Dubai

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Segunda parte » Capítulo XVI

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CAPÍTULO XVI

A la mañana siguiente, a las seis en punto, Fitz golpeó suavemente en la puerta de la habitación de Laylah, pegada a la suya, en la casa de huéspedes. Pocos instantes después, Laylah abrió la puerta y lo dejó entrar. Se abrazaron silenciosamente y Fitz besó a la chica apasionado, con toda su ternura.

—Qué maldita noche desperdiciada —murmuró.

—Yo también te eché mucho de menos, Fitz —susurró Laylah, hablando al oído de su amante—. Pero pronto regresaremos a casa.

—Puedes estar segura de eso. No bien termine mi entrevista con el jeque Hamed, partiremos de regreso a Dubai.

Fitz apretó de nuevo a la chica contra su pecho.

—¿De veras piensas salir a cabalgar con Sir Harry? —preguntó.

—Por supuesto. Le prometí que iría. Me pregunto cómo habrá hecho Sir Harry para conseguir esas botas y esos pantalones de montar que me van perfectamente, como a medida.

—Tengo la impresión de que el viejo Sir Harry consigue compañía interesante, de tanto en tanto, a pesar de su edad. Ahora lo mejor es que te pongas a punto, así tendremos tiempo de pedir algo para desayunar.

A las seis y media se encontraron con Sir Harry en el porche de su casa.

Sir Harry —dijo Fitz—, si me indica cómo puedo hacer para llegar a la casa de huéspedes del jeque Zayed, me pondré en marcha en seguida para entrevistarme cuanto antes con el jeque Hamed.

—No está muy lejos de aquí. Creo que lo mejor es que te dibuje un pequeño mapa.

A las siete y media, Fitz golpeaba en la puerta de la casa de huéspedes del jeque Zayed, una casa que abría sus puertas exclusivamente a los jefes árabes que iban a visitar al líder del Emirato de Abu Dhabi. Un guardia armado abrió la puerta y Fitz se identificó.

Aunque apenas eran las siete y media de la mañana, el jeque Hamed ya estaba al frente de un majlis muy concurrido y bullicioso. En una habitación de la casa de huéspedes especialmente destinada a los príncipes que iban de visita al Emirato, había un despacho especial que el príncipe visitante podía utilizar para llevar a cabo sus reuniones y entrevistas. Hamed estaba sentado en una silla de brazos, con una mesa a su lado. En torno a las paredes de la habitación había quince o veinte asistentes, todos sentados en sillas. También había otros visitantes que mantenían negociaciones con Hamed, un príncipe incansable por lo que se veía, ya que no perdía de vista sus negocios ni siquiera ahora, hallándose de visita en Al Ain. El sirviente encargado del café trajinaba de un lado a otro, llenando las tazas vacías de los visitantes de Hamed, entre los cuales Fitz reconoció a dos de los acompañantes de Zayed en la visita que el monarca del desierto había efectuado a casa de Sir Harry el día anterior, para ver la proyección de la película. Ambos saludaron a Fitz con una inclinación de cabeza, al tiempo que éste se aproximaba a la concurrencia, para darle la mano a todos y cada uno de los presentes, sin excepción. El jeque Hamed hizo una seña indicando una silla que había a su lado y Fitz se le acercó de inmediato. El viejo monarca parecía tener más de setenta años, y cuando extendió la mano, Fitz la cogió suavemente entre sus dedos. Fitz había oído hablar mucho de ese monarca, que hacía tan sólo diez años divertía e impresionaba a sus huéspedes doblando monedas con los dedos. De hecho, el jeque Hamed no había perdido toda su fuerza, a juzgar por la forma en que apretó la mano de Fitz cuando se saludaron.

Sentado junto al rey de Kajmira se hallaba un hombre de treinta y pocos años, la cara redonda encerrada en la kuffiyah y la barba negra asomando entre los pliegues del ropaje. Se trataba, según supo Fitz al ser presentado, del jeque Saqr, uno de los hijos de Hamed, que además era ministro de Asuntos Exteriores del Emirato. Saqr sabía hablar inglés.

