Dubai

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Segunda parte » Capítulo IX

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A las siete de la tarde, Fitz estaba en el vestíbulo, esperando la llegada de Laylah, que entró en el hotel a las siete y cuarto. Estaba preguntando si había algún mensaje para ella, cuando Fitz se le acercó por detrás.

—¡Fitz! —gritó la chica, girando los talones—. Creí que llegarías por la noche.

—Por fortuna, conseguí que alguien me ayudara a conducir. ¿Cómo marchan las cosas en la Embajada?

Laylah le hizo una mueca de duda.

—Todo está estupendo para ti, pero temo que el embajador y el general Fielding estén convencidos de que no soy una chica demasiado lista.

Laylah se volvió hacia el mostrador.

—Deja que me registre y luego te lo contaré todo.

Fitz la vio escribir su nombre y su filiación en la Embajada de los Estados Unidos, en la tarjeta que le habían entregado. El conserje llamó a un botones para que llevara la maleta de Laylah a su habitación.

—Deja que me refresque un poco y en seguida bajo. No tardaré más de quince minutos, te lo prometo. Pide lo de siempre para mí; nos veremos en el bar.

Lleno de excitación, Fitz escogió una mesa frente a la ventana, con vistas al puerto. Por algún motivo, desde el momento en que entregó el camión lleno de armas al representante de Sepah, empezó a sentirse un hombre nuevo. No eran muchos los hombres que podrían haberse procurado dos cañones de veinte milímetros, llevarlos a lo largo de toda Persia y entregarlos a un contrabandista para que los cargara en un

ferry y los trasladara a Dubai. No tardaría en instalarlos, y luego se lanzaría a combatir en alta mar, ganando medio millón de dólares si las cosas salían bien. Ya no había motivos como para sentirse demasiado insignificante ante una joven bella y encantadora.

Eso era lo que Fitz se decía, aunque las viejas sensaciones de duda volvieron a asaltarlo en el momento en que Laylah hizo su aparición por la puerta del bar, atrayendo sobre sí la mirada de todos los hombres. Fitz se puso de pie y se acercó a la chica. Viéndolo, Laylah entró decidida en el local y, seguida por las miradas de todos, se encaminó hacia Fitz y lo cogió de una mano. Fitz la condujo hasta la mesa y la ayudó a tomar asiento. Acababan de servir la vodka que había pedido, en un cubo lleno de hielo; también el caviar estaba preparado.

—Eres la muchacha más hermosa del mundo, Laylah —dijo Fitz, suspirando—. He estado toda la semana pensando en este momento.

—Yo también, Fitz. ¿Tienes los documentos contigo?

—Por supuesto.

—Bien. He estado trampeando y engañando toda la semana. El sobre que me dejaste llegó a mi despacho el mismo lunes por la mañana. Durante todo el día estuve rezando, ante el temor de que al embajador se le ocurriera preguntar a la recepcionista si habían llegado cartas; por suerte, pude marcharme el lunes a mediodía sin que el embajador me llamara. Me llevé el sobre a casa y, por fin, el martes, el embajador me llamó. Se enteró de que habías dejado un sobre a la recepcionista a primera hora de la mañana del lunes.

Laylah dejó de hablar un instante y bebió un sorbo de vodka.

—El martes le dije que sí, que tú habías dejado un sobre para mí, pero que, como que se trataba, sin duda, de unas fotos que me habías prometido, me lo llevé a casa. Sin embargo, había estado demasiado ocupada como para abrirlo, y aún ignoraba qué podía contener, en caso que no fueran las fotos. El embajador me hizo prometerle que le llevaría el sobre el miércoles. Por tanto, tu postura seguía siendo correcta. El miércoles, todo lo que puede hacer fue telefonear a la Embajada y excusarme por no acudir al trabajo, utilizando una prerrogativa femenina. ¡Me sentía tan tonta al hacer eso! Más tarde, el embajador en persona me llamó a mi casa y me pidió que abriera el sobre y le dijera lo que contenía. Por supuesto que estaba preparada para esa eventualidad. Le dije que el sobre contenía un pasaporte diplomático y unos documentos especiales con tu foto y firmados por el

Sha en persona. El embajador me pidió el número del pasaporte y el de la serie del pase especial. Y, como tú ya me habías dado esa información mientras almorzábamos en el «Club Francés», puede responder sin problemas. Así que todo marcha bien para ti en la Embajada.

Tras un instante, Laylah prosiguió:

—Hoy me volví a excusar, alegando de nuevo la supuesta enfermedad femenina; mañana es el día de descanso semanal, y el sábado por la mañana entregaré los documentos en un sobre con un timbre según el cual se recibieron el lunes pasado. De esa forma, todos se convencerán de que eres un buen chico y que yo soy una dama algo rara, pero todo irá bien. Puedes volver a la Embajada a pedir cualquier otro favor, cuando te plazca.

