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Cuarta parte » Capítulo XLVII

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CAPÍTULO XLVII

El hombre de la CIA estaba impresionado. Abe Ferutti no esperaba una compilación tan exhaustiva de los puntos potenciales de intriga en los Estados de la Tregua, como la que Fitz le había preparado. Ante la ventana secreta del despacho de Fitz, observaban el bar «Ten Tola», abarrotado hasta los topes. Toda persona involucrada en los negocios, en la política o en la obtención de datos para los Servicios de Información, opinaba que valía la pena pasar un par de horas al día en el local, para enterarse de las últimas novedades. La mayoría elegía entre las diez de la noche y la una de la madrugada. Y aquellos clientes eran los observados en aquellos momentos por Fitz y Abe.

En la mesa situada frente a la ventana había varios receptores de transistores, conectados con las mesas intervenidas del restaurante. También había una pila de fotos y unas cuantas cassettes para grabaciones. Abe estudiaba las fotografías mientras oía las conversaciones que le llegaban desde los reservados más íntimos.

—Son muy buenos estos primeros planos —dijo Abe, comentando las fotos que tenía en la mano.

Fitz señaló hacia lo que se veía por la ventana.

—Puedes felicitar por ellas a Lynn Goldstein, que está ahí abajo. Después de pasar cuatro meses en Londres, decidió regresar aquí. En cierta ocasión le enseñé este despacho. Excepto tú y Joe Ryan, es la única persona que conoce sus secretos. Fue ella la que trajo el equipo necesario para tomar fotos de este tipo.

—Es una chica muy eficiente —opinó Abe, quien añadió—: Estoy deseando conocerla.

Fitz vio que Lynn sostenía una vivaz polémica con los demás miembros del majlis. Fender Browne, Tim McLaren y varios hombres de negocios norteamericanos y británicos que estaban allí de visita, admiraban su feminidad y belleza.

De pronto, Fitz dejó escapar una maldición:

—¡Ese maldito hijo de puta de Saqr!

—¿Qué sucede, Fitz? —preguntó Ferutti.

—¿Ves a ése árabe que acaba de entrar?

Abe asintió con la cabeza.

—Es el jeque Saqr, hijo del monarca de Kajmira. Ahora que ya no existe el convenio petrolífero, sólo puede significar una cosa: problemas.

Seguidos por la atenta mirada de los dos, Saqr y otros tres árabes —a los que Fitz había conocido en el majlis de Hamed— fueron conducidos hasta una mesa por Joe Ryan. Saqr miró a su alrededor y señaló en dirección a una chica, rubia y muy alta. Los otros tres árabes miraron a su vez.

—Establece contacto con esa mesa —ordenó Fitz.

Señaló el transistor correspondiente. Al poco rato, la voz de Saqr vibraba en el interior del despacho.

—Ésa es la que deseo.

—¡El maldito bastardo! —murmuró Fitz—. Ya me ha causado bastantes problemas. La chica a la que se refiere se llama Gillian Rhodes.

—Es una belleza —admitió Abe—. No tiene mal gusto el tipo.

Saqr seguía hablando con los miembros de su comitiva.

—Esa inglesa se ha negado dos veces a sentarse conmigo y acompañarme a pasear por el desierto. Vuestra misión es traérmela, sea como sea. Y no os preocupéis por el norteamericano, no tiene ningún poder en nuestra tierra.

Fitz se volvió a Abe.

—¿Lo has oído? —preguntó—. Va a tratar de raptar a Gillian.

—Esta parte del mundo es dura y violenta —asintió Abe—. ¿Puedes hacer algo al respecto?

Fitz asintió y, atravesando la oficina, se acercó a un fichero adosado a la pared y cerrado con llave. Lo abrió y extrajo de su interior un sobre, que entregó a Abe. Luego volvió a cerrar con llave el fichero. Abe abrió el sobre y dejó escapar un largo bufido.

—¿Dónde diablos obtuviste estas fotos?

Fitz señaló hacia la mesa a la que estaba sentada Lynn.

—¡Maldita sea! ¿Crees que aceptaría trabajar para nosotros? —preguntó Abe—. Estamos dispuestos a pagar sus buenos dólares a una mujer con tanto talento para la fotografía.

—Por mi parte, le recomendaría encarecidamente que no aceptara ninguna propuesta de vosotros —replicó Fitz.

