Dubai

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Tercera parte » Capítulo XLII

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CAPÍTULO XLII

Mientras aguardaba junto al pequeño avión «Piper Cherokee», fuera del hangar de la Escuela de Aviación de los Estados de la Tregua, Fitz miró hacia la pista del aeropuerto de Sharjah. Los tres grandes cuatrimotores «Shackelton» se encontraban allí, simbolizando la presencia política y militar británica en el Golfo, que todavía era muy notoria y efectiva. Ésos eran los aviones que usaba la RAF (Royal Air Forces) para los vuelos de reconocimiento de largo alcance. Aquellos cuatrimotores eran uno de los muchos medios que tenían los británicos para seguir supervisando de cerca todas las actividades que tenían lugar tanto en el Golfo de Arabia y el océano Índico como en el golfo de Omán, que los ingleses seguían considerando parte integrante de los territorios y protectorados de Su Graciosa Majestad. Fitz se preguntó si Brian Falmey habría ordenado que un «Shackelton» saliera a la busca de la pinaza de Sepah. De todos modos, los ingleses apoyaban básicamente el comercio de reexportación de oro, puesto que parte importante de los beneficios se invertía en pagar a firmas británicas por trabajos de construcción e ingeniería en los Estados de la Tregua.

Luego que el piloto hubiera accionado el propulsor varias veces consecutivas, para después colocarse en su asiento, Fitz decidió trepar al avión, sentándose a la derecha del piloto. El piloto, un pakistaní, puso en marcha el motor y empezó a correr por la pista. Utilizando un mapa, Fitz le había mostrado al piloto cuál era la situación aproximada del oasis en el que el jeque Saqr tenía su baluarte y fortaleza, dentro del desierto. Fitz, con los prismáticos colgando del cuello, observaba el suelo cuando el piloto lanzaba al aire el avión y enfilaba hacia el Noroeste, siguiendo la línea de la costa, rumbo a Kajmira. El vuelo hasta la ciudad de Kajmira era muy corto y, mirando por los prismáticos, Fitz distinguió el viejo fuerte que el jeque Hamed empleaba como casa de balneario y como majlis especial. Desde el fuerte, el avión torció hacia el Este y empezó a volar por encima del desierto, sin un camino, sin un solo vestigio de vida. Veinte minutos más tarde, Fitz captaba con sus prismáticos el oasis, justo bajo el avión. El oasis estaba completamente amurallado, tenía unas ochenta hectáreas y, dentro de las murallas, había otra zona también reforzada con murallas, de unas veinte hectáreas aproximadamente, según calculó Fitz. La residencia de Saqr se encontraba enclavada en esa fortaleza ubicada dentro de otra fortaleza.

Indicando al piloto que siguiera volando en círculos, Fitz estudió las ventanas de la fortaleza utilizando los prismáticos. Comprobó que eran apenas unos huecos abiertos de cualquier forma en las murallas de barro cocido. Durante cinco minutos, Fitz observó atentamente aquella madriguera del desierto. Había estado y había visto numerosas residencias árabes y, por lo tanto, estaba perfectamente en condiciones de identificar el ala destinada a las mujeres: el harén. Esa parte de la fortaleza tenía ventanas con postigos de madera que podían cerrarse para evitar el sol, el calor y la arena arrastrada por el viento. Fitz creyó distinguir varias siluetas en las ventanas y entonces, frenéticamente, un brazo inconfundiblemente blanco salió por una de las ventanas y empezó a agitarse. Momentos más tarde, el brazo era retirado violentamente, sin duda por la fuerza. Al mismo tiempo, un pelotón de árabes vestidos de blanco hacía su aparición sobre el techo de la madriguera del desierto, alzaron sus rifles hacia el cielo, apuntando al avión. El piloto se alejó velozmente de la residencia de Saqr, luchando por ganar altitud con todo el poder que tenía el pequeño motor del «Cherokee». Fitz distinguió nubecillas de humo surgiendo de los cañones de los rifles. Sin embargo, no alcanzó a escuchar el zumbido de las balas al penetrar en el fuselaje del aparato. Bien, había volado hasta allí para confirmar una sospecha y había logrado confirmarla. Ingrid se encontraba prisionera en el harén de Saqr, prisionera, sí, como indicaba el hecho de que hubiera tratado de hacer señas al avión.

