Dubai

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Segunda parte » Capítulo XXIII

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CAPÍTULO XXIII

Luego de tres días de crucero, alternando las velas con los motores a baja velocidad, la pinaza de Sepah hizo su entrada en el golfo de Omán. La tripulación trabajó intensamente para reparar el daño causado por el cañón de tres pulgadas y la pinaza ya empezaba a parecer como nueva. Fitz sentía crecer su aprensión momento a momento respecto a la sorpresa que Sepah le había prometido. Al principio, se preguntó seriamente si no cabría la posibilidad de que le metieran una bala en la cabeza y lo arrojaran por la borda. Pero Sepah no era un asesino; de hecho, Fitz tenía la sensación de que Sepah también se había sentido aliviado al no tener que abrir fuego contra las lanchas patrulleras dentro de aguas territoriales.

—Algún día, muy cercano —le advirtió Fitz—, tendrás que aceptar que la Armada de la India y su servicio de guardacostas descubrirán lo que llevas en la pinaza y se pondrán a actuar de acuerdo con eso. Armarán sus embarcaciones con cañones de cuarenta milímetros montados de a cuatro. Lo mejor que puedes hacer es volver a utilizar el antiguo sistema de transporte para los cargamentos de oro, haciendo que los compradores indios salgan a tu encuentro fuera del límite de las doce millas y allí entregarles la mercancía. O desprenderte del oro que lleves si ves que están a punto de capturarte.

—Lo haré, Fitz. Por supuesto que lo haré —dijo Sepah, riendo—. Pero en esta ocasión, tan sólo en esta ocasión, el elemento sorpresa estaba de nuestra parte. Por eso decidí lanzarme a fondo, hablar con mi gente en la India y cobrar en el acto y personalmente. Nunca nadie intentará transportar a la India un cargamento de oro tan voluminoso como el que acabamos de entregar nosotros. Y ahora vamos de regreso a casa llevando la mitad de nuestras ganancias a bordo de la pinaza. ¿Te das cuenta de la gran cantidad de dinero que recibirás antes que pase una semana? No tendrás que esperar tres o cuatro meses para hacerte con ese dinero, lo recibirás ahora.

Fitz seguía preocupado por la sorpresa que Sepah le tenía preparada cuando la embarcación ya se aproximaba al estrecho de Ormuz. Ya se distinguía la isla de Quoin, a babor. A la derecha tenían Irán y, a la izquierda, Arabia. Lo que Fitz deseaba en aquellos momentos era ver a Laylah cuanto antes. Ahora era un hombre rico. Por sólo este viaje, obtendría unas ganancias cercanas a los trescientos mil dólares, según los cálculos aproximados que había realizado con Sepah, incluso habiendo rechazado su parte en los importantes beneficios que produciría el hachís. Se lo había jugado el todo por el todo, convirtiéndose en un hombre distinto. Estaba dispuesto a ensanchar su estilo de vida. Ahora tenía por delante el petróleo, las finanzas y la diplomacia, empresas a las que podría lanzarse con toda confianza, después de haber empezado con tan buen pie.

Ya estaba mediada la mañana cuando llegaron al golfo de Arabia.

—Ahora —explicó Sepah, por fin—, nos encontramos a cien kilómetros de la isla de Abu Musa, que iremos a visitar.

—Entiendo —dijo Fitz, con alegría—. A nueve millas de Abu Musa, en las aguas costeras de Kajmira, se han hecho prospecciones sísmicas que indican que podremos descubrir petróleo.

—Correcto. Pensé que te gustaría ver la isla con tus propios ojos.

—Me has tenido preocupado durante los tres últimos días. Pensé que esa sorpresa que mencionaste tendría algún aspecto siniestro.

Sepah sonrió inescrutablemente.

—Es una isla muy interesante.

Ordenó que se diera un poco más de velocidad a los motores, ahora que ya no había ni la más remota posibilidad de tener que huir de una lancha patrullera y, al caer la tarde, la embarcación hacía su entrada en un pequeño puerto ubicado al suroeste de la isla. A lo lejos se divisaba la colina rocosa de ciento cincuenta metros de altura, situada en el extremo noreste de Abu Musa.

—El lugar parece más bien estéril —comentó Fitz.

