Dubai

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Tercera parte » Capítulo XXVI

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Los funcionarios de Aduanas ya conocían bien a Fitz y, por lo tanto, su pequeña maleta pasó la inspección sin ser examinada, siendo despachada con un simple movimiento de mano por parte del funcionario a cargo. Luego Fitz volvió a abordar el avión y su corazón empezó a latir cada vez más de prisa a medida que el aparato se aproximaba a Teherán.

La hora de llegada del avión le resultaba conveniente, pues, luego de descender del aparato en el Aeropuerto Internacional de Mehrabad, recuperar su maleta y conseguir un taxi, llegaría al piso de Laylah poco después que la chica regresara de su oficina en la Embajada.

Fitz subió velozmente la escalera del edificio hasta el segundo piso, donde se encontraba el departamento de Laylah después que la chica le hubo abierto la puerta con el portero automático. Laylah lo estaba esperando con la puerta abierta y, no bien hubo entrado, entregó a Fitz un pequeño vaso de vodka helada. Fitz cogió el vaso, Laylah cogió otro, brindaron haciendo tañer el cristal y bebieron. Sin embargo, Fitz sentía que había algo que funcionaba mal. Por lo general, Laylah aguardaba ansiosa que Fitz le cogiera en brazos y, pocos minutos después, ya estaban haciendo el amor. Y sólo después de hacer el amor venían el vodka y el caviar.

—Ven y siéntate, Fitz —dijo Laylah, haciendo un ademán hacia el sofá.

Fitz se sentó en el sofá y Laylah se puso en una silla frente a él, del otro lado de la mesa. Ahora, con mayor claridad, Fitz empezó a sentir que algo andaba mal. La vieja sensación de angustia regresó. Fitz tragó lo que quedaba de vodka en el vaso.

—¿Ocurre algo? —preguntó ansiosamente.

—Oh, no del todo —respondió Laylah—. Sólo que vamos a ir a una reunión dentro de media hora. Una fiesta.

—La única fiesta que quiero es quedarme aquí contigo.

—Esto puede ser importante para ti y para mí. Es una especie de fiesta diplomática. En la Embajada. Allí podrás ver a tu viejo amigo el general Fielding.

Fitz hizo una mueca.

—Ya sé —siguió diciendo Laylah—, pero te aseguro que esta fiesta será interesante para ti. Tu amigo inglés de Dubai también estará presente. Me refiero a Brian Falmey.

Fitz la miró fijamente, sorprendido.

—¿Brian Falmey se encuentra aquí? ¿Qué está haciendo en la Embajada americana?

—Ha estado allí varias veces, ya te lo he dicho. Y espero que Courty Thornwell también irá.

Fitz hizo una mueca de desagrado.

—No le he visto ni he oído nada de él durante meses. ¿Por qué romper ahora ese período de calma? —preguntó, mirando inquisitivo a la muchacha.

Y, de inmediato preguntó:

—¿Laylah, crees de veras que debemos ir?

Sabía que algo andaba muy mal. De qué se trataba era algo que sólo podía suponer, pero tenía la plena certidumbre de que, lo que fuera, tenía que ver específicamente con Harcourt Thornwell.

—Créeme si te doy mi palabra de que es importante para ti, Fitz —dijo Laylah, sorbiendo brevemente vodka, como si buscara una pausa para poder pensar lo que tendría que decirle a continuación—. A través de contactos que poseo en la «National Iranian Oil Company», me he enterado de algo que debes saber.

—Supongo que hay muchas cosas que debería saber. Bien, empecemos con la «NIOC».

—Brian me mencionó que iba a mantener una audiencia con el

sha y con el doctor Egbal, presidente de la «NIOC». Yo hablé con un amigo que, a su vez, es íntimo tanto del

sha como del ministro del petróleo. Se trata de un hombre muy guapo, podría agregar, que está tratando de cortejarme.

—¿Y acaso no están tratando todos lo mismo? —señaló Fitz, sombrío.