Mientras el piloto maniobraba en el avión, de regreso al aeropuerto de Sharjah, Fitz calibraba las distintas alternativas que tenía ante sí. Podía dirigirse a Ken Buttres y pedirle que los Exploradores de Omán enviaran una compañía motorizada a la fortaleza que tenía Saqr en el desierto. De todos modos, Fitz dudaba que, en primer lugar, Buttres se atreviera a interferir en la forma de obrar del hijo del monarca de Kajmira y, en segundo lugar, si actuara de esa forma llamaría la atención sobre el hecho de que la existencia del bar «Ten Tola» era motivo de conflicto en los Estados de la Tregua, al tener mujeres trabajando en el local. Y, en tercer lugar, dentro de una semana, Saqr y Fitz tendrían que sentarse juntos a una mesa para firmar un tratado de concesión petrolífera muy importante. Amargamente, recordó los insistentes consejos y advertencias que le había dado a Ingrid, y no sólo a ella, sino a todas las chicas que trabajaban en el establecimiento. Estaban allí, les decía, para hacer todo el dinero posible con las propinas y el salario que el bar «Ten Tola» les pagaba. Allí ganaban sin duda mucho más dinero del que podrían obtener ejerciendo cualquier forma de prostitución, encubierta o no. De hecho, probablemente ganaban más dinero como camareras del bar «Ten Tola» del que habrían obtenido trabajando como rameras. Pero se encontraban en una parte del mundo muy peligrosa para mujeres solteras. Indudablemente, Ingrid había empezado a sentirse más avariciosa de la cuenta, o tal vez de veras le agradara el jeque Saqr. A Fitz le habría gustado creer que Ingrid disfrutaba quedándose en el harén, pero la vista de aquel brazo blanco moviéndose desesperadamente le hacían vacilar en sus ya vacilantes convicciones.

Fitz se percató de que estaban a dos tercios de la distancia que separaba el golfo de Arabia del sultanato de Omán. En un impulso, ordenó al piloto que llevara el avión por encima de las montañas y que luego siguiera la línea de la cordillera. Sentía curiosidad por observar las dunas de arena por las que habían viajado Laylah y él al regreso de Al Ain. El piloto alcanzó el borde de las montañas y empezó a volar siguiendo la línea de la cordillera. Las montañas se encontraban del lado del piloto, el desierto del lado de Fitz: Fitz podía ver el desierto por la ventanilla. Entonces empezó a examinar el borde de las montañas con los prismáticos. Al poco, descubría el pasadizo que permitía el acceso a las colinas y las montañas de Omán. Justo detrás del pasadizo, al Sudoeste, Fitz alcanzaba a distinguir los infinitos y pavorosos kilómetros de imponentes colinas de arena por las que habían viajado desde Al Ain hasta Dubai.

La ruta que iba de la costa del golfo al pasadizo en las montañas corría paralela a las traicioneras colinas de arena que se extendían por kilómetros y kilómetros. Luego, el camino torcía hasta los prohibidos senderos rocosos de la zona montañosa, donde las fuerzas comunistas del FPLGAO estaban organizando sus guerrillas. Una vez hubieran reunido los efectivos suficientes, dichas fuerzas rebeldes podrían indudablemente multiplicarse y desparramarse por toda la península de Musandán, hasta dominar por completo la orilla árabe del estrecho de Ormuz. De esa forma, los comunistas se encontrarían en situación de cortar a voluntad las rutas empleadas por los petroleros que llevaban el vital combustible a los países occidentales industrializados.

No bien llegó de regresó a su casa, Fitz mandó llamar inmediatamente a Joe Ryan. Cuando Joe llegó, Fitz le contó lo que había sucedido. Joe asintió.

—Justo lo que pensaba —dijo—. La chica sólo podría salir de allí cuando Saqr se aburra de ella.

—Quiero que reúnas a todas las chicas en el salón de la casa de huéspedes —dijo Fitz—. Voy a hablar unas palabras con ellas.

Treinta minutos más tarde, Fitz narró a las chicas lo que había ocurrido con Ingrid, de que modo había salido su brazo (por lo menos presumía que se trataba del brazo de Ingrid) sacudiéndose desesperadamente por una ventana, pidiendo socorro, justo cuando el avión volaba sobre el edificio. Fitz explicó a las chicas que no había forma alguna de poder ayudar a Ingrid en ese trance. Dijo que si ahora provocaba un incidente, todas ellas serían deportadas de inmediato del Emirato y, sin duda, el bar «Ten Tola» tendría que seguir operando con personal exclusivamente masculino de entonces en adelante.

—Ingrid no fue secuestrada —señaló Fitz, para dejar en claro las cosas—. Salió con Saqr por su propia voluntad, desobedeciendo la regla fundamental de este lugar. Una chica no debe verse con ningún cliente después de las horas de trabajo.

Esa noche, Fitz remoloneó por el bar «Ten Tola» sintiendo el corazón cargado de pesadumbre. Detestaba pensar de qué forma sería utilizado el cuerpo de Ingrid. Una vez y otra pensaba qué podría hacer y la respuesta era siempre la misma: nada.

Dos días antes de que Fitz y Saqr partieran hacia Londres para firmar el nuevo convenio relativo a la concesión, Ingrid apareció en la puerta de entrada del bar. Era otra Ingrid: demacrada, con las mejillas chupadas, caminando dificultosamente. Eran las seis de la tarde cuando la vio entrar Joe Ryan. A despecho de su aspecto demacrado y de su expresión lastimera, Joe se percató de que la chica llevaba hermosos anillos de esmeraldas, diamantes y rubíes, en los dedos de las dos manos. En torno al cuello lucía un collar de cuentas que el ojo experimentado de Joe identificó inmediatamente como perlas blancas legítimas. Ingrid llevaba un caftán de telas de primerísima calidad y el velo que había cubierto sus facciones en el viaje desde el refugio de Saqr en el desierto hasta el bar «Ten Tola» lo llevaba ahora echado hacia atrás, sobre la cabeza. Joe cogió a Ingrid por una de sus manos profusas en joyas.

