Dubai

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Cuarta parte » Capítulo XLIX

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Fitz regresó a Dubai desde Teherán con nuevos ánimos. Tanto él como Laylah habían comprendido que, dentro de poco tiempo, tal vez pudieran estar más unidos incluso que antes. Pero Fitz no quería aceptar a Laylah como consecuencia directa del rechazo de Courty. Sabía que Laylah le habría dicho que sí si él le hubiera propuesto casarse, pero la verdad era que, en el fondo, no le agradaba en modo alguno la idea de ser «plato de segunda mesa».

Sea como fuere, el corazón de Fitz volvía a cantar de gozo, y su rostro reflejaba la felicidad que sentía, ante la perspectiva de que Laylah y él volverían a estar juntos.

Cuando dejó Teherán, Fitz sabía que la próxima vez que fuera hacia Laylah o que Laylah viniera a él, la vieja intimidad que habían mantenido, rota durante un tiempo y ahora en vías de recomposición, florecería en una relación mucho más fuerte e incluso más excitante, si ello era posible.

Caía la tarde cuando Fitz entró en su casa junto al «Ten Tola». Tan pronto como dejó la maleta, Peter se acercó a él, le entregó una nota y le dijo que el hombre de Beirut estaba en el bar. Fitz leyó el mensaje. Abe Ferutti había llegado a Dubai hacía sólo unas horas. Tenía que comunicarle con urgencia noticias procedentes de amigos comunes en Washington.

Gillian, la hermosa inglesita, hizo sentar a Abe Ferutti en el

majlis. El agente, a la vez que Fitz se dirigía a él, abandonó la silla, dejándola libre para que la ocupara su auténtico propietario.

—Pareces muy feliz —observó Abe, al tiempo que Fitz se sentaba.

—Es posible —reconoció Fitz—. En cambio, tú pareces muy preocupado y ansioso.

—He mantenido un par de largas conversaciones por teletipo con Washington. Además, tengo un telegrama para ti de nuestro amigo el coronel Dick Healey. Lo mejor es que vayamos a hablar a tu despacho.

Tras haber retirado el cuadro para poder ver quiénes entraban en el restaurante, Fitz y Abe empezaron a hablar de negocios.

—El jefe de operaciones de la CIA quiere que ese gran cargamento de armas sea destruido —empezó diciendo Abe.

—Trataré de obligar al coronel Buttres a que levante su culo británico de la silla y se ponga en acción. Es una misión para el Cuerpo de Exploradores.

—Sabes tan bien como yo que el coronel no puede hacer nada.

—Entonces, ¿qué hemos de hacer?

—Tú eres un veterano en la guerra de guerrillas, con muchos recursos y experiencia. ¿Qué te parece si lo hacemos nosotros?

—De veras Abe, te lo digo en serio, no puedo meterme en ninguna operación.

—¿Y qué me dices de tu pequeña aventura en el mar de Arabia?

—Eso era distinto.

—¿Porque entonces iniciabas tu fortuna? ¿Porque de ese modo podías tener este local? —exclamó—. ¿Cañoneando a algunas lanchas patrulleras indias?

—Una cosa es verse envuelto en un conflicto armado con piratas en alta mar, y otra muy distinta atacar un convoy en el desierto, dentro de los límites territoriales de uno de estos emiratos. Por lo que sé, es muy probable que el cargamento sea transportado con el visto bueno de cualquiera de los monarcas de la zona. Al parecer, planean desembarcar el cargamento en las costas de Kajmira. Eso significa que Hamed o Saqr, o tal vez ambos, recibirán una buena tajada por hacer la vista gorda. Yo perdería todo lo que he obtenido aquí, la posibilidad incluso de convertirme en representante diplomático de los Estados Unidos, si me cogieran tratando de asaltar un convoy de camiones. Dirían que soy un salteador de caminos.

—No te estoy pidiendo nada de eso —replicó Abe, esbozando una sonrisa sardónica.

Sacó una cartera de plástico y extrajo un mensaje de teletipo, ya descifrado, que entregó a Fitz.

Lo enviaba personalmente Dick Healey, y decía:

Fitz: El grupo de operaciones quiere que se intercepte y destruya ese cargamento. Abe te explicará la importancia de la misión. ¿Recuerdas la operación que llevamos a cabo en Camboya el año sesenta y tres? Gracias a ella los comunistas tuvieron que retrasar un año todos sus planes. Pues esto es lo mismo. Tus amigos de Washington trabajan intensamente para proporcionarte lo que deseas. Conque acepta, en bien de todos.