—Ves que has hecho todo lo posible para que esta misión resultara un éxito. Varias veces me revisaron los documentos en los puestos de vigilancia de las carreteras, y siempre se fijaban en las órdenes de cancelación de pases libres procedentes de Teherán. No podría haber hecho nada sin tu ayuda, Laylah.

Laylah sonrió feliz, mostrándose orgullosa por haber sido de utilidad.

—Y ahora, con esa importante misión ya cumplida, creo que me debes la emoción de contarme de qué asunto se trataba.

—Desde luego, pero mantenlo en secreto, Laylah. Sólo ha terminado el primer acto. Aún falta lo peor.

—Te prometo que nadie conseguirá sacarme nada de lo que me digas.

Después de comer un poco de caviar y beber un poco más de vodka, Fitz dijo:

—De acuerdo. He adquirido un cargamento de armas y municiones, dos cañones de veinte milímetros y dos ametralladoras de calibre treinta, en la estación fronteriza que utiliza el coronel Nizzim para pasar armas a los kurdos, en guerra, como sabes, contra las tropas gubernamentales de Irak. Con la ayuda de un sargento persa he traído las armas hasta aquí a través de todo el país y se las he entregado a un contrabandista para que se encargue de hacerlas llegar a Dubai, donde serán utilizadas para armar un velocísimo balandro que se dedicará al contrabando de oro entre Dubai y la India. De esa forma, si una lancha patrullera del servicio de guardacostas de la India trata de detener al balandro en altar mar, los contrabandistas podrán hacer pedazos al buque enemigo. ¿Qué te parece el asunto?

—No sé, Fitz —respondió Laylah, verdaderamente perpleja—. Todo esto parece un proyecto ilegal desde el punto de vista internacional, y creo que puede causar problemas.

—El primer buque indio que se lance en persecución del balandro, se encontrará en un verdadero apuro.

—¿Y acaso ése no es un servicio legal de los guardacostas de la India?

—¿En alta mar? No, de ninguna manera. A tres millas de las costas indias, sí; tal vez incluso a doce millas. Pero en alta mar es donde los balandros de Dubai son apresados y hundidos, sólo para que la tripulación de sus captores hindúes se reparta el oro secuestrado. Eso es piratería, simple y llanamente. No me crea ningún cargo de conciencia ayudar a los comerciantes de Dubai en la protección de sus cargamentos.

—Espero que te den una buena tajada por lo que haces —dijo Laylah, después de pensar unos instantes en la situación planteada.

—Ganaré buen dinero. Ven a visitarme a Dubai y podrás comprobarlo por ti misma.

—Ya antes te hice la misma pregunta, Fitz, ¿cuándo?

—Cuando quieras. Dame un par de semanas para instalarme y luego ven cuando te plazca.

—Lo haré.

A medianoche, Fitz y Laylah se encontraban solos en la terraza del hotel, contemplando la ciudad portuaria y los barcos, brillantemente iluminados, anclados en los muelles. Laylah estaba reclinada contra el pecho de Fitz.

—Es un lugar adorable. Hacía mucho tiempo que deseaba visitar Bandar Abbas —dijo Laylah, volviéndose apenas hacia Fitz. Éste inclinó la cabeza y la besó. Laylah le devolvió el beso—. Debes de estar muy cansado, Fitz. Estos últimos cuatro días tienen que haber sido agotadores para ti.

—En estos momentos no estoy dispuesto a perder el tiempo sintiéndome cansado —repuso Fitz, suavemente—. A propósito, he pedido una botella de champaña, que llevarán a tu habitación antes que cierre el bar. Pensé que tal vez podríamos bebérnosla en el balcón. No volveremos a cenar juntos hasta que vayas a verme a Dubai.

—Es una idea espléndida, Fitz. Bailemos la última pieza y vayamos arriba en seguida.

Los músicos iraníes no lo hacían mal en su intento de parecerse a una banda de música norteamericana. Durante media hora, Fitz y Laylah bailaron muy apretados. Todos los bailables eran de los años cuarenta, valses y foxtrots, sin nada del ruido estridente del

rock, que quita al baile todo su romanticismo. Ya estaba a punto de cerrar el bar, cuando subieron al ascensor, dirigiéndose a la habitación de Laylah. Fitz no sabía realmente qué podía pasar entre Laylah y él de entonces en adelante, pero, de todos modos, la noche había sido memorable. Laylah le entregó la llave de su puerta y Fitz se encargó de abrir, siguiéndola al interior de la pieza después de cerrar la puerta y echar el cerrojo. Luego dejó la llave sobre el vestidor de la chica.