Saqr, pensó Fitz. En árabe, esa palabra significaba halcón. Sin embargo, la cara del príncipe era la de un árabe criado en la ciudad, un hombre del desierto estropeado, cuya prestancia era muy inferior a la magnificencia que se desprendía de la figura de Zayed. Fitz le dio la mano a Saqr, y después de los cumplidos de rigor, el jeque Hamed tocó varias veces con la mano la silla que había a su lado, indicando a Fitz que tomara asiento.

Fitz se sentó.

Para empezar, dijo al jeque Hamed la alegría que le causaba poder entrevistarlo y lo mucho y bien que el jeque Rashid y el jeque Zayed le habían hablado de él, agregando que al jeque Zayed lo había visto la noche del día anterior. Fitz también dejó caer el nombre de Majid Jabir en la conversación, aunque lo hizo sólo como al pasar.

Aunque era desconcertante tener a tanta gente escuchando la conversación, Fitz ya estaba acostumbrado a ese tipo de proceder y, mientras que muchos norteamericanos no hubieran sabido cómo salir del paso, él tenía la certidumbre de que debería seguir adelante con la discusión, pues si llegaba un momento en que Hamed sintiera que habían abordado un tema sensible, de inmediato le pediría de trasladarse los dos a una habitación apartada para seguir conversando a solas.

—Me ha hecho muy feliz el enterarme de que tenéis planeada la realización de importantes mejoras en la bahía de Kajmira, Alteza —empezó diciendo Fitz, en una combinación de tacto y agudeza.

Hamed se mostraba complacido con el tema de las mejoras que planeaba realizar en su país, tal como quedó demostrado cuando dijo:

—Kajmira es un Estado pobre, lamento tener que decirlo. Nosotros no tenemos petróleo.

Tras estas palabras, Hamed miró a Fitz con una mirada interrogante, pero Fitz no dijo nada, esperando que Hamed terminara con lo suyo.

—Es verdad que tenemos que hacer muchas mejoras en Kajmira. Me debo a mis súbditos y, por tanto, tengo que mejorar como sea las posibilidades de comercio, en tanto me sea posible. Sabéis muy bien que ésa es la razón por la cual me he trasladado a este lugar para ver a mi amigo el jeque Zayed, que ha sido mucho más afortunado que yo, puesto que ha encontrado en sus tierras ese petróleo del que yo carezco.

El jeque Hamed miró a Fitz casi espiándolo desde debajo de la kuffiyah, como invitándolo, ya, a hacerle la esperada propuesta.

Fitz, ante la situación planteada, decidió aprovechar la oportunidad que se le ofrecía.

—Alteza, es mi esperanza, y la de mis socios, el poder colaborar con Kajmira en esa empresa. Tenemos entendido que la concesión otorgada al grupo de Texas expiró hace dos años, y que, aunque habéis recibido otras propuestas, aún no habéis decidido quién se llevará la concesión para iniciar nuevas exploraciones. Tengo el firme convencimiento de que yo y el grupo al que represento podremos realizar la mejor tarea en vuestro beneficio. No sólo queremos explorar ciertas zonas en las cuales las más recientes investigaciones sísmicas indican que podremos encontrar petróleo, sino que también estamos en condiciones de extraer el petróleo y refinarlo nosotros mismos. Lo que os pedimos es un plazo de tres años para explorar y extraer petróleo de nuestro primer pozo. Para ir al grano, os diré que esperamos poder empezar a explotar ese primer pozo en un plazo no mayor a un año. Tengo la certidumbre, Alteza, de que si hay alguien que puede hacer de Kajmira un Estado productor de petróleo, extrayéndolo de sus aguas territoriales, ese alguien somos nosotros.

—Si estáis tan seguros de que podréis extraer petróleo en un plazo, máximo de un año, no entiendo por qué pedís tres años de concesión.

