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Tercera parte » Capítulo XXXV

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CAPÍTULO XXXV

Fitz regresó a Washington a tiempo para almorzar en el «Twin Bridge Marriott Hotel» en compañía de Dick Healey y un hombre calvo, bajo y de aspecto fofo, que llevaba gruesos anteojos y un traje indescriptible, completamente arrugado. Se trataba de Sy Annis, uno de los principales expertos de la «compañía» en tareas de vigilancia y espionaje electrónicos. Después de comer, en la habitación de Fitz, Annis se explayó en un curso intensivo sobre el espionaje electrónico, dejando en manos de Fitz un portafolios lleno de artilugios para que este último se llevara consigo a Dubai.

A última hora de la tarde, Fitz recibió una llamada de Marie, que ya había regresado de Santo Domingo con el decreto de divorcio. Fitz la invitó a cenar y, luego de los aperitivos, teniendo ya una copia del decreto de divorcio en un bolsillo, Fitz le entregó el cheque certificado por valor de cinco mil dólares. Al principio, Marie se mostró agradecida. Luego empezó a quejarse, diciendo que Fitz había representado muy convincentemente el papel de un hombre sin dinero. Sin embargo, cuando Fitz le dijo que lo había arreglado todo para depositar un fondo en favor de Bill por valor de cien mil dólares, cifra a la que iría agregando paulatinamente más dinero, Marie empezó a cambiar de actitud. Incluso se mostró de acuerdo para que, más adelante, Bill pudiera ir a visitar a su padre al Medio Oriente.

Al día siguiente, Fitz volvió a almorzar con Dick Healey, ahora en compañía de un burócrata del Departamento de Estado llamado Philip Briscoe. Fitz, que siempre hacía todo lo posible para que la gente le cayera simpático, sintió una inmediata antipatía por aquel hombrecillo oficioso, ajado y calvo, con una cabeza en forma de huevo y cuyas gafas con montura de acero captaban todos los rayos de luz y los reflejaban en las personas a las que miraba.

De todos modos, Dick había advertido a Fitz que Briscoe era uno de los más altos funcionarios en la sección de Oriente Medio y que cualquier nombramiento a nivel de embajador, ya fuera por cuestiones políticas o por reparto de cargos, pasaría por sus manos. Posiblemente, pensó Fitz, Briscoe había sido sondeado para que lo favoreciera, y por eso ya del principio le mostraba cierto antagonismo. De cualquier forma, lo cierto era que Briscoe le había hecho un enorme favor antes de conocerlo.

A petición de Dick, Briscoe había enviado un mensaje de Fitz a Laylah a través de los conductos diplomáticos. El cable enviado decía:

Llegaré Teherán sábado, con documentos tema última conversación. Por favor, dispón tiempo necesario para discutir mismo asunto.

Esa noche, mientras cenaba en su casa en compañía de Fitz y de Jenna, Dick informó que Briscoe, ya por costumbre, se mostraba contrario a todas las designaciones de tipo político, pero que, afortunadamente, había aceptado apoyar el nombramiento de Fitz en caso que su nombre saliera a colación, si salía. Hasta entonces, Fitz no había recibido respuesta a su telegrama, pero Dick tenía la certeza de que la contestación llegaría al día siguiente.

Fitz le dio a Dick el número de teléfono de la oficina de Lorenz Cannon, señalándole que se encontraría en ese lugar entre las once de la mañana hasta primeras horas de la tarde. Tenía intención de partir el jueves por la noche hacia Teherán, en un largo viaje con escalas en Londres y Beirut. Dick prometió ponerse en contacto con Fitz no bien le llegara la respuesta al telegrama a través de los conductos del Departamento de Estado.

A las nueve de la mañana del jueves, Fitz cogió un avión de «Air Shuttle» de regreso a Nueva York y, a las once menos cuarto, llegó a las oficinas de la «Hemisphere Petroleum Company». A las once se le hizo pasar al despacho de Lorenz Cannon, quien le presentó al principal consejero de la compañía, Irwin Shuster.

—Nadie puede creer aún cómo has obtenido estos contratos. Mis muchachos tardan años enteros en obtener una concesión de esta envergadura.