—Hay una sola industria en toda la isla —dijo Sepah y en seguida, riendo burlón—: Supongo que debería decir dos. En la parte occidental de la isla hay una mina de óxido rojo. La gente de la isla posee maquinarias con las que produce unas dieciséis mil toneladas al año. Toda la producción es enviada, por mar, a una fábrica de pinturas y cosméticos de Irán.

La tripulación se afanaba atracando la embarcación al pequeño muelle de madera.

—¿Quieres bajar a tierra? —preguntó Sepah.

—Bueno, aunque no parece que haya mucho para ver —dijo Fitz.

Pasando por encima de la borda, Fitz saltó al muelle. Eran alrededor de las cinco de la tarde, el sol ya descendía lentamente hacia las aguas del Golfo y Fitz avanzaba entre las agobiadas y frágiles casuchas de barro. El único signo de autoridad era la estación de Policía, ubicada en una plaza polvorienta, con un asta donde flameaba la bandera del Sharjah, uno de los Estados de la Tregua que reclamaba soberanía sobre la isla.

Mujeres cubiertas con velos iban y venían de las fuentes situadas en las afueras del villorrio, donde recogían agua en cubos. Fitz no podía imaginarse un lugar más lúgubre y monótono aunque, por cierto, también podía representarse los cambios que se empezarían a producirse no bien el petróleo comenzara a manar, a nueve millas de las costas de la isla. Alrededor de la isla, las aguas eran profundas, de modo que podía construirse un buen puerto. Evidentemente, la isla se convertiría en una excelente terminal petrolífera. Los oleoductos se alargarían las nueve millas desde los pozos hasta los depósitos de la isla.

Al haber estudiado mapas e informes geológicos, estaba enterado de que también tenía que haber buena pesca en la zona, y la pesca era uno de sus pasatiempos preferidos, a pesar de que en los últimos tiempos no había tenido posibilidades de dedicarse a ella.

Fitz volvió lentamente a la pinaza, donde, para su asombro, vio una fila de hombres, pakistaníes e indios, cada cual cargando un pequeño bulto, y subiendo ordenadamente a la embarcación. Fitz se quedó observando a los hombres que subían a bordo y se distribuían apretadamente por cubierta. Calculó que a la pinaza habían subido unos cien hombres. Cuando la embarcación ya había recibido toda su carga humana, apenas quedaba lugar para que Fitz pudiera pasar hacia la escalinata y escalones arriba hacia el puente de popa, donde se encontraba Sepah.

—Temo haber juzgado mal al decidir que no había ningún propósito siniestro en tu interés por detenerte en Abu Musa —dijo Fitz, moviendo la cabeza al tiempo que observaba la multitud apiñada en cubierta.

—Estos hombres no pueden trabajar en su patria —explicó Sepah—. El Gobierno indio, al igual que el de Pakistán, están encantados de poder quitárselos de encima, mientras que en Dubai y Abu Dhabi se necesita desesperadamente mano de obra. El hecho de que se considere ilegal la entrada de estos hombres es un tecnicismo que puede reportar enormes beneficios.

—Debe de haber un motivo por el cual sea ilegal la entrada de estos hombres.

—Se trata de una ley vieja. Los ingleses piensan que entre estos hombres pueden meterse agitadores comunistas, aunque, ¿a quién van a agitar allí donde van, salvo a sí mismo? Abu Musa es una especie de posada a mitad de camino, para todos ellos. En embarcaciones indias los trasladan hasta ese lugar y luego embarcaciones de Dubai, con los contactos apropiados, los depositan en la costa.

Sepah se volvió a Issa.

—En marcha —dijo—. Quiero llegar a Kajmira antes del amanecer.

La ensenada de Kajmira, iluminada especialmente por los hombres de Sepah, que hacía ya dos noches que aguardaban en el lugar, empezó a destellar, mostrando la masa de tierra hacia la que se dirigía la pinaza, a eso de las tres de la madrugada. Lentamente, Issa condujo la embarcación hacia una corriente muy fangosa y, siguiéndola, hasta un muelle ubicado frente a los almacenes de Sepah. Todas las operaciones que Sepah realizaba en el lugar contribuían de manera importante a acrecentar el tesoro del jeque Hamed.

