Dubai

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Primera parte » Capítulo primero

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A las diez y media de la mañana, Fitz abandonó la reunión del cuerpo de inteligencia que tenía lugar en la Embajada de los Estados Unidos en Teherán. Se dirigió hacia la avenida Rozvelt, esa gran calle dedicada a la memoria del presidente norteamericano que organizó la reunión cumbre de Teherán, tan famosa, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Una vez en la avenida tenía una hora de marcha a pie hacia el gigantesco Bazaar, que había precedido en una centuria a los modernos supermercados de América. A Fitz le gustaba andar por las calles de Teherán, y de todas sus misiones en el extranjero ésta era la más ambiciosa y emocionante, exceptuando las acciones de combate en Corea y Vietnam: Fitz ya hacía veinte años que seguía la carrera militar.

Para un visitante fortuito o de paso, Teherán podría aparecer como una ciudad dedicada exclusivamente a la compraventa callejera. Todo allí tenía un precio. Sin embargo, para Fitz, se trataba del centro mundial de la intriga, una ciudad estratégicamente ubicada entre el Oriente Medio y Asia que era, inevitablemente, el gran punto de paso obligado entre Israel y el mundo árabe. Teherán era la ciudad en la que siempre se recalaba, ya fuera para hacer una pausa en el viaje, para desviarse o para alterar el pasaporte antes de seguir adelante.

Una vez en la avenida Shareza, Fitz torció a la derecha y cruzó tres travesías antes de llegar a la plaza. Una vez allí torció a la izquierda, hacia Ferdowsi. Andando, Fitz reflexionaba, diciéndose que si tuviera una casa propia seguramente se dirigiría a uno de los vendedores de alfombras y regatearía para comprar algún hermoso ejemplar. Había estado en Tabriz, en donde observó el esmero con que se tejían las alfombras. La proliferación de artículos para el hogar que estaban en venta en el camino hacia el Bazar siempre le hacían recordar que era uno de esos muchos ciudadanos del mundo, sin hogar ni patria, completamente desarraigados. Pero, de todos modos, Fitz había aprendido no sólo a vivir en aquella situación, sino a disfrutar de la misma, a sentirse a gusto con su forma de vida. Porque, en lo relativo a su trabajo específico, aquello era una indudable ventaja.

Como personalmente no tenía nada que perder, se encontraba, desde el punto de vista psicológico, mejor equipado que la mayoría de los funcionarios del Servicio de Información militar que operaban en el extranjero para tratar los objetivos nacionales de los Estados Unidos por encima de todo tipo de consideraciones. Tenía muy pocas opiniones personales sobre los enfrentamientos entre las potencias, en medio de los cuales vivía. Fuera cual fuera la política que adoptara el embajador norteamericano, Fitz la aceptaba como suya, tal vez con una sola excepción. Después de diez años de servicio en países árabes como Siria, Irak, Jordania, Egipto y los emiratos del Golfo (siempre se esforzaban en pensar y decir golfo Arábigo y no golfo Pérsico cuando se encontraba en un país árabe) no podía dejar de pensar que había muchas razones muy legítimas de parte de los árabes en relación con el conflicto que mantenían con los judíos en el Oriente Medio. Fitz se había dado cuenta de que la diplomacia americana cargaba todo su peso en favor de Israel y que el punto de vista árabe era distorsionado o sencillamente ignorado tanto por la Prensa como por la opinión pública en los Estados Unidos. Fitz, por su parte, había observado muy de cerca todos los aspectos del problema, e incluso los había vivido íntimamente. Había aprendido a hablar con corrección el árabe y también hablaba aceptablemente el hebreo: podía entender por igual las quejas y las agresiones de ambas partes en pugna. Y todavía seguía pensando que el mundo árabe, que hasta entonces no había conseguido hacer presión en las estructuras de poder americanas, era el que se llevaba la peor parte. Sin embargo, al ser un funcionario de Información disciplinado y anónimo, Fitz se reservaba para sí tales opiniones.

A Fitz le hacía gracia que tan a menudo la gente lo tomara por judío a causa de su apellido, Lodd. Sólo porque el aeropuerto internacional de Israel, ubicado en Tel Aviv y tan a menudo mencionado en la Prensa, se llamaba Lod, muchos de sus colegas, que desconocían su procedencia, pensaban que un hombre con un apellido judío, como él, tenía que ser obligatoriamente judío. Sin embargo, la única vez que Emmy Lodd se desvió de los estrictos preceptos de la doctrina congregacionalista cristiana del Oeste Medio americano —doctrina que incluía no pocos conceptos antisemitas— fue al concebir un hijo ilegítimo, que no era otro que él: Fitz.