—Nuestra intención, Majestad, es comprobar la información sísmica que poseemos respecto al subsuelo de vuestra plataforma continental hasta unas nueve millas de distancia de la costa de la isla de Abu Musa, es decir bien adentro de vuestras aguas territoriales. Esto nos costaría entre tres y cuatro meses. Si nuestros geólogos confirman la información que se nos ha entregado, nos pondremos a extraer petróleo no bien consigamos el equipo necesario. Si, por el contrario, los indicios geológicos que descubramos no parecen favorables al descubrimiento de petróleo, tendremos que partir de cero en nuestras prospecciones sin contar con ningún tipo de información sísmica previa en que apoyarnos. Esto es algo muy costoso y que también requiere mucho tiempo. Pero si lo que queréis es encontrar petróleo en Kajmira, os aseguro que nosotros somos la gente más adecuada para lograrlo. Como bien sabéis, soy un norteamericano volcado a la defensa de la causa árabe. Mis asociados son todos hombres de negocios que han obtenido grandes resultados en asuntos de petróleo. Y, por supuesto, no hay nadie en los Estados de la Tregua que pueda jactarse de ser más hábil para negociar que Majid Jabir, ya se trate de negociar con árabes, ingleses, norteamericanos, franceses o alemanes.

Hamed se inclinó hacia delante, evidentemente muy interesado en lo que Fitz le decía.

—¿Qué condiciones me ofrecéis para que yo os otorgue esta concesión?

—Alteza, os ofrecemos una gratificación de medio millón de dólares en el momento de firmar la concesión por tres años para trabajos exploratorios. Os pagaremos ciento cincuenta mil dólares al año por los tres años en que tendremos derechos exclusivos para extraer petróleo de Kajmira y de sus aguas costeras.

—Pero el jeque Rashid de Ajmán recibió setecientos cincuenta mil dólares en pago en el momento de estampar la firma.

—Eso es verdad, Alteza, pero Ajmán controla aguas territoriales que distan sólo quince millas marítimas de los campos de Fatah, donde se ha descubierto petróleo que muy pronto se empezará a extraer y refinar.

Hamed sacudió la cabeza.

—Vosotros mismos decís que la información sísmica, que yo también he tenido en mis manos, indica con bastante probabilidad la existencia de petróleo en nuestras aguas territoriales frente a la isla de Abu Musa.

—Alteza, nuestro grupo no está integrado por buscadores de comisiones. No venimos a vos a pediros una oportunidad para salir y vender vuestra concesión al mejor postor. Nosotros mismos nos encargaremos de poner grandes cantidades de dinero para no actuar como meros intermediarios, sino como verdaderos productores de petróleo.

Fitz miró fijamente aquellos ojos que brillaban como oro negro y decidió que lo mejor que podía hacer era dar marcha atrás suavemente.

—Vuestras relaciones con empresarios tales como los miembros de ese grupo de Texas y otros han sido muy desafortunadas. De todos modos, creo que deberemos estar contentos con cualquier tipo de arreglo que se pueda hacer al respecto. Si esto puede hacer que os sintáis mejor dispuesto hacia nuestras operaciones, os aseguro que os pagaremos setecientos cincuenta mil dólares de concesión. Deseamos de veras trabajar con vos, queremos encontrar y producir petróleo en Kajmira, en beneficio de Kajmira y, por supuesto, en nuestro propio beneficio. Pero, teniendo en cuenta las grandes cantidades de dinero que invertiremos de nuestro bolsillo en una operación de esta envergadura, estimamos que setecientos cincuenta mil dólares es el máximo que podremos entregaros como regalía por la firma del convenio.

Fitz se preguntaba, sin entender, por qué razón estaba hablando de esta forma. Tenía perfecta conciencia de ser un pobre diablo comparado con los demás involucrados en este juego. Por supuesto, apostaba fuertemente a la posibilidad de éxito de sus proyectos de reexportación de oro en colaboración con Sepah. Si algo salía mal en esa empresa, toda esta charla se convertiría en mera cháchara académica, de todos modos, pues ni Sepah ni él podrían hacerse cargo, en esa eventualidad, de entregar el dinero correspondiente a la regalía por la firma del convenio. Y luego existía todo lo referente al alquiler de la concesión y al otorgamiento de una parte de las ganancias a Fender Browne, puesto que éste se encargaría de suministrar todos los equipos a través de sus almacenes situados en la ensenada.