Los inmigrantes ilegales fueron retirados de la embarcación y conducidos hacia el muelle, proceso que se llevó a cabo en breve tiempo. Se notaba que todos aquellos hombres estaban ansiosos por alcanzar su destino. Junto al muelle había camiones esperando transportarlos a Dubai y Abu Dhabi, donde los esperaban unos campamentos que no eran otra cosa que campos de esclavitud disfrazados. Dos días más tarde, todos estarían trabajando en los proyectos de construcción que se realizaban en los Estados de la Tregua.

—¿Cuánto puede costar trasladar un cargamento de este porte hasta los Estados de la Tregua? —preguntó Fitz.

—¿En dinero vuestro? Unos cien dólares por cabeza. Así que, ya ves, hemos ganado diez mil dólares limpios con ese pequeño rodeo.

—No parece que ésos tengan ni un dólar, y mucho menos cien dólares juntos —comentó Fitz.

—No los tienen. Hasta la última rupia que tenían la invirtieron en trasladarse a Abu Musa. Pero a nosotros nos pagan las empresas constructoras, que, a su vez, descuentan los gastos del pasaje del salario de sus obreros. Estos hombres pueden trabajar y enviar dinero a sus hogares, gracias al florecimiento vertiginoso que ha experimentado la construcción en los Estados de la Tregua.

Después de haber descendido los inmigrantes ilegales, cuatro obreros de los almacenes empezaron a colaborar con los miembros de la tripulación de la pinaza en las tareas de descarga de las barras de plata y las sacas de hachís.

—Una cosa que el jeque Rashid nunca permitirá que sea descargada en los muelles de Dubai son los narcóticos, en cualquiera de sus variantes —dijo Sepah—. Afortunadamente, el jeque Hamed no tiene reparos de ese tipo, siempre que la cantidad de dinero requerida fluya hacia sus arcas.

—¿Cómo te deshaces del hachís?

—Mañana por la noche ya no quedará nada de hachís aquí. Sólo me basta hacer una llamada a Beirut para que de inmediato envíen un avión a recoger el cargamento. Cerca de aquí hay un pequeño terreno, unos dos kilómetros cuadrados de arena muy dura, donde los aviones pueden aterrizar y despegar sin inconvenientes, y siempre que valga la pena. Y, además, me pagan en metálico aquí mismo. Al parecer, esta organización puede absorber limpiamente todo el hachís que consigamos enviarle.

Para cuando el sol empezaba a despuntar por encima de las montañas que había detrás de Kajmira, ya habían sido apiladas en los almacenes todas las barras de plata y todas las sacas de hachís. Fitz, por su parte, calibraba la posibilidad de regresar a Dubai en coche en vez de utilizar la pinaza. Entonces fue cuando apareció un coche. Ibrahim, viejo amigo de Fitz, descendió del vehículo, con sus blancas vestiduras volando a su alrededor al tiempo que se acercaba, a grandes pasos, al lugar en que se hallaban Fitz y Sepah.

—Amigos —dijo—. Menos mal que os he encontrado. Tengo muy importantes novedades que transmitiros. Al parecer, los británicos ya han recibido noticias relacionadas con vuestro fructífero viaje a la India. El mua’atamad ha persuadido a Jack Harcross para que os espere, con un destacamento de exploradores de Omán, no bien entréis a la ensenada. Tienen la intención de inspeccionar la nave y, en caso de que encuentren a bordo cualquier cosa que se asemeje siquiera a un arma de fuego, Fitz, el norteamericano, será arrestado. Saben que han sido destruidas tres lanchas patrulleras del servicio de guardacostas de la India y culpan de todo eso a Fitz. Al parecer, un oficial británico murió en el combate.

—¿Cómo has conseguido enterarte de todos estos datos? —preguntó Fitz.

—Los escuché en palacio.

—Gracias Ibrahim —dijo Fitz—. Me has hecho un gran servicio.

—Y también me has servido de mucho a mí, al ponerme en antecedentes de lo que debo esperar para cuando llegue a la ensenada —dijo Sepah.

Ibrahim les hizo una reverencia y se volvió hacia su «Mercedes-Benz», con chófer y neumáticos especiales para rodar por la arena.

—Me alegra haber sido útil —dijo—. Sé que actuaréis con cautela. El jeque sólo desea lo mejor para sus amigos.

Fitz y Sepah observaron la partida de Ibrahim.

