Dubai

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Segunda parte » Capítulo XXI

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CAPÍTULO XXI

A últimas horas de la tarde, con el sol ya alcanzando la línea del horizonte, y sin ningún barco a la vista todavía, Fitz empezó a sentirse tan animado como si hubiera estado bebiendo. La pinaza seguía avanzando hacia el Sudeste, en una marcha paralela a la costa de la India, a cincuenta millas de la línea costera. El resto de la tripulación parecía igualmente eufórica; los marineros reían y se empujaban unos a otros en la cubierta, soñando, sin duda, en las diversas maneras en que gastarían el dinero que ganarían con aquel viaje.

Issa se encontraba al timón. Había puesto rumbo a una zona de la costa que conocía tan de memoria como la mismísima ensenada de Dubai. Issa era un veterano en viajes de esta clase y había sufrido diversos «accidentes», en los que hubo que arrojar por la borda todo el cargamento de oro antes de que las patrullas indias abordaran la embarcación contrabandista.

Fitz y Sepah tomaban café en la cabina del capitán. Ya estaba muy cerca el anochecer cuando Fitz —que nunca apartaba del todo los ojos de la pantalla del radar— dejó escapar una exclamación. Sepah siguió la mirada de Fitz y se puso de pie en un salto. El destello era más grande que el formado por la lancha patrullera y marchaba directamente hacia el lugar en que se hallaba la pinaza.

—Ya me parecía a mí que todo esto resultaba demasiado fácil como para ser verdad —gruñó Fitz.

—No nos alarmemos hasta ver qué es —sugirió Sepah—. Dentro de muy poco tiempo podremos echarle un vistazo.

—¿De noche?

—No oscurecerá del todo hasta dentro de una hora, por lo menos. El sol aún no ha empezado a hundirse en el mar. Mantendremos inalterable nuestro rumbo en dirección al lugar del encuentro, treinta kilómetros al norte de Bombay. Me gustaría llevarlo a cabo esta misma noche.

—¿Y si no podemos?

—Mi receptor acudirá allí también mañana por la noche, con embarcaciones y hombres, aunque es muy peligroso ir dos noches seguidas al mismo lugar.

La pinaza siguió inalterable su curso, desplazándose apenas al Este en su ruta al Sudeste, acortando paulatinamente la distancia que los separaba de la costa y observando el destello en la pantalla del radar. Issa seguía a cargo del timón, pero ahora se encontraba en la cabina del capitán, junto a Sepah. Fitz y Sepah barrían con los gemelos todo el campo visual. Finalmente, a una distancia de seis millas, Fitz descubrió una nave:

—¡Es una gran cañonera! Es demasiado, sin duda, para nosotros.

Sepah ordenó a Issa que cambiara el rumbo, alejándolo a la derecha, casi directamente hacia el Sur, para ver si eludían a la cañonera que se les aproximaba.

—Lo más probable es que aún no puedan vernos, dado el tamaño de la pinaza. Veamos cómo reaccionan a nuestro cambio de rumbo.

Después de diez minutos de seguir el nuevo rumbo, Fitz pudo comprobar, a través de los gemelos, que el gran navío también giraba hacia el Oeste, a la izquierda, en un intento por cerrarle el paso a la pinaza. El destello sobre la pantalla del radar mostraba también que la cañonera había rectificado su curso inicial.

—Cambia la trayectoria y enfila hacia el Oeste —ordenó Sepah, de repente—. ¡A toda máquina!

Issa hizo girar el timón, la pinaza describió un ángulo muy agudo, torciendo sobre sí mismo para volverse hacia la izquierda y marchar de nuevo hacia el Norte, alejándose del navío indio, y, al mismo tiempo, hacia el Este, aproximándose paulatinamente a la costa. Una vez corregido el curso, Issa empujó las tres manivelas, dándoles toda la presión a las espitas: la embarcación de madera tembló y pareció saltar hacia delante en el momento en que los tres poderosos motores «Diesel» empezaban a trabajar a plena potencia.

—Ahora te darás cuenta de por qué gastamos tanto dinero en comprar los mejores motores «Diesel» —dijo Sepah, observando cómo el navío de guerra cambiaba otra vez su curso, al tiempo que la pinaza prácticamente volaba en su huida—. Fitz, encárgate de la radio, a ver si puedes captar alguna señal.

Fitz empezó a manipular el dial de los receptores, tratando de captar alguna señal de radio procedente del buque perseguidor. Treinta minutos después, la cañonera se había perdido de vista en el fondo del horizonte, y el destello en el radar retrocedía a gran velocidad hacia los extremos de la pantalla. Ahora, con la noche cubriendo el océano, la pinaza se encontraba de nuevo a salvo, al menos por el momento.

—No capto ninguna señal —dijo Fitz, con tono de queja—. ¡Maldita sea! Me gustaría haber recogido con vida a los dos supervivientes. Haroon podría haberse divertido torturándolos todo lo que hubiese querido, para que lo dijeran cuál es el SOI del servicio de guardacostas de la India —dijo Fitz, y percatándose de que Sepah lo miraba sin entender, agregó—. Sí, SOI, Signal Operating Instructions (Instrucciones sobre señales de transmisión).

—Puedes apostar lo que quieras a que las radios estarán emitiendo señales por todo el mar de Arabia, solicitando que se busque a un barco contrabandista que marcha rumbo Noreste y a gran velocidad —Sepah—. Verás cómo los engañamos.

Sepah ordenó mantener el rumbo durante otra media hora, hasta mucho después que el buque de guerra indio hubiera desaparecido de la pantalla del radar. Entonces comprobó la hora en su reloj.

—Van dos mil doscientas horas, faltan dos horas para la medianoche. Ahora modificaremos el rumbo, y en cuatro horas más nos encontraremos frente al punto concertado para la cita, a treinta kilómetros al norte de Bombay. Tengo la esperanza de que todas las unidades de la Marina y del servicio de guardacostas calculen que vamos a continuar nuestra fuga en la dirección anterior y, por tanto, que se dediquen a buscarnos al norte de este lugar.

