Dubai

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Cuarta parte » Capítulo LII

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—Tiene que haber alguna forma, Fitz, querido.

Laylah estaba de pie, junto a la cama, con un sumario bikini. Fitz yacía en el dormitorio del piso bajo de su casa, con la pierna derecha, vendada casi hasta el escroto, apoyada en unas almohadas.

—Estoy segura de que lo descubriremos —añadió Laylah.

Desde el dispensario del Cuerpo de Exploradores, Fitz le había escrito a Laylah una carta en la que la informaba sobre lo ocurrido. Y ahora, un día después de haber regresado a su casa Laylah había llegado, respondiendo con su presencia a la carta de Fitz.

Costó sólo unas horas reanudar totalmente la vieja intimidad. Tal vez a causa del inconveniente que suponía la pierna herida de Fitz, y no a pesar de ello, Laylah había decidido que tenían que hacer el amor como fuera, a fin de erradicar para siempre la locura que —según decía ella— la había poseído durante un tiempo.

—La pierna ya no me duele —dijo Fitz—, pero no puedo moverla.

Luego de varios minutos de silencio, Fitz añadió, suavemente:

—Laylah, te quiero. Gracias por haber venido.

—Lo sé querido. Lamento poder quedarme sólo hasta el viernes por la noche, pero estoy trabajando muy duro en la Embajada. Dentro de un mes podré tomarme unas vacaciones.

—Estaremos en los Estados Unidos más o menos al mismo tiempo. En dos o tres semanas, como mucho, ya podré apoyar perfectamente la pierna.

—Espero que, cuando regrese a casa, pueda ayudarte a obtener lo que deseas —dijo Laylah—. Sabes que haré todo lo que pueda.

Fitz pensó que Laylah parecía demasiado desesperada para ayudarlo. Parecía como si estuviera frenética por demostrar que había terminado para siempre con Thornwell.

Una semana después de la partida de Laylah, Fitz empezó a caminar de nuevo, apoyándose pesadamente en un bastón. El médico le sugirió que tratara de andar y también de nadar. Por lo tanto, todos los días Fitz cojeaba hasta la piscina, se deslizaba hacia el agua fría y, de espalda, nadaba durante unos cuantos minutos. Hacía todo lo posible por recuperarse cuanto antes, principalmente ante la idea de que Laylah podía llegar a los Estados Unidos antes que él y probablemente, aunque sólo fuera en nombre de los viejos tiempos, se pondría en contacto con Thornwell. Fitz no quería volver a cometer el error de separarse de Laylah durante mucho tiempo.

Sepah le trajo a Fitz noticias especialmente agradables. Para entonces, Sepah se había infiltrado por completo en la base de los

hovercrafts indios con sus propios mecánicos. A voluntad podía ordenar que las tres peligrosas embarcaciones no salieran de los talleres. Dos cargamentos de oro financiados con dinero de Tony DeMarco habían llegado a la India y regresado con un doscientos cincuenta por ciento de beneficios, sobre el capital invertido. El diez por ciento de los beneficios que correspondía a Fitz ya estaba depositado en su cuenta corriente en el «First Commercial Bank».

Aunque temporalmente incapacitado, Fitz se hacía cada vez más rico con el paso de los días. Envió a Marie un cheque de diez mil dólares y le indicó que regresaría a los Estados Unidos en pocas semanas y que esperaba que entonces podría hacer los planes necesarios para que Bill lo viniera a visitar a Dubai. También le dio a entender, en su carta, que, en breve, ocuparía un alto cargo oficial y que pensaba que a Bill le haría mucho bien, desde el punto de vista educacional, trasladarse un tiempo a vivir con él.

Todo el mundo tendía a creer, sin mayores dudas, en el accidente automovilístico y, por lo tanto, nadie interrogaba a Fitz al respecto ni ponía en duda la veracidad del asunto. El monarca le había mandado una comunicación particularmente elogiosa en la que preguntaba, con gran solicitud, sobre el estado de salud de Fitz, señalando que había oído hablar del accidente. Fitz sabía perfectamente bien que Jack Harcross le había dicho al monarca exactamente todo lo ocurrido. Al parecer, el monarca aprobaba de todo corazón la iniciativa de Fitz tendente a obstruir el paso de la caravana. El monarca de Dubai, mucho más astuto en este aspecto que casi todos los otros monarcas de la zona, se daba cuenta cabalmente de las implicaciones que generaría un movimiento insurgente comunista fuertemente establecido en la zona fronteriza de Omán próxima a Dubai. El comercio de Dubai podía verse gravemente afectado si un movimiento de esa naturaleza escapaba al control de las autoridades: eso era algo que el monarca entendía perfectamente.