Tras leer el mensaje, expuso al agente de la CIA:

—Si acepto hacer esto (y conste que digo «si» porque aún no sé si podré hacerlo o no), se deberá sólo a que cierta joven que reside actualmente en Teherán ha hecho que vuelva a sentir deseos de conseguir el cargo de embajador norteamericano en los emiratos.

—¡Bien por la chica! —exclamó Abe—. Me encargaré de que sea promocionada.

—Si tengo éxito en la misión, haré lo posible por convertirla en esposa del embajador.

—¿Cómo crees que podremos resolver el asunto, Fitz?

El hombre de la CIA se veía excitadísimo.

—Ante todo, me pondré en contacto con Sepah. ¿Tomarás tú también parte activa en la operación?

Abe movió negativamente la cabeza.

—No puedo. Si fracasa y me capturan, quedará establecida la complicidad directa de los Estados Unidos en el asunto.

—Pero si «sólo» te matan, no podrán interrogarte —replicó Fitz, que sabía muy bien el idioma que empleaba—. Puedes llevar una granada térmica en el cinturón. Si te hieren, lo único que has de hacer es tirar de la cintita, y entonces tu cuerpo se quemará de tal modo, que nadie podrá identificarte. Así lo convinimos Dick y yo cuando lo de Camboya. Si uno resultaba herido y no podía seguir, el otro estaba obligado a quemarlo vivo.

Por un momento, Abe pareció desconcertado.

—Fitz —replicó—, tengo órdenes estrictas de no involucrarme personalmente en operaciones de este tipo. Te enviaré un experto, si es eso lo que deseas. Incluso puedo enviarte dos. Ninguno será ciudadano norteamericano, por supuesto.

—Yo soy ciudadano norteamericano —recalcó Fitz, disfrutando ante la evidente incomodidad del agente—. ¿No crees que si me capturan podrán también decir de mí que trabajaba para la CIA?

—Pero como en realidad no perteneces a la CIA, y ni siquiera al Ejército, no costaría nada poner en circulación un mentís si trataran de relacionarte con nosotros.

Fitz levantó una mano como para protegerse de un golpe.

—¡De acuerdo, de acuerdo, Abe! Lo haré. Y no quiero ver aquí a ninguno de tus malditos expertos. Si lo voy a hacer, lo haré a mi manera y con mi propia gente, en caso de que la consiga. Es posible que necesite dos buenos chóferes que sepan conducir por el desierto.

El agente de Información sonrió para sí. Estaba perfectamente al tanto de la habilidad del coronel Lodd cuando había que intervenir en operaciones especiales de combate. Estaba seguro de que el cargamento de armas sería interceptado.

Aquella noche, Fitz y Abe oyeron las conversaciones desarrolladas en las mesas intervenidas del bar «Ten Tola». Casi todas eran aburridas e intrascendentes, pero ambos tenían la esperanza de que alguien dejara caer un dato sobre el cargamento de armas, que les permitiera planear mejor la contraoperación. Más tarde o más temprano —se decían— llegaría Serrat, y si no lo hacía aquella noche lo haría a la siguiente.

Fitz observó que Majid Jabir estaba sentado en uno de los reservados de un rincón, en compañía de Ed Bass, el director local de la flamante compañía petrolífera de Sharjah, llamada «Sharjah Petroleum Development Company». También había otros dos dirigentes de la empresa. Como director local de la «Hemisphere», Fitz los veía como el enemigo, y como, además, se preguntaba qué estaría haciendo Majid con ellos decidió enterarse de lo que hablaban.

Ya estaba casi decidido que la discusión entre Sharjah y Kajmira se inclinaría en favor de Sharjah, especialmente teniendo en cuenta que Irán reclamaba la mitad de la isla de Abu Musa y, por tanto, la mitad de los beneficios derivados del petróleo. Todo el mundo se esforzaba por aplacar al

Sha, al precio que fuera. Pero aquella conversación permitió a Fitz enterarse de cosas nuevas.

—Estaba en lo cierto —decía Majid Jabir al presidente de la Compañía—. Pronto se anunciará que el pleito se ha resuelto en favor de Kajmira.

Fitz advirtió que el presidente de la Compañía petrolífera no parecía impresionado en absoluto por lo que el árabe acababa de afirmar.

—Una conclusión anticipada, dice usted —prosiguió Majid—. Tal vez. Pero dígame, ¿qué significa para ustedes poder iniciar las perforaciones la próxima semana y no el año que viene, como seguramente habría ocurrido? Estamos tratando de formar una federación, y todos los Estados deben aceptarla. Por tanto, Kajmira podría creer que sus reclamaciones han sido también reconocidas, y de esa forma los arbitrios podrían continuar eternamente.

