Dubai

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Segunda parte » Capítulo VI

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Una vez que el

jet de «Irán Air» despegó de tierra rumbo a Teherán, vía Bandar Abbas y Shiraz, Fitz se acomodó, echándose hacia atrás en la frescura de su asiento de primera clase. Durante unos pocos días, tal vez a lo largo de toda una semana, se apartaría del calor agobiante del verano árabe. Por algún motivo, el verano nunca parecía llegar a ser tan caluroso en Persia como lo era en la costa árabe del Golfo. Fitz se puso a observar fijamente el agua azul y brillante que lamía las arenas amarillas de la costa y en poco tiempo el

jet se encontraba volando por encima del Golfo rumbo al estrecho de Ormuz. El vuelo se prolongaría poco más de media hora hasta que el avión empezara a descender hacia el aeropuerto de Bandar Abbas.

Dicho puerto, importante centro de contrabando desde el momento en que surgió la idea de los derechos aduaneros en la zona, más de un milenio atrás, es una villa costera muy pintoresca vista desde el aire, bordeada por un centenar de kilómetros de calas, playas e islas. Incluso las modernas fuerzas aéreas del

Sha se muestran impotentes a la hora de controlar el tráfico ilícito que penetra en Bandar Abbas, siendo la mercadería más lucrativa el tabaco americano contrabandeado, especialmente la marca «L & M».

En Bandar Abbas, todos los pasajeros descendieron del avión, para pasar por la inspección de Inmigración y Aduanas, y luego retomaron al aparato. Fitz pensaba cada vez más en Laylah Smith a medida que el avión se aproximaba a Teherán. Un incómodo sentimiento de culpabilidad y duda lo atenazaba, como le ocurría frecuentemente, ante la idea de hacerle el amor a la chica. Laylah era una joven hermosísima, con un brillante futuro por delante. El hecho de que su madre proviniera de una de las familias más viejas y distinguidas de Teherán y su padre descendiera de una vieja familia, también muy distinguida, de Filadelfia, hacían que Laylah hubiese heredado lo mejor de esos dos mundos antagónicos. Su presencia era más requerida, en los altos círculos sociales de Teherán, e incluso toda la costa del mar Caspio, que la del propio embajador norteamericano. Laylah había sido cortejada por el primo del

Sha, habiéndoselas apañado para convencer, con todo tacto, a su pretendiente, de que aún no le había llegado el momento de casarse.

¿Qué veía Laylah en él, en Fitz? Fitz tenía cuarenta y dos años, dieciséis más que ella. Era tan sólo un simple teniente coronel, y, además, retirado. De todos modos, Laylah consiguió que el año en que se trataron fuera el más feliz de la vida de Fitz durante su estancia en Oriente Medio. Lo invitaba muy a menudo a las fiestas a que ella concurría, y muy frecuentemente cenaban solos e incluso marchaban al mar Caspio para pasar juntos un fin de semana, aunque, por supuesto, en habitaciones separadas. Laylah sabía que él estaba casado, «según costumbre», tal como Fitz solía decir. Tanto él como Marie deseaban divorciarse, insistía Fitz. Lo que pasaba, simplemente, era que no se ponían de acuerdo para iniciar los trámites de una vez.

La perspectiva de llamar a la puerta del piso de Laylah dentro de unas dos horas, hizo que Fitz se estremeciera de placer. Cabía la posibilidad de que ya no trabajara en la Embajada, y pudiera intensificar sus relaciones con la chica. Pero, de todos modos, el simple pensamiento de sentirse inferior ante ella, no dejaría de perseguirlo.

En el aeropuerto internacional de Mehrabad, en Teherán, Fitz se abrió paso rápidamente hasta la parada de taxis y le dio al chófer la dirección de Laylah, que vivía en la zona Shemiran, donde se alzaba el palacio para huéspedes del

Sha; era una de las zonas más hermosas de la ciudad. Como era de suponer, cuando Laylah se trasladó a Teherán para trabajar en la Embajada norteamericana, la familia de su madre le alquiló un piso cerca de la mansión familiar.

Fitz se preguntó si los dos cables que le había enviado —uno, muy formal, a la Embajada, y otro, más íntimo, a su piso— le habrían llegado. «Por supuesto que sí», se dijo. Sería algo muy embarazoso llegar inesperadamente. Cabía la posibilidad de que a esa hora Laylah estuviera tomando un cóctel con algún otro hombre. Ni siquiera le había dado a la chica la posibilidad de despedirlo o alejarlo con alguna excusa.