—Aun teniendo en cuenta que no me espera, creo que éste es un buen momento para hacerle una visita al jeque Hamed —dijo Fitz.

—Muy buena idea, Fitz —dijo Sepah, totalmente de acuerdo—. Tengo un «Land Rover» de más, que puedes utilizar para regresar por tu cuenta a la ensenada. Yo también regresaré en coche y ordenaré a Issa que elimine toda señal de las armas de fuego antes de llevar la pinaza a la ensenada de Dubai. ¿Crees que podrás llegar a Dubai, viajando sobre la costa? ¿Sabrás cómo hacerlo?

—Estoy seguro de que sí. El único problema es evitar el Khor, después de Sharjah. Simplemente tendré que esperar la marea baja para poder pasar. Eso es todo. Iré a ver al jeque Hamed ahora mismo y en seguida regresaré a colaborar en la tarea de retirar los cañones y los montantes de la pinaza.

—Ven a verme a mi casa esta noche —dijo Sepah, dirigiendo a Fitz una mueca maliciosa—. Allí podremos repasar las cuentas.

—Será un verdadero placer, Sepah.

A las siete y media de la mañana, Fitz hacía su entrada en la residencia del jeque Hamed, donde era recibido por el mayordomo del príncipe. Fue conducido al majlis, o sala del consejo, donde se encontraba el jeque Hamed, sentado en una silla con brazos, bebiendo café, con una mesa a cada lado. Hamed no dio ninguna señal de sorpresa al ver que Fitz hacía su aparición. Con un ademán indicó la silla que se encontraba junto a la mesa a su Izquierda, invitando a Fitz a sentarse. Fitz tomó asiento entre Hamed y su hijo Saqr, con quien se estrechó la mano, intercambiando cumplidos. Por algún motivo —algo que podía distinguir de las impresiones generales— Fitz sentía cierto desagrado por el hijo del viejo Hamed. Tal vez se tratara de ese aspecto hosco que tenía, o de una sensación genérica de desconfianza. De cualquier modo, lo cierto era que Fitz se alegraba de tener que negociar con el viejo príncipe y no con su hijo.

Tras los cumplidos acostumbrados y después de beberse una segunda taza de café, Fitz le preguntó al jeque si había recibido los documentos relativos a la concesión petrolífera. El jeque Hamed, por su parte, le aseguró que ya los había recibido y leído, al igual que sus hijos. En aquellos momentos, los estaba estudiando detenidamente el ministro de finanzas del Emirato y esperaban poder dedicarse a las negociaciones definitivas lo más pronto posible.

—Nos sería de gran ayuda poder hacer algún tipo de arreglo con Abu Musa, que nos permita usar parte de la isla como terminal petrolífera y también como depósito del combustible —dijo Fitz, en tono de sugerencia.

—Tengo la certeza de que podremos llegar a un acuerdo —respondió Hamed.

Ya no había nada más que discutir en el terreno de los negocios, pero Fitz quería estar en condiciones de poder decir que había estado negociando con Hamed cuando regresara a Dubai: por lo tanto, siguió hablando de aspectos generales del negocio del petróleo con el jeque y, finalmente, sin nada más que decir y siendo evidente que su interlocutor ansiaba despachar otros compromisos, Fitz se despidió del príncipe, le dio la mano a su hijo Saqr y a todos los demás árabes presentes en el majlis —alineados contra las paredes, como era lo habitual— y de inmediato se marchó.

Fitz regresó al muelle, donde se encontró con sus tres artilleros, quienes lo esperaban para recibir órdenes. Mohammed, Juma y Khalil habían conseguido dormir unas cuantas horas a bordo de la pinaza después de las tareas de descarga. A mediodía, al terminar el trabajo, no quedaba a bordo de la pinaza ninguna señal que indicara la anterior presencia de armas a bordo. Los cañones, las municiones y los montantes fueron depositados en un rincón del almacén. Fitz, por tanto, ya estaba en condiciones de emprender el viaje de regreso a Dubai a través de las arenas del desierto y a lo largo de las playas, con un recorrido de unos cincuenta kilómetros. Fitz salió en busca de Sepah para arreglar todo lo concerniente a la entrevista ya fijada para esa misma noche, antes de marcharse.