En la terraza se veía una mesa con dos sillas. Sobre la mesa, una botella de champaña dentro de un cubo con hielo, copas y servilletas.

—Tendremos que volver a visitar este lugar —dijo Fitz, casi con aspereza—. Supongo que, de tanto en tanto, tendré que venir por aquí en viajes de negocios.

—Mi adorable traficante de armas y contrabandista de oro —dijo Laylah, tierna y burlona.

—En un par de años me haré con un millón de dólares y así podré comprar un cargo de embajador en algún lugar de por aquí —dijo Fitz, riendo—. ¿Estarías dispuesta a ser mi embajadora?

Laylah se dejó caer en sus brazos.

—Claro que estoy dispuesta, Fitz. Tengo muchísimos contactos con los republicanos, para el caso que lleguen al Gobierno el año que viene. Con cincuenta mil dólares puedes conseguir una Embajada en un país árabe. Aunque tengo entendido que la Embajada en Irán ascenderá a varios cientos de miles de dólares. Se supone que es una Embajada casi tan cotizada como la de París o la de Londres.

—Dame un año y ya estaré en condiciones de comprar el puesto en este país.

Laylah alzó la cara hacia él y se besaron prolongadamente. Luego ella se apartó con suavidad de Fitz.

—No conviene dejar que se entibie la champaña.

—Yo descorcharé la botella.

Fitz y Laylah salieron a la terraza. Fitz hizo saltar el corcho y llenó ambas copas.

Laylah alzó su copa.

—Por tu futuro en el golfo Pérsico… O mejor dicho el golfo de Arabia, que será donde estarás tú —dijo, corrigiéndose.

—Por nuestro futuro, Laylah —replicó Fitz.

Ambos bebieron en silencio la champaña durante unos instantes, mirando hacia Bandar Abbas. Luego dejaron las copas sobre la mesa y, de nuevo, se lanzaron el uno en brazos del otro.

—¿Cuánto hace que nos conocemos, Fitz? —preguntó Laylah, con acento soñador.

—Hace un año y quince días que entraste a la Embajada, es decir el verano pasado —replicó Fitz—. Y a las tres semanas de conocernos salimos a cenar juntos por primera vez.

—¡Oye! —dijo Laylah, reflejando su sorpresa en el tono de su voz—. Tienes una gran memoria.

—Me acuerdo de todo lo relacionado con nosotros —contestó Fitz.

Bebió otro largo sorbo de champaña con el cual pensaba ganar el poco de confianza que le hacía falta en ese momento.

—Sabes —dijo, o se escuchó decir—, aquí, esta noche, en la extraña y romántica ciudad de Bandar Abbas, sería de veras grandioso poder darnos el uno al otro algo muy especial, que recordemos para siempre, ¿no te parece? Tal como acabas de señalar, ya hace más de un año que nos conocemos. ¿No crees que es hora de que nuestras relaciones, para emplear un lenguaje diplomático, se estrechen un poco más?

—¡Pero Fitz! —exclamó Laylah, fingiendo asombro—. Nunca te había escuchado hablar de ese modo.

—Tampoco yo me había escuchado —respondió Fitz, con toda sinceridad—. Es posible que esté cambiando. Y espero que cambie hacia algo más interesante, no más virtuoso.

Fitz cogió la botella de champaña y volvió a llenar las dos copas. Mientras bebían y se besaban, Fitz comprendió que si no lo conseguía ahora lo más probable era que no lo consiguiera nunca. Levantó su copa.

—Brindemos por Bandar Abbas, en la esperanza de que sea el lugar donde por primera vez haremos juntos el amor.

Laylah también alzó su copa, golpeando suavemente el borde de la copa de Fitz, y ambos bebieron con delectación, dejando las copas sobre la mesa y lanzándose de nuevo el uno en brazos del otro. Después de un beso prolongado, Laylah se separó de Fitz.

—¿Por qué no sirves lo poco que queda en la botella en las copas y las traes dentro?

Mientras Fitz hacía lo que ella le había pedido, Laylah desapareció en el cuarto de baño y Fitz, en seguida, colocó las copas en la mesilla de noche.

«Bien, —se preguntaba—, ¿seré un buen compañero de lecho para Laylah?». En alguna parte había leído que las modernas chicas norteamericanas, educadas en colegios —y Laylah era una de ellas— en esta década de avanzada ilustración sexual, exigían nuevos y extraños tipos de juegos eróticos, en los que Fitz no estaba muy al día. Cabía la posibilidad de que hoy, por ser la primera vez, la vieja postura misionera, uno arriba y otro abajo, fuera suficiente. Durante los muchos años pasados en el Oriente Medio, Fitz había tenido varias ocasiones de llevar a la cama a exóticas muchachas persas y beduinas. Nunca se había enterado realmente de si su desempeño había sido de veras efectivo, puesto que, en dichos encuentros, las chicas se mostraban invariablemente educadas y corteses.

