Dubai

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Segunda parte » Capítulo XII

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El vuelo de Teherán llegó a Dubai treinta minutos después del mediodía. Fitz se levantó en el gran

hall situado sobre la pista de aterrizaje contemplando el taxi-

jet de las líneas aéreas del Irán que se acercaba a la rampa de hormigón en forma de espiral y detenía sus ensordecedores motores. Una abigarrada procesión de hindúes con turbantes, árabes con etlas y

kuffiyahs sobre sus cabezas, algunos seguidos por mujeres vestidas de negro caminando obedientemente detrás y a la izquierda de sus maridos, y unos pocos iraníes y occidentales iban saliendo del avión y subiendo por la rampa. Entonces el corazón de Fitz dio un vuelco al ver a Laylah, una reina entre la chusma, que descendía los escalones del

jet, cruzaba la explanada y comenzaba a subir por la rampa circulante hacia la terminal. Su largo cabello negro brillaba, centelleante y sonrió bajo el sol mientras se fijaba en los visitantes que había tras las cristaleras del piso superior del edificio. Fitz gesticuló vigorosamente. Ella lo vio y gesticuló a su vez, mientras subía.

Fitz pasó de largo junto al oficial de inmigración vestido de blanco y con la cabeza cubierta, como una advertencia de que su visitante femenina era un huésped especial del gobernador. Los indecisos pasajeros tardaron largo tiempo en pasar a través de inmigración, pero, finalmente, Laylah llegó al oficial. Él la miró ensimismado. No había visto jamás una mujer joven tan impresionantemente bella; su porte, su casi diáfano vestido que revelaba unos pechos turgentes y un cuerpo perfecto bajo él. Eran precisamente esas visiones provocadoras de femineidad lo que la cultura árabe evitaba más estrictamente.

Ya que el oficial de inmigración estaba esperando a la joven norteamericana, la hizo pasar tras fijar su vista sobre ella durante unos instantes. Finalmente llegó su maleta y el oficial de aduanas, alertado de su llegada, le hizo simplemente un gesto con la mano.

A pesar de que Fitz la hubiera querido tomar en sus brazos y besarla, Fitz se limitó a recoger su bolso, pues hubiera sido una provocación excesiva.

—Te saludaré como corresponde cuando lleguemos a casa —le prometió.

Ella lo siguió desde la terminal. Fitz colocó sus maletas en la parte de atrás del «Land Rover» y la ayudó a subir el alto escalón del asiento de pasajeros. Después, caminó, rodeó el vehículo y saltó al asiento del conductor, a la derecha.

—Bienvenida a Dubai la Venecia del Golfo al puerto de las perlas.

Se volvió hacia ella y la besó. Laylah lo besó a su vez, con la punta de su lengua vibrando entre sus labios entreabiertos.

—Dios mío, hace calor y todo está húmedo —dijo tras el beso.

—Pronto tendremos aire acondicionado —dijo Fitz poniendo en marcha el coche. Mientras conducía, le iba indicando las vistas, pero Laylah le hacía poco caso, ya que el esfuerzo era demasiado grande en medio del infierno del mediodía. Mientras cruzaban el puente Maktoum, Fitz se volvió hacia el golfo y la zona de la playa, conocida como Jumeira. Shaikh Rashid tenía su palacio a la izquierda y Laylah volvió ligeramente la cabeza cuando Fitz se lo comentó. Diez minutos más tarde estacionaban en frente de la casa y Fitz avisaba con el claxon a Peter.

Peter llevó la maleta hasta la entrada de la casa, mientras Fitz acompañaba a Laylah detrás del criado pakistaní y cerraba la puerta tras ellos.

—¡Oh Fitz! ¡Qué descanso! —exclamó Laylah—. ¿Cómo pudo vivir nadie aquí antes de que hubiera aire acondicionado?

Miró a través del gran ventanal y contempló la playa y las aguas del Golfo.

—¡Qué maravilla! Debes de ser muy feliz.

—Lo soy ahora que estás tú aquí.

—¿Desea Mensahib beber algo? —preguntó Peter, apareciendo en el corredor que daba a las habitaciones.

—¿Una ginebra con tónica? —preguntó Fitz.

—¿Por qué no? —Laylah se volvió a mirar de nuevo hacia la playa—. Apuesto a que debe ser divertido correr por ahí afuera y saltar al agua.

