Dubai

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Segunda parte » Capítulo XXII

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CAPÍTULO XXII

Con grandes zancadas, y en un estado de agitación extrema, Brian Falmey entró en el despacho de Jack Harcross, jefe de Policía de Dubai, ex oficial de las fuerzas del orden coloniales británicas y que ahora trabajaba para el jeque Rashid, con la misma función que antes: mantener la ley y el orden en el Emirato. Harcross no era un hombre que se dejara avasallar fácilmente.

—Hola, Brian —dijo, a modo de saludo, a su compatriota—. Siéntate. La verdad es que no te esperaba.

—Lamento no haber llamado antes, pero he recibido unos informes de lo más desalentadores procedentes de Bombay. Al parecer, dos lanchas patrulleras del servicio de guardacostas de la India han desaparecido en alta mar. La primera de ellas se desvaneció literalmente sin emitir ninguna señal. Y ayer, otra se hundió misteriosamente. Había transmitido por radio que iba en persecución de una pinaza cuando, de repente, su casco saltó en pedazos. La tripulación india de la lancha no pudo distinguir la presencia de armas de ningún tipo a bordo de la pinaza y, sin embargo, el capitán comunicó por radio que su barco se estaba hundiendo partido por la mitad. Ésas fueron las últimas palabras recibidas de la lancha patrullera.

—Mal asunto, Brian. Pero la verdad es que no alcanzo a comprender qué tiene que ver todo eso con las fuerzas policiales de Dubai.

—Pues que la pinaza que destruyó tales lanchas procedía de la ensenada de Dubai.

—Pero ¿cómo diablos has llegado a comprobar eso?

—Todavía no puedo probarlo. Pero tengo la certeza de que ese ex coronel americano, Lodd, se encuentra detrás de todo esto.

—Brian, ¿acaso no acabas de decir que las dos lanchas desaparecieron en alta mar, sin duda mucho más allá del límite de las doce millas?

—Sí, eso parece.

—¿Y acaso no he oído decir también que tales lanchas patrulleras se dedican a capturar pinazas procedentes de Dubai, fuera de los límites de las aguas territoriales?

—Supongo que eso también sucede.

—Por tanto, ¿no puede un capitán defender su embarcación y su cargamento, oponiéndose a los piratas en alta mar?

—No me vengas ahora con tecnicismos, Jack. Lo cierto es que ese americano ha traído aquí lo necesario para armar una pinaza. Tengo la certeza de que esa forma de proceder está reñida con la ley.

—Por supuesto, Brian, por supuesto. Su Alteza tiene opiniones muy definidas respecto a cualquier tipo de armamento que entre en la ensenada sin haber pasado por un registro previo. Lo curioso es que nunca hasta hoy había oído decir que Sepah armara sus pinazas.

—Jack, quiero que detengas a ese americano. Sácalo de la embarcación de Sepah. Registra la nave tan pronto como regrese. Estoy seguro de que podrás comprobar la existencia de armas a bordo.

—Sabes que Sepah es íntimo amigo del jeque Rashid. El jeque está asociado a todas las empresas comerciales que se realizan en la ensenada. No sé si sería una muestra de inteligencia verse envuelto en algo contra Sepah.

—No podemos permitir que sigan sucediendo esta clase de cosas. Ese americano pasará de una aventura ilegal a otra, impunemente, sin detenerse. Hay que impedir que siga adelante, hay que detenerlo y deportarlo.

—Mira, Brian, tengo la impresión de que el coronel Lodd es huésped personal de Su Alteza. De todos modos, ¿qué tienes contra él? Si estás de veras tan alarmado por el tráfico de armas, ¿por qué no haces algo respecto a Jean Louis Serrat? Todos sabemos que se dedica a vender armas y municiones de producción francesa a todo comprador del golfo de Arabia que tenga el dinero suficiente para adquirirlas. A ése sí que me gustaría cogerlo in fraganti. Pero claro, Serrat es demasiado listo para hacer algo así. Sin embargo, estoy seguro de que lleva a cabo sus tejemanejes aquí en Dubai.

