Dubai

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Cuarta parte » Capítulo L

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Fitz cogió la pistola lanzabengalas y disparó al aire una verde. Era la señal convenida para que los conductores de los «Land Rover» se alejaran a toda prisa del lugar de la emboscada y se dirigieran de inmediato a Kajmira. Fitz se estaba preguntando qué se habría hecho de los «Land Rover» que avanzaban por el flanco y que había visto momentos antes, cuando, desde el lugar en que se había producido la emboscada, pero mucho más cerca, el fuego graneado de muchas armas ligeras volvió a romper el silencio de la noche.

«¡Malditos dhofars!», se dijo Fitz.

Avanzaban rápidamente hacia él, mientras oía cómo las balas se estrellaban en la carrocería del vehículo.

Agachando la cabeza y colgándose de un hombro la «AR-15», Fitz puso en marcha el motor del «Land Rover» y empezó a retroceder, tratando de salir lo antes posible de la línea de fuego y cuando ya creía que estaba a salvo, una tremenda explosión sacudió al vehículo, y Fitz sintió de repente un agudo dolor en el muslo derecho y, casi en seguida, notó cómo la sangre le corría por la pierna. El «Land Rover» cayó de lado a causa de la explosión. Pese al dolor, Fitz intentó enderezar el vehículo y ponerlo en marcha, pero no pudo.

Comprobó si aún llevaba el arma colgada del hombro, cogió las cintas de balas y se deslizó fuera del vehículo, que se había convertido en el blanco de las armas cortas de los dhofars. Arrastrándose como pudo, Fitz se alejó del vehículo hacia el Norte. Había perdido los gemelos en la explosión. Varias granadas más estallaron en torno al «Land Rover», mientras Fitz se alejaba arrastrándose, rodando, gimiendo de dolor. Las llamas empezaron a brotar del motor del vehículo, y la luz del fuego le permitió distinguir las siluetas de tres guerreros dhofar que, cumpliendo lo aprendido en los entrenamientos, disparaban ferozmente, barriendo el lugar de la emboscada. Los guerreros examinaban el interior del vehículo, en busca de alguna señal de su ocupante, hasta que comprendieron que se había escapado. Entonces volvieron y, en abanico, empezaron a avanzar hacia Fitz. Antes de que pudieran salir del círculo iluminado por las llamas del «Land Rover» —que se convertía rápidamente en cenizas—, Fitz levantó la «AR-15» y, con el mecanismo del arma colocado para usarla como rifle, o sea, bala a bala, apuntó bien hacia uno de los dhofars y abrió fuego. La víctima pareció estallar en pedazos en el instante en que la bala —larga, delgada, giratoria y explosiva— penetró en su cuerpo. Antes de que los otros dos pudieran salir del círculo de luz, Fitz disparó dos veces más, haciendo también blanco. Un simple roce con una bala de la «AR-15» era suficiente para causar tal destrozo en el cuerpo de la víctima, que ésta, en caso de sobrevivir, quedaría lisiada de por vida. Tres dhofars no volverían a luchar más.

Sabiendo que los compañeros de los tres caídos debían de encontrarse a escasa distancia, Fitz siguió alejándose como pudo del «Land Rover» en llamas. Avanzaba dificultosamente, arrastrando la pierna herida. Fitz pensó que la herida se la tenía que haber causado algún trozo de metal arrancado del «Land Rover» por la explosión. Por un instante pensó —esperanzado— en que tal vez Khalil o Mohammed, desde su «Land Rover» armado con las ametralladoras de calibre treinta, pudieran ver su vehículo en llamas y acudir a rescatarlo. De todos modos, Fitz les había dado órdenes estrictas de que, cuando vieran la llamarada verde de la bengala en el aire, se alejaran a toda velocidad en dirección a Kajmira. Tal vez, si los dhofars no lo encontraban, pudiera esconderse en el desierto hasta que la Policía hiciera su aparición al otro día por la mañana. No demostrarían mucha simpatía por el norteamericano, pero por lo menos lo llevarían a un hospital.

Y entonces Fitz escuchó esporádicas descargas de fuego desde el lugar en que se encontraba el «Land Rover» incendiado. Fitz supuso que habrían llegado más dhofars a ese lugar, encontrando los cadáveres de sus tres compañeros. Lo perseguirían sin descanso durante toda la noche. Ya se sentía débil a causa del impacto y la pérdida de sangre. Sacó un pañuelo de un bolsillo y lo ató fuertemente en torno a la pierna herida. El dolor provocado por la presión ejercida en la herida era casi insoportable, pero Fitz sabía que si conseguía detener la hemorragia, tal vez tuviera alguna posibilidad de salir con vida. Por extraño que pareciera, Fitz se dio cuenta de que no estaba arrepentido de haber llevado a cabo de esa forma la operación. Era irónico; en su deseo por evitar causar bajas, él mismo se había convertido en una.