Cogió una hoja de papel, se sentó y, en árabe, escribió lo siguiente:

Querido jeque Saqr:

Lamento tanto como usted que no haya cristalizado la concesión petrolífera. Para mitigar él dolor que seguramente le embarga, al igual que a todos los que perdimos la concesión, he pensado que tal vez las fotografías que le adjunto le recuerden unos momentos más dichosos, vividos en Londres, en la época de la firma. Si usted o su padre desean obtener más fotos de esta clase para mostrar a sus amistades de Kajmira, sepa que mis suministros son ilimitados. Puedo entregarles todas las que me pidan. En las actuales circunstancias, huelga decirlo, sólo usted tendrá acceso a estas fotos. Hagamos lo posible para, en lo futuro, respetarnos mutuamente y mantenernos cada cual en su terreno.

Abe leyó la carta, que Fitz no había firmado, y miró una vez más las fotografías.

—Nunca había visto nada parecido —murmuró—. Creo que al viejo jeque le encantaría ver a su hijo en acción.

—Sólo espero que Saqr no reconozca a Lynn. Pero tengo la certeza de que no lo hará. No aquí.

Mientras Fitz escribía el mensaje, Saqr y sus secuaces planeaban el secuestro de Gillian, y toda su conversación era registrada por transistor. Sin embargo, ningún plan podría surtir efecto mientras Gillian no se moviera del bar «Ten Tola».

Fitz metió en un sobre de grandes dimensiones la nota que acababa de escribir, agregando algunas de las fotos más comprometedoras, que mostraban a Saqr en acción con las rubias asistentes a la fiesta. En una de las fotos se veía a Saqr que bebía de la botella, al mismo tiempo que violentaba a la chica de aquella forma aberrante que era su preferida.

—Estaré de vuelta en unos minutos —dijo Fitz, abandonando la oficina.

Instantes después aparecía en el restaurante y, sosteniendo el sobre en una mano, se dirigía a la mesa de Saqr, saludando a sus clientes, al tiempo que avanzaba. Fitz extendió una mano, sonriendo, y Saqr lo saludó.

—He encontrado algunas fotos tomadas en Londres y he creído que pueden interesarle para agregar a su colección —dijo—. Lléveselas a casa y disfrute contemplándolas —agregó, en árabe.

Saqr asintió, cogió el sobre y lo dejó en la mesa.

—¿Puedo ofrecerle una copa? —preguntó Fitz.

—Una «Coca-Cola», gracias —replicó Saqr.

Fitz abandonó la mesa de Saqr y dio la orden a un camarero. Al pasar junto a Gillian, le susurró:

—Mantente alejada de Saqr.

—No me lo tienes que decir, jefe —respondió la chica—. De todos modos, Ken pronto estará aquí.

Fitz se dirigió a su propia mesa y se sentó junto a Lynn.

—Estoy a punto de concluir un asunto que me retiene en la oficina. Pero muy pronto estaré con vosotros.

Los demás invitados a la mesa le respondieron que se tomara todo el tiempo necesario, que ellos se encargarían de Lynn. Fitz regresó a su despacho.

—¿Ha abierto ya el sobre? —preguntó.

Abe movió negativamente la cabeza.

—Sigue planeando con sus secuaces la forma de secuestrar a Gillian —dijo Abe.

Fitz suspiró.

—A veces me pregunto si todo esto vale la pena. Somos occidentales metidos en un mundo de cultura distinta de la nuestra, y nos enfadamos cuando los árabes no aceptan cambiar sus hábitos ni sus costumbres para ponerse a tono con nosotros.

—No te deshagas nunca de este local, Fitz —sugirió Abe—. Es demasiado valioso.

—Tal vez, simplemente, despida a las chicas —dijo Fitz.

Miró por la ventana:

—¿Algo interesante en la mesa de Serrat? —preguntó.

Abe movió la cabeza negativamente.

—Al parecer están esperando a alguien. El hombre que está ahora con Serrat, al que tu chica fotografió en tres ocasiones distintas, es agente de una empresa francesa de municiones. Según parece, las armas y la droga marchan siempre juntas.

—Cuando quieras, puedes oír las cintas grabadas de las conversaciones de Serrat, durante los diez últimos días —dijo Fitz.

Los dos miraron hacia la puerta del bar, que en aquellos momentos se abría, dejando entrar a tres personas.