Fitz de veras sentía que estaba fuera de su clase, con Laylah, pero, de todos modos, allí estaban juntos los dos, aquella noche. No había tiempo para permitir que sus eternas dudas y vacilaciones lo agarrotaran. Vació media copa de champaña y sintió que el estímulo y la sensibilidad desplazaban a las vacilaciones y la incertidumbre. Para asentarse definitivamente, también bebió la mitad de la copa de champaña de Laylah. Seguramente ella no la necesitaría, siempre tan fría y segura de sí misma, con la plena certidumbre de ser una mujer total.

Fitz se hallaba en un frenesí de delicias anticipatorias cuando escuchó que se abría la puerta del cuarto de baño. El largo y espeso cabello negro de Laylah colgaba suelto sobre sus hombros, en torno a los sostenes de la breve bata de noche que llevaba puesta. Fitz, que estaba sentado en el borde de la cama, se puso de pie, colocando las manos en los hombros de la chica, a fin de apartar los cabellos y beber hasta la última gota de aquella deliciosa visión.

—Eres la mujer más… —dijo, haciendo una pausa para encontrar el adjetivo adecuado dentro de su limitado vocabulario amoroso— arrebatadora del mundo, Laylah.

Laylah rió.

—Apostaría que has dicho eso mismo otras muchas veces.

—Nunca —declaró Fitz.

Le temblaban levemente los brazos al tiempo que atraía a la chica hacia sí. Laylah alzó la cara y Fitz la besó, sintiendo los firmes senos aplastados a su pecho, esos senos que tan claramente se insinuaban bajo el delgado

negligée.

—Fitz, la hebilla de tu cinturón me está lastimando —susurró Laylah.

Fitz la apartó lo suficiente como para poder desabrocharse la hebilla del cinturón y los pantalones cortos. Laylah permaneció pegada a él al tiempo que los pantalones caían al suelo y Fitz, vistiendo sólo la ropa interior, se apartaba de los mismos. Fitz tuvo la sensación de estar actuando con gran torpeza, pero Laylah parecía mostrarse muy paciente. Fitz sintió que la chica avanzaba hacia la cama y los dos se hundieron juntos en la misma. Fitz se quitó los calzoncillos y se quedó desnudo, apretado contra la holgada bata de noche de Laylah. De alguna forma, con gran suavidad, Laylah se desprendió de la bata y, de inmediato, sus cuerpos se fundieron en un abrazo.

—Te amo, Laylah. Te amo desde el primer momento en que te vi —murmuró Fitz, hablando con la boca apretada a los labios de la chica.

—¿Por qué no lo mencionaste antes, Fitz? —murmuró Laylah a su vez—. Piensa en todo el tiempo que hemos desperdiciado.

—Ya no desperdiciaremos más tiempo —prometió Fitz.

—Nunca más —convino Laylah.

Y, por cierto, esa noche no desperdiciaron nada de tiempo. Cuando el sol de la mañana, reflejándose en el Golfo, llenaba ya la pieza con la brillante luz del día, Laylah y Fitz, despiertos por el resplandor, se volvieron el uno al otro y, hasta el momento en que decidieron bajar a desayunar, tampoco desperdiciaron un solo minuto de la mañana. A pesar de su temor a carecer de experiencia en lo relativo al sexo moderno, Fitz comprobó que Laylah lo encontraba absolutamente satisfactorio, hasta el punto de que, llegado el mediodía, la chica lo llevó a un verdadero agotamiento sexual que necesitaría por lo menos una semana entera como período de recuperación.

—Justo el tiempo que necesitaré para tener a punto mi casa de Dubai antes que tú llegues —dijo Fitz, riéndose.

Aquella misma tarde, Fitz vio cómo Laylah se marchaba en el último vuelo a Teherán. Fitz hubiera querido que Laylah pasara otra noche con él en Bandar Abbas, pero ambos llegaron a la conclusión de que su presencia en la Embajada, el sábado a las ocho de la mañana, era de absoluta prioridad, sobre todo teniendo en cuenta que el sábado es el primer día de la semana islámica. Existía, por supuesto, el asunto de devolver las credenciales de Fitz al embajador antes de que la impaciencia de éste alcanzara un punto explosivo.

Fitz se vio obligado a pasar otra noche en Bandar Abbas, puesto que su vuelo a Dubai partía a las once de la mañana de aquel día y él, por cierto, no tenía intención de marcharse de allí sin haber compartido todos los instantes que podía junto a Laylah antes que la chica marchara a la capital.

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