Fitz sabía que la concesión de setecientos cincuenta mil dólares como regalía a la firma del convenio le sería de mucha utilidad a Hamed, pues lo fortalecería enormemente en su postura ante Zayed respecto al préstamo que le había pedido, un préstamo cuya cantidad exacta Fitz no conocía, aunque calculaba que no estaría por debajo de los cinco millones de dólares. Y Hamed necesitaba imperiosamente ese préstamo para hacer el dragado de la bahía de Kajmira y para construir la infraestructura imprescindible para el buen funcionamiento de su puerto.

Tras un momento de conversar en susurros con su hijo Saqr, el jeque Hamed volvió a mirar a Fitz de lleno a los ojos.

—Por favor enviadme vuestra propuesta por escrito, junto con un modelo del contrato de arriendo y concesión, para que yo pueda estudiarlo todo con mi hijo Saqr y con mis otros hijos, al igual que con el ministro de Finanzas de Kajmira.

El jeque Hamed hizo un ademán señalando a los otros tres árabes barbados que se hallaban sentados frente a él, participando del majlis o consejo.

—Todos ellos han escuchado atentamente lo que habéis dicho y estoy seguro de que ya están formando una opinión al respecto. Muy pronto os haremos saber nuestra respuesta, no bien recibamos por escrito vuestra propuesta.

La parte formal de la entrevista había llegado a su fin. Fitz observó al criado mientras le servía café y vació la taza mientras el jeque Hamed hablaba en un tono de voz quejoso con alguno de sus ayudantes sentado en medio del consejo.

—Majestad —dijo Fitz, y se volvió al hijo de Hamed—, jeque Saqr, ésta ha sido una entrevista muy valiosa. Espero poder veros de nuevo en Kajmira. Os enviaremos los documentos requeridos en el correr de la semana en curso.

Fitz se puso de pie. El jeque Hamed estiró una mano y Fitz la cogió apretando con la fuerza que antes, a lo cual el monarca le respondió con un fortísimo apretón. «Éste es un viejo pájaro, un hueso duro de roer», se dijo Fitz. Por suerte necesita mucho nuestra propuesta. También era probable que Hamed consiguiera un millón de dólares de regalía en el momento de firmar la concesión, en caso que rechazara la oferta actual y se dirigiera a una de las grandes empresas petrolíferas, siempre ansiosas de conseguir concesiones en el Golfo. Pero ese paso requeriría largas negociaciones con gente a la que el jeque no conocía. Por otra parte, el jeque Hamed no demostraba tener absoluta confianza ni en Saqr ni en ninguno de sus otros hijos. Era obvio, por tanto, que lo mejor que podía hacer Hamed era tratar con amigos y con gente en la que pudiera depositar su confianza desde el primer momento.

Luego de separarse del jeque, al abandonar la reunión del majlis o consejo, Fitz se despidió después de darle la mano uno por uno a todos los árabes que se encontraban presentes.

De vuelta en la granja, Fitz encontró a Laylah, John Stakes y Thornwell esperándolo, con las maletas ya prontas, en el porche delantero de la casa de Sir Harry.

Sir Harry —empezó diciendo Fitz—, durante el viaje de regreso de mi visita al jeque Hamed, ahora mismo, se me ha ocurrido una idea. ¿Acaso no podríamos hacer el viaje de retorno a Dubai mucho más corto si marcháramos todo el camino en línea recta a través del desierto? He oído decir que, a través del desierto, hay rutas que marchan paralelas a las montañas y que gran cantidad de tráfico entre Dubai y Al Ain utiliza esas rutas.