En los ojos de Laylah apareció una mirada de irritación. Siguió diciendo:

—Simplemente estaba tratando de explicarte cómo fue que conseguí enterarme de lo que estoy a punto de transmitirte. Pero no le digas a nadie de dónde proceden los informes porque, en ese caso, Palva, así se llama mi amigo, se encontraría en graves problemas.

—¿De qué se trata?

—Fitz, ¿alguna vez te has preguntado por qué motivo el jeque de Sharjah se mostró tan dispuesto a compartir la isla de Abu Musa con Irán?

—De hecho sí, lo he pensado muchas veces. Aunque Irán podría ocupar fácilmente la isla. Personalmente, no veo por qué podrían desear esa isla los iraníes. Es el lugar más yermo y estéril que he visto jamás. Y, sin duda, no hay ni una gota de petróleo dentro del límite de tres millas a partir de las costas de Abu Musa.

—Brian Falmey me estuvo hablando —dijo Laylah— de lo mal que se siente ante el hecho de que la influencia británica vaya a desaparecer por completo en todas partes al oriente de Suez. Falmey es uno de los ingleses encargados de dejar las cosas atadas por esta zona para el momento en que las fuerzas británicas se marchen. Naturalmente, los ingleses quieren conservar su influencia después de haberse retirado. Los ingleses dependen directamente de la zona del Golfo para cubrir sus abastecimientos en materia de petróleo y, por tanto, necesitan especialmente que las cosas se mantengan en calma. Como recordarás, Irán trató de hacer valer ciertos derechos sobre Bahrain.

—Por supuesto que lo recuerdo. El

sha se ha vuelto un poco loco, me parece. Está tratando de hacer valer derechos sobre todo lo que existe en el golfo de Arabia, incluyendo islas que son indudablemente árabes. Y Bahrain siempre ha sido árabe, también. No comprendo qué derechos puede haber esgrimido el

sha para reclamar su soberanía respecto a ese lugar.

—Que tenga o no derecho a hacer lo que hace no tiene nada que ver con la situación. El

sha posee el ejército más poderoso de Oriente Medio. Ahora, supón que Abu Musa declara unilateralmente que le pertenece todo el petróleo que se encuentre, no dentro del límite de las tres millas, sino dentro del límite de las doce millas a partir de sus costas. En ese caso, ¿qué ocurriría?

—Pero no pueden hacer eso.

—¿Por qué no? Si tuvieran el respaldo de los ingleses ciertamente lo podrían hacer.

—Pero es algo que va en contra de todas las leyes internacionales. Si hicieran eso, Sharjah e Irán se convertirían automáticamente en propietarios del petróleo que se encuentra en aguas territoriales, y no Kajmira. Y es allí donde hemos obtenido nuestra concesión. Hemos pagado setecientos cincuenta mil dólares, para obtenerla. ¡Dios mío! Eso echaría por tierra todo lo que he estado tratando de hacer en el negocio del petróleo desde mi llegada a Dubai.

—Lo sé, Fitz —dijo Laylah, pacientemente—. Por eso mismo te lo he dicho. Los ingleses han entregado al

sha vuestra concesión a cambio de que Irán no insista en sus reclamaciones sobre Bahrein.

Fitz meditó sobre la situación planteada.

—Supongo que si los ingleses respaldan a Sharjah, nuestra concesión será cuestionada. Pero nosotros firmamos todos los documentos estando, de hecho, Falmey presente.

—¿Te sigue pareciendo que no es importante para ti concurrir a esta fiesta? ¿No te gustaría preguntarle a Falmey personalmente cuál es de veras la situación? Y, además, podrás cogerlo, como quien dice, en tu propia patria, la Embajada de los Estados Unidos.

—Tienes razón. Lo que pasa, simplemente, es que parece increíble que los ingleses acepten una violación tan abierta y flagrante de las leyes internacionales. De todos modos, yo no pondría las manos en el fuego por Falmey.

—Tienes que ver esto desde su punto de vista. Tiene que entregarle algo al

sha para que éste no vuelva a meter las manos en Bahrein.