Los avatares del comercio eran lo que más hacía pensar al monarca, mucho más que los avatares de cualquier otro orden.

Fitz, comprobando que su pierna se fortalecía y que ya no necesitaba apoyarse tan pesadamente en el bastón, empezó a hacer planes para su regreso a los Estados Unidos. Mientras hacía preparativos, le llegó una carta de Dick Healey. Usando términos cuidadosamente escogidos, Healey le informaba de la satisfacción que había causado a la agencia el trabajo que Fitz había llevado a cabo. El Departamento de Estado consideraba la posibilidad de crear un puesto diplomático de mayor envergadura en la nueva federación árabe que estaba a punto de nacer. Por el momento, lo único que existía era el Consulado norteamericano en Abu Dhabi, dependiente de la Embajada norteamericana en Teherán. Ese Consulado era la única y exclusiva representación norteamericana ante los Emiratos actualmente, pero la cosa tendía a cambiar.

Al principio, la propuesta de McConnell para que Fitz fuera nombrado embajador, no fue recibida con demasiado entusiasmo. De todos modos, Matt seguía insistiendo y el director del Departamento para Oriente Medio ya tenía la recomendación en su escritorio. Healey también envió a Fitz un informe verbal que había recibido de McConnell respecto al tema del nombramiento de Fitz para el cargo de embajador ante los Emiratos.

Por tercera vez consecutiva Fitz, con todo cuidado, leyó la misiva de McConnell.

La designación de James Fitzroy Lodd se ha convertido en un tema de controversia. Existe la presunción de que algunos miembros del congreso con muchos votantes judíos podrían oponerse a este nombramiento en base a los artículos aparecidos en periódicos, hace algunos años, referentes a ciertas declaraciones efectuadas por Lodd cuando estaba adjunto a la Embajada de Teherán. Es posible que este problema pueda soslayarse. La terrible historia que habla de Fitz disparando contra unidades de la Marina de la India tal vez también pueda soslayarse. Pero existe un problema que ha sido ya planteado y mencionado. ¿Cómo es posible que los Estados Unidos puedan designar como embajador a un norteamericano que posee el mayor

night-club del golfo de Arabia? Mientras Lodd no se deshaga de todos sus intereses en ese local conocido como el bar «Ten Tola», no serviría de nada que siguiéramos abogando por su nombramiento como embajador ante los emiratos.

¿Deshacerse de todos sus intereses en el bar «Ten Tola»? El local se había convertido eh su vida, en la base de su poder, y, además, gracias al «Ten Tola», él había estado en condiciones de ayudar enormemente al Gobierno de los Estados Unidos. Vender el establecimiento significaba vender también su casa, esa casa que tanto significaba para él, el primer hogar verdadero que había tenido después de una vida entera de vagabundeaje errático. Sin embargo, al pensar en el comunicado de McConnell se daba cuenta que sus asertos eran válidos. Indudablemente, no era posible que un embajador poseyera un bar restaurante en el mismo país en que oficiaba como principal representante de los Estados Unidos.

Evidentemente, no quedaba otro remedio que deshacerse del bar «Ten Tola». ¿Pero a quién podría vendérselo? El hombre de negocios más respetado de esta zona del golfo de Arabia era Majid Jabir. Sin pensarlo dos veces, Fitz escribió una breve nota que envió con su sirviente al despacho de Majid Jabir en el edificio de oficinas de Su Alteza. En la nota, Fitz le pedía a Majid que lo fuera a visitar a la mayor brevedad posible.

A las seis de la tarde de aquel mismo día, Majid Jabir se presentó en casa de Fitz. Fitz se sentó en una silla, pesadamente, colocando la pierna herida sobre la mesa frente al sofá. A propósito, Fitz hizo que Majid se sentara a su izquierda, pues estaba al tanto de la costumbre árabe de golpetear en los brazos a sus interlocutores estando de pie y en las rodillas estando sentados.

Por primera vez, Fitz hablaba con uno de sus asociados sobre sus deseos de convertirse en embajador. Por supuesto omitió toda referencia al ataque al convoy de armamento y dijo, simplemente, que varios amigos suyos de los Estados Unidos, que ocupaban cargos importantes, querían proponerlo para el puesto de embajador ante los Emiratos. Naturalmente, siguió diciendo Fitz, de la manera más diplomática posible, sus también amigos el jeque Zayed de Abu Dhabi y el jeque Rashid de Dubai tendrían que dar el visto bueno a esa designación. De todos modos, siguió diciendo Fitz, esperaba haber demostrado a ambos su lealtad para con la causa árabe y para con el futuro bienestar de la inminente federación de Emiratos.