En su camino hacia el Bazar, Fitz atravesó el bulevar Ferdowsi, flanqueado por árboles y relativamente apacible y, torciendo hacia la izquierda por una calle transversal y girando después a la derecha desembocó en la avenida Naserkhosro. En cuestión de segundos ya se encontraba en el entramado de calles ruidosas, sucias y atestadas de tráfico que rodeaban el Bazar, que tenía fama de ser la mayor plaza de mercado de todo el mundo.

Fitz entró al Bazar por la puerta que daba a la avenida Naserkhosro, pasando frente al almacén de joyas especializado en turquesas azul pálido, semipreciosas, célebre producción de Irán. Luego se sumergió en la muchedumbre que desbordaba el Bazar, avanzando entre la gente y mirando hacia las filas de tiendas que se alargaban más de cien metros en todas direcciones.

Un tendero que estaba de pie delante de la puerta de su negocio detuvo a Fitz cuando éste pasaba por delante.

—Monedas de oro —ofreció el tendero.

Fitz hizo una pausa y el tendero renovó su oferta, ahora intensificándola.

—Tengo las más finas monedas de oro de todo el mundo. Los norteamericanos me compran muchas —el persa hizo una amplia guiñada—. Son el mejor recurso contra la inflación.

—¿Dónde ha oído hablar usted de la inflación? —preguntó Fitz, con una sonrisa amistosa.

—Observe esta moneda —insistió el persa, colocando una gran moneda de oro sobre la mano de Fitz.

El funcionario de Información miró fijamente la moneda. Se trataba de una moneda etíope muy rara, la Menelik II, acuñada en 1899, cuyo anverso mostraba al emperador Menelik II, mientras que el reverso representaba al León de Judea. Se trataba de la credencial de los Servicios de Información de Hassian.

Fitz extrajo de su bolsillo un duplicado exacto de la moneda y lo enseñó.

—¿Dónde? —preguntó.

El tendero cogió de nuevo su moneda e hizo una seña con la cabeza, a lo largo de la fila de tiendas.

—Escalera abajo, el Bazar Bozorg, del otro lado.

Fitz se abrió paso a empellones entre los compradores y los mirones que pululaban frente al almacén de joyas. Pasó por la puerta y, divisando una escalera al fondo, se dirigió a la misma y descendió a los sótanos de la tienda.

Un hombre de barba gris, mal atusada, miraba hacia arriba a través de un par de gruesos lentes bifocales. Vestían ropas occidentales corrientes, al igual que la gran mayoría de los tenderos del Bazar. Las gafas, con montura de oro, brillaban a la luz que arrojaba una lámpara de bronce suspendida encima del escritorio tras el cual estaba sentado el hombre, indicando una silla vacía que se encontraba junto al mismo. Fitz colocó la moneda de oro con la imagen de Menelik II sobre el escritorio y tomó asiento. Extrajo una libreta y un lápiz del bolsillo de su chaqueta.

—Adelante, amigo de Hassian —dijo Fitz.

—¿Tienes algo para Hassian? —preguntó, sugerente, el hombre de la barba.

Fitz golpeteó con una mano el bolsillo de su chaqueta.

—Evaluaré la información y llenaré este sobre de acuerdo al mismo. —Fitz extrajo un sobre marrón de uno de los bolsillos interiores de la chaqueta y lo colocó sobre la mesa—. Soy todo oídos.

El amigo de Hassian inició su relación.

—Para el comienzo de la próxima semana, el Shahensha —el hombre de la barba inclinó reverencioso la cabeza al referirse a Mohamed Pahlevi, luz de los arios, ocupante del trono de pavo real del Irán— ha autorizado casi un cincuenta por ciento de aumento para los embarques mensuales de armas destinadas a los hombres de las tribus kurdas del Irak.

Fitz hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Nos percatamos de eso cuando el

Sha pidió a la Embajada que dieran curso urgente a sus requerimientos de armamentos americanos adicionales. Sin embargo…

Fitz extrajo un billete de mil rials, aproximadamente unos quince dólares, y lo introdujo en el sobre. De inmediato se dedicó a seguir escuchando atentamente.