Sepah dio las órdenes pertinentes a Issa y, una vez más, la pinaza giró en redondo, modificando el curso, que antes era en dirección Nordeste, a una ruta hacia el Sudeste, en línea recta con el punto en el que el oro sería entregado a la organización receptora que Sepah había montado en la India. En aquellos momentos, no se podía pensar siquiera en dormir. Fitz observaba en tensión el radar mientras el nakhouda mantenía la pinaza en su nueva ruta hacia Bassein, a treinta kilómetros de Bombay. De vez en cuando, Fitz salía a cubierta y paseaba por delante de la cabina de mando y la cabina del capitán.

—¡Qué bien funcionan los motores, Sepah! —dijo Fitz cuando se cumplían ya tres horas de marcha hacia el lugar de la cita, al norte de Bombay.

—Para eso los he comprado. Ahora comprenderás por qué cargamos esos enormes depósitos de combustible. Pero aun así, el viaje de regreso, una vez nos hayamos alejado de la costa de la India, lo haremos a vela. Calculo que cuando nos encontremos con mi gente habremos gastado más de la mitad del combustible.

Ya hacía casi cuatro horas que marchaban rumbo al punto escogido para la cita, cuando Fitz divisó unas luces a la distancia, al sur del punto en que se hallaban: un resplandor amarillento teñía el horizonte.

—Allí está Bombay —dijo Sepah, señalando hacia el resplandor.

Parecía como si Issa llevara el barco directamente hacia las luces, a unas diez millas de distancia de la costa, según calculó Fitz. Se preguntó cuándo demonios aparecería la flotilla de barcazas encargada de salir al encuentro de la pinaza para aliviarlo de su cargamento de oro. Mientras se acercaban a tierra, a unos sesenta kilómetros por hora aproximadamente, Fitz no podía dejar de pensar en qué instante se detendrían. Diez minutos más tarde, estaban a menos de cinco millas de la costa y seguían marchando hacia delante a toda velocidad.

—¿Cuándo nos detendremos? —preguntó mirando, inquieto, a Sepah.

Por primera vez en aquel viaje, Sepah no supo qué responder. Seguía mirando fijamente hacia delante, con el rostro sombrío. Cada dos minutos, la pinaza acortaba en una milla la distancia que lo separaba de la costa. Y, sin duda, ya se encontrarían bien adentro de la franja de agua controlada legalmente por los servicios de guardacostas de la India; y la pinaza seguía acercándose a tierra.

Lentamente, el nakhouda empezó a reducir la potencia de los motores, y la pinaza se movió a una velocidad de apenas doce nudos. Ya no se encontraban a más de dos millas de la costa, y, sin embargo, seguían avanzando.

—¡Eh, Sepah! —gritó Fitz, sin poder ocultar la agitación que lo embargaba—. Creía que íbamos a permanecer fuera de las aguas territoriales de la India y que las barcazas vendrían hasta nosotros.

—No en este viaje, Fitz —respondió Sepah, sin apartar los ojos de la penumbra que se cernía ante ellos.

A los pocos instantes, una luz empezó a parpadear en la costa y, de inmediato, Issa cambió el curso de la pinaza enfilándolo en línea recta hacia la luz. La pinaza se movía lentamente, pero seguía avanzando. Fitz comprobó que habían entrado en una caleta. Tierras escarpadas se erguían a ambos lados de la embarcación. Se encontraban bien adentro del subcontinente indio. Fitz comprendió que se hallaban en un lugar peligroso, donde habría que luchar mucho para poder escapar. En su interior reconoció que estaba vergonzosamente asustado. Una cosa era morir peleando en alta mar, y otra muy distinta ser capturado en suelo indio in fraganti delito de contrabando. Además, no cabía duda de que la Marina de la India relacionaría la pinaza, fuertemente armada, con la desaparición de la lancha patrullera del servicio de guardacostas. Sin embargo, como no podía hacer nada más que disponerse a aguantar lo que viniera, Fitz intentó dejar a un lado todos sus temores y dedicarse a observar lo que se desarrollaba ante sus ojos.

La pinaza se detuvo por fin y empezó a moverse a la deriva dentro de la caleta. Issa no dio órdenes de que se arrojara el ancla, sino que prefirió mantener estable la posición del barco, manipulando la palanca de uno de los motores y llevándola de adelante atrás. Fitz aprobó la maniobra de Issa, pensando: «Al menos podremos darnos a la fuga de inmediato, cuando llegue el momento».

Una pequeña barcaza se aproximó a la pinaza, se colocó a su lado y, al poco rato, un hombre saltó a la cubierta de la embarcación de Sepah. El recién llegado y Sepah se estrecharon la mano y empezaron a hablar en inglés, que seguía siendo el lenguaje universal de los diplomáticos, los guerreros y los ladrones. Sepah, sin presentar a Fitz ni al resto de la tripulación, empezó de inmediato a trasbordar las túnicas cargadas de oro desde la pinaza a la barcaza. Sepah y el receptor seguían hablando.

El receptor hizo señas a dos de sus hombres que, a los pocos instantes, trasladaron de la barcaza a la pinaza una enorme maleta.

—Como podrá comprobar, los cheques y el dinero que hay en la maleta cubren más o menos la mitad del precio estipulado por el cargamento, una vez desembarcado en la India —dijo el receptor.

—El resto lo recibiremos a través de los conductos normales de los Bancos, cosa de la que se encargarán nuestros agentes —dijo Sepah, haciendo un aparte para dirigirse a Fitz.

—Exacto —confirmó el receptor—. Sin embargo, tengo aquí mismo, en la playa, cuarenta toneladas en barras de plata, que sería conveniente que usted cargara en su barco. Comprendo que es una petición poco comente, y que no es costumbre que regrese usted con un cargamento de plata; pero de esta forma quizá nos evitemos un retraso de tres meses largos en hacer llegar hasta usted todos los pagos.

—¿Tienes los hombres suficientes para cargar la plata antes de que amanezca? —preguntó Sepah.

—Por supuesto.

—Entonces, empieza a moverte. Descargaremos el oro por estribor y cargaremos las barras de plata por babor.

