Dubai

Dubai


Segunda parte » Capítulo III

Página 9 de 80

C

A

P

Í

T

U

L

O

I

I

I

Una densa vaharada de calor asaltó a Fitz cuando descendió del

jet de «Irán Air» en el aeropuerto internacional de Dubai.

Con gran alegría, Fitz descubrió que Ibrahim Matroos —resplandeciente en una

kandura blanca, el

kuffiyah sujeto por el

aghal, y una doble cuerda de camello negro—, lo esperaba al pie de la escalerilla del avión. Ibrahim era uno de los principales cortesanos de Rashid.

—Viejo amigo, nos honras con tu presencia —dijo Ibrahim, en inglés.

Aleikum as Salaam —respondió Fitz en árabe.

Se dieron la mano calurosamente.

—Lamento que hayas elegido el momento de más calor para venir —dijo Ibrahim, como disculpándose.

De junio a setiembre, la temperatura, en Dubai, alcanza los cuarenta y cinco grados centígrados de promedio, aunque a veces desciende por las noches hasta los cuarenta grados. Por su parte, la humedad, alcanza cerca del cien por ciento. Gran parte del trabajo se hallaba suspendido, y la comunidad europea había abandonado el golfo de Arabia, como hacía todos los años por aquella época.

—No tendrás problema alguno en la Aduana ni en Inmigración. Todo está aclarado —dijo Ibrahim—. Tan pronto llegue tu equipaje, nos marcharemos hacia la casa de huéspedes de la playa. Su Alteza está muy preocupado y desea que te encuentres a gusto.

—¿Cuándo vais a poner aire acondicionado? —preguntó Fitz contemplando los largos abanicos que golpeaban inútilmente en la solidez de piedra del calor.

—El año que viene.

Inch-Allah. Si ése es el deseo de Alá —dijo y tradujo Ibrahim.

—Espero que lo sea.

Sentado en el asiento trasero de uno de los grandes automóviles británicos del gobernador, Fitz, poco a poco, lentamente, empezó a preguntarle a Ibrahim sobre cómo marchaban los asuntos en Dubai. El calor, incluso dentro del automóvil —que se movía a gran velocidad y llevaba las ventanillas abiertas—, era tan opresivo, que Fitz sintió que su cerebro funcionaba con menos velocidad de lo habitual y que sus palabras fluían más lentas que de costumbre.

Ya se podía divisar la cala. El puente Maktoum, construido algunos años antes, se erguía en un arco sobre las aguas azules de la corriente navegable que hacía de Dubai el centro de embarque y desembarque más importante de la Costa del Tratado. Hacia la derecha, en dirección al Golfo, podía verse el edificio, de dos y tres pisos, de Deira: se trataba del nuevo «Hotel Carlton», levantado en la orilla de la cala correspondiente a Deira y que, en comparación con el resto de la ciudad, parecía un rascacielos moderno.

Fitz pensó en las historias que había oído contar, referentes al método empleado por el jeque Rashid para unificar Dubai y Deira en 1939, cuando su padre, Sa’id, aún vivía y reinaba. Los primos de Rashid, la familia Al Mana, controlaban Deira. Había gran rivalidad entre ambas familias, principalmente en lo relativo a quiénes debían hacerse cargo de cobrar los derechos de aduana que pagaban los numerosos balandros que entraban a la cala de Dubai. La industria perlífera dejaba grandes beneficios al poseedor de dicha ensenada.

Finalmente, Rashid solucionó el problema. Entonces, era un hombre de treinta años de edad, y aún no había escogido novia, lo cual era algo sumamente extraño en el mundo árabe. De pronto, y sin previo aviso, eligió a Shaika Latifa, de Abu Dhabi, que por entonces vivía con sus primos, de la familia Al Mana. Así, obtuvo autorización para que una partida de guerreros, escolta formal para la boda, atravesara la ensenada y se instalara en el interior de la ciudad fortificada de Deira, para asistir a la ceremonia. Una vez dentro de la ciudad, Rashid ordenó a sus hombres que atacaran a los hombres de Al Mana, a los que obligaron a huir de Deira de una vez para siempre.

A pesar del inquietante preludio que vivió la novia, el matrimonio fue un éxito. Rashid nunca escogió a ninguna otra esposa, pese a que la ley le permitía tener hasta cuatro. De esta forma, el palacio de Shaika Latifa, es decir, el harén, siempre estaba ocupado por una bandada multinacional de rapazuelos, a los que la reina adoptaba, cuidaba y educaba.