—¿Ahora? —preguntó Fitz.

—Después —respondió Laylah moviendo la cabeza lentamente.

—No hay por qué desperdiciar el tiempo —asintió Fitz.

Peter volvió de la cocina con las bebidas. Fitz las tomó, diciendo a Peter que retrasara la hora del almuerzo. Entonces condujo a Laylah hacia el

hall en dirección a su dormitorio, que también estaba orientado hacia las azules aguas, puso las bebidas sobre la mesilla de noche y ella se tendió junto a él en la gran cama.

—He estado esperando tanto este momento —dijo, atrayéndola hacia él.

Se besaron durante unos minutos y entonces se sentaron, y, sin decir una palabra, comenzaron a quitarse la ropa. La nueva sensación de autoconfianza proporcionó a Fitz una sensación de libertad y de poder. Laylah le deseaba tanto como él a ella. Y él era, o lo sería muy pronto, un hombre poderoso y lleno de éxito, completamente merecedor de sostener y amar a una mujer como Laylah. Se dio cuenta de que en Bandar Abbas Laylah había suplido mucho del ímpetu amoroso; esta vez sería él quien iniciaría el flujo de un intercambio amoroso.

Se besaron intensamente, yaciendo el uno junto al otro, mientras él le murmuraba frases de amor.

Permanecieron unos cuantos minutos más y cuando Fitz se sintió con fuerzas se incorporó hacia la mesilla de noche, tomó su ginebra con tónica, cuyo hielo se había casi derretido, y bebió un largo trago.

—Yo también —dijo Laylah con voz apenas audible.

Perezosamente, Fitz le alargó el vaso. Tomó un sorbo y se lo devolvió. Él lo puso de nuevo sobre la mesilla y volvió a estirarse junto a ella.

—¿Por qué no vamos a tomar un baño? Podemos volver después de nuevo a la cama refrescados.

Fitz no podía creer lo que estaba sucediendo. Había conseguido que aquella muchacha encantadora e inasequible lo quisiera, que quisiera darse a él como él quería darse a ella. Verdaderamente ya no volvería a ser aquel viejo y mediocre Fitz Lodd.

Contempló a Laylah mientras se sentaba en la cama y se estiraba, sus pechos formando una bella silueta en la claridad de la luz del sol que entraba tras las cortinas transparentes. Ágilmente, Laylah dio un salto y se levantó, cruzó el dormitorio y abrió la puerta. La puerta de su habitación estaba justo enfrente, tras cruzar el vestíbulo que había delante de la puerta, del dormitorio de Fitz.

Fitz no se movió tan vivazmente como Laylah. Se incorporó, se puso un Albornoz y cogió su traje de baño. Sólo había tomado un baño en la playa, el segundo día, desde que Sepah lo había invitado a instalarse allí.

Cogidos de la mano, Fitz y Laylah cruzaron la puerta de cristal que daba a la playa. Al final de la tapia, Fitz abrió la verja y salieron a la playa, que se extendía cientos de millas, en ambas direcciones, a lo largo del golfo de Arabia.

Laylah corrió hacia el agua, seguida por Fitz.

Brazearon durante unos quince minutos; al salir del agua, bebieron una ginebra con tónica hasta que el sol evaporó el agua de sus cuerpos. Después de comer, hacia las tres y media, volvieron al dormitorio, hicieron nuevamente el amor y se quedaron dormidos. Anochecía cuando despertaron.

—Me he olvidado de decírtelo, cenaremos en casa de mi socio. Ése con el que inicié el proyecto en mi primer viaje al Irán. Es persa, igual que su mujer. Ella casi nunca tiene oportunidad de hablar con nadie.

A Laylah se le iluminó el rostro.

—Me encantará charlar con ella. ¿Cuántos años tiene?

—Supongo que unos treinta y tantos; es más joven que Sepah.

—Lo mejor será que me empiece a arreglar ya. Todavía no he abierto las maletas.

Mientras Laylah tomaba un baño, largo y agradable, y se lavaba el cabello, Fitz se sentó en el salón, saboreando el placer de tener a Laylah junto a él en su casa y empezar una nueva y próspera carrera.

Entró Laylah con la cabeza envuelta en una toalla y sosteniendo en la mano un artilugio redondo, de uno de cuyos extremos salía una larga cuerda.