—Y lo que le entrega me conduce a mí a la ruina —murmuró Fitz.

—He arreglado que un coche de la Embajada pase a recogernos por aquí —dijo Laylah—. Y a propósito, ¿aún conservas tu piso en Teherán?

Fitz tuvo la premonición de que iba a ser víctima del segundo golpe del viejo sistema boxístico del uno-dos.

—Sí. Todavía no he trasladado todas mis pertenencias a Dubai.

—Me alegro de que lo conserves, porque me ha surgido un pequeño problema. Mi abuela y mi tía me llaman constantemente, a las horas más extravagantes, tanto por la noche como por la mañana. Creo que sospechan que has pasado la noche aquí conmigo durante tus últimas visitas. Supongo que algún mirón te vio salir alguna vez y las llamó para pasarles el dato. La verdad es que no quiero preocuparlas en estos momentos.

Cada palabra hacía que Fitz se sintiera más y más desgraciado. Desde que se enteró de que Thornwell se había instalado en Teherán. Fitz tenía el presentimiento de que algo así ocurriría de un momento a otro.

—Laylah, ¿qué te parece entonces si cojo una buena habitación en uno de los hoteles nuevos, donde podamos pasar la noche juntos? —sugirió.

—No, querido. Tampoco puedo hacer eso. Mi abuela y mi tía me llamarán con toda seguridad y, si no me encuentran en casa ni a las dos de la madrugada ni a las siete, se desatará el infierno.

Laylah probó otro sorbo de vodka y Fitz apuró su copa.

—Lo siento, querido —dijo Laylah, poniéndose de pie—. De cualquier forma, saldremos juntos y gozaremos de una cena maravillosa. Entonces, después de comer, discutiremos el asunto y quizá podamos venir aquí a casa a tomar una copa. Pero tienes que prometerme que no intentarás quedarte.

Una profunda expresión de desconsuelo se adueñó de las facciones de la chica.

—Oh, lo siento querido, no puedo remediarlo. Son cosas que pasan —dijo, y parecía realmente acongojada—. El coche de la Embajada llegará en cualquier momento. ¿Quieres refrescarte un poco, o algo?

—Sí. Sólo déjame pasar por un minuto o dos.

Fitz había utilizado varias veces al conductor que estaba al volante del coche de la Embajada. Se saludaron efusivamente, por lo tanto, y luego Fitz ayudó a Laylah a sentarse en el asiento trasero. Ahora no sólo estaba preocupado por el futuro de sus relaciones con Laylah, sino también por el de sus inversiones petrolíferas.

La fiesta ya había empezado cuando llegaron a la Embajada. La primera persona a la que Fitz divisó, no bien entraron, fue a Harcourt Thornwell, que, aparentemente, había estado esperando, cerca de la puerta, impaciente por ver llegar a Laylah. Eso, al menos, era lo que Fitz pensaba. También le pareció notar una mirada de complicidad, tal vez inquisitiva al mismo tiempo, en el rostro de Thornwell al cruzarse sus ojos con los de Laylah. Thornwell se les acercó, saludó a Laylah y se volvió hacia Fitz.

—Hola, Fitz —dijo—. Me alegra volver a verte. ¿Cómo marchan las cosas?

—Oh, igual que siempre —respondió Fitz.

—Leí ciertas cosas sobre ese viaje que hiciste cuando no pudiste acompañarnos a Riad —dijo Thornwell, con un leve vestigio de reproche en su voz.

Fitz sabía perfectamente que ésa era la forma que Thornwell tenía de decir: «Pudimos haberte utilizado, pero a estas alturas ya no te necesitamos».

—No creas todo lo que dicen los periódicos —dijo Fitz, sonriendo casi implorante—. Especialmente en lo que se refiere a esta parte del mundo.

—No creo en todo lo que dicen los periódicos —respondió Thornwell, con lo que quería decir que no creía en todo aunque sí creía en lo que se decía respecto a Fitz.