—Yo no tengo ninguna prisa por cobrar mi parte —dijo Fitz—. ¿No sería lo mejor que nos marcháramos en seguida?

—Podremos cargar sin dificultades cuarenta toneladas en barras de plata y, además, en este viaje en particular, me interesaría enormemente regresar a Dubai llevando a bordo la mayor cantidad posible de nuestros beneficios. La pasta, si me permites la expresión, la recibiremos más tarde.

Pero, de esta forma, a los pocos días de nuestro regreso, todos los inversores habrán recobrado lo que invirtieron y, además, habrán recibido más o menos la mitad de sus beneficios netos, algo que rebasa ampliamente lo que podrían haber esperado de haber invertido su dinero en cualquier otro negocio.

Sepah miró expresivamente a Fitz, y siguió hablando, en otro tono.

—Asegúrate de que los cañones y las demás armas están a punto. Todavía es posible que tengamos que luchar para abrirnos paso y salir de aquí. Por más que hayamos descargado el oro, el servicio de guardacostas de la India confiscaría la embarcación, el cargamento y todos los documentos negociables que llevamos a bordo.

»Además, nos meterían en la cárcel por un largo período, en caso de que pudieran cogernos con vida.

Sepah se alejó para supervisar el trabajo de descarga del oro y de carga de las barras de plata.

Fitz vio que sus tres artilleros estaban de pie, a su espalda, esperando órdenes. Envió a Mohammed y a Khalil a la cabina de mando para que se encargaran de las ametralladoras de calibre treinta, por si hacían falta, y, acompañado por Juma, bajó a la bodega. Con ayuda de Juma, Fitz abrió las troneras dispuestas a ambos lados de la embarcación, con lo cual una fresca brisa empezó a correr por la bodega, para alivio de los tripulantes, que seguían transportando las túnicas cargadas de barras de oro.

Fitz introdujo un tambor en la recámara de cada uno de los cañones. Todo lo que habría que hacer sería empujar con la mano el cerrojo que accionaba la carga, para que las armas empezaran a sembrar la destrucción, si la pinaza fuera atacada.

Fitz subió apresuradamente a la cubierta de popa para comprobar si Mohammed se hallaba ante las ametralladoras del calibre treinta. Colocó las dos cintas de balas en las armas, y las dejó a punto.

—Ocurra lo que ocurra —le dijo Fitz—, no empieces a disparar hasta que recibas órdenes concretas del capitán o de mí. Te mandaré a alguien para que te ayude.

Fitz regresó a cubierta, dispuesto a quitarle a Haroon la ametralladora. Lo encontró en su postura acostumbrada, cerca de la proa, abrazado a la ametralladora y esperando recibir la orden de desembarcar.

Con mucho tacto, Fitz consiguió que el asesino indio le entregara el arma. Después de todo, no iba a pasear por Bombay con una ametralladora al hombro.

Cargar las cuarenta toneladas en barras de plata les llevó toda la noche, mientras que descargar las barras de oro, apenas duró más de una hora. Fitz se mantuvo cerca de Sepah en todo momento, aprendiendo cada vez un poco más respecto al contrabando de oro.

Fitz advirtió que, junto con las barras de plata, cargaban muchos sacos de arpillera, llenos a reventar. Calculó que un mínimo de sesenta sacos de ese tipo —cantidad que podía llegar incluso a cien— se encontraba ya almacenada en las bodegas, junto con la plata.

Sepah advirtió que Fitz seguía con la vista el último de los sacos en el momento en que era trasladado a bordo. El contrabandista no pudo contener la risa.

—Ya te dije, Fitz, que me las había apañado para hacer ciertos arreglos que redundarían en nuestro beneficio.

—La verdad es que nunca me imaginé que me vería involucrado en el tráfico de drogas —replicó Fitz, secamente—. ¿Qué es? ¿Hachís?

—El mejor, el más puro —confirmó Sepah—. Enviado directa y especialmente de Katmandú para este viaje. Un género que vale mucho más que su peso en oro, tanto en Europa como en América.

El receptor y Sepah discutieron el lugar en el que habría que ocultar las veinte toneladas de oro que acababan de ser descargadas. Finalmente, se decidió esconderlo entre los cimientos de un almacén abandonado en las afueras de Bombay, uno de los muchos escondrijos que Sepah había descubierto durante su estancia de un año en la India, para montar y organizar el sistema de contrabando y distribución de oro. Hasta el momento, no había sido utilizado aquel escondrijo.

Una vez que el receptor hubiera llevado el oro a su escondrijo, su única misión consistiría en ponerse en contacto con el síndico o representante, que, por lo general, era un abogado o respetable hombre de negocios indio interesado en ganar una gran suma de dinero ilegalmente. El representante podía cambiar el escondrijo del oro antes de disponer del mismo, o bien confirmar su escondrijo inicial, si le parecía lo bastante seguro. Sea como fuere, en dicho representante descansaba el secreto del lugar en que se hallaba el oro.

Sepah —al igual que todos los demás grandes contrabandistas— tenía a sus órdenes media docena de representantes, y cada cargamento era confiado a un representante distinto, por tumo, pues se presumía que incluso las corrompidas e ineptas autoridades indias podían acabar por sospechar de uno de los representantes, si comprobaban que traficaba constantemente con elevadas sumas de dinero. El representante tenía la responsabilidad de ponerse en contacto con el agente indio encargado de la comercialización del oro por todos los puntos del país. Este agente sería el que enviaría a sus hombres, vestidos con las túnicas especiales, a los distintos lugares donde hubiera compradores para la mercancía ofrecida. El agente recogía el dinero recibido de los ciudadanos y hombres de negocios indios hambrientos de oro —cuya fe en la rupia era inexistente— y lo entregaba, a su vez, al representante o apoderado, quien, a su debido tiempo, convertía aquel dinero en documentos negociables y lo enviaba, por último, al responsable de la organización en Dubai.