Majid también habló de esa posible designación, y cada vez que señalaba algo golpeaba levemente a Fitz en la rodilla. Majid estaba convencido de que los principales monarcas de los Emiratos aceptarían felices a Fitz como embajador norteamericano. De hecho, dijo Majid, incluso podía darse por descontado que los monarcas estarían dispuestos, incluso, a requerir específicamente a Fitz para el cargo. Eso era algo que Fitz no había tenido en cuenta hasta el momento, pero que, sin duda, podría ayudar a su causa.

Finalmente, Fitz llegó al motivo de la entrevista, señalando el problema existente respecto al bar «Ten Tola». Majid le contestó que también él había pensado instantáneamente que la posesión del «Ten Tola» actuaría en detrimento respecto a la designación, pero que no había querido sacar él mismo a colación el problema. Fitz casi podía ver, literalmente, cómo se movían los engranajes bien lubricados del cerebro de Majid Jabir. Y en esto pensaba Majid: ¿qué provecho podría sacar él de la desgraciada necesidad ante la que se hallaba su amigo Fitz Lodd?

Finalmente, Majid pronunció la pregunta trascendental:

—¿Cuánto pides por el local?

Fitz había cavilado largamente sobre este punto. Hasta el presente, había invertido en el bar «Ten Tola» justo un poco menos de ciento cincuenta mil dólares.

—Lo vendería por doscientos mil dólares —dijo—. Si yo me guiara por las reglas comerciales normales, que dicen que un negocio vale cinco veces sus rentas anuales, basándose en los beneficios factibles para el primer año tendría que pedir medio millón de dólares. De todos modos, quiero venderlo antes de trasladarme a los Estados Unidos. ¿Tienes alguna idea? De hecho, creo que sería una excelente inversión para ti, Majid. Existen ciertos beneficios laterales, derivados de la posesión de este local, beneficios de los que nunca he hablado con nadie.

Majid lo miró inquisitivamente, pero no le preguntó de manera directa cuáles eran esos beneficios.

—Lo que pasa es que yo también estoy pensando en la probabilidad de obtener una embajada. Por tanto, y aunque me gustaría mucho ser al menos uno de los propietarios del bar «Ten Tola», estimo que eso me acarrearía los mismos problemas que te está acarreando a ti. Yo podría ser propietario de una firma naviera, podría tener un hotel de prestigio, podría ser accionista de una compañía petrolífera, sí, pero nunca podría poseer ninguna parte de un local cuyo principal objetivo es la venta de licores en caso que decidiera conseguir ese puesto que, de hecho, estoy negociando. De todos modos, digamos que puedo conseguir un comprador que te pagaría doscientos cincuenta mil dólares por el bar «Ten Tola». Incluso cabe la posibilidad de que consiga un comprador dispuesto a pagar trescientos mil dólares. ¿Podría esperar que, en calidad de comisión, me dejaras llevarme todo lo que se consiga por encima de los doscientos mil dólares que tú pides?

Recordando la conversación que había escuchado tiempo atrás entre Majid Jabir y los representantes de la Compañía petrolífera de Sharjah, Fitz sugirió:

—¿Por qué no vamos a medias?, ¿eh? Si consigues cien mil dólares por encima del precio inicial, nos quedamos con cincuenta mil, cada uno. Si, por otra parte, sólo consigues veinticinco mil dólares de sobrecargo, te los quedas todos tú. ¿Has pensado ya en algún comprador en especial?

—Reuniré un grupo que comprará el bar «Ten Tola», Fitz. Lo comprará. Puedes dar por descontado que, de aquí a una semana, habrás recibido el dinero de la transacción.

—Supongo que debería mostrarme feliz por la velocidad con que operas, Majid. De todos modos, según sabes, esto es muy doloroso para mí. Tus compradores son los que tendrán que ponerse contentos.

—Y tú, amigo, serás un muy feliz embajador en nuestro país. Tu Gobierno no podría elegir a nadie mejor que a Fitz Lodd para ese cargo. Siempre es bueno que haya un hombre en un puesto elevado con el que uno pueda trabajar a gusto.

Hablaron un rato más sobre el bar «Ten Tola» y luego Majid se puso de pie, dispuesto a marcharse.

Fii Aman Illah —dijo Fitz, a modo de despedida.

Fii Aman Illah —le respondió Majid, y dejó a Fitz solo con la tristeza de tener que vender la que era su más preciada creación.

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