de Brian Falmey, el agente británico—. Tomen asiento.

Los tres se sentaron mirándose de frente junto al grandioso cuadro que ofrecía la ventana sobre la arena blanca y las aguas azules del Golfo.

—He estado pensando en venir por aquí, Fitz, desde la última vez que hablamos en el lugar de Majid Jabir, hace un par de semanas —dijo el agente.

—Me alegro de que no haya dejado pasar más tiempo —comentó Fitz alegremente—. ¿Puede servirle de algo un neófito de este lado del golfo a sus viejas manos?

—Posiblemente, Lodd —contestó Falmey—. Pensamos que ya había llegado el momento de hacerle una evaluación de nuestros problemas, con la esperanza de que pudiera entenderlos, y si no podía ayudarnos con soluciones, sí al menos no hacer nuestra empresa más difícil.

—¿Hacer su empresa más difícil? —preguntó Fitz arqueando una ceja—. El interés principal del Gobierno de Su Majestad en estos emiratos neutrales es mantener la paz entre los diferentes gobernadores. No es un trabajo fácil, he de añadir.

Fitz pensó que Brian, Falmey era el típico funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores británico. Pomposo, apenas disimulaba su arrogancia bajo unos gestos ligeramente condescendientes.

—Pero hemos estado aquí durante más de cien años y no estamos dispuestos a eludir nuestros deberes.

Antes de que Fitz pudiera decir algo, se unió a la conversación el coronel Buttres, tomando las riendas, y hablando en tono militar, de un oficial a otro.

—Mira, Fitz, las «Trucial Oman Scouts» son particularmente sensibles a ciertos armamentos que han llegado a la zona y que todavía no hemos podido aclarar cómo. Y se nos está acercando un tiempo especialmente malo respecto a las relaciones británicas aquí. No sorprenderá a ninguno de nosotros, incluyendo a los gobernadores, el día que Londres anuncie que Inglaterra no está preparada para vigilar durante más tiempo el Oriente Medio, en particular esta península árabe. Los comunistas chinos ya están organizando insurrecciones, como le comenté la primera vez que nos encontramos, en la cena del gobernador, cuando sólo llevaba en Dubai unos días.

—Lo recuerdo bien —murmuró Fitz.

—Los comunistas están formando abiertamente lo que ellos llaman Frentes de Liberación en Omán y en Yemen, y están viniendo clandestinamente hasta aquí, a los Estados neutrales. Están justamente esperando atacar Omán, sobre todo cuando se anuncie que Gran Bretaña no protegerá durante más tiempo los Estados existentes. Si consiguen ganar en Omán, los comunistas dominarán los estrechos de Ormuz y toda la navegación que entre y salga del Golfo.

—He asistido a gran cantidad de discusiones sobre esta situación desde que estoy aquí —dijo Fitz suavemente—. Pero ¿qué tiene que ver todo esto conmigo?

El agente Brian Falmey contestó a Fitz:

—Simplemente que todo indica que tú y ciertos hombres de negocios de Dubai andáis involucrados en traer armamento militar a la ensenada y descargarlo. Sabemos que los comunistas están pagando sumas impresionantes para conseguir armas y usarlas en la provincia del sur de Omán y Dhofar. Odiamos ver a nuestros enemigos abastecidos de repente con un sofisticado armamento de insurrección, del mismo tipo que el Vietcong está usando hoy día en el Vietnam.

—Quizá debiera estudiar nuestros problemas en Vietnam. Aprendería algunas cosas que le serían de utilidad aquí —replicó mordazmente Fitz.

—No va a suponer ninguna diferencia el hecho de que lleguen unas pocas armas a través de algún nuevo frente de operaciones de los comunistas al sur de Omán. Lo que va a importar es que ustedes van a poder quitarse de encima a ese monstruo medieval que es el sultán Sa’id bin Timur. Éste practica la regla de vida o muerte en todos sus asuntos. Es uno de los últimos gobernadores que soluciona sus problemas con ejecuciones públicas por las más pequeñas infracciones a sus leyes religiosas. Él es la respuesta a las plegarias de los comunistas. Si nosotros no hubiéramos esperado tanto a liquidar a Ngo Dinh Diem, quizá no tendríamos esta desastrosa guerra que se está llevando ahora en Vietnam. Fitz siempre había creído que un ataque fuerte era la mejor defensa y, ciertamente, el viejo agente británico se quedó sin palabras por unos momentos.

