Dubai

Dubai


Segunda parte » Capítulo XX

Página 24 de 62

CAPÍTULO XX

Al tercer día de viaje, la pinaza se encontraba ya dentro del radio de acción de las lanchas patrulleras del servicio de guardacostas de la India. Por este motivo, se decidió que un hombre montara vigilancia permanente desde una cabina especial colocada en lo más alto del mástil. El radar rastreaba constantemente, y tres aparatos de radio funcionaban en las distintas frecuencias que, según informes, empleaban, la Marina de la India y su servicio de guardacostas. La pinaza seguía su curso avanzando siempre hacia el Sudeste, rumbo a Bombay, que quedaba a dos días de viaje.

En cubierta, la tripulación seguía, frenéticamente dedicada a la labor de meter las barras de oro en los bolsillos de las túnicas y coserlos. Todos los miembros de la tripulación sabían ya que aquel viaje supondría una fortuna para cada uno. De aquí que trabajaran con gran entusiasmo. La excitación, mezclada, inevitablemente, con cierta aprensión, era algo que casi podía palparse en cubierta. Todos habían sido testigos de las prácticas de tiro y estaban al tanto de que aquello podía ser un asunto de vida o muerte. En poco tiempo, todos se harían ricos o caerían muertos; no había más alternativa.

A últimas horas de la tarde, el radar aún no había emitido sus características señales indicando la presencia cercana de ningún buque. Por tanto, Sepah, algo tranquilizado, decidió tomarse un té en su camarote, donde podía mantener una vigilancia constante sobre la verde pantalla del radar. Finalmente, se hizo de noche, el océano se convirtió en una negra superficie oscura y los ánimos de la tripulación se distendieron considerablemente.

—Esta noche haremos turnos de vigilancia ante la pantalla del radar —dijo Sepah, a Fitz—. Yo me encargo del primer tumo, para que puedas descansar. Has tenido un día muy atareado con tus lecciones de tiro.

Sepah rió.

Fitz estaba verdaderamente extenuado, y casi en seguida se quedó dormido. A medianoche, Sepah lo despertó.

—Te ha llegado el tumo de vigilar el ojo verde —le indicó.

Fitz se incorporó y se sentó en una silla frente al radar, sin dejar de darle vueltas al rosario de cuentas rojas con los dedos de la mano derecha. Issa, el nakhouda, gobernaba la nave desde la cabina de mando desmontable, dispuesta encima del camarote en el que Fitz se encontraba. La embarcación surcaba apaciblemente las aguas a una velocidad inalterable de quince nudos por hora, con los tres motores «Rolls Royce» ronroneando suavemente. Mentalmente, mientras mantenía la vista fija en la pantalla del radar y el oído alerta a los ruidos de los tres aparatos de radio, Fitz empezó a diseñar el bar que montaría en Dubai, un bar que se convertiría en su base de acción y en su puesto de escucha. Si este viaje resultaba un éxito, no sólo tendría el dinero necesario para construir dicho bar y un pequeño hotel anexo, sino que también se habría ganado la gratitud y el respeto del jeque Rashid y de sus consejeros. Necesitaría que el jeque le concediera una parcela de terreno donde edificar el local, así como permiso para expender bebidas alcohólicas.

Se imaginó a sí mismo atravesando el bar, viendo cómo iban llegando occidentales a Dubai, haciéndose con informaciones que después podría cambiar por otras informaciones. Rió para sí. Seguía siendo un oficial de Información hasta el tuétano. Hacia las tres y media de la madrugada apareció un leve destello blanco en la pantalla del radar. Indicaba la presencia de algo al sudeste de la pinaza, algo que se acercaba procedente de Bombay. Fitz observó el destello, que iba situándose en el centro de la pantalla. Cuando el objeto extraño se encontraba a ocho millas de la pinaza, decidió despertar a Sepah.