—Es posible que ahora captemos algo de interés —dijo Fitz—. Ése es el coronel Buttres, del Cuerpo de Exploradores de Omán. Junto a él está John Brush, que actúa como Agente Político, ahora que Brian Falmey está de permiso en Inglaterra, y el otro es el mayor Collin Richards, adjunto a la Comandancia del Cuerpo de Exploradores. La beldad inglesa codiciada por Saqr, se ha estado viendo últimamente con el coronel Buttres. Gracias a ello, Buttres viene muy a menudo a sentarse a una mesa apartada, aquélla, conectada con este receptor.

Fitz apartó un pequeño receptor de la fila de transistores y lo encendió.

—Lo que oirás, principalmente, será la penosa historia de la decadencia y caída del imperio de Su Majestad. También podrás comprender, al menos en parte, por qué existen movimientos en las colinas de Omán.

Gillian tardó más tiempo del necesario en acomodar a sus clientes en torno a la mesa. Evidentemente, ella y el coronel Buttres concertaban una cita para después del trabajo. Mientras tanto, los ojos de Saqr no se apartaban de la rubia. Fitz se preguntaba si el jeque abriría el sobre antes de marcharse del bar.

Una vez Gillian se hubo retirado, Buttres, al verla alejarse, comentó apesadumbrado, con una voz que se oyó nítida en el transistor:

—La verdad es que me apena pensar que pronto tendremos que retiramos. Precisamente ahora, que empezaba a disfrutar del cargo.

—Lo siento, Ken, y temo que te queda aún menos tiempo del que supones —precisó el joven sustituto del Agente Político—. La verdad es que estamos llevando muy bien las cosas. Todos los soberanos están dispuestos a pensar en Inglaterra cada vez que necesiten algo, incluso después que se hayan marchado nuestros destacamentos, y nuestras recomendaciones dejen de ser órdenes que podamos obligar a cumplir por la fuerza.

Al oír aquello a través del transistor, Fitz hizo una mueca.

—Destacamentos. Así llaman los ingleses a sus fuerzas de choque. ¡Buena nos la han jugado en el asunto de la concesión petrolífera!

El coronel Buttres seguía hablando.

—Haré todo lo posible por regresar aquí, a las Fuerzas Defensivas de la Unión, tan pronto como haya nacido la Unión de Emiratos Árabes —afirmaba—. Supongo que Rashid y Zayed me contratarán. Por supuesto que lo más probable es que Hamed se oponga a la contratación de cualquier miembro del Cuerpo de Exploradores, después de las presiones que Falmey ejerció sobre el viejo.

—Ya sabes que para eso estamos aquí —dijo—. Tendrías que haber estado con nosotros en Omán cuando metimos al viejo bastardo del sultán Said Bin Tamur en un «Land Rover» y lo llevamos al aeropuerto.

—¡Lo sabía! —exclamó Fitz, triunfante—. Buttres trató de decirme que el hijo de Said, Quabus, fue el que planeó y llevó a cabo el derrocamiento de su padre, y que los británicos nada tuvieron que ver en ello. Eso era algo evidentemente imposible. El pobre Quabus estuvo prisionero de su padre durante cuatro años, justo hasta el momento en que fue proclamado sultán.

Abe sonrió.

—Tal como dijo ese joven, Brush, el Agente Político. Los británicos lo están llevando todo muy bien, quieren seguir ejerciendo el control, sin duda.

La bebida llegó a la mesa del coronel.

—¡Salud! Por el nuevo orden que se implante aquí, sea cual sea —brindó Brush.

Los demás bebieron y, al final, en un tono de voz preocupada, Buttres murmuró:

—Las órdenes más recientes que he recibido dicen: «No haga nada. No más operaciones». ¿Conoce a Fitz? ¿El dueño de este local? —preguntó el coronel, dirigiéndose a Richards.

El adjunto movió negativamente la cabeza.

—Sí —siguió diciendo Buttres—. Cuando él estaba en la Comandancia, usted se encontraba en Omán.

El coronel bebió.

—¿Qué puede decirme de él? —preguntó Richards.

—Fitz recoge mucha y valiosa información. Probablemente son las chicas las que se enteran de cosas y se las comunican. Pero Gillian no… es diferente —agregó el coronel—. No hay que preocuparse por ella. De todos modos, lo cierto es que ya van dos veces que Fitz me informa sobre cargamentos de armas que entraron por mar a esta zona, y en ambas ocasiones, no pude hacer nada. Las órdenes dicen: «No hacer operaciones innecesarias». En efecto, la retirada.

Buttres miraba, sombrío, la copa.

Abe contempló a Fitz.

—¿Le has pasado información de la que obtienes aquí?