Sir Harry, aparentemente; necesitaba considerar la proposición antes de emitir una respuesta. Tras unos instantes de silencio, indicó:

—Se podría, por supuesto, coger una ruta recta hacia Dubai desde aquí en vez de recorrer los dos lados del triángulo, primero hasta el Golfo y luego a lo largo de la costa hasta Dubai. Sé que las caravanas de camellos acostumbran utilizar esa ruta más corta. Personalmente, nunca he viajado por ese camino, por lo tanto no puedo deciros en qué condiciones se encuentra. Sólo sé que es, más o menos, la mitad de la distancia que viajando por el Golfo y la costa.

Sir Harry se acercó al «Land Rover» e inspeccionó los neumáticos.

—Tenéis el equipo más indicado para probar esa nueva ruta. Si, además, buscáis aventuras, sospecho que las encontraréis, aunque todo esto puede ser molesto para Laylah.

—No se preocupe por mí —dijo Laylah.

—¿Por qué no probamos, entonces? —propuso Fitz—. Uno nunca sabe cuándo le va a convenir conocer una ruta entre Al Ain y Dubai que no pase por todos esos puestos de vigilancia. Por otra parte, incluso aunque vayamos a menos velocidad, la distancia siempre será mucho menor.

—Aseguraos de que tenéis agua suficiente, por si acaso —les aconsejó Sir Harry—. Yo tengo un contenedor para cinco galones, que puedo entregaros.

Sir Harry se metió en la casa y regresó a los pocos minutos cargando el recipiente lleno de agua. Fitz lo cogió de las manos del anciano, le dio las gracias, y lo depositó en la parte trasera del «Land Rover».

Fitz condujo el coche a través de la granja caballar del jeque Zayed y, una vez fuera de la granja, enfiló hacia el desierto, con las montañas de Omán perfilándose tras su hombro derecho. Los primeros quince kilómetros de viaje no fueron en nada diferentes al viaje efectuado previamente a través de los caminos abiertos sobre la tierra endurecida de Abu Dhabi. Más adelante, sin embargo, la arena perdía dureza, pero los grandes neumáticos especiales para el desierto hacían que el «Land Rover» flotara literalmente sobre la arena al avanzar. La fina arena del desierto empezó a introducirse en el «Land Rover», penetrando por debajo de la lona tensa que cubría el vehículo, y, aunque no molestaba mayormente a los ocupantes del asiento delantero, tanto Thornwell como Stakes no pudieron hacer nada para impedir que una fina capa de polvo de desierto los cubriera por entero. De todos modos, el trayecto aún no era muy complicado y siempre existía la visión reconfortante de los surcos dejados por otros vehículos en la arena.

Laylah volvió la vista hacia las montañas que se alzaban a la derecha del vehículo.

—Sabes que siempre tuve deseos de visitar Omán. Según creo, es el último de los países árabes verdaderamente feudales, el único que hoy en día está regido por un sultán auténticamente despótico.

—Hay un poderoso movimiento insurgente en Omán, y las cosas se pondrán cada vez peor, sin duda, a medida que pasen los años —replicó Fitz.

También se puso a mirar hacia las montañas.

—Esto me recuerda los dos movimientos insurgentes que he conocido. El de los kurdos en Irak y el del Vietcong en Vietnam. Esas montañas son el terreno perfecto para que las guerrillas se fortalezcan y puedan lanzarse al ataque de las instalaciones del Gobierno, e incluso a la toma de ciudades y, ¿por qué no?, de países enteros. Los comunistas están muy involucrados en el movimiento insurgente de Omán y, además, tienen exactamente lo que necesitan para atraer disidentes de todos estos Estados árabes y hacer que se enrolen en sus filas. Dictadores absolutistas cargados de dinero cuyos amigos y socios hacen verdaderas fortunas de la noche a la mañana mientras los pobres parecen no recibir ni las migajas de las riquezas que fluyen sin cesar a los cofres de los jeques.

—Yo creía que Zayed estaba haciendo muy bien las cosas en sus intentos por mejorar el nivel de vida de su pueblo —dijo Laylah.