El dinero que el apoderado recogía de los agentes solía llegar en forma de cheques para viajero o de cheques personales pagaderos en libras esterlinas y en otras monedas extranjeras enviadas a la India por obreros indios y pakistaníes que trabajaban en Gran Bretaña y en otras partes del mundo. Los indios sabían que, en su país, cualquier moneda extranjera podía ser cambiada en rupias por lo menos al doble de su valor oficial: De esta forma, el Gobierno de la India perdía semana a semana varios millones de dólares en créditos de comercio exterior, dinero éste que entraba en la India y salía de ella sin haber aprovechado a la economía de la nación. De aquí el deseo del Gobierno de la India de terminar de una vez con el contrabando de oro.

Recoger esa heterogénea partida de moneda extranjera y enviarla a Dubai era misión de los agentes de Sepah. Los correos no tenían muchas dificultades en abordar un avión en Bombay llevando en una cartera los documentos negociables; que entregaban a Sepah tan pronto como llegaban a Dubai.

Pero Sepah y los demás hombres de su profesión, tropezaban a veces con algún agente deshonesto que les fallaba en el momento de enviarles el dinero, o les decía que lo había enviado, según lo convenido, pero que «algo debió de pasarle al correo». La mejor solución que había descubierto Sepah hasta la fecha para acabar con tales estafas era la de desenmascarar a sus agentes infieles, señalándolos como abogados u hombres de negocios que actuaban como representantes de contrabandistas de oro residentes en Dubai. Eso hasta que apareció Haroon.

Sepah y Fitz lo observaban en el momento en que el asesino indio abandonaba la nave junto al último cargamento de oro.

—La verdad es que traicionarme no da ningún fruto —comentó Sepah—. Pero la corrupción y la deshonestidad son tan comunes entre los funcionarios del Gobierno y los comerciantes y hombres de negocios de la India, son tan parte de la vida misma, que una o dos veces al año me veo obligado a hacer que mi gente no olvide que no conviene engañarme.

El sol ascendía ya en el cielo por detrás de las colinas que encerraban la caleta, cuando la pinaza, cargada de plata, empezó a alejarse cautelosamente. Issa, al timón, frente a las dos ametralladoras gemelas de calibre treinta, avanzó siguiendo la línea de la costa, para tener un mayor radio hacia el Norte, antes de virar al Noreste y enfilar la embarcación hacia el golfo de Omán y, por ende, fuera de todo peligro. Todos los ojos, a bordo de la pinaza, estaban clavados en el Norte, y el vigía, en lo alto del palo mayor, barría el océano con sus gemelos. El radar no serviría para nada hasta que la pinaza saliera a alta mar, puesto que la señal funcionaba sólo cuando no había obstáculos a su radio de acción; y aquí, los despeñaderos, que flanqueaban la caleta, impedían el funcionamiento del aparato.

Con el sol a sus espaldas —lo cual le daba al menos una leve ventaja—, la pinaza salió lentamente de la desembocadura de la caleta hacia el mar abierto y, simultáneamente, la pantalla del radar empezó a emitir destellos. Fitz, que estaba atento a la pantalla, oyó que la tripulación prorrumpía en gritos.

Aproximándose a la pinaza desde el Sur y desde el Norte, avanzaban dos lanchas patrulleras. Una fragata del servicio de guardacostas de la India se movía hacia ellos, lentamente, desde el Sur.

—¡Vamos a caer en los brazos de esos malditos hijos de puta! —exclamó Fitz—. Y aún hemos tenido suerte de que no se hayan metido en la caleta en nuestra persecución. Nos habrían embotellado.

—Hay diez o quince caletas iguales a lo largo de la costa —explicó Sepah—. No tenían más remedio que esperar a que saliéramos a mar abierto.

Sepah se enfrentó con nakhouda.

—¡A toda marcha! —ordenó—. Rumbo Noreste.

Luego se volvió hacia Fitz:

—Podremos dejar atrás a la fragata, pero nos echaremos encima a las dos lanchas patrulleras —dijo.

Fitz se llevó los gemelos a los ojos. Vio a una de las lanchas patrulleras a unas tres millas de distancia en dirección Sur; la otra se encontraba más o menos a la misma distancia, aunque en dirección Norte. Ambas avanzaban para interceptar el curso de la pinaza. La fragata, a cinco millas de distancia en dirección Sur, tenía ya sus pesados cañones en posición de tiro.

—Lo mejor es que tratemos de evadirnos en zigzag —aconsejó Fitz.

Sepah sacudió negativamente la cabeza.

—Hemos de salir de aquí en línea recta rumbo al Noroeste —dijo, sonriendo amargamente—. Por otra parte, tendremos más posibilidades de que no den en el blanco si los dejamos apuntar. Los indios no pueden, no saben hacer uso de esas armas. Es más probable que nos alcance un obús por accidente, yendo de un lado para otro, que si mantenemos un curso fijo.

Fitz distinguió, a través de los gemelos, las potentes llamaradas de los cañones montados en la torreta de la fragata. Instantes después, primero uno y luego otro, dos proyectiles estallaban a popa de la pinaza, lanzando chorros de humo y agua. La andanada siguiente se hundió en el agua apenas a un par de cientos de metros de la pinaza, hacia babor.

—¡Maldita sea! Espero que estén en lo cierto sobre su eficacia de fuego —murmuró Fitz, alarmado—. Al parecer, las lanchas patrulleras han decidido hacerse a un lado para que la fragata tenga la oportunidad de hundirnos.

—Estamos fuera del radio de alcance de sus cañones —dijo Sepah, contemplando los surtidores de agua que levantaban los obuses—. Ahora nos encontramos en el límite de las tres millas, aunque eso ya no tiene ninguna importancia en estos momentos.

Las lanchas patrulleras, al comprobar que la presa estaba fuera del alcance de los cañones de la fragata, se lanzaron hacia la pinaza, una desde el Norte y la otra desde el Sur. «Lo mejor que puedo esperar son varios años en las cárceles indias», se dijo Fitz.