—Por supuesto. De coronel a coronel. No hay forma de que pueda enterarse cómo obtengo esos datos. Ya has oído lo que ha dicho de las chicas. La verdad es que ya no vale la pena pasarle más información, puesto que no hay nada que pueda hacer.

El Agente Político reflexionó sobre lo que acababa de decirle el coronel. Tras unos instantes, dijo:

—La verdad es que no nos viene mal que algunos cargamentos de armas lleguen a poder de los rebeldes que actúan en Omán. Mientras se sienta amenazado, Quabus necesitará que sigamos a cargo de su Ejército y su Gobierno. Si no tuviera un problema de seguridad interno, y muy grave, como el que ahora lo ocupa, es posible que Quabus pensara en que Omán ha de ser para los árabes, bajo control de los árabes, por más que lo hayan educado en Sandhurst. ¡Ya lo creo que puede empezar a pensar de ese modo!

—No hay forma de que lo que Omán llama Ejército pueda enfrentarse con un intento serio de los comunistas por hacerse con el poder —observó Richards.

—Exacto —asintió Brush—. Por eso, el dinero que Quabus obtiene del petróleo ha de invertirlo en gastos de defensa. Y nosotros somos los encargados de la defensa.

—Puedo decirle una cosa, Brush —apuntó Buttres, al tiempo que hacía una seña para que les sirvieran otra ronda de bebidas—, y trate de grabar esto en su mente política: sean quienes sean los que vengan aquí después que nosotros nos hayamos retirado, habrán de enfrentarse con problemas muy serios. ¿Sabe usted quiénes integran las mejores tropas del Cuerpo de Exploradores?

—Los nativos de Dhofar, según tengo entendido —arriesgó Brush.

—Exactamente. Aprendieron de nosotros todo lo que hay que aprender sobre armamento moderno y tácticas de guerra. En un año habrán regresado a la provincia de Dhofar y, tal vez, peleen al lado de los comunistas en Salalah. Sin duda va a ser muy difícil detenerlos.

—Un buen movimiento de insurrección marxista, en la frontera de Arabia Saudí, ayudará a tener preocupado al rey Faisal —insistió Brush—. Y lo pensará dos veces antes de decretar un nuevo embargo petrolífero contra nosotros y los norteamericanos, ya que con ello perdería la ayuda militar que le brindamos.

Fitz rió, al oír en el receptor el discurso del joven número dos de Brian Falmey.

—¿Ves? Todos en el Foreign Office acaban pensando igual —dijo—. Siempre conspirando en favor de Su Majestad británica.

—Ése es el motivo por el que Gran Bretaña siempre subsistirá —respondió Abe—. ¡Ojalá nos inyectaran un poco de dureza británica allá en Washington!

—Ahí va un hombre al que he visto antes en compañía de Serrat —dijo Fitz, señalando por la ventana.

Fitz desconectó el emisor de los ingleses y elevó el volumen del transistor conectado con el rincón de Serrat.

Fitz miró hacia el majlis, que quedaba justo frente a la ventana. Al parecer, Lynn estaba disfrutando mucho, aunque probablemente se preguntaría quién era el misterioso hombre de negocios libanés que había llegado tan inesperadamente a Dubai desde Beirut.

—Me parece que ahora tendremos un poco de acción —dijo Abe, escuchando atentamente la conversación en francés, que continuó en árabe tan pronto como se sentó el recién llegado—. Éste es el hombre que yo esperaba. Lo acompaña un árabe.

—Tenemos fotos de ese hombre con Serrat —dijo Fitz—. Opera en la sucursal que tiene en Kajmira el Banco de Irak. Ha intimado mucho con los pastores y campesinos más humildes. Allí hay pastos verdes y cosechas, como sabes bien; asimismo, están los hombres de la tribu shihu, en las colinas que se extienden sobre la península de Musandán, en Omán. Durante los dos últimos años, el Banco de Irak ha concedido préstamos a intereses muy bajos, e incluso ha dejado de cobrarlos en algunos casos muy desesperados. Como resultado de esas maniobras, los iraquíes, a través de su Banco, han ganado la confianza de las gentes más propensas al socialismo.

Tras consumir dos tazas de café, el iraquí y el árabe abandonaron la mesa. La conversación no había sido larga, pero sí interesante.