—¿Acaso quieres decirme —interrumpió Falmey, sin ocultar su irritación—, Jack, que te niegas a registrar la pinaza cuando regrese? ¿Que te niegas a arrestar a ese americano si descubres la existencia de armas a bordo?

—Déjame pensarlo, Brian. Prefiero hablar antes con Su Alteza —dijo Harcross, sonriendo—. Veré qué puedo hacer y me pondré de nuevo en contacto contigo.

Falmey se puso de pie.

—Te llamaré mañana. Pero si obtengo más información sobre este asunto, me pondré en contacto contigo de inmediato.

—Sí, es lo mejor que puedes hacer, Brian.

En modo alguno satisfecho con la actitud adoptada por Jack Harcross, Falmey abandonó el cuartel de Policía y, subiendo en el coche, regresó a su oficina, donde lo estaba esperando el reportero David Harnett, Falmey había hablado con Harnett en diversas ocasiones, porque el reportero andaba siempre en busca de buenas noticias y el agente político británico sabía lo mucho que valían unas buenas relaciones con la Prensa, sobre todo en un periodo tan complejo como el actual, con la inminente evacuación de todas las tropas británicas estacionadas en los Estados del Golfo y, por ende, con la desaparición de la influencia militar británica en esa zona. Para 1971, en fecha aún no determinada, aquellos Estados se convertirían en una nación árabe independiente y, antes de que eso ocurriera, era imprescindible establecer en la zona una influencia británica firme y permanente.

—Hola, David, ¿qué tal? —dijo Falmey, acercándose al reportero—. ¿Me necesita para algo?

—Estoy siguiendo una historia, Mr. Falmey, comprobando todas las pistas. La misma historia de la que hablamos hace unos días.

—¿Se refiere usted a ese tal Lodd, ese coronel norteamericano expulsado del Ejército?

—Exactamente, señor. El mismo. Hace cinco noches lo vi en el momento de subir a bordo de una pinaza anclada junto a los muelles de la parte de la ensenada perteneciente a Deira. Era una pinaza propiedad de Sepah. Antes, cuando hablamos del tema, me indicó usted que era probable que Lodd estuviera trabajando con Sepah en lo que aquí llaman reexportación de oro. Además, usted era de la opinión de que Lodd, de algún modo, se las había ingeniado para introducir armamento en Dubai, y que tal armamento se había montado en la pinaza.

Falmey asintió con la cabeza, incitando al otro a proseguir.

—Pues antes de que todos se marcharan, intercambiamos unas palabras —siguió diciendo Harnett—. Me dijo que la pinaza se dirigía a Kuwait, y que él iría a bordo simplemente para hacer un viaje. Como es natural, no me creí una sola palabra de lo que me dijo. Tenía la certeza de que iba a Bombay o a algún puerto de contrabandistas cercano a Bombay, donde sería descargado el oro. De todos modos, para asegurarme, decidí volar a Kuwait y, una vez allí, me dirigí a los muelles y los recorrí durante un día entero, observando bien todas las pinazas que tocaban puerto y puedo asegurarle que la pinaza en que viajaba Lodd no fue a Kuwait.

Falmey rió.

—Por supuesto que no fue a Kuwait ni a ningún otro sitio que no fuera la costa de la India. Y, además…

Falmey fue interrumpido por la entrada de John Brush, visiblemente alterado.

Mr. Falmey, acabamos de recibir información procedente de Bombay…

Interrumpiéndose, el funcionario del Servicio Exterior miró suspicazmente a Dave Harnett.

Mr. Harnett… —empezó a decir Falmey.

Antes de que terminara, Harnett se había puesto de pie.

—Esperaré afuera hasta que acaben de hablar —dijo.

—Bien, Harnett. Lo volveré a llamar en seguida.

—¿Sabes? Para ser norteamericano y periodista, no es mal tipo el muchacho.

—Vamos, Brush, ¿cuáles son esas noticias procedentes de Bombay?