Tras un instante, Majid prosiguió:

—Tal vez ustedes no entiendan las sutilezas de lo que ahora se conoce como Estados de la Tregua, y que pronto se llamará Emiratos Árabes Unidos —dijo.

«No, no lo entienden, me juego la cabeza», pensó Fitz, mientras Majid trataba de explicárselo.

—He hablado con el soberano de Dubai y con el monarca de Abu Dhabi. El jeque Zayed apoya las reclamaciones de Sharjah. Yo estoy negociando, en nombre de Rashid, la incorporación al Gobierno de la nueva Federación de un núcleo importante de la familia Maktoum. Si Rashid decide seguir a Zayed y apoyar la reclamación de Sharjah, el asunto se decidirá inmediatamente y ustedes podrán empezar las perforaciones en muy poco tiempo.

Si Ed Bass no entendía aquello, podía volver de inmediato a Louisiana a trabajar en un pozo petrolífero, se dijo Fitz. Pero, al fin, Ed y sus dos dirigentes parecieron comprender:

—¿Puede usted conseguir eso, Majid? —preguntó Bass.

—Por supuesto. Para eso estoy aquí. Puedo conseguir que en una semana empiecen ustedes a perforar. Como sabrán, había otro problema, referente a la extracción. El

Sha insiste en que la mitad de los beneficios que corresponde a su país le sea entregada libre de todo gasto. En otras palabras: el

Sha ha exigido la mitad de los dividendos netos, dejando que todos los gastos se carguen a la mitad correspondiente a Sharjah. Ahora me encuentro en condiciones de obligar a que el jeque de Sharjah acepte la situación.

Fitz movió la cabeza. Majid era un diablo de astucia. A Fitz no le parecía que Majid fuera desleal por estar trabajando ahora con la empresa petrolífera de Sharjah. Ya no había nada que pudiera hacer para ayudar a la «Hemisphere Petroleum».

—¡Sencillamente maravilloso, Majid! —exclamó Ed Bass—. La verdad es que no creíamos que pudiéramos iniciar las perforaciones hasta dentro de mucho tiempo. La empresa aprecia profundamente lo que usted hace por ella.

—Aún no lo he visto —dijo Majid, obsequiando a los americanos con su sonrisa más inescrutable—. Pero puedo verlo en cualquier momento.

—Bien, lo mejor es que empiece a actuar en seguida, Majid. Puede estar seguro de que la Compañía reconocerá sus esfuerzos.

—Sí, me aseguraré de que sea así. La Compañía puede pagarme la mitad cuando empiece a colocar los últimos ladrillos de este complejo edificio, y la otra mitad, cuando se inicien las perforaciones. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Majid —aceptó Ed Bass, para agregar, con cautela—: ¿Y qué piensa pedir?

—Cuatro millones de dólares —respondió Majid, imperturbable.

—¿Cuatro millones? —farfulló Bass—. ¡Por Dios, Majid! La Compañía no aceptaría ese convenio de ningún modo.

—Ustedes no tendrían nada de no haber sido por la intervención de los ingleses, e incluso ahora, con

Mr. Lodd presionando tan vigorosamente en favor de las reclamaciones de la «Hemisphere Petroleum», sigue existiendo la posibilidad de que se llegue a algún compromiso —dijo Majid, haciendo que sus palabras sonaran lógicas y razonables—. Sin embargo, si según su opinión mis emolumentos son demasiado elevados —pausa dramática—, ¿por qué, simplemente, no los dejamos en la mitad?

—El viejo y querido jeque De La Mitad —comentó Fitz, volviéndose a Abe.

—Pasaré su propuesta a la empresa —dijo Ed Bass, mirando su reloj de pulsera—. Ahora mismo pediré una conferencia a Los Ángeles. Es más o menos mediodía, allá.

Bass se puso de pie.

—Me pondré de nuevo en contacto con usted, Majid —dijo—, pero será mejor que empiece a colocar en orden los ladrillos. Queremos empezar a producir lo más de prisa posible.

Majid asintió con la cabeza.

—Por supuesto —dijo—. Cuesta mucho dinero estarse simplemente sentado, esperando.

—Por el camino que va, se convertirá en un hombre más rico que el propio jeque, en unos pocos años —dijo Fitz, riendo divertido—. Lo mejor que puedo hacer es decirle a Fender Browne que se ponga en contacto cuanto antes con la «Sharjah Petroleum Development Company» para venderles todo el equipo que necesiten.