—Courty —interrumpió Laylah—, discúlpanos por un momento. Tenemos que ir a saludar al embajador, al general Fielding y a otros amigos de Fitz que se encuentran presentes. Nos reuniremos contigo dentro de un rato. A propósito, ¿ya ha llegado Brian Falmey?

Thornwell pasó la vista por la habitación.

—Allí está —dijo, volviéndose de inmediato hacia Fitz—. Ese viejo inglés no es el mejor amigo que tienes en Dubai, ¿verdad?

—Tenemos nuestras diferencias, por supuesto. También debes entender que existe un enorme rivalidad entre británicos y norteamericanos en lo que se refiere al Oriente Medio. Los ingleses hace doscientos cincuenta años que llegaron aquí y nosotros invadimos la zona hace apenas cuarenta.

Ahora los ingleses opinan que los yanquis no sólo están llegando, sino que se han apoderado de todo.

Laylah apartó a Fitz de Thornwell y ambos recorrieron la habitación para conversar con viejos amigos de la Embajada y con otros muchos conocidos de Fitz.

Por fin divisaron a Brian Falmey, que se encontraba más o menos solo en un extremo de la habitación y allí se separaron, Fitz dirigiéndose hacia Brian Falmey y Laylah regresando al lugar en que se hallaba Harcourt Thornwell.

—Hola, Brian —dijo Fitz, displicente, acercándose por el flanco izquierdo del inglés, sin que éste pudiera observarlo.

Falmey se volvió y lo vio.

—Me sorprende que haya encontrado tiempo para alejarse de Dubai, teniendo como tiene tantos intereses allí —respondió.

—También tengo intereses aquí en Teherán —dijo Fitz.

Falmey paseó la mirada por la habitación y distinguió a Laylah, que en esos momentos conversaba con Thornwell.

—He observado que sus intereses aquí son compartidos al menos por otro caballero —dijo.

Fitz siguió la mirada de Falmey y vio que Thornwell hablaba intensamente a Laylah. Apartando los ojos de ambos, trató de no demostrar lo que sentía, al encararse de nuevo con el inglés.

—Uno no puede culparlo, ¿verdad? —señaló—. Y a propósito, Falmey, ayer asistí a un

majlis bastante importante y escuché algo relativo a las negociaciones que usted lleva a cabo aquí con el

sha.

—¿Negociaciones? —preguntó Falmey y en seguida, ásperamente—. ¿En qué

majlis estuvo?

—La verdad es que no importa demasiado si fue en el

majlis del jeque Rashid, en el

majlis del jeque Hamed, o en el

majlis del jeque Zayed o, ya que estamos, en el

majlis del jeque Jaled de Sharjah —dijo Fitz, lanzando una mirada penetrante hacia Brian Falmey—. El hecho es que se comenta que usted le ha dicho al

sha que los ingleses respaldarían una extensión unilateral de las aguas territoriales de la pequeña isla de Abu Musa, haciéndolas pasar de tres millas a doce millas.

Brian Falmey se mostró tan sorprendido como podía hacerlo un caballero inglés de la vieja escuela. Hizo varios intentos por iniciar una frase y finalmente dijo:

—No entiendo cómo nadie ha podido hacer semejante afirmación.

—¿Entonces no es cierto? —preguntó Fitz, mirando brevemente al embajador británico y sugiriendo—: Tal vez podríamos acercarnos a Su Excelencia y discutir este problema con él.

Falmey farfulló una sarta de incoherencias y, finalmente, se las compuso para decir:

—Todo eso son rumores. No comprendo cómo pudo usted enterarse de cosas relativas a esas discusiones en los Estados de la Tregua.

—Mire, Falmey, hay mucha gente involucrada en esto de la que usted ni siquiera está enterado. Si se planea llevar a efecto un convenio de este tipo, lo menos que usted puede hacer es ponernos a nosotros en antecedentes. ¿Qué le parece?

—No hay nada que decir.

—¿Acaso me está usted pidiendo que regrese a Dubai y le diga a Majid Jabir que los informes son incorrectos y que puede seguir adelante sin miedo y aconsejar diversas clases de inversiones para la concesión petrolífera que nos ha otorgado Kajmira?