Los tiros seguían sonando a sus espaldas, pero ahora los dhofars evitaban cuidadosamente que se pudieran distinguir sus siluetas en la noche. Gracias al resplandor de los rescoldos de fuego, Fitz calculó que al menos seis u ocho hombres lo estaban buscando, en la esperanza de matarlo de un tiro afortunado.

Repentinamente escuchó el ruido de un vehículo que, procedente del Norte, avanzaba directamente hacia él. ¿Acaso sería uno de sus artilleros que regresaba? Fitz lo puso muy en duda. Lo más probable era que fuera el francés, que había venido a ver qué había pasado con el cargamento de armas, o quizá el iraquí. Ahora ya era muy poco lo que Fitz podría hacer. Tanto el francés como el iraquí lo tratarían con no menos dureza que los dhofars.

Mientras el vehículo se aproximaba, Fitz alcanzó a distinguir claramente que no se trataba de uno de los suyos. Era un «Land Rover» con una ametralladora del calibre treinta acoplada a la parte trasera. Había un hombre en cuclillas tras el arma. Un segundo «Land Rover» seguía al primero. Fitz se llevó la «AR-15» al hombro, cambiando el mecanismo para fuego automático completo, y dirigió la mirilla al artillero.

Estaba a punto de abrir fuego cuando escuchó una voz que resonaba en inglés en el desierto:

—¡Alto el fuego, alto el fuego! ¡Cuerpo de Exploradores de Omán!

Horrorizado, Fitz pensó que había estado a punto de abrir fuego contra los exploradores. Sin embargo, los dhofars parecían no vacilar en enfrentarse a balazos con sus antiguos camaradas de armas.

Fitz pensó que, por lo menos, los exploradores no lo matarían.

—Estoy aquí —gritó—. Lodd.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí, maldito bastardo?

Fitz sintió que nunca le había dado tanta alegría escuchar la voz de Ken Buttres.

—Aquí —gritó Fitz—. Me han dado, estoy herido.

La intensidad del fuego de los dhofars se incrementaba mientras los nativos corrían hacia el vehículo del cuerpo de exploradores, disparando al avanzar.

Una explosión sacudió el vehículo de los exploradores.

—Será mejor que salgáis —gritó Fitz—. Tienen morteros para lanzar granadas.

Su voz sonó patéticamente débil, incluso para sí mismo. El «Land Rover» sin armas encima giró hacia donde estaba Fitz.

—¿Dónde estás, Fitz? —gritó Buttres, hablando por el megáfono.

Fitz levantó el rifle y lanzó una descarga al aire. De esa forma guió hacia él no sólo a los exploradores, sino también a los dhofars.

El «Land Rover», sin embargo, llegó primero y, mientras el vehículo escolta escupía fuego contra los insurrectos con su ametralladora de calibre treinta, Buttres saltó del asiento del conductor, cogió a Fitz por los brazos y lo arrastró hasta el otro asiento delantero. Casi inconsciente a causa del dolor, de la conmoción y de la pérdida de sangre, Fitz notó vagamente que había otra persona en el asiento trasero, a sus espaldas. Buttres dio la vuelta en torno al «Land Rover», trepó junto al volante y salió a todo gas. Una granada explotó exactamente tras ellos, haciendo que el «Land Rover» de escolta lanzara furiosas descargas de ametralladora contra los atacantes.

Fitz escuchó que el hombre que estaba a sus espaldas decía:

—Esto es lo más extraordinario que he visto. Nunca lo hubiera imaginado. Encontrar a Lodd aquí en el desierto, tratando de hacer el trabajo de los exploradores.

Fitz se dio cuenta de que era Brian Falmey en persona quien hablaba. Débilmente, Fitz se las compuso para decir:

—Gracias, Falmey, Ken. La verdad es que casi hacéis que os cogieran a vosotros también. Me tenían, no había escapatoria.

—Ahora escucha, maldito yanqui metomentodo —farfulló Falmey, furioso—. Sólo hay una persona en el mundo que va a matarte, y esa persona soy yo. Sólo que esperaré a que te recuperes para hacerlo.

Una leve sonrisa asomó a sus labios antes que Fitz perdiera por completo el sentido.

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