—Oh, estoy de acuerdo contigo. De todos modos, hay un mínimo de verdad en lo que pregonan los comunistas, y eso hace que la gente crea a pie juntillas lo que cuentan.

Fitz se volvió a medias en el asiento, apartando por un instante la vista de las huellas de neumáticos en el desierto, para mirar a Thornwell, que viajaba sentado en el asiento trasero.

—Y Courty, aquí presente, ha hecho, de la forma más impecablemente profesional que yo haya visto jamás, lo mismo que hacen los comunistas. Ha escogido ciertos hechos, ha seleccionado algunos trozos de verdad, y los ha hilvanado en un artículo de propaganda verdaderamente impresionante y persuasivo que, de ser estudiado en su totalidad y examinado fríamente por un investigador desinteresado, demostraría ser tan falso como lo que los comunistas predican a los insurgentes de las fronteras de Omán y de la provincia sureña de Dhofar —dijo Fitz, volviéndose de inmediato para seguir peleando con la arena.

Desde el asiento trasero del vehículo, con la voz ahogada, Thornwell replicó:

—Me gustaría poder contestar a lo que has dicho, Fitz, pero si abro la boca puedo terminar lleno de arena. No creo que tu idea de viajar atravesando el desierto fuera tan grandiosa.

—Lo siento Courty, pero, de esta forma, llegaremos a Dubai antes que si hubiéramos seguido el camino de la costa —dijo Fitz.

No hubo respuesta ninguna procedente del asiento de atrás. Tanto Stakes como Thornwell estaban mudos, los dos apretando un pañuelo contra la boca.

Una hora más tarde, y tras haber recorrido otros cuarenta kilómetros, siguiendo todavía los surcos dejados por otros vehículos, que habían hecho con anterioridad el mismo trayecto, Fitz y sus acompañantes llegaron al primer vestigio de civilización, un grupo de chozas de barro situadas ya en tierra de Omán, al otro lado de los surcos dejados por los vehículos. Aunque no se distinguía un alma por ningún sitio, Fitz y los suyos compartían la sensación de que las mujeres y los niños del poblado los espiaban desde las ventanas de las chozas.

Un anciano, vestido a la manera pakistaní, con un turbante y una túnica de color gris oscuro que le llegaba hasta las rodillas, salió de una de las casas y se dirigió al vehículo, con aire más bien amistoso.

Fitz dirigió la palabra al viejo, hablándole de manera cordial y cortés, para preguntarle si ése era el camino para Dubai. En efecto, era el camino para Dubai, replicó el viejo, señalando con una mano en la dirección hacia la que apuntaba el morro del coche. El viejo miraba a Fitz con cierto asombro, tal vez porque nunca había visto a un occidental por tal zona del desierto. Luego, en tono de advertencia, le dijo que tuviera cuidado con las grandes colinas de arena que el «Land Rover» encontraría en su camino más adelante. «Dunas de arena», se dijo Fitz, con resquemor y recelo.

Agradeció al viejo y puso en marcha de nuevo el vehículo. Haciendo realidad la predicción del viejo, el «Land Rover» se topó con las primeras dunas a unos doce kilómetros del poblado. En aquel punto, los surcos dejados por los neumáticos divergían en todas direcciones, puesto que los conductores habían tratado de evitar las dunas con las que se habían tropezado.

Fitz apretó el volante con las dos manos, poniéndosele blanca como el papel la piel en los nudillos, y no quitó ojo de la primera duna de arena, sabiendo con toda certidumbre que lo peor estaba por llegar. Siguió las huellas de otro vehículo, y el «Land Rover», con tracción en las cuatro ruedas, trepó fácilmente hasta lo alto de la colina. Fitz accionó la palanca de cambios de marcha metiendo una velocidad menor al tiempo que se lanzaba al descenso por el otro lado de la empinada ondulación. Siguiendo siempre los surcos, Fitz ascendió a otra duna, descendiendo por el lado opuesto. Durante veinte o veinticinco minutos siguió ascendiendo y descendiendo, subiendo y bajando por las colinas de arena, que cada vez eran más elevadas y más empinadas. Los surcos que había seguido hasta el momento, ahora empezaban a circunvalar las colinas, alejándose hacia las montañas y dando vuelta en torno a una duna gigantesca en un intento casi desesperado por mantenerse en ruta.