—El rey te verá mañana por la mañana —dijo Ibrahim cuando cruzaban el puente Maktoum, que unía la zona de Deira con la de Dubai—. Lamenta no poder recibirte hoy mismo, pero tiene concertada una larga entrevista con el rey de Sharjah. Uno de los asuntos que ambos discutirán será la construcción de la nueva autopista.

—No te preocupes por mí, Ibrahim. Me parece perfecto.

—En la casa de huéspedes hay algunos compatriotas tuyos, con los que podrás hablar. También hay otros visitantes, que esperan poder discutir varios asuntos con el jeque. Desde que se descubrió petróleo en nuestras costas, el año pasado, Dubai ha estado más activo que nunca.

Diez minutos después de haber cruzado el puente de Maktoum, el vehículo recorría el último tramo del trayecto, rodando por las arenas del desierto hacia la casa de huéspedes, frente a la playa. Dicha casa había sido edificada pocos años antes por orden del rey.

—A mí —dijo Ibrahim— no me gusta vivir junto al mar, pero a los occidentales parece agradarles sobremanera.

—Supongo que podré darme algún baño en el mar —observó Fitz.

—Como quieras, pero no te alejes mucho de la playa. En dos ocasiones, los tratantes de esclavos secuestraron a unas personas para venderlas después a las caravanas que viajan rumbo a Arabia Saudita y Omán.

—¿Occidentales? —preguntó Fitz, asombrado.

—También occidentales, aunque, por supuesto, no sacan tanto dinero de un occidental como de un negro joven. Por supuesto, a menos que consigan secuestrar a una mujer occidental.

—¿Y alguna vez lograron rescatar a esos occidentales? —preguntó Fitz.

—El Cuerpo de Exploradores de Omán consiguió rescatar al último occidental secuestrado, en muy mal estado, pero con vida. De eso ya hace más de cinco años.

El automóvil se detuvo frente a la casa de huéspedes, y Fitz se apeó. El conductor dio la vuelta en torno al coche, abrió el maletero, sacó las dos maletas de Fitz y las trasladó hasta la puerta, golpeando la misma y dejándolas en el porche.

Un sirviente pakistaní de piel oscura, con camisola, pantalones cortos sueltos y turbante, se inclinó en una reverencia y cogió las dos maletas. Fitz lo siguió hasta el interior de un espacioso cuarto de estar, que daba al mar. El lugar parecía algo fresco comparado con la temperatura exterior.

Tres occidentales estaban sentados en la estancia. Todos vestían camisas abiertas hasta la cintura y pantalones holgados y tenían vasos con bebida.

Ibrahim saludó a los demás huéspedes e hizo la presentación del coronel Lodd. Luego dejó a Fitz, prometiéndole regresar a las siete de la mañana para tomar un café con él antes de acompañarlo a la entrevista con el rey.

—Todos hemos de ir a palacio mañana, Ibrahim —dijo un inglés alto, de cabello plateado y rostro encendido, llamado John Stakes—. Podemos acompañar al coronel Lodd.

—El rey me ha pedido que lo lleve yo personalmente ante su presencia —replicó Ibrahim, mirando fijamente al inglés.

Tras una leve inclinación de cabeza, Ibrahim se marchó.

Tim McLaren, un americano vigoroso, de cabello oscuro, que rondaría los cuarenta años, se dirigió a Fitz y le estrechó la mano.

—Es un placer conocerle. Ha sido una gran sorpresa verlo entrar aquí. Tal vez sea usted hoy el norteamericano más citado en la Prensa árabe. Me alegra verlo.

El otro norteamericano era un hombre de aspecto enclenque, también rondaría los cuarenta años. Fue presentado como Fender Browne y, con un inconfundible acento del Medio Oeste, dio la bienvenida a Fitz. Añadió que se dedicaba al negocio del petróleo.

—Debo admitir que la posición de Tim McLaren aquí es más sólida —dijo Fender Browne, arrastrando las palabras—. Es banquero. Va a instalar nada menos que un Banco de los Estados Unidos de América. Un Banco con aire acondicionado —agregó.

—¿Aire acondicionado? —preguntó Fitz—. Por supuesto, habrá de traerse su propio generador, ¿no?

—Claro. Una caseta especial de aire acondicionado que habrá que instalar en lo alto del edificio. Todo lo que necesito es que mañana el rey me dé su consentimiento. Entonces podremos empezar a recibir depósitos, a hacer préstamos y a vender oro. Todo, de aquí a una semana.