—Aumenta la presión ejercida sobre el

Sha para elevar los precios del petróleo, incluso superando en exceso lo establecido en los acuerdos de Teherán de 1963.

—Vamos, amigo de Hassian —lo interrumpió Fitz, impaciente—. Sé que puedes hacerlo mejor.

El anciano esbozó una fugaz sonrisa de astucia y, acto seguido, se enfrascó en una verdadera verborrea de temas de espionaje relacionados con el Oriente Medio. De vez en cuando, Fitz se metía la mano en el bolsillo y extraía más dinero, aunque, por lo general, se mantenía inmóvil, sentado en actitud pétrea.

—Hace poco me he enterado de unas noticias muy importantes —dijo el informador, haciendo chasquear los labios al pronunciar cada palabra—. Las exploraciones petrolíferas en Omán, situado en la costa árabe del golfo, van muy bien. Hemos oído de boca de los obreros que estaban de asueto en Beirut que el petróleo se encuentra bajo el agua, apenas a quince kilómetros de la isla de Abu Musa, reclamada por el Emirato de Kajmira.

Fitz empezó a interrumpir agriamente aquella cháchara, pero su informante lo hizo callar alzando una mano.

—Las novedades importantes son los rumores de que el

Sha ha decidido ocupar las islas de Tumb mayores y de Tumb menores, reclamadas por el Emirato de Ras al Jaimah, para establecer bases militares en las mismas.

—¿Quieres decir que piensa enviar la Marina, soldados? ¿Qué piensa arrancar esas islas a los Emiratos del Golfo que se encuentran bajo la protección de Gran Bretaña?

—Los ingleses se marcharán en poco tiempo. En unos pocos años, para 1971, los gobernantes de esos Estados tendrán que apañárselas por sí mismos. Entonces el

Sha se lanzará, de inmediato, a tomar posesión de las islas Tumb y de la isla de Abu Musa.

Fitz sacudió la cabeza afirmativamente, en señal de comprensión. Esa clase de espionaje a largo plazo era la que más convenía al Departamento de Estado, para poder planificar con tiempo la réplica. Fitz agregó otro billete de mil rials a los varios billetes que había dentro del sobre.

—¿Tan poco?

—Eso es lo que vale —replicó Fitz.

—En ese caso lo más probable es que no te dé las noticias más importantes que he recibido. Se trata de una información que vale muchísimo más que todo lo que te he dicho hasta ahora.

—Hassian sabe que pago bien por la buena información. Déjame escuchar cuáles son esas noticias tan importantes.

—Valen cinco o diez mil rials, más tal vez. Es algo que acabamos de saber mediante nuestros agentes relacionados con la negociación del nuevo oleoducto que se extenderá de Irán a Israel. Nuestros propios agentes se han enterado casi por casualidad.

Ante aquella mención de Israel, Fitz se puso alerta. Sabía que algo estaba a punto de ocurrir. Era el mes de mayo y las tensiones se multiplicaban entre Israel y sus vecinos árabes de Egipto, Jordania y Silla. Una vez más metió la mano en el billetero para extraer, ahora, diez billetes de mil rials cada uno.

—La cantidad de estos billetes que entran en el sobre es algo que depende por completo de tus informes, amigo de Hassian.

Los espejuelos destellaron bajo la luz de la lámpara que colgaba sobre el escritorio, cuando el hombre de la barba fijó la vista en los billetes que Fitz tenía en la mano.

—Y ¿qué pasaría si tú no creyeras lo que yo te diga, sólo para descubrir, de aquí a diez días, que yo estaba en lo cierto?

—Siempre he sido leal, y más todavía. Y lo seguiré siendo. ¿Por qué me haces esa pregunta?

—Porque algunos no creyeron en mi información y se negaron a pagármela. Justo los que se encuentran más en peligro se rieron de mis informes, pero yo sé que son ciertos.

—Adelante entonces.

—Muy bien. —Los ojos del hombre de la barba, fijos en Fitz, se agrandaron desmesuradamente tras los gruesos cristales de los lentes—. Israel va a desencadenar una guerra contra Egipto, Jordania, Irak y Siria en un plazo de diez días, a lo sumo. Israel ha decidido no esperar que se produzca el ataque enemigo que creen podría producirse.