—Bueno, Lodd, no hemos venido a hablar de política —protestó finalmente—. Estamos aquí para sugerirle que traer armas a Dubai sin discutirlo previamente conmigo y con el coronel Buttres sólo puede ser visto bajo los términos menos favorables.

—¿Está sugiriendo que he traído armas a Dubai? —Fitz mantuvo el tono de su voz bajo, pero se advirtió claramente una justa indignación.

—No es que usted directamente importara armas a Dubai, claro que no —contestó Falmey—. Pero tenemos grandes sospechas de que usted, de alguna manera, está conectado con ciertas armas que llegaron a la ensenada hace unas semanas.

—¿Cree que yo, un ciudadano norteamericano, un oficial retirado del Ejército de los Estados Unidos, ayudaría a los comunistas de alguna forma?

—¡Oh no!, por supuesto que no, muchacho. Ciertamente no… de una manera intencionada —intervino rápidamente el coronel Buttres.

—Pero cualquier arma que llegue aquí puede caer en manos comunistas —dijo Falmey—. ¿Qué es lo que hace todas las noches cuando trabaja en el nuevo barco de sus amigos persas? —espetó, tras una pausa.

—No veo que pasar un buen rato con mi hobby, construir barcos, sea tan sospechoso —contestó Fitz llanamente.

—Oh, deje eso, Lodd. —Falmey dirigió una mirada impaciente al norteamericano—. Sabe de qué estamos hablando. Nuestra única preocupación es que suplir de armas a cualquiera que le pague por su experiencia y sus conexiones en estos asuntos puede llegar a convertirse en una forma de hábito. Sabemos que le cae bien al gobernador porque le expresó abiertamente lo que la mayoría de nosotros pensamos de los judíos, pero nuestro consejo es que no destruya algo que puede ser bueno para usted. Podría hacerse rico rápidamente aquí. Pero no olvide que política y militarmente nosotros guiamos a los distintos gobernadores de esta zona, y que siguen nuestros consejos al pie de la letra.

—¿Y qué tipo de consejos le está dando a Saikh Rashid sobre mí? —preguntó Fitz.

—Ninguno, todavía. —Falmey rebuscó en un bolsillo de su chaqueta y sacó una pipa, a la que aplicó la llama de un encendedor de gas, y aspiró unos instantes—. Nuestra sugerencia es que dejemos como ignorado todo lo que pueda haber sucedido durante las primeras semanas que estuvo aquí. Pero confiamos que los futuros viajes que pueda hacer al Irán no terminen en la llegada de más armas a la ensenada. —Aspiró en silencio unos momentos—. Mire, ni siquiera el gobernador comprende realmente los problemas de una insurrección que para usted, que ha estudiado las técnicas antiguerrillas y que ha luchado contra los comunistas, son evidentes. Y, a propósito, se han comentado en las más altas esferas del Ministerio de Asuntos Exteriores sus ideas sobre el viejo sultán Sa’id.

—Ya le hemos quitado suficiente tiempo, Fitz. Pero creo que nos entendemos —dijo Brian Falmey, levantándose.

Fitz y el coronel Buttres se levantaron también.

—Fitz, me gustaría que se acercara a los cuarteles de TOS en Sharjah. Le recordarán probablemente alguna de sus propias operaciones. Le enviaré una nota y quizá se uniría conmigo y otros oficiales para cenar rancho. ¿No le importaría si aprendiéramos algunas de sus astucias y de sus experiencias en Vietnam? Nosotros, los británicos, no hemos tenido que luchar contra ninguna insurrección realmente buena desde la de Malaya.

—Me gustaría, Ken, pero probablemente, vendrá a visitarme una joven durante una semana o diez días.

—Tráigala. A los hombres les encantará sin duda. Los esperaré a los dos.

Fitz caminó hacia la puerta con los dos británicos y la abrió.

—A propósito, Lodd. —El último pensamiento de Falmey fue estudiadamente casual—. No se meta en líos con esa barca que ha hecho en casa. No tenemos nada contra un poco de contrabando de oro, pero no nos gustaría oír nada sobre un incidente a tiros entre un barco de Dubai y una lancha de patrulla hindú. Ya sabe que, de vez en cuando, va algún consejero británico a bordo de las embarcaciones hindúes.

Fitz, tomado por sorpresa, fue incapaz de controlar la expresión de pánico de su rostro. Falmey se rió entre dientes con cierta tristeza.

—No necesita preocuparse; no vamos a avisar a los wogs. Nuestra trabajo es proteger los intereses de Rashid.

—Sí —asintió Fitz—. Se está gastando millones de libras con las empresas británicas de ingeniería.

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