Ahora las dunas eran tan empinadas y tan largas que era imposible tratar de circunvalarlas, por lo que no quedaba otro remedio que remontarlas. Receloso, Fitz lanzó el «Land Rover» directamente hacia arriba por la primera colina, y hacia abajo por el otro lado de la misma. Una a otra, fue superando las dunas de esa forma. La menor desviación en el ascenso o en el descenso podía provocar un vuelco de trágicas consecuencias.

Cada una significaba un desafío, con el pronunciado ascenso culminando en un descenso temible y aparatoso en el cual el vehículo parecía saltar hacia el otro lado. Una y otra vez el «Land Rover» subió y bajó las colinas, a veces en una inclinación de cuarenta y cinco grados, momento en que podía sentirse cómo el centro de gravitación del vehículo convergía hacia el punto fatídico en que el «Land Rover» se alzaría sobre las ruedas delanteras para caer irremediablemente hacia abajo. Pero no había tiempo para autocensurarse. Fitz tenía que concentrarse con todas sus fuerzas en su intento por hacer que el «Land Rover» y sus ocupantes atravesaran sin sufrir daños aquella zona de ásperas dunas de arena. A pesar de todo, Fitz seguía divisando, delante de sí, los surcos dejados previamente por los neumáticos de otros vehículos.

Laylah estaba aferrada a las agarraderas frente al panel de mandos del «Land Rover», mientras que Stakes y Thornwell se agarraban con todas sus fuerzas a la tubería que pasaba por la parte de atrás del asiento trasero. Echando una ojeada al panel de instrumentos, Fitz se percató de que la aguja del indicador de la temperatura del aceite estaba muy por encima de la línea roja que significaba peligro. Se había concentrado tan intensamente en los peligros que lo asaltaban segundo a segundo en el camino que habían pasado dos horas sin que se percatara de lo que indicaba la aguja del aceite. A la izquierda del vehículo, la línea montañosa que corría por la frontera de Omán ya llegaba a su punto final, para sumergirse por completo en el desierto unos quince o veinte kilómetros más adelante.

Muy al fondo de la cadena montañosa junto a la cual se habían desplazado hasta ahora, se elevaba otra cadena de montañas, surgiendo sólida y rocosa de la arena del desierto y dejando un pasadizo entre dos montañas, como si se tratara de un acceso natural al sultanato de Omán.

Con gran alivio, Fitz comprobó que ahora las dunas ya no parecían tan altas ni tan empinadas como las que habían dejado a sus espaldas. Otros surcos de neumáticos indicaban que muchos vehículos habían remontado directamente las dunas, aunque, en ocasiones, habían tratado de dar algún rodeo para evitar una confrontación directa con estos obstáculos naturales tan pavorosos. «Ahora, lo único que nos falta es que se produzca una tormenta de arena», pensó Fitz.

Durante una hora más, el «Land Rover» siguió luchando sobre las colinas y en torno a las mismas, estando frecuentemente a punto de volcar hacia delante o de costado. En más de dos horas, nadie dentro del «Land Rover» había pronunciado una sola palabra. Finalmente, de un modo casi tan abrupto a como se habían presentado, las colinas se terminaban dejando paso a un terreno liso, de grava rocosa.

Suspiros audibles de alivio emanaron del asiento trasero. Laylah se volvió hacia Fitz, con los ojos resplandecientes.

—Has estado magnífico, Fitz.

—En primer lugar, nunca debí meteros en esto.

Desde el asiento trasero, Stakes y Thornwell demostraron estar de acuerdo con las palabras de Fitz.