—Ten cuidado con la forma en que distribuyes información, Fitz —recomendó el hombre de la CIA—. Si brindas demasiado material de primera clase la gente empezará a preguntarse cómo lo obtienes y tal vez algún astuto agente de servicios especiales inglés empiece a sospechar que tienes un sistema de espionaje electrónico montado en tu local.

—Abe, viejo amigo —dijo Fitz—, cuando esta operación encubierta, camuflada, negra o como quieras llamarla haya terminado, te aseguro que me desharé para siempre de este maldito sistema de escucha. No me gusta oír en secreto lo que la gente dice.

—Pero ten en cuenta lo valioso que puede ser —dijo Abe, con una nota de alarma tiñendo su voz—. No sé qué daría por tener algo parecido a esto en Beirut. No puedes cerrar así por las buenas el puesto de escucha más valioso del Golfo.

—Cuando haya interceptado ese cargamento de armas habré hecho más que suficiente en favor de la Compañía como para merecer su apoyo en mis afanes por obtener el cargo de embajador. Soy un oficial de Información, o lo fui. Pero ¿espía? Jamás.

Abe decidió no discutir con Fitz. En el momento adecuado se podrían ejercer sobre Fitz ciertas presiones para que cambiara convenientemente de opinión.

Casi en seguida dio comienzo lo que estaban aguardando. A través de las puertas entraron Jean Louis Serrat y su asociado francés. Gillian los condujo a la mesa de siempre y, de inmediato, Abe puso en marcha el receptor para captar lo que hablaban.

Durante media hora, Abe Ferutti escuchó una cháchara referente a las chicas de Beirut intercalada con especulaciones sobre las chicas del bar «Ten Tola», con quién iban a la cama y con quién no. Luego hizo su aparición el banquero iraquí instalado en Kajmira, acompañado por su socio árabe, y los dos se sentaron a la mesa de Serrat. Ambos bebieron una taza de café y de inmediato dieron a conocer los progresos realizados.

Se había decidido que el barco llegara a las costas de Kajmira, más allá de la ciudad, hasta una pequeña cala donde el jeque Saqr tenía su casa de playa. Saqr había recibido una tajada por permitir que una embarcación anclara en su caleta el jueves próximo, que era un día en que la mayoría de los árabes se dedicaba a las celebraciones, puesto que al día siguiente tenían su descanso semanal. Serrat había solucionado todo para que un convoy de camiones «Bedford» estuviera aguardando la llegada del barco y también se planeó que lo mejor sería trasladar los bultos de la embarcación a los camiones entre las diez y media de la noche y medianoche. Una brigada de obreros indios y pakistaníes se presentaría a colaborar en el trabajo.

—Todavía subsiste el asunto del pago final —señaló Serrat.

—Ya le hemos pagado dos millones de rials —declaró el banquero—. El millón que falta le será pagado en Omán. Sus fabricantes en Francia tendrían que darse por muy satisfechos.

—Cuando ustedes estén en condiciones de comprar algunos

jets «Mystére» entonces sí empezaremos a hablar de verdaderos negocios —replicó Serrat, despreciativo—. Esto de ahora más bien parece un trabajo de conveniencia, casi fortuito.

Fitz miró a Abe.

—Trabajo fortuito —dijo—. Medio millón de dólares en el bolso y un cuarto de millón más a cobrar en Omán.

—Eso último nunca lo verán —gruñó Abe, satisfecho.

Ahora era el árabe el que hablaba:

—Un cuerpo de guerreros dhofars, integrado al Cuerpo de Exploradores de Omán, desertará de sus oficiales británicos y se encontrarán con nosotros, armados hasta los dientes, en el lugar de desembarco. Darán protección inmediata a los camiones y luego a la caravana de camellos que transportará las armas durante el último trecho hacia el interior de las montañas. Luego estos hombres, experimentados y entrenados, pasarán a formar parte de los cuadros encargados de organizar los ataques contra las instalaciones del Gobierno de Omán mientras los otros se infiltran por las colinas para crear bases en la península de Musandán.

Estos últimos datos alarmaron seriamente a Fitz.

—Diablos, Abe. Ahora sí que nos hemos metido en un jaleo, en una verdadera batalla. Esos nativos de Dhofar son los mejores soldados con que cuenta el Cuerpo de Exploradores de Omán.

—Sabrás manejarlos, Fitz —dijo Abe, lleno de confianza.

—Daría no sé qué por saber qué tipo de armas llevarán al lugar de desembarco.

—¿Por qué no informas a tu amigo Buttres sobre este último asunto? Así, como has dicho, de coronel a coronel —sugirió Abe—. Vamos, adelante. Yo me quedaré aquí supervisando los aparatos para el caso que nos entreguen más datos de interés desde la mesa de Serrat.

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