—No parece demasiado seguro —observó Fitz.

—Usted conoce esta parte del mundo, coronel —expuso McLaren, tomando un sorbo de su

highball—. Por aquí hay muy pocos robos. En la mayor parte de estos Estados, un felón es castigado con la amputación de una mano. Claro que Rashid ha abandonado esta práctica, pero de todos modos los robos no son aquí cosa corriente.

Entonces, como si de pronto se acordara, el banquero agregó:

—Perdone, coronel, si no le he ofrecido un trago hasta ahora. Naturalmente, el jeque no almacena bebidas alcohólicas, pero yo he tenido la previsión de traer unas cuantas botellas de

whisky. ¿Qué le parece?

—No me vendría mal —respondió Fitz.

—Sírvase usted mismo. La botella está allí, sobre la mesa. Y la nevera real produce hielo, sí, señor.

Mientras Fitz se preparaba la bebida, el expansivo banquero siguió hablando:

—Sí, señor. Todos estos Estados del Tratado, junto con Omán, al otro lado de las colinas, tal vez sean los últimos lugares de la tierra donde todavía puede uno dedicarse a establecer nuevos negocios. Y eso es exactamente lo que está haciendo el «First Comercial Bank» de Nueva York. Nos instalaremos aquí para ayudar a los demás pioneros a hacer sus propias fortunas.

—Yo también estaré aquí para comprobar eso que dices, Tim —dijo Fender Browne, con su voz repiqueteante, mientras se dirigía hasta donde se encontraba Fitz y echaba más hielo en su vaso—. Al haber empezado las extracciones en la plataforma marítima, la

Dubai Oil Drilling Operations necesitará adquirir gran cantidad de equipos, que yo les puedo vender. Entre nosotros llamamos DODO a la Compañía.

Browne se volvió hacia Fitz:

—Trabajé para la «Aramco» durante quince años. Primero, vendedor de herramientas; luego me hice cargo de la tienda de abastecimiento de material en Arabia Saudita. Más tarde, decidí establecerme por mi cuenta. Oí decir que se estaban llevando a cabo exploraciones aquí, y sabía dónde estaba almacenado el equipo, olvidado en gran parte, y en gran parte, estropeándose. Había varios lugares de almacenamiento a lo largo de todo el Golfo.

Fender Browne se sirvió una respetable cantidad de la botella de

whisky del banquero.

—Empecé por equipar a los grupos de exploración y a los investigadores de franjas sísmicas en Abu Dhabi, aquí y en Sharjah, vendiéndoles material que no podían obtener por otros medios, y en poco tiempo tuve un almacén en Abu Dhabi. Ahora estoy tratando de conseguir unos centenares de acres en esta ensenada para montar la primera y única compañía independiente de suministro de materiales para prospecciones y extracciones petrolíferas al sur de Kuwait.

—Y, por supuesto, necesitarás capital, Fender —dijo Tim McLaren, viendo el negocio.

—¡Pues claro que sí! Trata de colocar pronto esa caseta de aire acondicionado y de llenar de oro cuanto antes esos sótanos, porque si Rashid me autoriza a quedarme con esas tierras sobre la ensenada, mi Compañía de suministros nunca tendrá competencia en este golfo. Y aquí es donde se encuentra el petróleo.

McLaren se dirigió a Fitz.

—¿Cuáles son sus planes, coronel? ¿Piensa quedarse aquí, establecerse con nosotros y servir al rey, al tiempo que se ayuda a sí mismo?

—En primer lugar soy un teniente coronel —dijo Fitz, sonriendo con tristeza—. Pueden llamarme simplemente Fitz. Todo el mundo me llama así.

—Bien, Fitz, has llegado a Dubai cuando eres un hombre famoso en todo el mundo árabe —dijo John Stakes, terciando en la conversación—. Es una verdadera lástima que el Ejército norteamericano haya decidido darte la baja sólo por haber dicho la verdad sobre los judíos, que, por cierto, son un maldito hatajo de histéricos.

—Pero no es eso lo que dije, ni lo que pienso —manifestó Fitz.

McLaren alzó una mano.

—Fitz, no digas una palabra más. Estoy seguro de que se te entendió mal, estoy seguro de que tergiversaron tus palabras. Pero ahora estás aquí, en un mundo virgen para los negocios, y en «la primera oleada», si me permites la expresión. Habrá muchas oportunidades para la segunda, la tercera y la cuarta oleadas de hombres de empresa que vengan a Dubai; mas para entonces, nosotros tendremos en nuestras manos la dirección de todo esto. Por lo tanto, si aceptas el consejo de un viejo zorro del Oriente Medio, permite que te diga que no tienes por qué explicar lo que de veras quisiste decir. Deja que los sheiks piensen lo que quieran. Tú, dedícate simplemente a mantenerte cerca y a recoger el botín cuando venga hacia tus manos.