No podía ni siquiera pensar en vivir junto a Laylah, si no conseguía salir, como fuera, de aquella trampa. Fitz pensó también en la carga de hachís que llevaban a bordo. Y en el hecho de verse involucrado en una acción de contrabando dentro del territorio de la India. Eso era algo muy distinto que ayudar a un patrón de barco amigo en sus intentos de proteger su nave y su cargamento de la piratería en alta mar. Fitz recordó también la advertencia que le hiciera Brian Falmey, el cual le había señalado que era frecuente que algún oficial británico viajara a bordo de las lanchas patrulleras del servicio de guardacostas de la India, en calidad de consejero.

—¡Vamos a tener que pelear! —gritó Sepah.

—Consideraré que nos encontramos en alta mar cuando hayamos dejado atrás el límite de las doce millas marítimas —replicó Fitz con firmeza—. Hasta ese momento, no dispararé un solo tiro. Una vez hayamos superado el límite de las doce millas, con mucho gusto haré volar en pedazos a los piratas que nos ataquen. Todo consejero británico que se vea mezclado en acciones de piratería, merece una lección.

Sepah miraba fijamente a Fitz, sin poder creer lo que había escuchado.

—Debes estar loco, Fitz. Te has vuelto loco. Si nos detienen con todas estas armas a bordo, pasaremos el resto de nuestras vidas en prisión.

—Puede ser. Pero tú no me dijiste que íbamos a entrar en territorio de la India con la pinaza. Y, por cierto, tampoco mencionaste nunca que íbamos a transportar un cargamento de hachís. Lo que yo acordé fue luchar contra piratas, en alta mar.

Sepah apretó fuertemente los labios mientras veía cómo la lancha patrullera se acercaba al balandro desde el Norte.

—Esa lancha podrá hacernos polvo con sus ametralladoras de calibre cincuenta.

—Entonces, vira hacia el Sur. A toda velocidad, podrás alejar la pinaza a diez o quince millas de la costa, antes de que la lancha consiga darnos alcance.

—Entonces marcharíamos en línea recta hacia la otra lancha patrullera y, además, nos pondríamos al alcance de los cañones de la fragata. ¡Y son cañones de tres pulgadas! —gritó Sepah—. ¡Fitz, hombre, por amor de Dios! ¡Trata de ver las cosas como son! Las lanchas patrulleras vienen una del Norte y otra del Sur a interceptar nuestro curso. Si no lo quieres perder todo, hasta la vida, baja de una vez a la bodega y empieza a usar los cañones. ¡Vamos! ¿O acaso quieres echarlo todo por la borda, a causa de unos principios sin sentido?

—Para mí tienen mucho sentido, Sepah. Legalmente, esas lanchas pueden detenernos dentro del radio de las doce millas. Una vez rebasado ese límite, si intentan detenernos cometerán un acto de piratería. Entonces, y sólo entonces, tendremos todo el derecho a luchar por proteger lo que es nuestro. Y mientras la fragata nos dispare, la lancha patrullera que está al Sur tratará de mantenerse fuera del alcance de los cañones de tres pulgadas.

Sepah miró a Fitz fríamente.

—Si pudiera creer que tus tres artilleros son capaces de hacer este trabajo por sí mismos… —dijo.

Dejando la frase sin terminar, Sepah salió corriendo hacia la cabina de mando y, arrancándole a Issa el timón de las manos, lo hizo girar al máximo, haciendo que la pinaza enfilara ahora hacia el mar abierto, rumbo al Suroeste, alejándose del curso de intercepción de una de las lanchas patrulleras, pero penetrando directamente, otra vez, en el radio de acción de los cañones, de tres pulgadas, de la fragata, cañones que no vacilaron en disparar de nuevo.

Devolviéndole el timón a Issa, Sepah salió de la cabina de mando. Lleno de fría cólera, y dominando apenas la voz, rugió:

—¿Querrás bajar de una vez a la bodega y preparar los cañones? Siguiendo el rumbo actual, volveremos a ponernos al alcance de los cañones de la fragata. Las dos lanchas patrulleras están cambiando de rumbo, según podrás ver, para interceptarnos tan pronto como hayamos salido otra vez del radio de alcance de los cañones de la fragata. Eso, contando con la remota posibilidad de que los cañones de tres pulgadas —¡de tres pulgadas!— no nos alcancen. En ese momento, según mis cálculos, nos encontraremos ya más allá del límite de tus preciosas doce millas. Más bien nos hallaremos a unas quince millas de la costa. ¿Queda así satisfecha su sensibilidad, coronel?

Fitz asintió, moviendo la cabeza. Dio media vuelta, y mientras corría por la cubierta hacia la escotilla que comunicaba con la bodega, un obús de la fragata cayó lo bastante cerca como para hacer que la pinaza se estremeciera. Fitz se dejó caer por la escotilla y corrió hacia los dos cañones de veinte milímetros que había en la parte trasera. Khalil y Juma se encontraban de pie junto a los cañones. Fitz les puso una mano en un hombro a cada uno.

—Manteneos tranquilos. Conservad la calma.

La velocísima pinaza surcaba las aguas costeras de la India rumbo al Mar de Arabia otra vez, procurando alejarse del alcance de los cañones de la fragata. Pero ahora estaba completamente dentro del radio de acción de dichos cañones y a cada disparo se estremecía toda la pinaza. Pero Sepah mantenía inalterable su rumbo, a despecho de los proyectiles, que estallaban por todas partes en torno a la embarcación. Estaba demasiado ocupado y demasiado en tensión, tratando de alejar la pinaza de aquel diluvio de fuego, como para enfurecerse por el grave peligro que Fitz lo había forzado a correr. Minuto a minuto, mientras los pesados motores de la fragata funcionaban a todo gas tratando de mantenerlo dentro de su radio de acción, la velocísima pinaza de la mano de Sepah, se acercaba, paulatinamente, al límite de las doce millas.

La afirmación que había hecho Sepah respecto a la eficacia de tiro de los artilleros indios, se mostraba válida. Los proyectiles y balas caían por todas partes alrededor de la pinaza, delante, detrás y a ambos lados. Pero incluso en esos instantes, con la pinaza colocada que ni a propósito en la mejor situación para ser alcanzada, ni siquiera así conseguían los artilleros de la fragata india un blanco pleno que, instantáneamente, habría destruido aquella embarcación de madera, relativamente frágil.