Durante los tres cuartos de hora siguientes, Cannon y su abogado discutieron todos los aspectos relativos a la concesión y los métodos más adecuados para la extracción y el almacenamiento del petróleo. Todos se mostraron de acuerdo en que lo mejor sería tratar de obtener un permiso para instalar un depósito en Abu Musa, tal como Fitz había pensado desde un principio.

Finalmente, Cannon trajo a colación lo referente a los informes de Fitz que indicaban que Sharjah e Irán podían intentar llevar adelante una extensión unilateral de los límites marítimos de Abu Musa, haciendo que las tres millas actuales se convirtieran en doce. Ni Shuster ni Cannon se mostraron preocupados por esa posibilidad. En primer lugar, tenían la certeza de que los informes eran, cuando menos, de tercera mano. Y también, tal como había dicho Cannon, en la entrevista previa, los británicos nunca refrendarían un acuerdo con un soberano árabe para luego echarse atrás.

—Existe un punto, sin embargo, en el que Irwin se muestra implacable —dijo Cannon—. Cabe la posibilidad de que tanto Sharjah como Irán, en caso que se le entregue la mitad de Abu Musa, puedan de hecho intentar extender el límite de las aguas territoriales de la isla hasta doce millas, para así poder echar mano al manto petrolífero. Por lo tanto, queremos que los ingleses refrenden el nuevo convenio entre la «Hemisphere Petroleum» y el consorcio de ustedes.

—Sí, estoy de acuerdo —replicó Fitz—. Probablemente, la mejor forma de hacerlo sería dirigiéndose a Londres.

Una secretaria entró a la habitación y, mirando a Fitz, dijo:

Mr. Lodd, hay una llamada para usted desde Washington. ¿Quiere recibirla aquí mismo?

—Puedes trasladarte a otro despacho si lo deseas, Fitz —ofreció Cannon.

—No es necesario. Sé quién me llama. La cogeré aquí mismo, gracias.

Fitz se dirigió hasta el aparato telefónico que estaba sobre el escritorio de Lorenz Cannon y levantó el auricular.

—Aquí Lodd —dijo.

—Fitz, habla Dick. Hemos recibido la respuesta a tu telegrama desde Teherán. Te la transmitiré verbalmente. Dice:

Nueva asignación Embajada me alejará de Teherán por diez días o dos semanas. Stop. Urge ponerse en contacto Mr. James Fitzroy Lodd y decirle no viaje a Teherán con intenciones discutir conmigo. Informar Lodd que me pondré en contacto con él en Dubai.

Hubo un silencio y, en seguida, Dick volvió a hablar en el teléfono:

—Eso es todo, Fitz —dijo con un tono de simpatía en su voz—. Lo siento. Sé que ansiabas volver a verla.

—Gracias Dick. Aprecio mucho todo lo que has hecho por mí —dijo Fitz, que había vuelto la espalda a los otros mientras escuchaba el mensaje de Laylah—. Dale mis mejores recuerdos a Jenna. Nos veremos la próxima vez que venga a los Estados Unidos.

Fitz colgó el aparato, esperó unos instantes hasta sobreponerse y se volvió hacia los otros.

Cannon se percató claramente de que Fitz se hallaba profundamente acongojado por las noticias que le acababan de dar.

—Bien, Fitz —dijo, alegremente—, ¿qué te parece si los tres nos vamos a almorzar algo? Trataremos de ponerte al tanto de algunas otras cosas que hemos hablado.

En un estado de semiestupor que trataba vanamente de disimular, Fitz siguió a Lorenz Cannon y a Irwin Shuster y los tres abandonaron el despacho.

Por Park Avenue, se dirigieron andando al «Waldorf Astoria».

—Sugiero que vayamos al «Bull and Bear». Las copas son buenas y la comida abundante. Es uno de mis sitios favoritos para ir a almorzar.