Un número importante de expertos guerrilleros habían penetrado en los Estados de la Tregua mezclados con los miles de emigrantes indios, pakistaníes y baluchistanos que se necesitaban como mano de obra. Dichos guerrilleros tenían un campamento en las montañas, en el extremo norte de Omán, al sur del territorio occidental del golfo de Omán, que pertenecía a los Estados de la Tregua de Fujairah y Sharjah. Estos dos Estados dividían en dos a Omán, separando el sultanato de una pequeña extensión de tierra en el extremo norte, la península de Musandán, que también era una provincia de Omán.

Más guerrilleros experimentados seguirían llegando todas las semanas mezclados con los emigrantes, y de inmediato se trasladarían al campamento. Una gran fuerza de beduinos disidentes y de guerreros de las tribus shihu se habían reunido también en torno a aquellos cuadros guerrilleros, perfectamente adiestrados y preparados.

Lo que se necesitaba ahora era un ingente suministro de armas, las suficientes como para poder resistir un año y que, de algún modo, tendrían que ser transportadas a las montañas. Una vez bien armadas y equipadas, las fuerzas insurrectas se dividirían en dos: la mitad, dedicada a la guerra de guerrillas contra la Policía gubernamental de Omán y las tropas que se movían en la zona de la capital, Muscate, así como en el puerto anexo, Matra; la otra mitad cruzaría los Estados de la Tregua a través de las colinas y el desierto e iniciaría la ocupación de la península de Musandán.

El Gobierno iraquí había financiado la adquisición de un gran cargamento de armas francesas, que ya estaba a punto de ser embarcado en el puerto iraquí de Basra, sito en el Golfo, para trasladarlo hasta un punto de los Estados de la Tregua en el que podría ser descargado sin peligro y transportado de inmediato a las montañas.

—Nuestras armas son cien, mil veces mejores que las armas chinas que han utilizado hasta ahora los insurgentes —afirmó Serrat, dirigiéndose al banquero iraquí.

El árabe, cuyo nombre no fue pronunciado nunca a lo largo de toda la conversación, era, al parecer, el líder de algún movimiento socialista árabe, cuyo objetivo consistía en deponer a todos los soberanos tradicionales, sustituyéndolos por Gobiernos marxistas, que arrebatarían las riquezas a los jeques, para repartirlas entre el pueblo.

—Cuando se hagan cargo del Gobierno en Omán y nacionalicen los pozos de petróleo, no olviden que sus éxitos se los deberán al empleo de armas francesas y que, por tanto, las empresas petrolíferas holandesas deben ser sustituidas por sus similares francesas —señaló Serrat.

—Armas francesas, pero que fueron pagadas totalmente por nosotros —replicó ásperamente el banquero iraquí.

—¿Cuándo podrán ser transportadas a través del desierto? —preguntó el árabe, impaciente.

—Necesitaré una semana o diez días para hacer los arreglos necesarios a fin de que los camiones transporten el cargamento desde la costa al pie de las colinas. De allí en adelante, habrá que cargar las armas a lomo de camello y llevarlas a través del desierto. No hay forma de que los camiones puedan ir más allá del límite de las grandes extensiones de arena —expuso Serrat.

—Yo puedo proporcionar los camellos —ofreció el árabe—. Los camiones transportarán las municiones a través del sendero de arena dura que va desde Dubai hasta el desierto. Entonces, en vez de torcer, a través de las colinas de arena, hacia Al Ain, los camiones seguirán marcha directamente hasta las colinas. Habrá tiempo, antes que se haga de día, para cargar los camellos y remontar las colinas y las montañas de Omán, donde nadie les podrá seguir el rastro.

—¿Qué les parece si hoy mismo fijamos una fecha? —preguntó Serrat—. Hará falta financiación adicional para los camiones, los conductores y los guardias —agregó.

Desde la ventana, Fitz y Abe observaron que el francés miraba expresivamente al banquero iraquí.

—Los fondos estarán a su disposición —dijo el iraquí—. Y, según se me ha dicho, el barco estará en condiciones de zarpar de aquí a una semana.

—Entonces fijemos la fecha de aquí a diez días o, mejor, diez noches, a partir de hoy —decidió el árabe—. El barco se acercará a la costa en el mismo punto que hemos utilizado para desembarcar a los inmigrantes. En caso de que se hayan de hacer modificaciones a este plan, nos comunicaremos, como de costumbre, a través del Banco de Irak.

La conversación se interrumpió de pronto, aunque el iraquí y el árabe permanecieron unos instantes más a la mesa, hasta terminar el café, y el francés, su «Campari» con soda.

—Las cosas se están poniendo muy feas en la zona —dijo Abe—. He cogido una noche muy instructiva para darme una vuelta por aquí.