Sepah conservaba inalterable el rumbo, transfiriendo alternativamente la mirada del cronómetro al compás, del compás al mar y del mar, de nuevo, al cronómetro. Un obús estalló lo bastante cerca como para sacudir a la pinaza violentamente. Un segundo obús, lo arrojó hacia el otro lado, aunque sin tocarlo.

En la bodega, Fitz y sus artilleros se sujetaban a las anillas de acero, tratando de afirmar las piernas mientras la pequeña embarcación se agitaba de un lado a otro.

Con la vista fija en el cronómetro, Sepah empezó a dejar que el timón corriera solo, cambiando el curso de la embarcación y enfilando de nuevo al Noroeste, de forma que ahora se alejaban poco a poco del radio de acción de los cañones de la fragata, aunque marchaban en línea recta hacia un choque directo con la lancha patrullera que intentaba cerrarles el paso por el Norte. Sepah comprobó que habían pasado exactamente ocho minutos desde que modificó el rumbo para eludir el fuego de las lanchas patrulleras dentro del límite de las doce millas marítimas. Al tiempo que se alejaba de la fragata, una bala de cañón estalló directamente donde habría estado la pinaza en ese momento de no haber cambiado rápidamente su curso. Sepah respiró profundamente, con alivio. Había conseguido colocar al balandro en un curso que se cruzaría con el que mantenía la lancha patrullera más al Norte, aproximadamente a unas doce o quince millas mar afuera.

Una serie de cañonazos estalló en el agua cada vez más cerca del balandro, al tiempo que éste alcanzaba su cota máxima de velocidad, en un desesperado intento por escapar del radio de acción de la fragata. Sepah maldijo en voz alta al ver los elevados chorros de agua producidos por los obuses, cada vez más certeros. Lo más probable era que alguno de aquellos consejeros británicos, al comprobar la ineptitud de los artilleros indios, hubiera tomado a su cargo los cañones. Eso pensaba Sepah.

En la bodega, mirando a través de la tronera para los cañones, Fitz divisó la lancha patrullera que se les acercaba a toda velocidad desde el Norte. Rápida, surcaba el agua para cruzarse en el camino del balandro de Sepah. Por el momento, el blanco era muy pequeño, puesto que la lancha avanzaba de proa hacia ellos. Dos artilleros indios se habían abierto ya paso hacia la parte delantera del puente de mando de la lancha, y se disponían a hacer entrar en acción las formidables ametralladoras de calibre cincuenta.

«¡Nunca más —se decía Fitz—, nunca más me dejaré involucrar en una situación como ésta! Yo, un norteamericano, un coronel retirado del Ejército de los Estados Unidos, que cobra actualmente una pensión, estoy a punto de echarlo todo por la borda, en un tris de perderlo todo». Mirando con los gemelos, calculó que la lancha se encontraría a mil quinientos metros, más o menos. Le pasó los gemelos a Khalil y echó una ojeada a su reloj de pulsera. En diez minutos estarían más allá del límite de las doce millas. Y entonces llegaría el momento de enfrentarse con la primera de las dos lanchas patrulleras. Repentinamente, la pinaza se salió de su rumbo, zarandeada violentamente: un obús de cañón había estallado en un flanco de la embarcación, y una lluvia de esquirlas cayó sobre los hombres que se encontraban en la bodega.

Al cabo de unos instantes, la pinaza logró enderezarse, recuperando su rumbo.

—Abriremos fuego cuando se encuentren a nuestro alcance —ordenó Fitz.

Varios miembros de la tripulación habían resultado heridos por las esquirlas. El primer barco patrullero, convencido de que lo único que había que hacer era rematar de una vez a la frágil pinaza que se le enfrentaba, seguía navegando tranquilamente hacia ellos, a toda velocidad.

Cuando ya estaba a punto de inclinarse sobre las armas para abrir fuego contra la lancha, Fitz tuvo una repentina idea. Si no quería tener que hacer más viajes como aquél, lo mejor sería poder demostrar a todo el mundo que Khalil y Juma eran capaces de manejar perfectamente los cañones de veinte milímetros.

Una vez decidido, Fitz dio unos golpecitos a Juma en un hombro.

—Hazte cargo de los cañones —le ordenó—. Cuando Khalil te lo ordene, dispara.

Liberando de su interior una catarata de instintos asesinos, Juma asió las manillas de la plataforma, mientras sus dedos se movían ansiosos hacia el gatillo de los cañones. Juma apuntó a través de la mirilla calibrada, fijando la mirada en la lancha que seguía avanzando hacia ellos a toda máquina.

Fitz tuvo la sensación de que Juma, en su entusiasmo, tal vez gastaría municiones que en aquel momento resultaban preciosas. Puso una mano en el tenso hombro del joven.

—¿Distancia? —preguntó, dirigiéndose a Khalil.

—Dos mil quinientos, señor.

Fitz sonrió. El joven seguía observando fríamente la distancia a la que se encontraba el enemigo. De repente, la pinaza se escoró, y una catarata de agua penetró por la tronera en la bodega. Se abrió una grieta en el casco, a un lado del cañón. Uno de los miembros de la tripulación cayó hacia delante, sangrando por la cabeza.

—¡Listos! —gritó Fitz.

La fragata india, cuando ya casi se encontraban fuera de su radio de acción, lanzó un proyectil que casi dio de lleno en la pinaza. «Un par de metros más hacia aquí —pensó Fitz—, y nos estaríamos hundiendo».

—¡Fuego! —gritó Khalil, con enorme alegría, al tiempo que la pinaza volvía a enderezarse.

Ni Khalil ni Juma habían prestado la menor atención al ataque que la pinaza había sufrido desde el flanco opuesto. El joven árabe acariciando el gatillo, empezó a soltar andanadas alternativas, de tres a cinco proyectiles, con ambos cañones. Las armas se estremecían en la plataforma, pero Juma las mantenía apuntando hacia la lancha, cada vez más próxima. Fitz pudo observar, a simple vista, cómo se estremecía la lancha patrullera al recibir las descargas que disparaban los cañones manejados por Juma. Pese a todo, la lancha seguía avanzando hacia ellos a toda máquina.