—Fitz, no funciona mi secador del pelo.

—Es que aún no tenemos electricidad. El aire acondicionado absorbe toda la fuerza del generador.

—¿Y qué hago? —se lamentó—. Tardará horas en secárseme el pelo por sí solo.

Era una situación que Fitz no había previsto. Pensó durante un rato.

—Lo único que podemos hacer es desconectar el aparato del aire acondicionado y desviar la fuerza hacia todo el circuito de la casa.

Fitz se dirigió a la cocina y, desde aquí, hasta donde estaba instalado el generador, junto a las dependencias de Peter.

—¡Peter! —llamó.

No hubo respuesta. Golpeó la puerta de su habitación, pero tampoco respondió nadie. Luego, pensando que tal vez Peter estuviese enfermo, empujó la puerta y abrió.

Peter no estaba enfermo. Se hallaba tumbado, en la cama, con la mano rozando el suelo, cerca de una botella casi vacía de

whisky.

—¡Dios mío! —pensó Fitz—. Voy a tener que cerrar el alcohol bajo llave.

Salió de la habitación de su criado y se dirigió al cobertizo del generador. Uno de los ingenieros de Sepah le había explicado cómo funcionaba el generador, por lo que, al poco rato, logró desviar la corriente a toda la casa. Cuando volvió al salón había subido ya la temperatura.

—Sécate el pelo lo más rápidamente posible, cariño —le dijo.

Oyó el ruido del secador y permaneció de pie en la habitación mientras notaba cómo subía el calor.

En menos de diez minutos, la temperatura se había hecho insoportable. Se dirigió al baño de los invitados.

—Tarde o temprano tendrás que llegar a un compromiso entre cuánto calor quieres soportar y hasta qué punto quieres tener seco el cabello —dijo riendo.

Abrió de par en par las cristaleras para que pudiera entrar la escasa brisa del golfo, y la puerta principal, para que hubiera corriente. «¡Qué difícil debe ser vivir aquí en verano!», pensó. Y, naturalmente, lo era para la mayoría de la gente. Y comprendió por qué los árabes parecen envejecer más rápidamente que los occidentales. No le extrañaba que la mayoría de los residentes británicos de los Estados de la Tregua abandonaran el Golfo durante los meses de verano.

Finalmente, Laylah apareció en el salón, con la cara sudorosa.

—Espero que la casa de tus amigos tenga aire acondicionado.

—Sepah vive en una de las pocas casas con aire acondicionado de Dubai. Y olvidé decirte antes que esta casa es también suya; me la ha dejado mientras encuentro algo.

—Te ayudaré a buscar, Fitz —dijo ella, y lo besó.

Él empezó a besarla y abrazarla.

—¡Eh, cariño! —protestó ella—. Pon primero en marcha el acondicionador.

Él asintió y, volviendo al cobertizo del generador, lo puso de nuevo en marcha.

Estaba anocheciendo rápidamente, y Fitz empezó a encender lámparas y velas por toda la casa. Había sólo dos bombillas conectadas al generador cuando funcionaba el aire acondicionado: una, fuera de la casa, para que sirviera de indicador al que llegaba de fuera, y otra, en el vestíbulo, que iluminaba parcialmente el salón. En unos minutos, la casa se había refrescado de nuevo.

—¿Cuánto tiempo tendrás que seguir así? —preguntó Laylah.

—Shaikh Rashid, el gobernador, espera que, en unos dos años Dubai tenga un generador de electricidad central. Cuando empiecen a llegar los

royalties del petróleo podrá modernizar verdaderamente el país.

—Creo que no me costaría trabajo lograr que me gustara todo esto —dijo Laylah, sonriendo sugestivamente—. Desde luego, habría un montón de incentivos.

—Sería feliz durante el resto de mi vida intentando proporcionarte esos incentivos —replicó Fitz tiernamente.

Fitz y Laylah, bajo el sofocante calor de la noche, subieron al «Land Rover». Él la ayudó a subir, y sentándose luego en el asiento del conductor, puso marcha atrás para salir del sendero de la entrada.

Laylah caminó hacia la puerta principal de la casa de Sepah en la ensenada, que se abrió antes de que tocaran el timbre. Los introdujo un criado pakistaní, que se parecía extraordinariamente a Peter, pensó Fitz. Tal vez se trataba de su hermano, ya que Peter era también empleado de Sepah.