—Estoy de acuerdo en todo, Fitz, palabra por palabra —dijo John Stakes—. Me agradaría mucho poder plantearte varias propuestas muy atractivas, muchacho.

—Gracias —dijo Fitz.

—Yo también estoy de acuerdo, Fitz —añadió Fender Browne, levantando su vaso—. Aquí en la cala hay un lugar para ti.

La llegada de la mañana fue un verdadero alivio, pues ya no hacía falta seguir tratando de conciliar el sueño en el calor de la noche.

Ibrahim se encontraba frente a la casa de huéspedes, dispuesto a recoger a Fitz. Tal como se le había aconsejado, Fitz se había puesto una camisa deportiva holgada y de mangas cortas, unos pantalones, también cortos y holgados, y sandalias. Fender Browne, John Stakes y Tim McLaren habían pedido un coche con chófer y partieron en el mismo detrás del de Ibrahim.

—En esta época del año hacemos lo posible por cerrar los negocios antes de las nueve y media o diez de la mañana —explicó Ibrahim—. Entre nosotros, algunos de los menos fieles creen que el propio Alá en persona abandona el Golfo por estas fechas, dejándolo en poder de las fuerzas del infierno. Es una época en la que se hace necesario subsistir, sobrevivir como se pueda.

Tras un viaje de diez minutos desde la costa a través de las arenas del desierto, el automóvil llegó al nuevo palacio de Rashid, un edificio de un solo piso pintado de azul y oro. El coche se detuvo frente al portalón principal, con puertas más pequeñas a ambos lados, y Fitz e Ibrahim se apearon.

—Ya has estado aquí antes, ¿verdad? —preguntó Ibrahim.

—Sí, pero en la última ocasión en que visité al jeque Rashid, este palacio no estaba aún terminado. Rashid vivía entonces más cerca de la cala.

Ibrahim lo condujo escaleras arriba, hacia el interior del palacio, y a lo largo de un vasto corredor. Guardias de honor, con fusiles y bayoneta calada, se alineaban a lo largo del corredor.

Se detuvieron ante dos puertas muy altas, que cerraban una doble arcada. Dos guardias les abrieron las puertas. Fitz siguió a Ibrahim hacia el interior. Era una habitación rectangular y muy grande, de alto techo. Sentados en los bancos en torno a las paredes de la habitación habían numerosos árabes y algunos occidentales esperando tumo para hablar de sus negocios con el jeque. El esclavo encargado del café hacía constantes rondas en torno a la habitación, para llenar las copas de los que esperaban, vertiendo en ellas el líquido procedente de una enorme cafetera de cobre, cuyo pitorro tenía forma de pico de pelícano. En el rincón más alejado de su sala de recepción, tras una mesa recubierta de marfil labrado, estaba sentado el jeque Rashid, quien, al poco rato, levantó la vista y sonrió con benevolencia. Su rostro, curtido y barbudo, asomaba por entre los pliegues de su

kuffiyah blanco. Se puso de pie, haciendo una señal a Fitz para que se acercara.

Ibrahim acompañó a Fitz a través de las filas de árabes y occidentales que aguardaban sentados. El jeque Rashid le hizo una seña al árabe que estaba sentado frente a él, para que se marchara, y de inmediato indicó a Fitz la silla vacía. Fitz y el jeque se estrecharon la mano y tomaron asiento.

Qarrat’ainii —dijo Rashid, empleando el saludo de bienvenida usado para recibir a un pariente cercano o a un amigo íntimo al regreso de un largo viaje.

Wejh nabiik («La cara de vuestro profeta») —replicó Fitz.

Le pusieron delante una taza de café. Fitz bebió hasta vaciar la taza, agitándola para señalar que no quería más, y la devolvió al esclavo que se la había traído.

—Bueno, querido amigo, ¿te encuentras a gusto? —preguntó Rashid.

—Todo lo a gusto que se puede estar con este calor —replicó Fitz, con una sonrisa.

Tras un breve intercambio de cumplidos, el expresivo rostro de Rashid se puso serio.

—Me apené mucho al enterarme de que tenías problemas y de que te habían dado de baja en el Ejército —empezó a decir el jeque.