Fitz asintió silenciosamente, con la cabeza, y, dócil, penetró junto a Cannon en el «Waldorf» y, atravesando los vestíbulos desbordantes de actividad, en la esquina de Lexington Avenue, lo siguió escaleras abajo hacia el restaurante «Bull and Bear». El maitre se acercó solícito, saludó efusivamente a Cannon y condujo a los tres hombres hasta una mesa situada en un rincón. Los tres pidieron martini como aperitivo y Cannon preguntó:

—¿Recibiste malas noticias, Fitz?

—Eso parece. Tenía pensado ir a ver a Laylah, la hija de Hoving Smith, a Teherán. Le envié un telegrama a través del Departamento de Estado y acabo de recibir la respuesta. Laylah estará fuera de la ciudad, en una misión especial que le encomendó la Embajada, durante los próximos diez días.

—¿Y ése era el único motivo por el que habías planeado ir a Teherán? —preguntó Cannon, sonriendo con una expresión de simpatía.

—Por nuestro mutuo éxito en Kajmira.

Fitz asintió. Los tragos llegaron. Cannon alzó su vaso y Fitz lo imitó.

Bebieron después del brindis. Era evidente que a Fitz le resultaba problemático concentrarse en el convenio petrolífero. Por lo tanto, los tres se dedicaron a beber sus martinis en silencio. Finalmente, Cannon atacó de nuevo los negocios, señalando:

—Uno de los puntos que quería tratar respecto a este convenio, Fitz, es nuestro deseo de que te conviertas en representante de la «Hemisphere Petroleum» en el golfo de Arabia. Naturalmente, aparte la participación que te corresponda en los beneficios y en la regalía inicial, cobrarías también un porcentaje por parte de la empresa. Tal como te dije, entre mis muchachos nadie podía creer el convenio que has obtenido. Ni siquiera se llevó a cabo en Londres, que es donde se realizan todos los convenios petrolíferos. Todo el mundo se ha mostrado de acuerdo en que tu continuada identificación con este proyecto es una necesidad.

El consejero principal asintió enfáticamente con la cabeza.

—¿Te parece una propuesta aceptable? —preguntó Cannon—. Naturalmente, todavía nos falta tratar el aspecto económico. Pero, en principio, ¿estás de acuerdo?

—Sí —respondió Fitz—. Me gustaría mucho identificarme con la «Hemisphere Petroleum». Haré todo lo que está a mi alcance para representaros dignamente.

—Eso es exactamente lo que deseábamos escuchar.

Fitz terminó su martini y Cannon inmediatamente pidió tres copas más. Fitz trataba de arrancar la herida de sus emociones y hablaba en un tono propio de un frío hombre de negocios al dirigirse a Cannon y al abogado.

—Existe una posibilidad o, al menos, tengo la esperanza de que exista esa posibilidad —dijo—, que tal vez un día me impida seguir representando a vuestra empresa en el Golfo.

La preocupación afloró al semblante de Cannon.

—¿De qué se trata? —preguntó.

De hecho, no es nada que pueda perjudicar a la «Hemisphere», sino todo lo contrario. Tengo la intención de hacer todo lo que pueda por obtener el cargo de embajador ante la Unión de Emiratos Árabes o como se denominen los actuales Estados de la Tregua cuando se conviertan en una nación. Ése fue uno de los motivos por los cuales fui a ver a Hoving, pues quería que me diera ciertos consejos. También me he estado moviendo en Washington, en busca de la obtención del cargo.

—Bien, por cierto se trata de una noble ambición, Fitz. En Washington tengo bastantes contactos importantes a los que podría pedir que te ayudaran. Naturalmente, sería un gran honor para nuestra empresa que el Gobierno de los Estados Unidos designe a su representante en el Golfo como embajador. De hecho, creo que nos puede ser más útil en ese puesto que en cualquier otro.

Fitz descubrió que el dolor que le había causado el rechazo de Laylah, venía por oleadas, alejándose y luego regresando repentina y violentamente. Por fortuna, el camarero le trajo el segundo martini justo en el momento en que la sensación de abandono empezaba a deprimirlo. Bebió un largo sorbo de su vaso.