En un instante, Sepah se puso en estado de alerta, observando la mancha que se acercaba en la pantalla verde del radar. Salió corriendo hacia el puente de popa, para decir a Issa que él se haría cargo del timón. Luego regresó a su camarote, donde cogió el timón por dos de sus astas, cambiando el curso del balandro, en un intento por escapar de la nave que se aproximaba.

—Si podemos eludirlos dando un rodeo, lo haremos, aunque de esa forma retrasemos nuestra llegada.

Sepah abrió las tres espitas que había en el pedestal frente al timón, aumentando de esa forma la velocidad de la nave, que pasó de quince nudos a veintidós, siguiendo su nuevo rumbo. A las cuatro y treinta comprobaron, sin lugar a dudas, que el barco perseguidor había también cambiado de rumbo, dispuesto a interceptar la pinaza.

—Nos están siguiendo por radar —anunció Sepah.

—Con veinte toneladas de oro en la bodega, no tiene por qué extrañarnos —señaló Fitz, amargamente.

—No serviría de nada tratar de eludirlos, si es una lancha patrullera —dijo Sepah—. Volveré al rumbo anterior, directamente rumbo a Bombay.

Miró a través de un ojo de buey, hacia el Este, donde empezaban a verse los primeros y leves destellos del amanecer.

—Seguiremos adelante como si nada, con las velas desplegadas —sugirió Sepah—, como si fuéramos una vulgar pinaza cargada de mercancías.

Bajó el cristal de la ventana y empezó a impartir órdenes, para que todos los hombres disponibles desplegaran el velamen.

Con el Sol ya asomando sobre las aguas del golfo de Arabia, la pinaza seguía su rumbo, ahora, con todas las velas desplegadas, flameando en la leve brisa. Sepah había reducido al mínimo el impulso de los tres motores «Diesel», y la pequeña cantidad de humo que los mismos expulsaban bajo el agua era prácticamente invisible. La pinaza tenía ahora todo el aspecto de un simple barco mercante, que recorría las antiquísimas rutas marinas del mar de Arabia.

—Si la lancha trata de detenernos en alta mar, cometerán un simple acto de piratería —dijo Fitz, con cierta satisfacción—. Todo barco tiene derecho a defenderse de los piratas.

Contra el horizonte, la otra embarcación se acercaba poco a poco, haciéndose cada vez más grande, a medida que se aproximaba. Y la pinaza seguía meciéndose lentamente, con todas las velas desplegadas.

—Esperaba escuchar algún mensaje de radio —dijo Fitz, al tiempo que exploraba las frecuencias de onda corta en uno de los aparatos.

—Saben que no necesitan ayuda para capturar una pinaza desarmada —dijo Sepah, sin apartar la vista de la lancha patrullera, que se acercaba a toda máquina—. Y creerán que si llevamos oro, los tripulantes podrían quedárselo sin tener que rendir cuentas de nada ante sus superiores. Ellos mismos se encargarían de introducirlo en la India de contrabando.

—Ya es hora de que nos coloquemos en nuestros puestos de combate —propuso Fitz, sombrío.

—Dile a Issa que se haga cargo del timón hasta que yo pueda subir a la cabina de mando —dijo Sepah.

Fitz subió corriendo los escalones que lo separaban del puente de popa.

Mohammed se encontraba ya en el interior de la cabina de mando.

—¡Encárgate del timón hasta que suba Sepah! —gritó Fitz, dirigiéndose a Issa; luego regresó corriendo a la cubierta principal, donde Khalil y Juma estaban ya abriendo la escotilla, prestos para dirigirse a sus puestos junto a los cañones.

Antes de seguirlos a través de la escotilla, Fitz miró hacia atrás, para comprobar que Haroon se encontraba en su puesto, de bruces en la popa, bien oculto, con el arma en un brazo, dos cintas de balas unidas con adhesivo a un lado y una bolsa con más balas junto a él; Fitz le dirigió una sonrisa de entendimiento y ánimo y luego se lanzó hacia las bodegas por la escalinata. Juma y Jhalil se encontraban ya junto a los cañones. Habían metido un tambor lleno en la recámara de cada una de las armas.