Hablaba lentamente en árabe, para que Fitz pudiera entenderlo bien.

—Nos hallamos inermes ante nuestro destino —replicó Fitz, abriendo las manos.

—Pero Alá ayuda al que se ayuda a sí mismo. Cuando me enteré de lo que dijiste, o sea, que los judíos norteamericanos debían esforzarse por comprender nuestra postura y no comportarse de una manera tan irracionalmente emocional, me sentí orgulloso de que un norteamericano, funcionario de su Gobierno, dijera algo semejante. Nos damos perfectamente cuenta de que los judíos son mucho más poderosos que nadie en cuestión de dinero y opinión pública en tu país. Por otra parte, te conozco, o al menos eso creo. En muchas ocasiones hemos hablado de los más diversos asuntos. Sé que eres una persona que mide sus palabras y que piensa detenidamente antes de emitir una opinión. Estoy convencido de que no dijiste lo que la Prensa pone en tus labios.

El jeque sonrió amistosamente y extendió un brazo por encima de la mesa, tocándole una mano.

—Sabemos bien cómo se tergiversan nuestras palabras, casi a diario, en la Prensa norteamericana. Por supuesto que a la Prensa de tu país le convenía disfrazar de esa forma lo que tú dijiste, fuera lo que fuera. Pero lo verdaderamente importante… —El jeque hizo una pausa, como si estuviera sopesando sus palabras—. Muchos árabes inteligentes y bien informados han oído decir, en todos lados, que tú, al parecer, has desafiado a tu Gobierno y a tu pueblo por defendernos a nosotros. Eso es todo lo que necesitas ahora, puesto que ya hablas nuestro idioma, para convertirte en uno de los norteamericanos más poderosos de nuestro mundo. Es mi deseo que establezcas en Dubai tu hogar y tu cuartel general. Estarás bajo la protección del rey. Todo aquel que tenga negocios en Dubai o que espere tenerlos, sabrá que cuentas con nuestro apoyo.

—Por ahora no somos un Estado rico. —Rashid abrió una pausa e hizo una señal de afirmación con la cabeza, como si estuviera en posesión de alguna sabiduría secreta—. Pero si Alá lo aprueba, y contando con el trabajo duro de nuestro pueblo y de los extranjeros que vengan aquí con deseos de hacer dinero para sí y para el Estado, pronto nos convertiremos en el Estado más moderno e importante del golfo de Arabia, y, tal vez, de todo el mundo árabe.

Los ojos de Rashid lanzaban destellos. Fitz estaba seguro de que el jeque alcanzaría lo que deseaba para su pequeño Estado.

—De aquí a dos años nos convertiremos en un país productor de petróleo, pero Dubai no debe depender del petróleo. Nuestras reservas son pequeñas comparadas con las de nuestros vecinos de Abu Dhabi. Constantemente tendremos que buscar oportunidades para erigirnos en líderes del mundo árabe tanto en el comercio como en la industria. Pero entretanto —el jeque guiñó a Fitz—, hemos de llegar a la fuente de todo proyecto de hacer dinero que se encuentre a nuestro alcance, y tratar de extraer toda esa riqueza y volcarla en nuestro tesoro. Tú y yo nos convertiremos en socios. Preveo que, de aquí a unos años, el Gobierno de los Estados Unidos se dirigirá a ti para que lo aconsejes en materia política respecto al Oriente Medio y te pedirá que lo ayudes a corregir los errores que actualmente comete.

Rashid volvió a sonreír con benevolencia, mirando fijamente a Fitz.

—¿Crees que mis palabras tienen sentido para ti?

—Sí, Alteza, me gusta lo que oigo.

—Bien. ¿Te unirás a nosotros? Puedes quedarte en la residencia para huéspedes todo el tiempo que te plazca. Me encargaré personalmente de que se te concedan unas tierras donde puedas edificar tu propia casa. Tus oficinas estarán en nuestro edificio de la ensenada. Tendrás a tu disposición un coche con chófer hasta que estés en condiciones de comprar tu propio coche y pagar tu propio chófer.

Fitz se descubrió y dijo, en inglés:

—No está mal para un bastardo de Ohio.

Rashid alzó la vista.

—¿Se trata de algo que deba saber?

Fitz sacudió la cabeza, sonriendo.

—No, era simplemente una expresión americana de gratitud, que perdería todo su encanto si la tradujera.

Rashid afirmó con la cabeza, satisfecho.