—Tal vez lo mejor sea que no veas a la chica esta semana —dijo Cannon—. Justo iba a sugerirte que lo mejor que podías hacer sería trasladarte a Londres esta misma noche. Quiero que conozcas a Abdul Hummard, socio y gran amigo mío. Abdul conoce mejor que nadie todo lo relativo al mundo del petróleo. Es un palestino que viaja con pasaporte jordano. Abdul es lo que llamarías un lobo solitario. Conoce a todo el mundo. Tengo la certeza de que Abdul puede ser de gran utilidad para concertar una entrevista con algún alto funcionario del Foreign Office, para que garantice nuestro convenio. Los contactos de Abdul en las altas esferas son legendarios. Lo llamaré por teléfono después de comer. ¿Puedes trasladarte a Londres esta misma noche?

—Por supuesto que sí —dijo Fitz—. Creo que me va a hacer bien pasar por Londres en mi viaje a Dubai.

—Comprobarás que Abdul es un individuo fascinante. Sé que entre sus amistades se cuenta gran número de hermosas mujeres, de las más atractivas que hay en Londres. Tengo el presentimiento de que Abdul Hummard es, ni más ni menos, el hombre adecuado para ayudarte a alejar de tu mente el problema que te preocupa actualmente.

—Bueno, creo que si solucionamos nuestro convenio, ya tendré la mente ocupada en muchas cosas —dijo Fitz.

Lorenz Cannon cogió la carta y Fitz, desganado, hizo otro tanto. Ni siquiera los martinis habían conseguido devolverle el apetito. En este punto, Fitz ya no sabía si realmente seguía interesado en convertirse en embajador. El motivo fundamental de su ambición por el cargo era hacer que Laylah se sintiera orgullosa de él.

Un viaje a Londres en primera clase, en un avión de «Pan American» es siempre una experiencia disfrutable. Las azafatas eran muy agradables y serviciales y el champán fluía copiosamente. La llegada al aeropuerto estaba prevista para la mañana del viernes hora de Londres. Fitz ya estaba citado para presentarse en la oficina de Abdul Hummard a las once.

Dos veces intentó Fitz ponerse cómodo en el asiento y dormir un poco. Pero, en ambas ocasiones, comprobó que sólo podía pensar en Laylah, y, por muy desagradable que le resultara, no podía evitar el imaginársela haciendo con Courty Thornwell las mismas cosas que hacía antes con él. Se sorprendió al comprobar que la pena le provocaba un sufrimiento incluso físico, mientras su mente errabunda seguía viendo a Laylah.

Fitz hizo sonar el timbre acoplado a su asiento para llamar a la azafata y le pidió que le cambiara el champán por un martini.

Fitz consiguió finalmente dormir un par de horas, ya próximo el final del trayecto. El avión tomó tierra en el aeropuerto londinense de Heathrow a eso de las siete, y poco después Fitz partía en un taxi rumbo al «Hotel Westbury».

Fitz se inscribió en el hotel a las ocho y media, subió a su habitación, se duchó, se afeitó, se cambió de ropas y empezó a sentirse considerablemente mejor. Abandonó el hotel a las diez y media y, justo antes de las once, hacía su entrada en el número veintisiete de Red Lion Square. Ya dentro del vetusto edificio, típicamente británico, Fitz subió a pie dos pisos por las escaleras y, finalmente, encontró la puerta de las oficinas de Abdul, con un cartel que Lorenz Cannon ya le había descrito y que decía: Oficina de Asuntos Petrolíferos del Golfo de Arabia. Por el nombre, parecía que se trataba de una representación gubernamental. Fitz abrió la puerta y penetró a una penumbrosa sala de recepción donde una mujer de edad madura alzó la vista de la máquina de escribir para mirarlo fijamente.

—¿Mr. Lodd? —preguntó.

Fitz asintió con la cabeza.

—Le conduciré inmediatamente a ver a Mr. Hummard.

Abdul Hummard estaba sentado tras una enorme mesa cubierta por elevadas pilas de mapas, correspondencia, fotocopias, libros, revistas y documentos de los más diversos. Se puso de pie al entrar Fitz y, sonriendo ampliamente, rodeó la mesa, detrás de la cual había dos ventanas que daban a la plaza. Aquella gran habitación parecía el despacho de un abogado, con libros de consulta llenando los estantes desde el suelo hasta el techo. Abdul era de baja estatura y su pelo negro y ralo dejaba al descubierto zonas de piel marrón. Llevaba gafas con montura de carey y tenía los ojos castaños, chispeantes de buen humor. Cálidamente le dio a Fitz la bienvenida.