Una vez más, Fitz se preguntó qué estaría pensando en aquellos momentos el capitán de la lancha patrullera. Ante sus ojos no había señal alguna de actividad hostil. No existía ni siquiera la más remota posibilidad de que el oficial indio al mando de la lancha hubiera sido advertido Jamás respecto a una posibilidad parecida a la actual. Por lo tanto, no había forma de que pudiera imaginar siquiera lo que le estaba ocurriendo a su embarcación. Y Juma, entusiasmado, seguía lanzando andanada tras andanada contra la proa de la lancha enemiga.

Fitz miró brevemente por la tronera y comprobó que la lancha que avanzaba hacia ellos desde el Sur estaba ya al alcance de sus cañones. Ahora, más que nunca, deseaba poder captar por radio las comunicaciones entre las dos lanchas y la gran fragata al mando de las operaciones. Después de aquel cañonazo que estuvo a punto de hundirlos, la pinaza no había corrido ningún peligro. Fitz supuso que en aquellos momentos la pinaza estaría ya fuera del alcance de los cañones de la fragata. Pero las dos lanchas seguían siendo una amenaza. Volviéndose hacia Juma, Fitz comprobó que el joven seguía disparando contra la lancha, que estaba cada vez más cerca —ahora, apenas a mil metros de distancia—, y los artilleros empleaban, impotentes, las pesadas ametralladoras de calibre cincuenta, que Juma aún no había puesto fuera de combate. Mas, al parecer, la lancha no marchaba ya a tanta velocidad como antes.

Por un instante, Fitz sintió la tentación de hacerse cargo de los cañones, al menos para inutilizar las ametralladoras de la lancha, antes que la pinaza se pusiera a tiro de las mismas. Pero, pensándolo mejor, rechazó la idea. Si los muchachos lo hacían todo por su cuenta, nunca más tendría que realizar un viaje de aquella naturaleza. Fitz puso una mano en un hombro de Juma, para indicarle que le prestara atención.

—Tienes que anular las ametralladoras calibre cincuenta —dijo Fitz, como un susurro, en el oído de Juma—. Tómate tiempo, apunta con todo cuidado, calcula una distancia de ochocientos metros y, ¡por Dios!, acaba de una vez con ellos.

Juma, con toda calma, apuntó bien y lanzó varias andanadas, de cinco disparos cada una.

Khalil, que lo observaba todo con sus gemelos, dejó escapar un grito de alegría. Fitz, le arrancó los gemelos de las manos y los enfocó hacia la embarcación enemiga. No había ni vestigios de los dos artilleros que manipulaban la pesada ametralladora y, además, el arma aparecía arrancada de su plataforma; caída sobre cubierta, estaba sujeta, al parecer, sólo por uno de los tres soportes que la mantenían sobre el pedestal. Fitz dio unas palmaditas a Juma en un hombro. Ahora ya era evidente que la lancha enlentecía su velocidad, aunque seguía avanzando hacia ellos.

A través de la tronera, Fitz vio que la otra lancha patrullera ya estaba perfectamente a tiro, aunque se hallaba bastante a popa de la pinaza. Iba a ser muy difícil poder alcanzarla disparando desde la tronera del costado. Fitz volvió a dar palmaditas a Juma y a Khalil en un hombro, antes de señalar, extendiendo un brazo, a la segunda lancha, lanzada en persecución de la pinaza.

Ahora la pinaza se hallaba fuera del alcance de los cañones de la fragata, la segunda lancha patrullera lo perseguía por detrás, aproximándose lenta, pero inexorablemente, ganando terreno minuto a minuto. Habría sido tentador disminuir la velocidad de la pinaza, dejar que la lancha se pusiera a tiro y hacerla volar por los aires con los cañones; pero con ello, la pinaza se habría colocado, a su vez, dentro del radio de acción de los cañones de la fragata, que de inmediato habría empezado a acosarlos con sus cargas explosivas. Lo más importante, por ahora, era escapar del grandullón. Tal vez las dos lanchas estaban en contacto, y sus capitanes habrían llegado a la conclusión de que la pinaza, de algún modo misterioso, estaba armada y disparaba. De todos modos, el capitán de la segunda lancha —la que aún se mantenía en persecución de la pinaza— no podría creer fácilmente que una pinaza de madera pudiese disparar contra su nave, ya que no había ninguna señal de que la pinaza llevara armas de ninguna clase.

Fitz señaló con un ademán la tronera del extremo de la popa de la pinaza. Luego golpeó con una mano la barandilla de protección que aprisionaba los cañones. No necesitaba hacer más indicaciones: Khalil quitó la tuerca que ajustaba uno de los ángulos de la barandilla, levantando el tubo de acero de modo que los cañones, con el silenciador acoplado, pudieran ser extraídos de la jaula de protección que los encerraba, para que no causaran daños irreparables en la propia pinaza. Luego retiró la tuerca del ángulo superior de la jaula, levantó la barandilla, y Juma colocó los cañones en la jaula trasera, al tiempo que Khalil reajustaba las tuercas de la misma. Juma estaba ya en condiciones de lanzar una dosis letal de su medicina contra la lancha que los perseguía implacablemente.

Con los gemelos, Khalil veía cómo se acercaba la lancha patrullera. Tan pronto como se puso a tiro, Khalil gritó. Juma apretó el gatillo, y los dos cañones gemelos de veinte milímetros empezaron a sembrar la destrucción, lanzando sus andanadas desde la parte trasera de la pinaza. De nuevo el blanco era pequeño y difícil, puesto que la lancha patrullera que los perseguía también avanzaba de proa hacia ellos; pero Juma consiguió acertarle con sus cargas explosivas, barriendo la cubierta y dando de lleno a la ametralladora de calibre cincuenta con un poderoso diluvio de balas, que la arrancó de la plataforma, al tiempo que los destrozados cuerpos de los dos artilleros caían pesadamente sobre el puente de mando. Juma siguió disparando sobre la nave perseguidora, hasta que ésta pareció inclinarse de popa y detenerse para siempre al nivel del agua.