Fitz indicó a sus dos artilleros que levantaran la plancha móvil del flanco del buque, y poco después, veían el océano a través de la larga tronera de siete metros. La lancha patrullera avanzaba inexorablemente hacia la pinaza. Fitz cogió los gemelos que colgaban de un gancho sobre los cañones y los enfocó hacia la embarcación que se aproximaba. No enarbolaba ninguna bandera. Siempre a través de los gemelos, vio a dos marineros que corrían hacia la parte delantera del buque y ocupaban sus puestos junto a la ametralladora, de calibre cincuenta, montada en el puente delantero.

Fitz interpretó aquellas maniobras como un acto de abierta hostilidad. Cargó los dos cañones, primero uno y después el otro, y apuntó con las mirillas de ambos justo debajo del puente de mando de la lancha, que ahora, según sus cálculos, se encontraba a unos novecientos metros de distancia y seguía acercándose a toda máquina. La ametralladora de calibre cincuenta se convertiría en un arma de efectividad mortal a seiscientos metros de distancia, mientras que los cañones gemelos del veinte tenían un alcance de más de mil quinientos metros.

Observando por las mirillas, apuntando bien, con las rodillas inclinadas, Fitz empezó a lanzar andanadas contra la embarcación que se acercaba. Repentinamente, la lancha india pareció quebrarse por la mitad. Fitz rió fuertemente al comprobar lo asombrada que había quedado la tripulación de la lancha del guardacostas. Se imaginó lo que estarían pensando aquellos pobres infelices, que no podían descubrir señas de ninguna actividad hostil proveniente de la pinaza que navegaba a poca distancia. No se veía ningún cañón, ni llamaradas, ni humo, ni ruido, pese lo cual, la lancha había resultado seriamente tocada. Fitz movió horizontalmente los cañones, apuntando contra la gran ametralladora de calibre cincuenta montada en el puente de mando. Los artilleros estaban tan asombrados, que nadie atinaba a hacer nada, ninguno de ellos miraba siquiera hacia la pinaza. Tal vez creyeran que habían estallado los motores gemelos. Y eso había ocurrido, en efecto, pero no por lo que ellos creían.

Unas cuantas andanadas más arrancaron de cuajo la ametralladora de su plataforma, y los dos artilleros parecieron desintegrarse en el aire.

Fitz dejó de disparar y se volvió a Khalil.

—Dispara cinco andanadas breves y luego deja que Juma complete el trabajo. Apunta al puente, que es donde se encuentra la estación de radio.

Khalil flexionó las rodillas, apuntó bien y lanzó las cinco breves andanadas que se le habían ordenado, arrojando entre tres y cinco granadas cada vez. El puente de mando de la lancha saltó hecho pedazos.

—¡Muy bien! —exclamó Fitz—. Ya no hay que preocuparse por la radio. ¡Vamos, Juma!

Con enorme entusiasmo, Juma cogió las manillas de las plataformas de los cañones, observó por la mirilla y, apuntando a la popa de la lancha, abrió fuego. Repentinamente, la patrullera estalló, proyectando hacia arriba una columna de llamas y humo. Las descargas de Juma habían hecho blanco en la santabárbara.

Fitz dio golpecitos a Juma en un hombro.

—Ya está bien, ya está bien, no hace falta más. Hay que ahorrar municiones.

Jubiloso, Fitz subió a cubierta, donde fue recibido por el entusiasmo de una tripulación que aún no salía de su asombro. Ninguno de aquellos hombres tenía la más remota idea del poder de fuego de los cañones de veinte milímetros, hasta que vieron saltando por los aires la lancha patrullera. Fitz subió a la cabina de mando. Sepah parecía tan perplejo y asombrado como los demás miembros de la tripulación. Lo único que atinaba a hacer era mover la cabeza en ademán incrédulo, incapaz de apartar los ojos de la lancha destruida, cuyos restos flotaban dispersos a unos setecientos metros de distancia. De pronto, Sepah pareció volver a la realidad: abrió las espitas, empujó las manivelas y dirigió la embarcación hacia el lugar del naufragio. Al acercarse vieron a dos hombres en el agua que trataban de asirse a alguno de los restos flotantes de lo que había sido la lancha patrullera.