—Quedé encantado cuando Lorenz me llamó para hablarme de usted —empezó diciendo—. Siendo palestino, tenía enorme interés por conocerlo desde que leí por primera vez sus declaraciones respecto al problema de Israel y conservaba la esperanza de que nuestros caminos se cruzaran algún día. Yo viajo a Dubai varias veces por año. Tengo entendido que mi amigo Majid Jabir es socio de usted en este asunto de la concesión en aguas de Kajmira. Ya hace mucho tiempo que yo estaba al tanto de las estructuras geológicas existentes en Abu Musa, pero qué se le va a hacer, uno no puede sacar adelante todo lo que se propone. ¿Ha traído los documentos con usted?

Fitz asintió con la cabeza y Abdul indicó una silla próxima a la mesa. El palestino era más o menos de la misma altura que Lorenz Cannon, según calculó Fitz. Tal vez por eso mismo eran tan amigos.

—Ponga simplemente su portafolios sobre la mesa. Puede apartar cualquiera de esos trastos, para hacerse espacio.

Fitz hizo lo que se le sugería y abrió el portafolios, sacando del mismo una serie completa de fotocopias de los documentos.

—Aquí está todo —dijo.

—Muy bien. Ahora me gustaría revisar concienzudamente todo este material, lo que me costará más o menos una hora, supongo, y después iremos a almorzar. Usted puede quedarse allí donde está, si desea, leyendo revistas sobre el comercio del petróleo o…

Abdul Hummard rebuscó entre una pila de revistas y extrajo un cartapacio de hojas sueltas, intercambiables.

—Aquí tengo fotos de algunas de las deliciosas chicas que conozco en Londres. Estoy seguro de que le agradaría mucho verse con cualquiera de ellas. Lorenz me hizo saber que, al parecer, usted ha llegado a un punto muerto en un asunto amoroso. Estoy seguro de que podremos eliminar la pena que hiere su alma.

Fitz sonrió ampliamente ante aquel palestino tan servicial.

—Muy amable de su parte —señaló—. Pero creo que lo mejor será que salga a dar un paseo por los alrededores y regrese de aquí a una hora. Hace mucho tiempo que no venía a Londres.

—Espléndido, Fitz, haga lo que guste. Nos veremos en una hora.

La hora pasó velozmente y Fitz reapareció frente a Miss Mardy, tal como ella había dicho llamarse, exactamente a mediodía. Miss Mardy le dijo que pasara al despacho de Hummard.

—Simplemente asombroso —dijo Hummard, a modo de bienvenida—. Pensar que usted lo hizo todo sin trasladarse a Londres. Conozco al jeque Hamed y a su hijo el jeque Saqr. De hecho, más de una vez he atendido a Saqr, aquí en esta ciudad. El viejo Hamed es un duro beduino del desierto. Indudablemente, usted le debe de haber caído muy bien. Pero incluso así, la concesión es de veras fabulosa, muy prometedora. Ahora comprendo por qué estaba tan excitado Lorenz. Según tengo entendido, mi misión es conseguir que el Foreign Office refrende un nuevo acuerdo entre ustedes y la «Hemisphere Petroleum» por el cual ustedes traspasan a la «Hemisphere» todos los derechos inherentes a la concesión, a cambio de lo cual se les devuelve el capital invertido hasta la fecha con un agregado de medio millón de dólares en el momento de firmar el convenio. Por lo general, los únicos que reciben este tipo de regalías son los soberanos árabes.

—El primer cuarto de millón cubriría lo que hemos desembolsado como primer pago, y además hemos invertido otros ciento cincuenta mil dólares en gastos de exploración —explicó Fitz—. ¿Cree usted que el Foreign Office no pondrá pegas?

—No veo motivo para que lo haga, siempre y cuando Hamed no plantee objeciones. Es posible que usted y yo visitemos juntos Kajmira para discutir con Hamed esta transferencia de los derechos de concesión.