—Bien, por fin todo está superado —dijo Laylah.

—¿Qué os parece si paro el motor y todos salimos un poco a estirar las piernas y desentumecer el cuerpo? —preguntó Fitz.

Desde el asiento de atrás, Thornwell murmuró un sí apenas audible. Fitz detuvo el coche y todos bajaron a estirar las piernas. Fitz le pasó un brazo a Laylah por sobre los hombros.

—Temo, querida, que la única diversión que puedo ofreceros es que los tres demos un pequeño paseo.

—Yo estoy bien. No tomé ni agua ni café en el desayuno hoy, pero la verdad es que ahora sí estoy sedienta.

—Estimo que estamos más o menos a una hora y media de viaje de Dubai —dijo Fitz, mirando hacia atrás a las montañas y luego hacia delante—. Tiene que haber un oasis con un pueblecito, más adelante, y luego treinta kilómetros en línea recta hasta Dubai. De hecho, estimo que podemos hacer el trayecto en una hora, si no nos detenemos por el camino.

—En ese caso, sólo tomaré un trago de agua y esperaré hasta llegar a casa para poder beber en cantidad. La verdad es que no me haría gracia tener que ponerme en cuclillas aquí en la arena.

—Sigamos, camaradas —dijo Fitz, haciendo señas a Stakes y Thornwell, que hasta ese momento habían estado bebiendo agua del recipiente de plástico que les entregara Sir Harry.

Laylah también tomó un trago de agua, y Fitz, luego de tapar el recipiente y colocarlo en la parte trasera del «Land Rover», montó al asiento del conductor y puso el motor en marcha.

Una vez en funcionamiento el motor, Fitz comprobó aliviado que el problema del aceite recalentado había mejorado, aunque la aguja seguía clavada justo sobre la línea roja que indicaba peligro. Eso era algo, ya que, al menos, no estaba por debajo de esa línea. Una vez comprobado ese punto, Fitz arrancó en dirección a Dubai.

A las cuatro de la tarde, Fitz detuvo, finalmente, el coche frente a su casa sobre el Golfo. Bajó de un salto del «Land Rover», dio la vuelta en torno al vehículo y abrió la otra portezuela, ayudando a Laylah a descender.

—Gracias a Dios —dijo—, ¿o acaso debería dar las gracias a Alá?

—En cualquiera de los dos casos, lo importante es que lo hemos logrado —exclamó Laylah, al tiempo que descendía de su asiento.

Fitz la ayudó a bajar hasta el suelo.

—La verdad es que fue un viaje muy interesante e instructivo.

—Me alegro de que hayas aprendido algo —dijo Thornwell—. De ahora en adelante alquilaré un avión para estos viajes. Prefiero hacerlos por vía aérea.

Los comentarios pertinentes de John Stakes, en cambio, no fueron tan agresivos ni quisquillosos, Peter abrió la puerta, dio la bienvenida a Fitz por su regreso al hogar y esperó que los cuatro recién llegados le pidieran bebidas.

—Yo voy a nadar un poco —declaró Laylah.

—Yo te acompañaré, Laylah —dijo Thornwell, con indisimulado interés.

—Todos iremos —anunció Fitz.

Una hora más tarde, después de haber nadado un rato y gozado una buena ducha, sentados ya en el cuarto de estar climatizado, cada cual con una copa, todos hablaban animadamente sobre las aventuras vividas en el desierto. Ahora todos sentían un respeto profundo y nuevo por los peligros y las dificultades inherentes a los viajes por el desierto. Tratando de remediar las penosas experiencias que les había hecho sufrir, Fitz invitó a Stakes y a Thornwell a cenar con Laylah y con él allí mismo, en la casa. La invitación, por supuesto, fue aceptada al instante. A las diez y media de la noche Fitz y Laylah pudieron estar solos.

—Tenemos mucho que hacer para resarcirnos de las últimas veinticuatro horas —susurró Fitz.

Laylah asomó la punta de la lengua entre los labios.

—¿A qué estás esperando?

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