—Ven conmigo —le dijo, en tono severo—. Vamos a ver a Mr. Lodd.

Y en seguida agregó:

—Bien, sea lo que sea lo que Saqr te haya hecho, desde arriba, desde abajo, por delante o por detrás, lo cierto es que te ha pagado muy bien.

Sumisa, Ingrid se sometió a la dura presión de la mano de Joe en su mano y lo siguió a través del restaurante, la cocina y las habitaciones de servicio hacia el interior de la vivienda de Fitz. Joe llamó a voces a Fitz y al instante lo vio aparecer en lo alto de la escalera. Al ver a Ingrid, Fitz respiró aliviado. Por demacrada y agotada que pareciera, al menos tenía el aspecto de hallarse bien. Fitz se percató inmediatamente de los anillos que llevaba en los dedos.

—¿Valió la pena? —preguntó.

Ingrid negó moviendo la cabeza.

—No —susurró.

—Pudiste habernos metido a todos en un problema infernal. Casi me matan el día en que volé sobre la fortaleza de Saqr en aquel avión.

—Gracias a Dios que lo hiciste. Lo más probable es que nunca me hubiera mandado de vuelta. Lo hizo, me parece, porque sabía que tú estabas enterado de dónde estaba yo.

—¿No te das cuenta de la terrible situación en que te pusiste y en que nos pusiste a todos nosotros? De haber presentado una queja, a todas las chicas que trabajan en este establecimiento las habrían echado a patadas de Dubai.

—Lo siento —dijo Ingrid, sollozando.

Incapaz de resistir la curiosidad, Fitz le preguntó:

—Bueno, por lo menos dinos qué ocurrió.

—Yo sólo quería ir a dar un paseo por el desierto. Saqr me dijo que tenía un coche con tracción en las cuatro ruedas y con neumáticos especiales para andar por la arena y que era una hermosa experiencia viajar por la noche por el desierto. Una vez que accedí y me metí en el coche, Saqr no dejó de correr durante cuatro largas horas. El sol ya asomaba cuando llegamos a su castillo. Entonces me cogió y me llevó a su harén. Las otras chicas se comportaron todas muy bien conmigo, pero yo no podía entenderme con ellas. Ninguna de ellas hablaba en inglés y yo tampoco sé hablar la lengua que ellas hablan, sea cual sea. Durante tres días…

Ingrid empezó a descomponerse y emitió un sollozo. Luego, a fuerza de voluntad, recobró la compostura.

—Entonces, durante tres días, me usó tan violentamente y de forma tan horrible que yo no lo podía ni creer. Me dijo que estaba enamorado de mí, que me iba a hacer su esposa y que me convertiría en reina de Kajmira. Yo sabía que tenía otras tres esposas, porque las había visto. Y además había más chicas árabes en el harén. No me fueron de mucha ayuda, a decir verdad. Todas le tenían un miedo enorme. Saqr las posee del mismo modo que posee sus muebles y sus coches. ¡Oh, lo que me hizo fue horroroso!

Involuntariamente, Ingrid se llevó ambas manos a las nalgas.

Fitz asintió, moviendo la cabeza y mirando a la chica con simpatía.

—Ingrid, sabes que tendrás que marcharte. Me gustaría que desaparecieras de Dubai no bien te sientas en condiciones de hacerlo. ¿Te parece que necesitas atención médica?

Ingrid sacudió negativamente la cabeza.

—Ya es demasiado tarde. Me pondré bien. Me pondré bien. Sé que tengo que marcharme. Pero ¿puedo quedarme esta noche? Sólo esta noche. Regresaré a Beirut en el vuelo que tú me ordenes, mañana mismo. Tengo amigos en esa ciudad.

—Sí, y por supuesto también tienes dinero, ahora. No sólo lo que has ahorrado desde que empezaste a trabajar aquí, sino también…

Fitz cogió a la chica por las dos manos y miró fijamente los anillos.

—Cualquier joyero de Beirut te pagaría una bonita cantidad por esos anillos —dijo.

Ingrid irrumpió en un llanto. Fitz le puso un brazo por encima de los hombros.

—Lo que tienes que hacer es considerarte una chica muy, pero muy afortunada. Por todas partes, aquí en Arabia, hay rubias, cautivas de por vida, prisioneras en lugares como el que tú acabas de abandonar.

Fitz se volvió hacia Joe.

—Acomoda a Ingrid y comprueba que no necesita nada y luego resérvale un billete en el primer vuelo para Beirut.

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