—Ibrahim se encargará de que tengas todo lo que te haga falta. Mañana por la noche vendrán a cenar conmigo algunos de los más prominentes visitantes occidentales presentes en Dubai. Ibrahim se encargará de que asistas tú también. Que Alá te acompañe.

Fitz hizo una leve inclinación de cabeza. Ambos se pusieron de pie y se estrecharon la mano. Ibrahim se adelantó y lo acompañó fuera de la habitación. Fitz inclinó la cabeza hacia sus tres compañeros de la casa de huéspedes, y ellos le devolvieron el saludo con una triple sonrisa. Fue evidente para todos que el jeque Rashid había colocado su manto de protección sobre los hombros de Fitz: desde aquel momento, otro extranjero ungido por el favor del jeque pasaba a formar parte de la vida de Dubai.

Una vez fuera del palacio, Fitz subió al coche junto a Ibrahim, y el auto se alejó del lugar.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Fitz.

—El jeque quiere que conozcas ante todo, a Majid Jabir —replicó Ibrahim, en árabe—. Iremos a su oficina, en el despacho de Aduanas.

—¿Se trata de un cobrador de derechos aduaneros? —preguntó Fitz.

—Es un poco de todo. Vino aquí hace algunos años, procedente de Qatar, donde trabajaba a las órdenes del consejero británico para asuntos aduaneros y de emigración. Como podrás ver en seguida, Majid tiene unas cualidades realmente valiosas. Sus padres poseían la suficiente riqueza como para enviarlo a una escuela inglesa en Qatar, a la que concurrió siendo muchacho. Habla un inglés casi perfecto. Nadie en Dubai posee la habilidad de Majid para hablar con los occidentales y comprenderlos.

—Eso quiere decir que Majid Jabir no es un árabe nativo de Dubai.

—No. Por algún motivo, Majid cayó en desgracia ante su superior británico, el cual pensó que si lo enviaba a Dubai, lo haría sufrir una especie de asilo o castigo. Pero Alá dispuso otra cosa, porque su traslado a Dubai era lo mejor que podía ocurrirle a Majid. No bien se convirtió en cobrador de derechos aduaneros, se dedicó a visitar cada balandro que entraba en la ensenada, haciéndose cargo personalmente de cobrar los pagos de manos de los capitanes de los distintos balandros. Entonces, al revés que su predecesor, en vez de transferir el dinero recaudado al superintendente británico del puerto de Dubai, lo llevó directamente al jeque. Puedo asegurarte que esa forma de actuar le agradó mucho al jeque Rashid. Porque Rashid acostumbraba ir en persona de balandro en balandro, recaudando derechos aduaneros. De esa forma ya no tenía que hacerlo, y, además, percibía a diario el dinero. Desde ese momento, Majid se convirtió en alguien muy próximo al jeque. Ahora se ha convertido en el hombre más importante de la cala, que tiene en sus manos la mayor parte de los negocios que se realizan en la zona.

—Entonces, tal como decimos los americanos, Majid es «el hombre del portafolios de Rashid» —dijo Fitz, chascando la lengua.

Al observar la perpleja expresión que había en el rostro de Ibrahim, Fitz prefirió explicar en árabe lo que acababa de decir:

—El hombre del portafolios es la persona que recauda el dinero y lo guarda en beneficio de otra persona de elevada situación, que tiene el poder de hacer que las cosas se encarrilen, pero que, por el lugar que ocupa, no desea verse envuelto en transacciones de esa naturaleza.

Ibrahim sonrió, haciendo un gesto afirmativo.

—Es una expresión muy exacta, sin duda. Majid es el hombre del portafolios. Pero también hay otros.

—Y Majid, ¿qué espera de mí?

Ibrahim se encogió de hombros.

—Lo espera casi todo. Puesto que está muy al tanto de tus antecedentes como combatiente y como encargado de recoger datos, para el Servicio de Información, es de suponer que tendrá pensadas muchas formas de utilizar tus conocimientos, misiones éstas que, a no dudarlo, serán altamente lucrativas tanto para ti como para el Estado.

Ya casi habían llegado a la ensenada, cuando el automóvil se detuvo frente al antiguo fuerte de ladrillos de barro, que en otras épocas tenía la misión de proteger el flanco de Dubai.

—El jeque tiene la esperanza de poder convertir este fuerte en un museo algún día —comentó Ibrahim.

Pasando de largo junto al fuerte, el automóvil avanzó hasta las puertas de un edificio de dos pisos, donde se encontraban las oficinas de los consejeros de Rashid.

Ir a la siguiente página

Report Page