Con las dos lanchas patrulleras fuera de combate, Fitz salió corriendo hacia la cubierta principal, en el momento en que el palo mayor de la pinaza se inclinaba hacia delante sujeto por los cables y la cabina de mando se abría por los cuatro costados, dejando al descubierto las dos ametralladoras gemelas de calibre treinta. Sepah modificó el rumbo de la pinaza, guiándola directamente hacia la lancha que los había perseguido hasta poco antes y que ahora se hundía inexorablemente. A una orden de Sepah, Mohammed empezó a barrer la cubierta de la lancha enemiga con el fuego de las ametralladoras, acabando con varios guardias costeros que trataban de abandonar la nave, la cual partida por la mitad, hacía aguas rápidamente. La otra lancha hacía un desesperado esfuerzo por alejarse de la pinaza y emprender la huida; pero no bien se hubo convencido de que no quedaban supervivientes en la lancha hundida, Sepah se lanzó en persecución de la que intentaba huir. En pocos instantes se encontró la pinaza lo bastante cerca como para que el fuego graneado de las ametralladoras gemelas de Mohammed barriera la cubierta de la lancha sin dejar ni vestigios de vida. Los indios ni siquiera intentaron disparar las ametralladoras de calibre treinta, ya que se hallaban expuestas al fuego implacable que disparaba Mohammed desde la pinaza.

Sepah hizo dar una vuelta en torno a la lancha patrullera que ya empezaba a hundirse, buscando cualquier posible superviviente. Pero no quedaba nadie con vida entre los restos de la embarcación, y si había alguien, seguramente preferiría hundirse con su barco, antes que salir a la superficie para que lo hicieran picadillo.

Lentamente, Fitz atravesó la cubierta y subió al puente de popa. Sepah lanzaba gritos de victoria, la mirada hacia lo alto, siempre sosteniendo el timón. Como hipnotizado, Mohammed seguía lanzando andanadas contra la nave que se hundía.

—¡Sepah! —gritó Fitz—. De aquí a un minuto estaremos a tiro de los cañones de la fragata. ¡Salgamos pitando de aquí!

Sepah lanzó una mirada hostil a Fitz.

—No queremos que quede ningún superviviente que pueda informar sobre lo nuestro, ¿verdad?

Rápidamente hizo girar el timón, poniendo de nuevo rumbo Noreste, con los tres motores funcionando a todo gas. Fitz bajó otra vez a las bodegas y observó cómo Juma y Khalil, con gran eficiencia, empezaban la laboriosa tarea de limpiar los cañones de veinte milímetros, cubriéndolos con paños engrasados, para luego cerrar las troneras.

El hombre herido por la metralla yacía sobre cubierta. Le habían vendado adecuadamente la cabeza. Aparte una zona de cubierta que había sido arrancada de cuajo, la pinaza se encontraba en buenas condiciones y avanzaba suavemente por el mar de Arabia, alejándose poco a poco de las costas de la India. Una vez en alta mar, había pocas posibilidades de que una embarcación de mayor tamaño de las lanchas patrulleras pudiera interceptar la pinaza. Por otra parte, los artilleros de Sepah habían demostrado que podían deshacerse de las lanchas patrulleras del servicio de guardacostas de la India, sin demasiadas dificultades.

Al tiempo que avanzaban mar adentro, Sepah iba reduciendo la potencia de los motores. Había que ahorrar todo el combustible que se pudiera. La velocidad ya no era primordial, a menos que se vieran amenazados de nuevo por las lanchas patrulleras, mar adentro.

Desde el momento en que Fitz, hacia el alba, se había negado a abrir fuego contra las naves del servicio de guardacostas de la India, él y Sepah no habían vuelto a hablarse. Ahora, cuando iba oscureciendo, y la pinaza, gobernada por Issa, su nakhouda regular, seguía su rumbo plácidamente, tendría que producirse la inevitable confrontación. No quedaba otro remedio, teniendo en cuenta que Fitz y Sepah compartían un camarote.

Fitz no sentía más que alivio al comprobar que acababa de escapar a una situación que había estado a punto de ser fatal. También le parecía poder justificarse ante sí mismo. Había obrado rigurosamente de acuerdo con las leyes internacionales, aun corriendo el riesgo de perder la fortuna que le proporcionaría aquel viaje, amén de su vida y la de todos los miembros de la tripulación. Habría sido muy fácil mantenerse fuera del alcance de los cañones de la fragata y hacer saltar por los aires a las dos motoras que los acosaban…

—Buenas noches —dijo Fitz al entrar en la cabina.

Sepah movió la cabeza silenciosamente, en señal de saludo. El sirviente encargado del café se acercó a Fitz y le ofreció una taza. Fitz la cogió y sorbió la hirviente y fragante infusión. Sepah le seguía mirando sin decir una palabra. Finalmente, para romper un silencio tan embarazoso, Fitz señaló:

—Había que hacerlo, a mi manera. Ninguno de nosotros es un asesino… O al menos así lo creo —agregó.

Sepah movió afirmativamente la cabeza. Al menos era una forma de responder.

—Opino que te tendrías que sentir tan aliviado como yo por haber podido salir de las aguas territoriales de la India. Tengo la conciencia tranquila, al pensar que sólo cuando empezaron a perseguirnos ilegalmente, entonces, y sólo entonces, porque tenían la evidente intención de abrir fuego contra nosotros, sólo entonces, repito, y porque era inevitable, nosotros disparamos primero.

El hosco semblante de Sepah se iluminó con una débil sonrisa.

—Ahora que estamos lejos y a salvo, puedo aceptar tu punto de vista e incluso compartirlo, aunque sé con absoluta certeza que ellos no obedecen más leyes que las que adoptan. Ya viste con tus propios ojos cómo la primera lancha patrullera se disponía a interceptarnos en aguas internacionales.

—Es verdad. Pero ahora podré emplear mi parte de las ganancias sabiendo que no he asesinado a nadie para obtener ese dinero. Si había un inglés en alguno de esos barcos, debió ordenar a los indios que se detuvieran, una vez superado el límite de las doce millas.

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