Laylah precedía a Fitz en la refrescante casa, y mientras el criado cerraba la puerta, Fitz le dijo:

—Peter está borracho.

—Sí,

Sahib. Debe guardar las bebidas —sugirió el criado.

Sepah cogió la mano de Laylah e, inclinándose, la besó, mientras Fitz se la presentaba. Luego, le presentó a su esposa, Sira, y Laylah saludó a su anfitriona en su lengua nativa, mientras Sira sonreía feliz. Durante unos momentos, la conversación se sostuvo en farsí. Fitz estaba algo flojo en aquella lengua, pero podía entender la conversación e intentó decir algo.

Tal y como esperaba Fitz, el criado de Sepah trajo caviar iraní y vodka con hielo. «Una escena deliciosa», pensó Fitz. Sira llevaba un vestido holgado de tipo occidental, con un chal de seda, de colores brillantes, sobre uno de los hombros. Laylah iba vestida de una manera similar, y ambas mujeres tenían un aire muy exótico. Fitz y Sepah llevaban pantalones occidentales y camisas abiertas de mangas cortas. Desde que conocía a Sepah, nunca le había visto usar el

dish dasha y los

kuffiyah árabes.

Mientras las dos mujeres chismorreaban de lo que ocurría en Teherán, Sepah y Fitz hablaban de negocios.

—Es posible que hagamos la primera salida antes de lo que habíamos pensado.

—Cuando tú digas —aceptó Fitz—. Tan pronto como estén instalados los «treinta calibres», mi trabajo estará listo.

—No tanto —recordó Sepah.

—Estaré dispuesto a salir al mar cuando tú lo estés.

—De lo que se trata es de que el sindicato amplíe sus cargamentos ahora. Saldremos de la ensenada con el mayor cargamento de oro que haya llevado jamás un solo barco.

Sira protestó porque hablaban de negocios, y los dos hombres empezaron a referirse entonces a negocios de otro tipo, desde las alfombras persas, a los nuevos hoteles que se estaban construyendo en Teherán. Al parecer, Sira viviría sólo medio año en Dubai. No le gustaba permanecer en casa durante las muchas noches que su marido tenía que ir a las reuniones árabes, en las que estaba prohibida la entrada a las mujeres. No llevaba el velo negro exigido a las mujeres árabes, y esto la convertía en una proscrita entre las mujeres de la sociedad árabe en que su marido se movía.

Después que hubieron terminado el caviar y el criado despejó la mesa del café, Sira les condujo al comedor. Se sirvió un exquisito

kebab persa, con vino Chablis importado de Francia. Laylah dijo que ni siquiera en Teherán había disfrutado tanto en una cena. Sira —anunció Sepah orgullosamente— había cocinado personalmente.

Después de la cena, Sira llevó a Laylah a su salón privado, mientras Sepah y Fitz se dirigieron de nuevo al salón.

—Quizá venga por aquí Majid Jabir. Le gustaría saber cómo vamos progresando. Es el más importante de nuestro sindicato. Como debes haber supuesto, el gobernador quiere recibirnos después de llevar a cabo felizmente este viaje tan controvertido y delicado.

—Me imaginé algo así —asintió Fitz.

—Si no tuviéramos que embarcar ambos; si sólo tú te hubieras encargado de montar el armamento, las cosas serían diferentes. Pero, como es natural, si se entablara una batalla en la que destruyéramos barcos, matáramos a ciudadanos indios y se nos detuviera, el gobernador y sus consejeros tendrían que estar en condiciones de poder declinar toda responsabilidad en el asunto.

—Desde luego —asintió Fitz—. Lo que no veo es por qué un hombre de éxito como tú corre el riesgo de dirigir personalmente la operación.

—Ha habido tres fricciones con la guardia costera india en alta mar. Si este viaje no tiene éxito, estoy acabado. Todo lo que tengo en el mundo, todo lo que he salvado, está en peligro. Por tanto, no tengo más remedio que capitanear la expedición.

—Lo entiendo.

Se presentó un criado, para abrir la puerta. Entró Majid Jabir, vestido con ropas holgadas. Sepah se levantó para saludarlo y le ofreció asiento. Aparte que su mano izquierda no rozaba constantemente una cuerda de cuentas, parecía la síntesis perfecta de la clase alta árabe. Se sabía que Majid había sido enviado a menudo a resolver asuntos delicados a Beirut y Londres por cuenta de Rashid.