—Eso es justo lo que me preocupa —admitió Fitz—. Verá, le hemos asegurado a Hamed que eso es precisamente lo que no haríamos.

—Yo puedo hacer que Hamed se tranquilice sobre ese punto. Verá usted, a pesar de todos mis contactos, mis espías, mis informantes, mis lindas chicas que tantas cosas aprenden mientras duermen en una u otra cama, a pesar de todo eso nunca he escuchado nada, ni un suspiro, relacionado con la posibilidad de que los límites de las aguas jurisdiccionales de Abu Musa puedan extenderse a doce millas. Siempre pensé que el Sha, ese viejo ladrón, trataría de apoderarse de todas las islas del golfo, pero también entiendo que sería demasiado audaz por su parte extender el límite de tres millas a doce, penetrando en la zona de concesiones petrolíferas de otro país. Si de veras se trama un plan de esta naturaleza entre los británicos y el Sha, el jeque Hamed tendría que estar agradecido de que una gran empresa petrolífera como la «Hemisphere» lo respalde. Entre los dos podremos convencerlo. Ahora, ¿dispuesto a ir a almorzar?

Una vez en el restaurante, situado en un segundo piso, Abdul pidió una botella de champaña y una jarra de zumo de naranja.

—No sé si le gustará esta mezcla o no, Fitz. Se llena hasta la mitad la copa con zumo de naranja y después se le agrega una cantidad similar de champaña. Es una bebida suave y agradable.

Habiendo bebido tantos licores fuertes durante la última semana, Fitz casi agradecía la oportunidad de beber algo tan suave como naranja con champaña. Sin embargo, descubrió que la mezcla no le apetecía demasiado.

Bueno, Fitz —dijo Abdul—. La verdad es que voy a tener que esforzarme al máximo para llegar a los contactos de más alto vuelo de los que tengo en el Foreign Office. Si es cierto que al más elevado nivel se está planeando respaldar una extensión del límite de las tres millas, no creo que el Gobierno esté en condiciones de doblar su culpabilidad refrendando el convenio por segunda vez consecutiva. Voy a tener que moverme con mucho cuidado, atacando por la periferia. Tal vez podamos conseguir que el jeque venga a Londres con el sello oficial de su padre. De esta forma evitaríamos que Brian Falmey se viera envuelto en esto. Parece como si se tratara del principal arquitecto de toda esa idea.

—A mí me parece muy bien. ¿Cuándo podré regresar a Dubai?

—Creo que tendrás que quedarte con nosotros algunos días más. Te prometo que no te aburrirás. Trataré de ponerme en contacto con mis amigos del Foreign Office esta misma tarde, a ver si podemos hacer algo durante el fin de semana. Aunque lo más probable es que no podamos hacer nada. Los ingleses no han cambiado un ápice en lo que se refiere a pasar largos fines de semana en el campo.

Durante el almuerzo, Abdul Hummard llevó todo el peso de la conversación. Fitz no tenía que preocuparse por intervenir en la charla, ante lo cual estaba agradecido. Mientras bebían champaña con zumo de naranja y encargaban el almuerzo, Fitz hacía ocasionalmente alguna pregunta que otra, sólo para hacer que Abdul siguiera hablando.

—¿En qué clase de negocios trabajas ahora? —preguntó.

—La mayor parte de las cosas que hago son estrictamente confidenciales. Por ejemplo, esta noche organizaré una fiesta para cinco jóvenes de Arabia Saudí. Se trata de cinco muchachos que han pasado varios años en los Estados Unidos, estudiando los aspectos técnicos de la producción de petróleo. También estudiaron administración de empresas en la Escuela Empresarial de Harvard. Se trata de productos típicos de la nueva generación de árabes que, de aquí a pocos años, estarán de hecho a cargo de la producción petrolífera de Arabia Saudita.

Todos están emparentados con el rey Faisal de un modo u otro y, al tiempo que vayan progresando en los negocios petrolíferos de Arabia Saudita, se irán convirtiendo en personajes cada vez más importantes e influyentes.