El coche se introdujo por las calles que conducían al piso de Laylah, en un pequeño edificio de apartamentos. Aquella zona de la ciudad, construida en la base de la montaña, podría haberse asimilado perfectamente a cualquiera de las ricas zonas residenciales de cualquier gran ciudad norteamericana, pensó Fitz, tal como hacía siempre que pasaba por allí.

El coche se detuvo, y Fitz saltó a la acera, llevando consigo su pequeña maleta. Todavía conservaba su piso en Teherán. Había pensado pasar primero por su casa, para cambiarse, pero rechazó la idea: vivía en una zona mucho menos elegante de la ciudad, a unos quince kilómetros del piso de Laylah, a través de calles atestadas de tráfico. Sintió que su pulso latía irregularmente en el momento de tocar el timbre del piso de la chica. Luego esperó el zumbido que le permitiría abrir la puerta principal del edificio. Fitz abrió la puerta y entró, escuchando casi al mismo tiempo cómo Laylah abría la puerta de su piso, en la segunda planta.

—¿Fitz?

Saltando más que subiendo, Fitz llegó hasta donde se encontraba la chica. La tomó entre sus brazos y la besó. «¡Cómo quiero a esta chica —se dijo Fitz—. La quiero más que a nada del mundo!». Pero casi de inmediato, Laylah se deshizo de su abrazo y se apartó de su boca, que la buscaba.

—Ven, pasa —le dijo, empujándolo hacia el interior—. Todo está listo; la vodka, helada.

Fitz dejó la maleta cerca de la puerta y se adentró en el espacioso piso, espléndidamente amueblado. En él se reflejaban claramente los dos mundos que coincidían en Laylah Smith. La alfombra, los adornos de porcelana, los grabados y demás objetos costosos reflejaban la influencia persa de la familia de su madre. Pero también había cuadros, un escritorio, una cómoda

chaise longue en la que reposaba un elefante rosado, todo lo cual era típico de una colegiala norteamericana. Siempre que se encontraba en aquel lugar, Fitz no podía evitar el pensar que era tan sólo un viejo y simple teniente coronel, que apenas había estado tres veces en una casa de familia a lo largo de toda su vida. Pero le gustaba mucho el piso de Laylah. Y también se percataba de que debía aceptar como una señal de buena suerte el haber alcanzado tal grado de intimidad con Laylah, sin pensar en nada que pudiera ir más allá de lo que hasta el momento había obtenido.

—Siéntate, Fitz —lo invitó Laylah, indicando el sofá, recubierto de finísima tela de algodón—. Quiero que me cuentes todo lo que has hecho.

Laylah se dirigió a la cocina y Fitz oyó abrir y cerrar la nevera. Laylah reapareció luego con una bandeja de plata en la que se veía una botella de vodka cubierta de escarcha y una lata redonda, color azul, de caviar, sobre una fuente de plata brillante. Había trozos de huevo duro y cebolla, en otras dos fuentes de plata más pequeñas. Laylah depositó la bandeja sobre la mesa de café frente al sofá y luego se sentó junto a Fitz.

—Me muero de ganas de que me cuentes todo sobre Dubai.

—Bien, la verdad es que siempre he pensado que Dubai era un lugar fascinante —empezó diciendo Fitz—. Pero en los pocos días que he pasado allí ahora, he aprendido mucho más acerca de los asuntos internos de ese pequeño emirato estratégico, que todo lo que pude saber al respecto a través del Servicio de Información o gracias a viajes que hice a ese lugar en otras épocas.

—He oído decir que en esta época del año hace un calor agobiante.

—Feroz. Pero también se ha de tener en cuenta que de octubre a marzo, e incluso en abril, el clima es muy benigno.

—¿Crees que encontrarás algo que valga la pena en ese lugar?

—¿Algo lucrativo, quieres decir?

—¿Te vas a quedar a vivir allí? —preguntó Laylah.

Fitz creyó descubrir un tono acongojado en la pregunta de Laylah, en su voz; pero tal vez su impresión se debiera, simplemente, a que deseaba descubrir ese tono de tristeza en las palabras de la chica.

—Pienso que siempre seguiré utilizando Teherán como base de operaciones. Por ejemplo, no tengo intención de dejar el apartamento que poseo en esta ciudad. Pero también es cierto que he encontrado una hermosa casa climatizada en la playa de Dubai, donde podré instalarme más adelante. Si las cosas marchan bien, lo más probable es que consiga una residencia permanente para vivir el tiempo que pase en el emirato.

—Todo eso suena a emocionante, Fitz.

—Tendrías que ir a visitarme. Mi casa tiene tres dormitorios y tres baños.

—¿Cuándo?

Laylah sonrió desafiante.

—Ahora el calor es insoportable, ya lo sabes.