Sepah se encontraba frente a las puertas del almacén observando cómo sus hombres cargaban las sacas de hachís a un camión. Fitz, avanzando hacia donde Sepah se encontraba, podía escuchar el sonido de un avión que daba vueltas en el aire sobre sus cabezas. Fitz miró hacia arriba hasta distinguir un viejo «DC-3» que buscaba lugar apropiado para tomar tierra. Finalmente lo encontró, se enderezó en el aire y descendió.

—No pierdes tiempo en deshacerte de esa mercancía, ¿verdad?

—Es un cargamento que no quiero tener almacenado ni un segundo más de lo indispensable —dijo Sepah, asintiendo—. Casualmente, la gente con la que trabajamos tenía un avión en Kuwait y, gracias a esto, pueden llevarse la mercadería hoy mismo.

—Me marcho, Sepah —dijo Fitz—. Nos veremos esta noche o, si no, mañana en algún momento.

Fitz y Sepah se dieron la mano.

—Ha sido un viaje muy provechoso, Fitz.

—Excelente, Sepah. Me gustaría poder contribuir con mi parte en las regalías no bien firmemos los documentos de la concesión con Hamed. No creo que pase mucho tiempo hasta que obtengamos esa concesión.

Fitz se puso en marcha con el «Land Rover» que le habían entregado en los almacenes de Sepah, abundantemente surtidos de todo lo necesario. En dos horas llegaba al puente de Maktoum, que cruzaba la ensenada. Se encontraba a punto de atravesar el puente hasta el otro lado y dirigirse directamente a su casa cuando se le ocurrió, de golpe, una idea malévola. Encaminó el «Land Rover» hacia el mar y, atravesando la zona de Deira, puso rumbo al «Hotel Carlton». De acuerdo con Ibrahim, debía encontrarse presente un comité de recepción, a la espera de que la pinaza apareciera en la ensenada. Por supuesto, el único lugar en que se podía esperar de una forma relativamente confortable la llegada de la pinaza era el «Carlton», sobre todo teniendo en cuenta que no se conocía ni aproximadamente a qué hora podría arribar la embarcación. El vestíbulo del hotel era un lugar relativamente fresco y además, por supuesto, había un bar donde matar el tiempo. Fitz aparcó el «Land Rover» más o menos a media manzana de la entrada del hotel y empezó a andar a lo largo de la orilla de la ensenada, observando las embarcaciones amarradas a la costa, en filas de a dos, de tres e incluso de a cuatro. Una vez frente al hotel, Fitz cruzó la calle y penetró por la puerta principal, como si se encaminara inocentemente al bar a echar un trago refrescante. Fue entonces cuando, tal como esperaba, vio a Jack Harcross, a Brian Falmey, al coronel Buttres y, sorprendentemente, también al reportero Dave Harnett.

Fitz los saludó como al pasar, dijo que iba a tomar una copa y preguntó si alguno quería acompañarlo al bar. Miró sombrío al reportero.

—A usted también le incluyo en la invitación, Dave —dijo.

Se trataba de la primera ocasión en que llamaba al periodista por su nombre de pila, pero le pareció que aquélla era una oportunidad que ni pintada para empezar. Falmey atravesó a grandes pasos el vestíbulo del hotel dirigiéndose en línea recta hacia Fitz.

—¿Dónde ha estado usted, Lodd?

—Oh, me he trasladado a Kajmira, simplemente, para ver al jeque Hamed. Como habrá escuchado decir, puesto que usted lo escucha todo, tengo la esperanza de conseguir una concesión petrolífera en Kajmira —Fitz miró a Falmey y después su mirada se dirigió al coronel Ken Buttres, a Jack Harcross y a Harnett otra vez—. ¿Y se puede saber que está haciendo este grupo tan poderoso, reunido en el vestíbulo del «Hotel Carlton»?

Echó una ojeada a su reloj de pulsera.

—Bien, ya son casi las cinco. ¿Qué dicen respecto a ese trago? Yo invito, si me permiten.

Falmey, con el rostro enrojecido y fuera de sí de furor, estalló, balbuceando:

—No trate de tomarnos el pelo, Lodd. Usted se bajó de esa pinaza en Kajmira o en algún otro lugar, sacó las armas que había a bordo y las escondió y luego vino en coche hasta Dubai. Sabemos que esa embarcación se encuentra por aquí cerca, en algún lado.