El palestino bebió largamente de su vaso con zumo de naranja y champaña y luego volvió a dejarlo encima de la mesa.

—Fitz, sé que conoces muy bien a los árabes y a la zona del Golfo —dijo—. ¿Piensas que hay posibilidades de que se produzca un nuevo embargo de petróleo en el futuro próximo? Es decir, un embargo semejante al resultante de la guerra de los Seis Días, en 1967.

—No lo sé, Abdul, aunque supongo que cabe la posibilidad. Particularmente cuando, notarás que he dicho cuando y no si, estalle la próxima guerra árabe-israelí.

—Yo opino exactamente igual. Lo que ahora intento hacer, previniendo lo que puede ocurrir, es convertirme en amigo personal de los árabes más jóvenes, y tecnológicamente capacitados, que, en poco tiempo, estarán a cargo de la producción y la exportación del petróleo de Arabia Saudita. Entonces, cuando se produzca el próximo embargo y todo el mundo esté desesperado por obtener petróleo, creo que me encontraré en situación de utilizar a mis amigos para que el petróleo sea exportado hacia aquellos países que lo necesiten.

—De paso, ganarás una fortuna —agregó Fitz.

—Ése es el negocio en que me encuentro, Fitz.

Una vez servido el almuerzo, ambos comieron en silencio durante un rato hasta que, de pronto, Abdul dijo:

—¿Por qué no vienes a la fiesta que daré esta noche para los chicos árabes? No te haría ningún daño entrar en contacto con ellos y, por otra parte, podrás divertirte mucho. He invitado a varias de las chicas más interesantes de las que tengo en mi carpeta, para que concurran a la fiesta.

—Es posible que sea divertido. No tengo ninguna otra cosa que hacer hasta que me permitas regresar a Dubai. Estoy montando un restaurante y bar allí. Sería una calamidad que el local tuviera que ser inaugurado sin contar con la presencia del patrón.

—¿Quieres decir que el jeque Rashid te ha dado autorización para abrir un restaurante y bar donde se sirvan bebidas alcohólicas de alta graduación? —preguntó Abdul, perplejo.

—Eso mismo, Abdul.

—Me habría gustado conocerte antes. Tu bar podría convertirse en un medio muy apto para recoger información —sugirió Abdul.

—La verdad es que no es esa mi intención, ni siquiera me había pasado por la mente la posibilidad —dijo Fitz, pensando en la maleta llena de artilugios de espionaje que había dejado en el hotel.

Cuando terminaron de almorzar, Abdul sugirió que lo mejor que podía hacer Fitz era regresar a su hotel y echar una buena siesta. La noche iba a ser muy larga. Fitz reconoció que estaba cansado. La combinación del vuelo en avión y la noche en vela había empezado a hacer mella en él.

—¿Y dónde es esa fiesta? —preguntó.

—En mi piso de Chelsea —dijo Abdul, alargando hacia Fitz una tarjeta con su dirección impresa—. La función puede empezar alrededor de las ocho y media, diría yo.

Fitz cogió un taxi para regresar al hotel, subió de inmediato a su habitación, se quitó los zapatos, colgó el traje y se quedó dormido. Lo despertó el sonido persistente del teléfono que se encontraba junto a su cama. Era Abdul.

—He tenido más suerte de la que esperaba, Fitz —dijo Abdul—. Pude ponerme en contacto con mi hombre, que ha aceptado mantener una entrevista con nosotros mañana por la mañana ya que, al parecer, no se moverá de Londres durante el fin de semana. Esto quiere decir que, probablemente, puedas marcharte antes de lo que habíamos calculado en un principio.

—Me das una buena noticia —respondió Fitz—. Nos veremos esta noche.

La siesta lo había despejado y, además, ya empezaba a resignarse a la idea de que tendría que vivir sin tener a Laylah como esposa.

—Espero, simplemente, que haya bastantes chicas para divertirnos.

Abdul rió al otro extremo de la línea.

—Ahora ya pareces algo mejorado. No te preocupes por las chicas. Si vemos que son escasas, siempre se puede pedir que vengan más. Nos veremos más tarde, Fitz.

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