—Pero tu casa tiene aire acondicionado y, además, está sobre la playa. Si puedes refrescarte de vez en cuando el calor no te resultará tan terrible.

—Haré lo posible para que el jeque te conceda un visado. No permiten la entrada a mujeres solas en Dubai, ni en ningún otro Estado árabe del Golfo.

—La verdad es que son muy arrogantes.

—Las costumbres árabes son muy distintas de las de vosotros, los iraníes.

—Por supuesto, nosotros no somos árabes —dijo, despectivamente, la parte persa que había en Laylah.

La chica alargó la mano para coger la botella de vodka, y escanció generosamente en los dos vasos. Luego echó sendas cucharadas de caviar en dos trozos de pan tostado, cubrió el caviar con rodajas de huevo y cebolla y le entregó una tostada a Fitz.

—Apuesto a que no has comido nada parecido en Dubai —dijo la chica.

Fitz cogió la tostada, bebió un sorbo de vodka, mordió hasta la mitad la tostada cubierta de caviar y la ayudó a pasar con otro trago de vodka.

—Puedes apostar lo que quieras a que no —respondió.

Laylah se dedicó a hablar de la Embajada mientras ambos comían caviar y bebían vodka.

—El general Fielding es un hombre feliz —informó—. Habiéndote marchado tú, ahora no hay nadie que sepa nada sobre asuntos de Información militar. De esa forma, el viejo cerdo —Laylah se tapó la boca con una mano— se habrá convertido en el experto del equipo. Creo que yo sé más que él del tema, sólo a través de lo que tú me has dicho y de lo que alcanzo a descubrir en las fiestas a las que asisto. Y, además, Fielding no entiende una sola palabra de farsí, de modo que podemos decir lo que nos plazca en su presencia.

—Supongo que el embajador se habrá sentido aliviado al haber conseguido que me vaya de la Embajada, es decir, que deje el Ejército.

—Ya sabes lo que piensan los embajadores ante cualquier cosa que pueda zarandear el bote en el que viajan —dijo Laylah, para agregar, tras una pausa—: ¿Qué piensas hacer ahora, Fitz?

—No me parece oportuno decírtelo.

—¿Acaso se trata de algo no del todo legal? —preguntó Laylah, con los ojos brillando de excitación—. Tal vez yo pueda ayudarte.

Fitz sacudió negativamente la cabeza.

—No, en absoluto. Tengo que comprar aquí cierta mercancía que no pueden conseguir en Dubai.

—¿Qué clase de mercancía?

—Te lo diré cuando todo haya terminado.

—¿No puedes darme una pista?

—¿No sabes si nuestro amigo el coronel Nizzim anda por aquí? ¿Podrías llamarlo? Me gustaría verlo cuanto antes.

—Ésa es una pista. ¿Estás metido en algo relacionado con los kurdos e Irak? —tanteó Laylah, riendo.

—Sí y no.

—Parece algo muy misterioso.

—Te lo contaré todo… una vez que haya pasado. Dentro de cuatro o cinco días tendremos que vernos en Bandar Abbas. ¿Has estado allí alguna vez?

—Siempre quise ir a Bandar Abbas. Dicen que es un gran puerto de contrabando, ¿verdad? ¡Fitz! Supongo que no vas a meterte en ningún lío, de contrabando, ¿verdad?

—No, exactamente. ¿Te molestaría mucho si me metiera en algo de eso?

—De ningún modo. Toda la gente que conozco compra cigarrillos norteamericanos de contrabando. Debe de haber grandes cantidades de dinero en juego.

—Lo que estoy haciendo aquí no supone ningún tipo de contrabando. Pero no siento ningún deseo de comprobar la legalidad de lo que voy a hacer. Tengo la completa certeza de que a Nizzim le gusta llevar un gran tren de vida, y que también es muy mujeriego. Para vivir de esa forma se necesita dinero. Yo tengo el dinero que él necesita, y él controla, a su vez, lo que a mí me hace falta.

—Hasta el propio general Fielding sabe que Nizzim provee a las tribus kurdas con armas que el

Sha adquiere en los Estados Unidos. ¿Para qué necesitas armas? Supongo que no pensarás hacer nada peligroso.

—Eres demasiado astuta para mí, Laylah —dijo Fitz, luego de probar otro sorbo de vodka y mordisquear otra tostada de caviar.

—¡Oh, Fitz!