—¡Maldita sea! —exclamó Fitz—. Nunca pensé que nadie pudiera salir con vida. Subámoslos a bordo. No me haría ninguna gracia que los recogiera cualquier otro barco.

Apenas había terminado de pronunciar esas palabras cuando se oyó el tableteo de una ametralladora. Los dos supervivientes se retorcieron en el agua, y la sangre empezó a teñir la superficie líquida. Haroon acababa de agregar dos nombres más a su larga lista.

—Tendríamos que haberlos rescatado —dijo Fitz, malhumorado—. No nos podían hacer ningún daño, y, además, quizás hubiéramos obtenido de ellos alguna información, como, por ejemplo, las frecuencias de radio que emplean para transmitir.

Sepah se encogió de hombros.

—Es demasiado tarde. La próxima vez le diré a Haroon que no abra fuego contra posibles supervivientes sin recibir órdenes concretas.

—Lo único que me interesaba era saber si habían conseguido enviar algún mensaje antes de que nuestros disparos acallaran su aparato de transmisión —dijo Fitz, dando media vuelta y abandonando la cabina de mando.

La tripulación recogió velas, de acuerdo con las órdenes de Sepah. Los tres motores «Diesel» empezaron a funcionar de nuevo, y se aumentó la velocidad hasta dieciocho nudos. El Sol ascendía en el cielo, y el barco seguía su curso hacia el Sur, en dirección a Bombay. Fitz ordenó a Khalil y a Juma que limpiaran los cañones.

La ametralladora de Fitz, la «Armalite M-16», colgaba sobre los cañones. Fitz la descolgó y la metió en la bolsa de tela que contenía las municiones del calibre 223. Luego volvió a subir a cubierta y se encaminó hasta el lugar en que se encontraba Haroon, sentado todavía, y con la ametralladora en las manos.

—¿Ya has limpiado el arma? —gritó Fitz, con suma aspereza.

Haroon, que, según su modo de pensar, acababa de cumplir un valioso acto de servicio, miró perplejo al norteamericano que, según su opinión, debía sentirse orgulloso de él.

—No, sahib —confesó—. He disparado sólo diez balas —agregó, lleno de orgullo.

—Si no tienes el arma siempre limpia, te puede estallar en la cara —le dijo Fitz, para alejarse seguidamente.

Durante el resto del día, Fitz y Sepah se encargaron, alternativamente, de vigilar el radar y los tres aparatos de radio. A media tarde, mientras buscaba en las distintas frecuencias de onda corta, captó de pronto una confusa conversación que incluía palabras en inglés y en otro idioma que le resultaba absolutamente desconocido. Todas las palabras inglesas estaban relacionadas con mediciones de compás, velocidad en nudos y nomenclatura de tipo militar. Fitz comprendió que había interceptado una transmisión de la Marina o del servicio de guardacostas, y llamó a Sepah para que lo ayudara a escuchar. Sepah y Fitz se dedicaron a escuchar atentamente lo que se decía a través del aparato.

—Me parece que están intentando localizar una de sus embarcaciones —dijo Fitz—. Probablemente, la que nosotros hemos destruido.

Sepah asintió con la cabeza, con la atención centrada en las voces que chirriaban y crujían en el aparato de radio.

—Sí, eso es lo que intentan. Conseguir que les responda una lancha patrullera. Déjame probar, tal vez localice de dónde proceden las señales.

Los aparatos de radio estaban equipados con un sistema detector de la dirección de la que procedían las señales. Sepah se colocó unos auriculares y, lentamente, empezó a hacer girar el disco que había encima del aparato. Poco a poco, las señales se fueron haciendo más fuertes, y luego más débiles, hasta que, por fin, Sepah consiguió sintonizar con la dirección exacta de la que procedían.