—¿Diez días? —preguntó Fitz, suspirando ruidosamente.

—Menos, quizás. En tres días ya estaremos a uno de junio. El ataque israelí puede tener lugar en cualquier momento a partir de esa fecha.

—¿Y tú ya has vendido esta información? Seguramente los árabes estarán preparados.

El viejo de las barbas rió amargamente.

—Ya te he dicho que no pueden creerlo. Sólo creen aquello que quieren escuchar. Piensan que en caso de que se produzca una guerra, serán ellos los que se encarguen de iniciarla, en el momento y lugar que elijan.

El viejo sacudió la cabeza antes de proseguir.

—Por Alá. La información más importante y vital siempre es la más difícil de vender, porque nadie quiere creer en ella.

—Yo creo en ella —dijo Fitz, con decisión y colocando los diez billetes de mil rials en la mesa, junto al sobre—. Me pregunto si las legiones que ayudé a entrenar en Jordania serán capaces de resistir un ataque de los israelíes, con todo ese armamento tan sofisticado que poseen. —Fitz suspiró—. Los árabes no deberían lanzarse nunca a la guerra, pues ésta requiere demasiada eficiencia y organización.

Echando hacia atrás la silla, Fitz se puso de pie.

—Comunícate conmigo de la forma usual en caso de que te enteres de más detalles.

El hombre de la barba se puso de pie.

—Ha sido un placer hacer negocios contigo. Eres el primer cliente que ha creído en mis informes: Israel empezará la guerra.

Fitz sonrió con amargura.

—El problema es otro: ¿me creerá mi Embajada, mi Gobierno?

Se volvió, subió la escalera y salió de la joyería y, una vez en el Bazar, recompuso su aspecto y tomó por el camino más corto para salir de aquel laberinto de tiendas alineadas a lo largo de los senderos y volver a la calle. Necesitó andar diez minutos, por lo menos, a través del mercado desbordante de gente.

Al llegar finalmente a la calle, Fitz empezó a abrirse paso a través de la multitud, viéndose obligado a avanzar casi un kilómetro por el tráfico sobrecargado antes de que las calles se despejaran lo suficiente como para permitir que los taxis se desplazaran sin mayores problemas. Una vez libre de los atolladeros, Fitz saltó al medio de la calzada, haciendo señas a un taxi y, al aminorar la marcha el vehículo, Fitz dio al conductor las señas del «Club Francés». El conductor hizo una señal afirmativa con la cabeza y Fitz se introdujo en el asiento trasero, junto a dos damas que regresaban de una expedición por las tiendas, con los paquetes inundando literalmente el vehículo. Sin pensarlo dos veces, Fitz desplegó unos cuantos paquetes del asiento, los suficientes como para poderse sentar, y el taxi volvió a ponerse en marcha. El sistema imperante en Teherán, que permite que un taxi transporte al mismo tiempo a pasajeros con distinto destino es, a la vez, una bendición y una condena.

El «Club Francés» era uno de los clubs más exclusivos y deliciosos de la ciudad y, en mayo, el clima era similar al de la zona este de los Estados Unidos, maravillosos días primaverales que hacían del hecho de comer en el verde prado del club un verdadero placer. Sus tres años en París como oficial de la OTAN habían otorgado a Fitz el derecho a ser miembro del club. Eso y el hecho de que hablaba francés.

Mientras bebía el típico

gin-tonic norteamericano, bebida que le agradaba sobremanera a pesar de la desconfianza con que la observaban los miembros franceses del club, que nunca habían cultivado el paladar para lo que consideraban un trago demasiado áspero, Fitz pensaba en lo mucho que disfrutaba de sus rondas de trabajo por Teherán. Irán —Persia, como él la llamaba— era un país que lo impresionaba profundamente. También pensaba que ahora, por fin, después de tanto tiempo, por segunda vez, se encontraba en las listas su ascenso a coronel, a los cuarenta y dos años de edad. Una vez había quedado a un lado simplemente por no tener ningún enchufe en el Pentágono, nadie que se hubiera preocupado por hacer que James Fitzroy Lodd obtuviera su águila de plata. Al haber ingresado a través del ROTC del Estado de Ohio, no era miembro de la Asociación protectora de West Point.

En esta ocasión, sin embargo, le habían asegurado que sería promovido. En caso contrario, no le quedaría más que retirarse.