Había excitación y admiración creciente en la forma en que Laylah lo miraba. Ahora que se sentía más o menos un aventurero, Fitz ya no pensaba que Laylah estuviera tan fuera de su alcance como antes. Sentía tanta confianza en sí mismo como la hubiera tenido de haber sido ascendido a coronel. Siempre se había dicho que, cuando llegara a coronel, sentiría al menos más confianza en sus posibilidades de conquistar a Laylah e interesarla en la prosecución de unas relaciones duraderas. Apenas si se atrevía a pensar en la expresión «matrimonio». Todavía le quedaban por cumplir todos los trámites para divorciarse de Marie.

Ahora, por primera vez desde la catástrofe resultante de su entrevista con Sam Gold, Fitz pensaba que, tal vez, todavía existían posibilidades de éxito. Miró a Laylah, le sonrió, se inclinó hacia ella y la besó. Ella le devolvió el beso, un verdadero beso de mujer en el que había muchas más promesas implícitas.

Fitz pensaba que se convertiría en un hombre muy rico y poderoso, usando a Dubai como base de operaciones. Llegaría a tal altura que incluso cabía la posibilidad de que, un día, lo nombraran embajador americano en algún país árabe. Laylah sería la esposa ideal de un embajador, se decía Fitz, soñando, mientras el beso se prolongaba.

—Será mejor que llame a Nizzim antes de que se marche —dijo Laylah.

Fitz escuchó la voz al tiempo que la chica se apartaba de él. Fitz observó el cuerpo bien formado de Laylah moviéndose bajo la liviana tela del vestido, mientras la chica atravesaba la habitación hacia el teléfono.

Laylah consultó su libreta de teléfonos y luego se puso a marcar el número.

—Éste es el número que me obligó a tomar, una noche, en una fiesta —dijo Laylah, riendo—. Se trata de una línea privada a la que sólo responde Nizzim en persona. Creo que me dijo que sólo el

Sha, unos pocos generales y yo tenemos este número de teléfono.

—Se sentirá de lo más desilusionado al enterarse del verdadero motivo de tu llamada.

—Hola. Habla Laylah Smith, ¿se acuerda de mí?

La voz gutural de Laylah en el teléfono era capaz de desarmar a cualquier hombre, pensó Fitz.

Desde el otro lado de la habitación, Fitz escuchó la explosiva catarata de elogios y piropos que brotaba del auricular, que Laylah mantenía apartado de su oreja, al tiempo que sonreía hacia Fitz. Finalmente, acercó de nuevo el aparato a su boca y dijo:

—Sí, sí, por supuesto. Claro que sí. Entiendo lo de esta noche. La verdad. La verdad es que no esperaba que usted estuviera libre de compromisos. Sólo lo llamaba para saludarlo y, de paso, decirle que un viejo amigo suyo acaba de llegar a Teherán. El coronel Lodd, Fitz Lodd.

Estas novedades, sin duda, no emocionaron demasiado al coronel iraní. Poco después, Laylah entregaba el teléfono a Fitz.

—Hola, coronel Nizzim. Le habla Fitz Lodd.

Enfrentado a Fitz, el coronel no tenía más alternativa que mostrarse cortés. Ambos habían trabajado muy estrechamente unidos en algunos asuntos de espionaje, en especial relativos a los métodos mediante los cuales se suministraban armas y municiones a las tribus kurdas que luchaban en las montañas de Irak.

Durante unos cuantos minutos hablaron ambiguamente y luego Fitz preguntó al coronel si era posible almorzar con él en el «Club Francés» al día siguiente. Nizzim aceptó la invitación y Fitz le pasó de nuevo el aparato a Laylah, para que la chica conservara las esperanzas del coronel respecto a cenar apaciblemente a solas una noche con ella y, luego, bailar los dos un poco.

—Siempre estoy dispuesta a ser útil para una buena causa —dijo Laylah—. ¿Qué tal si me explicas un poco más este embrollo, ahora que yo también estoy envuelta en el mismo?

—¿Qué te parece la idea de ir a cenar al «Hotel Darband»? Y luego escogeremos algún lugar del vecindario donde se pueda bailar un rato.

—No voy a dejar que te vayas sin habérmelo contado todo. Sabes muy bien que sé guardar un secreto. ¿Acaso alguien en la Embajada llegó a enterarse de que salíamos juntos?

—Voy a hacerte una promesa, Laylah. Encuéntrate conmigo en Bandar Abbas. Haré reserva de habitación para los dos en el «Hotel Naz». La parte de la misión que tengo que llevar a cabo en Irán ya estará lista para entonces y, de esa forma, te lo podré contar todo. ¿De acuerdo?

—Pero supón que te metes en problemas y necesitas ayuda. ¿Cómo voy a poder ayudarte si ni siquiera sé lo que estás haciendo?

—Un punto que discutiremos después de la cena, bebiendo una copa.

—Es bastante razonable —acordó Laylah.

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