—Todas las noches se cierra o se propone algún negocio inconcebible. Por lo menos uno —informó Fitz.

—Hay que impedir que lleven adelante su plan, Fitz. Hemos de detenerlos.

—No emplees el plural —replicó Fitz moviendo la cabeza—. Prometí brindarte información, pero no quiero inmiscuirme en ningún tipo de operación.

—No creo que el Cuerpo de Exploradores vaya a hacer nada al respecto, a juzgar por lo que hemos oído de boca de su comandante, Fitz —dijo Abe, en tono muy serio—. Tenemos mucho interés en esta zona, Fitz, es mucho lo que hay en juego. Algún día operaremos aquí. Cuanto más se afirmen los comunistas en las montañas, más difícil será nuestro trabajo. Si ese cargamento llega a las montañas, los insurrectos podrán resistir todo un año.

No podemos permitir que se coloquen en una posición desde la que puedan utilizar la península de Musandán como una firme base de operaciones. En ese caso, todo lo que tendrían que hacer sería lanzar desde alguna pinaza unas cuantas bombas en aguas del estrecho de Ormuz, para amenazar seriamente las rutas del petróleo. Haría falta una campaña militar de gran envergadura para erradicar un movimiento insurgente bien preparado y fuertemente establecido.

—¡Espera! —exclamó Fitz, interrumpiendo a Abe—. Me parece que Saqr está a punto de ver las fotos.

Fitz se abalanzó hacia el transmisor que estaba conectado a la mesa de Saqr.

Casi sin darse cuenta, como en un movimiento reflejo, las manos de Saqr abrían él sobre mientras sus ojos vagaban por el «Ten Tola» en busca de Gillian, que momentáneamente había abandonado el local. Desde la ventana camuflada, Fitz alcanzó incluso a distinguir la brillante superficie de la primera fotografía, que los dedos de Saqr extraían del sobre. Saqr abandonó por un momento la búsqueda visual de Gillian y examinó lo que confiaba sería otra foto del momento de la firma o de la fiesta celebrada en Grosvenor House después de la ceremonia.

Un repentino temor convulso sacudió el cuerpo del árabe al comprobar lo que estaban viendo sus ojos. Miraba fijamente la foto, sin dar crédito a lo que veía, torciendo la cabeza en movimientos espasmódicos. Con las manos temblorosas, Saqr volvió a meter la foto en el sobre, mirando a los lados para comprobar si alguien había entrevisto una foto tan comprometedora. Luego, durante largos minutos, y como obnubilado, se quedó mirando fijamente el sobre que tenía ante sí, y al poco rato empezó a dirigir salvajes miradas hacia todas partes.

—¿Qué ocurre, Saqr? ¿Algo malo? —preguntó uno de sus acompañantes.

El transistor emitió un gruñido estrangulado. Luego, Saqr se puso de pie, vacilante, y, apretando el sobre en una mano, se dirigió ciegamente hacia la puerta, mientras algunos clientes lo miraban extrañados.

—Bien, le hemos hecho tragar una píldora amarga, no cabe la menor duda —opinó Fitz, riendo divertido—. Dudo que regrese a este lugar mientras yo esté aquí.

Se alejó de la ventana, al tiempo que Saqr salía del «Ten Tola».

—Entiendo el problema, amigo —dijo, volviendo al tema de la insurrección—. Lo que ocurre, simplemente, es que no quiero verme involucrado en nada de eso.

—Regresaré mañana mismo a Beirut y veré qué opina de esto el jefe de la Delegación en Oriente Medio —manifestó Abe Ferutti.

—¿Tienes que marcharte? Bueno, ¿estás listo para conocer a Lynn y cenar?

Cuando Fitz y Lynn pudieron, al fin, escapar del «Ten Tola» para darse una última zambullida en la piscina, la chica preguntó, riendo:

—¿Quién es ese libanés amigo tuyo? Después de lo que he visto, no me digas que es un simple hombre de negocios.

—Lo único que te diré es que todo el tiempo, mientras él me hablaba de negocios, yo no hacía más que pensar en el momento en que me acostara contigo.

Unos graciosos hoyuelos se formaron en las mejillas de Lynn, y sus ojos brillaron.

—¡Magnífico! —exclamó.

Fitz la salpicó de agua.

—¿Estás pasándolo bien en tu segunda visita a Dubai? —le preguntó.

—Sí —respondió Lynn, saliendo de la piscina—. ¿Alguien quiere meterse en la cama?

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