En los años vividos en Irán, Fitz había pensado muy a menudo en retirarse y quedarse a vivir en la zona dedicándose a los negocios. La verdad es que sus conocimientos no iban mucho más allá de todo lo relacionado con el trabajo de espionaje y al manejo de todo tipo de armas, pero estas habilidades podían llegar a ser muy valiosas para distintas organizaciones del Oriente Medio.

Se puso a pensar en el inminente ataque israelí contra los países árabes vecinos. Se trataba de una buena estrategia, de un golpe tan osado e inesperado que incluso después de que uno de los mejores sistemas privados de espionaje de aquella parte del mundo revelara la información, los servicios de espionaje de las naciones que, seguramente, se verían más afectadas por el ataque, se negarían a creer en esa posibilidad. Era algo parecido a la negativa de Hitler a aceptar que el ataque aliado del día D contra la fortaleza europea tendría lugar en Normandía, a pesar de los imperdonables fallos de seguridad que habían permitido a los alemanes advertir claramente cuáles serían el lugar y el momento en que se produciría la mayor invasión de la Historia.

Teniendo en cuenta estos antecedentes, eran muy escasas las posibilidades de que sus superiores tomaran en serio la información que Fitz había conseguido. De todos modos, la entregaría al Equipo de Información de los Estados Unidos en Irán y, de esa forma, la CIA o el Agregado Militar serían los responsables de trasladar la información a Washington mediante un cable codificado.

El colega de Fitz en el Servicio de Información francés, viendo que Fitz estaba solo, lo invitó a almorzar con él. Otra ventaja de aquel club era que los oficiales del Servicio de Información de casi todas las grandes potencias mundiales con representación en Teherán, habían conseguido acceder al mismo. Se trataba de un espléndido foro informal, en el que los miembros de la comunidad del espionaje internacional podían mentirse a placer unos a otros, o intercambiar información cuando lo creían apropiado, e incluso probar la mutua sagacidad respecto a los acontecimientos más importantes y complejos del momento.

Por mucho que lo intentó, y de la manera más delicada posible, durante los aperitivos, a lo largo de una deliciosa comida francesa regada con vino importado y, finalmente, con el

digestif, Fitz no pudo descubrir si su rival francés había adquirido la misma información respecto al ataque israelí que le había comprado aquella misma mañana a los Servicios de Hassian. Mucho menos, por ende, pudo saber respecto a la opinión de su colega francés en cuanto a la posibilidad de que se produjera dicho ataque.

En lo relativo al petróleo, ambos estaban en posición de mostrarse más francos el uno al otro. Sí, aquella misma mañana los franceses se habían enterado de que el

Sha tenía intenciones de anexionarse las islas Tumb en el momento oportuno, y tal vez Abu Musa, no bien los británicos retiraran su protección militar a los Estados de la Tregua. Y, por supuesto, todo el mundo sospechaba que el

Sha tenía ya planes concretos para elevar el precio del petróleo iraní, excediéndose ampliamente de los acuerdos previos respecto a una subida gradual y escalonada de dichos precios.

Fitz regresó a la Embajada a las dos de la tarde. Se encontró con la inevitable multitud de iraníes aguardando que se les concedieran visados para visitar los Estados Unidos, y que ahora desbordaba los locales de la cancillería. Sólo en Irán, en el Líbano e Israel, la gente se dedicaba a sus negocios sin la interrupción ritual de tres a cuatro de la tarde, que se da en los demás países del Oriente Medio. Una vez en su oficina, Fitz cogió el teléfono de su despacho y llamó al mayor general Fielding, que era el oficial de mayor graduación del equipo del embajador. Luego de pedir una entrevista, Fitz recibió la orden de trasladarse de inmediato a la oficina del general.

Fielding era apenas cinco años mayor que Fitz, pero era formidable el abismo de rango existente entre un teniente coronel y un general de dos estrellas que había hecho su carrera en West Point.

Puesto que ambos oficiales vestían de paisano, Fitz no hizo el saludo militar, sino que se sentó en la silla que había frente al escritorio del general.

—¿Qué piensa, Lodd? —preguntó afablemente el general—. ¿Cuál es esa joya de la información que no puede esperar hasta la reunión de mañana para ser descubierta y enseñada?