Fitz miró a Falmey, con expresión de franco desaliento.

—Pero Brian. Le he dicho que he estado negociando esa concesión petrolífera. Reconozco que estuve con Sepah un par de días, a bordo de su nueva pinaza. Pero todo lo que hicimos fue pasear. Sabe usted muy bien que adoro los barcos. Pescamos un poco, también —Fitz miró a Harnett—. Tal como Harnett seguramente le habrá dicho, teníamos la intención de dirigirnos a Kuwait, pero Sepah decidió detenerse en Abu Dhabi y allí fue donde me apeé. Estaba verdaderamente ansioso por seguir adelante con las negociaciones respecto a la concesión petrolífera, ¿entiende?

Jack Harcross apenas podía disimular lo mucho que se divertía ante el furor creciente de Falmey. A Harcross nunca le había gustado la idea de revisar la embarcación de Sepah y, además, sabiendo la gran admiración que Rashid sentía por Fitz, no deseaba tener que explicarle al jeque por qué había arrestado a su amigo norteamericano. Por otra parte, tenía la íntima convicción de que cualquier cosa que hiciera el coronel Lodd siempre la haría en beneficio de árabes de alto rango muy próximos al jeque Rashid.

Falmey, loco de furor por la forma en que Fitz había hecho su entrada en Dubai, con su voz elevándose una octava, gritó:

—Para su información, señor coronel degradado, permítame decirle que en la última semana usted ha matado veintiséis miembros del servicio de guardacostas de la India, incluyendo a un consejero británico que se encontraba a bordo de una lancha patrullera en las afueras de Bombay, y que se ha metido en todo eso por oro. No crea que nos vamos a olvidar de lo que ha hecho, señor.

Fitz miró a Falmey con languidez. Imitando lo mejor que sabía el acento inglés, dijo, arrastrando las palabras:

—Querido señor mío, realmente no sé de qué me está hablando. Ya le he dicho que he estado negociando una concesión petrolífera en Kajmira y que también fui a hacer una visita a Ras al Jaimah. ¿Qué es todo eso referente a las armas? Creo que está usted completamente chiflado, Falmey.

Temblando de rabia, sin habla, Falmey no supo qué responder.

Jack Harcross, que hasta ese momento había guardado absoluto silencio, se acercó a Fitz y le entregó una copia del boletín mimeografiado que emitía diariamente la agencia «Reuter». Eso era lo más cercano a un periódico que Dubai podía costear.

—Coronel Lodd —dijo—, ¿tiene algún inconveniente en echarle una ojeada a este reportaje? Por cierto, el relato refleja la opinión de la mayoría de los que estamos en actividad aquí en la ensenada.

Fitz cogió el boletín y empezó a leerlo. Sólo terminó el encabezado, que decía:

«El ex oficial del Ejército americano James Fitzroy Lodd, forzado a retirarse prematuramente después de haber sido profusamente citado en periódicos de todo el mundo por sus declaraciones antisemíticas relacionadas con el conflicto árabe-israelí, es sospechoso de haber armado una pinaza que se dedica al contrabando de oro en el mar de Arabia y de haber disparado contra tres lanchas del servicio de guardacostas de la India que pretendían detener su embarcación».

Fitz se percató de que el reportaje llevaba la identificación de la «Associated Press».

Aparentando absoluta calma e indiferencia, Fitz se volvió hacia Harnett.

—Dave, será mejor que intente probar esta historia porque no estoy dispuesto a permitir que los medios de comunicación me achaquen hechos y declaraciones falsas por segunda vez. Una vez, lo dejé pasar, pero no pienso hacerlo de nuevo. Le prometo, y ahora tengo los medios para cumplir, que pondré pleito no sólo contra usted, sino también contra la «Associated Press» y contra todos los periódicos de los Estados Unidos que publiquen ese reportaje. Después de eso, podrá considerarse muy afortunado si consigue trabajo como copista en un semanario de provincias, Dave.

En cierta forma, Harnett se sintió impresionado por la calma que se reflejaba en el tono de la voz de Fitz.

—Pero todo el mundo sabe que usted sacó dos cañones de veinte milímetros de Irán, los colocó en la embarcación de Sepah y luego partió con él para demostrarle cómo hay que usar esas armas —arguyó Harnett, débilmente.