—Proceden de un buque que navega ahora en línea directa entre nuestra posición y Bombay —anunció, observando el dial del radar, que sólo mostraba la blanca línea radial, dando vueltas y vueltas en la pantalla, sin emitir ningún destello.

—Vamos a cambiar el rumbo, alejándonos al oeste de la posición de ese buque —dijo—. Así retrasaremos nuestra llegada a Bombay, pero un barco que emite señales tan fuertes, tiene que ser mucho más grande que una lancha patrullera. Tendremos que estar constantemente alerta, pegados a la pantalla del radar, hasta el momento en que entreguemos la mercancía.

Desviándose ligeramente del curso mantenido hasta entonces, Sepah mantuvo el barco a velocidad de crucero y, al anochecer, entregó el timón a Issa.

—Encárgate del primer tumo de vigilancia y despiértame a medianoche para que te releve —dijo Sepah a Fitz—. Sigue probando con el dial en los otros dos aparatos, y si captas cualquier cosa, me despiertas.

—Muy bien —replicó Fitz—. Trata de dormir. Supongo que mañana será un día muy agitado.

Después de tomarse un café y comer un poco de shish kebab con arroz, Sepah dio unas cuantas vueltas por el barco, inspeccionándolo todo, y luego regresó al camarote del capitán y se tumbó en su camastro. No tardó en quedarse dormido. Durante su tiempo de guardia, Fitz fue girando el dial de dos de los aparatos de radio, dejando el tercero sintonizado a la frecuencia en la que habían captado la transmisión pocas horas antes. Cercana la medianoche, una voz de acento claramente inglés se oyó en la frecuencia que empleaba la Marina de la India y que Sepah había localizado poco antes. Probablemente se trataba de uno de esos oficiales de origen indio, educados en Sandhurst y que se sienten más ingleses que los propios ingleses, pensó Fitz. Casi todos los altos oficiales de la Marina y del Ejército de la India hablaban en inglés.

—Aún no se ha obtenido respuesta de la «PL 6» —dijo la voz—. Enviad dos lanchas patrulleras a la última posición conocida de la «PL 6». La fragata que está al mando, y que ahora se halla al nornoroeste de Bombay, partirá en auxilio de las lanchas, para colaborar en la búsqueda.

Fitz comprobó la procedencia de las señales y descubrió que el buque se hallaba a una distancia no peligrosa, al sudeste de la dirección en que marchaba el balandro, y lo bastante alejado, aguas afuera, de las costas de la India. Fitz no tenía, ningún interés en enfrentarse con una fragata cuyos cañones podrían hacerlos volar por el aire disparando desde cinco kilómetros de distancia, aunque era muy improbable que un barco de tal tamaño atacara a un balandro, en aguas internacionales, sin investigar primero.

Mientras Fitz examinaba la carta de navegación, Issa irrumpió en el camarote del capitán y, sigiloso, se colocó a sus espaldas. Le señaló la posición actual en que se encontraban, ya que acababa de realizar un cálculo con su sextante. Por la mañana estarían a poco más de doscientas millas de Bombay, lo cual quería decir que el encuentro con las barcazas de los contrabandistas indios se llevaría a cabo dentro de veinticuatro horas. A Fitz le parecía excelente la situación en que se encontraban. Con una fragata y dos lanchas patrulleras buscando la embarcación que se había perdido, era poco probable que se toparan con otro barco del servicio de guardacostas o de la Marina de la India.

Fitz esperó junto a los receptores hasta casi las dos de la madrugada, hora en que los párpados le pesaban demasiado, impidiéndole casi concentrarse con un mínimo de atención en la pantalla del radar. Por tanto, decidió que lo mejor sería despertar a Sepah y así lo hizo. Después de darle a Sepah un informe del mensaje que había interceptado, Fitz se dejó caer pesadamente, en su litera, quedándose dormido tan pronto como la cabeza se puso en contacto con la almohada.