—Señor, esta mañana estaba haciendo la ronda habitual, después de la reunión del equipo, cuando descubrí algo que creo que debería ser cablegrafiado de inmediato a Washington. Supongo que puede encajar perfectamente con informaciones que hemos obtenido de otras fuentes.

—¿De qué se trata?

El general se inclinó hacia delante. Había aprendido a respetar la habilidad de Fitz en cuanto a hacerse con información importante, y también estaba al tanto de la vasta experiencia de Fitz en el Oriente Medio.

—Los Servicios de Información de Hassian siempre han demostrado ser dignos de toda confianza. Hoy me vendieron la información de que los israelíes están decididos a atacar Egipto, Jordania, Irak y Siria simultáneamente, de aquí a diez días como máximo, seguramente antes.

El general Fielding se quedó mirando fijamente a Fitz.

—¿Que los israelíes van a atacar? No puedo creerlo. No quieren la guerra. Tenemos una misión de paz que trabaja activamente para eliminar el peligro de una guerra en el Oriente Medio.

—Es evidente que los israelíes son de la opinión de que si no atacan antes por sorpresa, a la larga serán arrollados por los árabes.

—Por supuesto que transmitiré por cable a Washington esta información. —Un brillo surcó los ojos del general Fielding—. Ese bastardo tuerto estaría encantado de llevar adelante un ataque de este tipo. Es exactamente lo que yo haría si estuviera en su lugar.

—Es una verdadera lástima que los israelíes y los árabes no puedan ponerse de acuerdo para arreglar este problema —dijo Fitz, lamentándose—. Uno no puede culpar a los israelíes por sus deseos de mantener incólume su patria, pero los árabes también cuentan y tienen su opinión. Un millón y medio de árabes desplazados, viviendo en campos de concentración porque han dejado de tener patria es algo que enfurece, hoy en día, a cualquier persona que crea en Alá y en Mahoma, su profeta.

—¡Maldita sea, Lodd! Lo que no entiendo es por qué las naciones árabes grandes, ricas y poderosas, gastan tiempo y dinero peleando con los judíos por un montón de piojosos refugiados que nada pueden hacer para ayudarlos, una clase de árabes que, a fin de cuentas no despiertan simpatías entre los demás. Están verdaderamente ansiosos de lanzarse contra las armas ultra modernas que hemos entregado a los israelíes, dispuestos a morir por los bastardos palestinos.

Fitz se encogió de hombros y sonrió desalentado.

—Si usted hubiera vivido con los árabes, los entendería. Los infieles, los judíos, le han marcado un tanto a Alá. Eso es una afrenta para todo árabe que viva en esta parte del mundo. Admito que parece tratarse de un concepto más bien medieval, como lo es la guerra santa, pero al mismo tiempo lo significa todo para los árabes religiosos. Y en lo que respecta a morir en combate… —Fitz lanzó una mirada casi irónica al general—. ¿Ha leído el Corán?

—¿La Biblia árabe? No.

—Debería leerlo. De esa forma entendería mejor a los árabes. En

Las mujeres, el Profeta dice: «Y a aquellos que hayan luchado por Alá, tanto vencidos como vencedores, les daremos una gran recompensa».

El general movió afirmativamente la cabeza:

—Eso hace que morir en combate se convierta en una cosa verdaderamente personal. Nosotros morimos por nuestra patria, ellos mueren por Alá.

—Exactamente, señor. Y en

Arrepentimiento, los verdaderos creyentes pueden leer: «Ve, sigue adelante, y avanza con tus riquezas y tus pertenencias en el camino de Alá». Y los gobernantes de todos los países árabes ricos son verdaderos creyentes, y eso es exactamente lo que están haciendo.

—Por tanto —el general Fielding suspiró—, estamos a punto de vernos metidos en una nueva guerra en Oriente Medio.

—De aquí a diez días —agregó Fitz—. O antes.

—En Washington no podrán creer que Israel esté dispuesta a iniciar las hostilidades, a menos que el viejo Eskhol llame personalmente al presidente Johnson desde Israel.

Fitz chascó la lengua.

—Tiene usted razón, señor. Los árabes tampoco lo creen posible.

—Bueno, Fitz, ya que estamos con esto, he recibido una petición oficial, a través del oficial de Información de la Embajada. Se trata de un periodista que quiere hacerle una entrevista.

—¿A mí? ¿Para qué? —inquirió Fitz, alarmado.

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