Hablaron durante unos minutos, y Majid aceptó un cigarro, pero no bebidas alcohólicas. Era algo a lo que no se había acostumbrado todavía.

Majid sonrió a Fitz.

—He oído decir que has recibido una visita del coronel Buttres y del

mua’atamad.

—No me lo dijiste —dijo Sepah, mirándole sorprendido mientras Fitz contestaba afirmativamente.

—Iba a hacerlo. Los TOS parece que tienen un sistema de inteligencia la mar de bueno. Esos dos británicos me estuvieron trabajando un rato, el sistema Mutt y el Jeff, ¿conoces? Ken Buttres era el chico bueno, y Falmey el hostil, el indignante.

—Es difícil aguantar la situación —dijo Majid—. Tener a ingleses diciéndonos todavía cómo tenemos que llevar nuestros propios países en el Golfo… Ellos nos tienen como en una especie de cautiverio. Poseen los barcos armados, los militares, y la RAF para apoyar sus acuerdos. Estaríamos mejor si se largaran.

—Oh, se marcharán. La última vez que estuve en Londres descubrí que el primer ministro y su Gobierno laborista habían decidido que Inglaterra no podía seguir siendo la Policía del mundo y, en particular, del golfo de Arabia. Se marcharán pronto con sus gobernadores y sus reglamentos, y seremos independientes.

—Siempre pensé que os gustaban los británicos y que dependíais de ellos para que os guiaran y os protegieran —se anticipó premeditadamente Fitz al sentido árabe del ultraje.

—Nos gustan los hombres de negocios británicos, no que sean parte y parcela del Gobierno británico. Un británico es un británico, pero, al menos, un hombre de negocios juega con reglas, sabe qué es cada cosa y actúa de una manera coherente. No así la mayoría de sus diplomáticos y sus agentes políticos. Nos tratan como si fuéramos niños, nos manipulan como si no pudiéramos hacernos cargo de nuestros propios asuntos.

—Bueno, puedo decirte que el viejo Brian Falmey me trató como si fuera un niño subnormal en una escuela pública inglesa, la última vez que lo vi, hace unos días.

Una sonrisa burlona cruzó el rostro de Majid, desde un extremo del

kuffiyah al otro.

—Vino a verme también a mí; quería saber todo lo que yo sabía sobre ti. Dijo, en realidad, que su opinión era que estabas asociado con el contacto iraní de un sindicato de importación de armas. —Majid miró a Sepah—. El

mua’atamad te implicaba incluso a ti.

—¿Qué dijiste? —preguntó Sepah.

—Sólo que todo lo que está relacionado contigo tiene el efecto de hacer progresar la economía de Dubai, que está prosperando sin el petróleo y que capacita a gastar millones de libras que le interesan mucho a la ingeniería británica.

—¿No te habló sobre la insurrección comunista? —preguntó Fitz.

—Oh, vino con no sé qué tonterías sobre unas armas que estaban llegando a los Emiratos del Golfo y que podían caer en manos de los comunistas, y todo lo que eso significa.

—Tengo que decir que Falmey y el coronel Buttres pueden interesarse por ese frente —señaló Fitz.

Majid miró a Fitz y luego a Sepah.

—Ahí está el verdadero occidental. Siempre preocupados de qué haya un comunista dispuesto a saltar por detrás del árbol más cercano.

—Y generalmente es así —concluyó Fitz—. De cualquier manera, los británicos creen en la reexportación desde Dubai. Falmey dijo que no se lo dirían a los

wogs, dando a entender que se guardaría el secreto sobre lo que está escondido en los bajos del barco de Sepah.

—Oh, están con nosotros en esto —asintió Sepah—. Compramos cantidades enormes de oro en Londres.

Majid, obviamente, no estaba deseoso de llevar la conversación demasiado lejos, de manera que pudiera conducir directamente a haber armado un barco en Dubai. Después de todo, era el jefe máximo de aduanas, habiendo únicamente un consejero británico por encima de él.

—Fitz —dijo cambiando el tema—, perdóname por no haberte dado las gracias inmediatamente cuando recogí tu principesco regalo. Es una de las más valiosas alfombras de mi colección.