Por la mañana, al despertar, lo primero que notó fue el reconfortante aroma del café recién hecho. El sirviente de Sepah se hallaba de pie junto a la litera, y, tan pronto como Fitz abrió los ojos, vertió café en una taza y se la entregó.

Fitz decidió que cuando volviera a su casa, si volvía, haría que Peter lo despertara de esa forma todos los días, a menos que hubiera una compañía más excitante. Sentado en su litera, se tomó el café. Luego se puso de pie y miró a su alrededor. A excepción del sirviente, que ya había recogido la taza de café, se encontraba solo. No había nadie frente a la pantalla del radar. Fitz se acercó y, aliviado, comprobó que no se veía ningún destello en la misma. De pronto lo invadió la esperanza. ¿Acaso quería decir eso que se encontraban a salvo? Un marino le llevó una vasija de agua, y Fitz aprovechó para lavarse la cara y los dientes, usando una taza de agua que tenía junto a la litera, antes de salir a cubierta. El día era claro, brillante y cálido, pero la marcha de la pinaza producía una agradable brisa, que corría por la cubierta. Fitz se dirigió a la cabina de mando, donde encontró a Issa al timón de la embarcación. Quedó sorprendido al comprobar que Sepah no se encontraba ni en la popa ni en la cabina del capitán, por lo cual regresó a toda prisa al puente principal.

Lo encontró en la bodega, donde el calor era agobiante y la ausencia de aire molestaba los pulmones. Sepah, ajeno a las molestias y a la incomodidad, contaba las túnicas y los bolsillos de cada túnica, haciendo anotaciones en una libreta. Alzó la vista al ver entrar a Fitz.

—Esta noche, tan pronto como oscurezca, empezaremos a subir las túnicas a cubierta. ¡Por Alá! —exclamó—. Se trata de un cargamento monstruo de oro. Nunca más transportaré tanto en un solo viaje. La tensión nerviosa es demasiada para que un simple ser humano como yo pueda resistirla.

—¿Hay algún problema? ¿Alguna duda? ¿Falta algo?

—No, en absoluto. En esta clase de negocios, todos los hombres que intervienen tienen que ser honrados. Hay demasiado en juego. Y, sobre todo, a nadie le gustaría que Haroon anduviera tras sus pasos.

—No hay nadie vigilando el radar —dijo Fitz.

—Lo comprobé hace quince minutos, mientras tú dormías. Y, además, como habrás podido comprobar, uno de nuestros hombres vigila desde lo alto del mástil.

—Pero un radar puede ver más lejos.

De regreso en la cabina de Sepah, echaron una ojeada al radar y luego tomaron asiento.

—Creo que vamos a tener suerte —dijo Sepah—. Tengo la sensación de que no nos encontraremos con ninguna otra lancha patrullera.

Después de observar la pantalla del radar durante una hora, Fitz abandonó la cabina y salió a andar por la cubierta. Al ver que Haroon seguía sentado en cubierta, con la ametralladora en las manos, Fitz se le acercó. Sentía curiosidad por los métodos del asesino.

Después de saludar a Haroon, quien le aseguró que había limpiado cuidadosamente el arma, Fitz le preguntó qué arma prefería para liquidar a los agentes que se desviaban de sus funciones.

Una maligna sonrisa surcó el rostro de Haroon, haciendo que el oro brillara entre sus dientes. Haroon se abrió la chaqueta y dejó al descubierto una larga vaina de cuero atada a su pecho. De la vaina sacó un puñal muy delgado, de aspecto casi inocente.

—Para trabajos de esa clase, lo mejor es el puñal. Es un arma silenciosa y, además un hombre que logre salvarse pese a recibir tajos en la garganta y la barriga, es la mejor advertencia para todo aquel que sienta la tentación de jugar sucio con el sindicato del oro.

Fitz sintió que temblaba levemente.

—Estoy de acuerdo contigo, Haroon —dijo.

Ir a la siguiente página

Report Page