—¿Todo el mundo lo sabe? —preguntó Fitz, y fijó los ojos en Jack Harcross—. Dime Jack, ¿sabes tú que Sepah y yo disparamos contra tres lanchas de la India? ¿Tiene la Policía alguna prueba de eso?

Harcross sacudió negativamente la cabeza.

—No hay pruebas, Lodd. Sólo fuertes sospechas.

Fitz miró al coronel Buttres:

—Y tú, Ken. ¿Qué pruebas tienes de que exista algo de cierto en este reportaje que escribió Harnett?

—Sólo lo que acaba de decir Jack. No tenemos nada que nadie pueda probar. Pero, personalmente, no nos caben dudas sobre lo que de veras ha ocurrido.

Fitz se volvió hacia Harnett.

—Dave, usted puede hacer una de dos cosas. Puede obtener pruebas concluyentes de lo que usted escribió, y conseguirlas en veinticuatro horas, o, en caso contrario, escribir un detallado mentís, que yo le brindaré, porque si no es capaz de probar esa historia, en veinticuatro horas a partir de este momento me lanzaré con todos mis medios contra usted.

—Traté de localizarlo antes de hacer circular el reportaje —dijo Harnett, quejoso—. Incluso fui a Kuwait en busca de la pinaza. Naturalmente, no apareció por allí en ningún momento. Todos sabemos a donde fue.

—Bien, si lo saben, entonces quieren decir que pueden probarlo.

Harnett se echó hacia atrás en cierta forma.

—Naturalmente enviaré su mentís por teletipo. Todo lo que tiene que hacer es escribirlo o comunicármelo verbalmente ahora mismo. De haber podido encontrarlo antes de hacer circular el relato, habría incluido su mentís en el segundo párrafo o en el tercero. Pero le aseguro que igual habría transmitido la información.

—De acuerdo, Dave, venga hasta el bar conmigo. Voy a tomar un trago mientras escribo el mentís que le entregaré de inmediato. ¿Qué le parece?

—Usted vaya y escriba su mentís. Yo le aguardaré aquí mismo —replicó Harnett.

Fitz se dirigió al escritorio principal, cogió un formulario para telegrama y escribió:

«El ex teniente coronel James Fitzroy Lodd desmintió categóricamente que nada de este reportaje sea verdad. No hay prueba ninguna que pueda involucrarlo con cualquier forma de actividades de contrabando o de haber usado armas de fuego contra embarcaciones del servicio de guardacostas de la India. El teniente coronel Lodd está vinculado a negocios petrolíferos en varios estados del golfo de Arabia».

Fitz regresó hasta donde Harnett se encontraba.

—Puede empezar incluyendo esto en el boletín de «Reuter» de mañana y transmitiéndolo ahora mismo por los canales de la «Associated Press» —dijo, para agregar de inmediato, con la seguridad de los hombres que saben que en poco tiempo van a ser ricos—. Alertaré a mis abogados en Washington, por teléfono, para que a las nueve de la mañana, hora de Washington, mañana mismo, empiecen a investigar si este mentís se ha publicado de manera destacada.

Harnett cogió el formulario de telegrama, leyó brevemente lo que había escrito en el mismo y dijo:

—Haré todo lo que pueda. Me es imposible prometerle que la «AP» transmita este desmentido.

—Mejor que les diga lo que yo acabo de decirle a usted. No es una amenaza, simplemente le digo lo que ocurrirá. De aquí a tres días iniciaré un pleito por daños y perjuicios si la «AP» no presiona con todos sus medios sobre los periódicos que reciben sus servicios para que publiquen este mentís, que no fue incluido en el reportaje.

Dicho esto, Fitz se volvió hacia Jack Harcross y Ken Buttres.

—Ahora voy a tomar un trago. La invitación sigue en pie.

—Te acompaño, Fitz —dijo Ken Buttres.

—Sí, creo que es buena hora para una copa —asintió Jack Harcross.

Los tres se dirigieron al bar situado en la parte de atrás del vestíbulo y se sentaron juntos. Harnett se dirigió al teléfono para llamar a la oficina de la «AP» en Beirut. Brian Falmey, lívido aún, salió frenético del vestíbulo del hotel.

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