—Estoy contento que pudiera conseguir una alfombra que complaciera tu gusto tan cultivado —respondió Fitz.

Sepah se levantó. Caminó hacia el comedor y llamó a su mujer para que se reuniera con ellos. A los pocos momentos, Sira y Laylah entraron en la habitación.

Los ojos de Majid se fijaron apreciablemente en Laylah, se dirigió hacia ella, tomó su mano y se la besó mientras lo presentaban. Entonces, después de saludar a Sira, se volvió hacia Fitz.

—Así que ésta era la razón de tu reciente visita a Teherán. Ahora lo entiendo. —Se volvió a Laylah—. Espero que encuentre agradable Dubai,

Miss Smith, a pesar del calor en esta época del año. Si pasa con nosotros otro mes, o vuelve, comprobará que, a excepción del verano, gozamos de un clima muy saludable aquí en esta parte del golfo.

—Estoy esperando poder conocer su país —respondió Laylah.

Majid hizo un gesto de menosprecio.

—Oh, éste no es mi país,

Miss Smith, aunque estoy intentando que lo sea. Allah, con su infinita sabiduría, tuvo a bien permitir que una tremenda tensión se desarrollara entre el director de Aduanas británico en mí Qatar nativa y yo como diputado árabe. Afortunadamente, el exilio más distante y desagradable que pudo concebir para mí, y en donde había una vacante en el Departamento de Aduanas, fue Dubai. Y se me presentó la oportunidad de venir aquí —se frotó las manos— y dejar de trabajar bajo la dirección y la guía de las Aduanas de Su Majestad británica. —Majid sonrió ampliamente—. Algún día recompensaré a ese británico convenientemente con un empleo bien pagado contratado por nosotros aquí, incluso aunque sólo fuera un enviado de Allah. Realmente no pretendía en absoluto enviarme precisamente al centro de las mejores oportunidades de todo el Golfo.

—Nuestro Señor actúa de las maneras más misteriosas para que se cumplan sus deseos —comentó Laylah mientras sonreía a Fitz.

Durante otra hora, la charla trató sobre temas relacionados con Dubai y con la gente que vivía en la comunidad de la ensenada y de los muchos que llegarían, especialmente cuando comenzase la producción de petróleo. Entonces Fitz y Laylah se despidieron dejando a Sepah y Majid discutiendo de sus asuntos.

El aire se había refrescado y cuando llegaron a casa de Fitz y él hubo estacionado el «Land Rover», Laylah sugirió un baño nocturno en la playa.

—No estoy seguro de que debiéramos hacerlo —dijo Fitz—. He oído que los tratantes de esclavos siguen viniendo aquí, a Jumeira, y que raptan a gente en la playa para venderlos como esclavos en Omán y Arabia.

—Pero Fitz, ¿en esta época y a estas alturas? Eso es ridículo.

Diez minutos más tarde estaban de nuevo bajo las estrellas y la luna en cuarto creciente esparcía una luz tenue y suave. Desnudos, caminaron hacia la orilla del Golfo, donde las aguas acariciaban suavemente la arena. Fitz no pudo evitar sentirse inquieto y miraba en una y otra dirección de la playa mientras chapoteaban. Lo cierto es que no había nadie y pronto se relajó y jugó con Laylah en las cálidas aguas del golfo. Cuando ya hubieron nadado bastante, Fitz siguió a Laylah hacia la arena y corrieron al terreno cercado de su casa donde les estaban esperando las toallas. Fitz se emocionó hasta lo más profundo de su corazón mientras secaba el agua salada del cuerpo de Laylah. Cariñosamente le fue secando sus firmes pechos, besando sus pezones mientras ella reía divertida. Después secó sus largas piernas empezando en los tobillos; posteriormente le secó la espalda. Cuando ya estaba seca, Laylah tomó su toalla y secó de pies a cabeza a Fitz antes de que retornaran a la refrescante casa.

Él la condujo a través del salón y del corredor hasta su habitación, donde la abrazó y la empujó sobre la cama.

—¡Socorro! —gritó ella—. Me ha capturado un tratante de blancas.

—Sí —bramó con una mueca de ferocidad—. Y voy a conservar tu bellísimo cuerpo blanco en cautiverio para siempre.

—¿Para siempre?

—Sí.

Y comenzaron a abrazarse y acariciarse mutuamente, como si la eternidad pudiera terminar mañana.

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