—Acabamos de recibir informes de que una tercera lancha patrullera ha sido destruida a cañonazos mientras iba en persecución de lo que parecía ser una inofensiva pinaza, en las cercanías de Bombay.

Falmey golpeó en la mesa con la palma de una mano y se puso de pie.

—¿Otra? —gritó.

—Había un alférez inglés a bordo, señor. Nuestros hombres de Bombay dicen que es un gran misterio lo que está ocurriendo. Y las señales de radio procedentes de las lanchas patrulleras no parecen definirse sobre el hecho de si han sido o no atacadas con armas de fuego.

—No, por supuesto que no —murmuró Falmey—. Ese maldito Lodd es un demonio ingenioso y astuto. He logrado obtener ciertos informes relativos a su persona. Era considerado como un experto en guerra de guerrillas. Pero ser responsable de la muerte de un oficial naval británico es ir demasiado lejos. Envíame de nuevo a ese reportero y trata de averiguar todo lo que puedas de Bombay.

Brush abandonó el despacho de su superior y dijo a Harnett que podía entrar.

—Siéntese, Harnett —dijo Falmey—. Creo que puedo darle más información relativa a ese tal Lodd.

Harnett sacó lápiz y libreta y escribió cuidadosamente, prestando gran atención, todo lo que Falmey le iba diciendo.

—Yo aseguraría que Lodd y Sepah trabajan juntos en este asunto —concluyó Falmey—. Sabe muy bien lo gravoso que les resulta cada «accidente» (así es como llaman al hecho de tener que desprenderse del oro para no entregarlo en manos de los miembros del servicio de guardacostas de la India). Sepah ha sufrido dos «accidentes» de ese tipo. Y, para evitar otros, contrató a su coronel Lodd…

—Por favor, Mr. Falmey, no se refiera a esa persona llamándola «mi» coronel Lodd. El hecho de que sea norteamericano no supone que también sea mío.

Falmey trató de aplacar al reportero americano.

—Lo siento, Mr. Harnett. Temo estar muy nervioso ante el giro de los acontecimientos. Evidentemente, el tal Lodd es un renegado. Un renegado internacional. En todo caso, lo cierto es que ha matado a Dios sabe cuántos marinos indios y a un oficial, británico, y todo eso, en los últimos cuatro días y sin salir del mar de Arabia.

—¿Puedo publicar eso, Mr. Falmey?

—Haga lo que le parezca. Tengo la plena certeza de que todo lo que le he dicho es verdad. Advertí a Lodd que no luchara contra las lanchas del servicio de guardacostas de la India. Le dije que podía haber oficiales británicos a bordo de las mismas. Sin embargo, y según todos los indicios, ha hecho caso omiso de mis consejos. Por supuesto que puede publicar todo esto. Y si quiere seguir adelante y observar de cerca el desarrollo de esta historia, no se mueva de Dubai y manténgase en contacto conmigo. Cuando la pinaza contrabandista regrese a Dubai, verá cómo registramos la embarcación, y la confiscamos y detenemos a Lodd.

—Ahora no me marcharía de aquí por nada del mundo —respondió Harnett—. También seguiré investigando por mi cuenta. Apreciaría enormemente, señor, que me llamara al «Hotel Carlton» si recibe alguna información nueva. Mientras tanto, transmitiré lo que sé hasta ahora.

—Tengo una buena idea, Harnett, y se la brindo. Una vez haya transmitido su historia, y después que los suyos hayan tenido el tiempo suficiente para dar un «avance»…, ¿es así como se dice?

—Sí, un avance.

—Pues bien, ¿por qué no llama después a los encargados del boletín de la «Agencia Reuter» local y les da la oportunidad de publicar la historia y darla a conocer por lo menos aquí?

—Gracias, señor. Ya lo creo que lo haré. Ahora, si me lo permite, me marcharé. Tengo que trabajar a toda prisa en esta historia.

—Adelante, Harnett. Llámeme sin vacilar si necesita cualquier cosa. Ya sabe el número de este despacho.

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