Falmey miró fijamente a Fitz por unos instantes, con la mandíbula temblorosa. Fitz comprendía que había descubierto al agente británico con las manos en la masa. Algo tan importante como eso no podría ser decisión de Falmey. Tendría que provenir del Foreign Office del Gobierno británico y, en caso necesario, debería contar con el apoyo de la Armada inglesa. Falmey, simplemente, era una especie de camarero que llevaba, en su bandeja diplomática, las viandas que se urdían en la cocina internacional de la diplomacia y que contaba entre sus miembros a los más elevados representantes de la política exterior inglesa. Fitz no pudo resistir la tentación de asestar un nuevo golpe.

—Le diré a Majid Jabir que no hay ningún problema —anunció—. Le diré que puede seguir adelante en el desarrollo de ciertos intereses que mantiene en sociedad con el jeque Hamed.

Falmey pareció recobrar levemente su aplomo.

—Puede decirle a Majid Jabir lo que se le ocurra. Yo, por supuesto, no tengo ningún comentario que hacer respecto al rumor que usted acaba de repetirme.

Diciendo esas palabras, Falmey se volvió y se alejó de Fitz de la manera más deliberada posible.

Fitz comprendió que la fuente de información de Laylah estaba en lo cierto. El límite de tres millas se extendería hasta las doce millas y tanto el Gobierno británico como la Armada británica respaldarían dicha decisión. Fuera cual fuera el sufrimiento que le produjera este viaje, se decía Fitz a mi mismo, gracias a Dios había hecho este descubrimiento antes que fuera demasiado tarde y no se pudiera enmendar la situación. Se volvió hacia Laylah y Thornwell y se les acercó.

—Ha sido una fiesta muy interesante —dijo—. He visto a muchos viejos conocidos y me he enterado de algunos hechos nuevos. ¿Qué te parece si nos marchamos?

Cogido por sorpresa, Thornwell no supo, al parecer, qué decir.

Fitz cogió a Laylah por un brazo y se volvió brevemente hacia Thornwell:

—Hasta pronto, Thornwell. Dale recuerdos de mi parte a John Stakes cuando lo veas.

Thornwell asintió con la cabeza, indeciso. Por un momento pareció que iba a protestar, pero Laylah le hizo un leve movimiento de cabeza y partió en compañía de Fitz, abandonando la recepción de la Embajada. Una vez fuera de la sala de recepciones, Fitz miró a todas partes buscando al chófer conocido suyo.

—Encontraré a nuestro hombre y haré que nos lleve al «Hotel Darband». De entonces en adelante podremos movilizarnos en taxi.

Laylah permaneció extrañamente silenciosa durante los treinta y cinco minutos que duró el viaje desde la Embajada al hotel. Fitz sentía una especie de presentimiento. Le cogió una mano, a lo que la chica no se negó, aunque en ningún momento respondió al contacto de los dedos de Fitz en los suyos.

—Tenías toda la razón respecto al asunto de Abu Musa —dijo—. Fue una verdadera suerte que haya podido averiguar lo que se trama. No sé qué podré hacer al respecto, pero siempre es mejor saber a lo que te expones.

—Me alegro de haber podido serte útil.

Fitz no pudo pensar en ninguna respuesta adecuada y Laylah permaneció en silencio. No bien llegaron al hotel, Fitz condujo a la chica al salón comedor, donde fueron reconocidos de inmediato por el jefe de camareros. Como el hotel quedaba muy próximo al apartamento de Laylah, ambos acudían muy a menudo a comer allí. El jefe de camareros les hizo una leve reverencia antes de conducirlos a la mesa de costumbre, situada en un rincón.

—¿Lo de siempre para empezar, señorita?

Laylah sacudió negativamente la cabeza.

—Tomaré sólo un vaso de vino blanco, gracias —dijo.

El jefe de camareros miró a Fitz.

—Tráigame un martini muy seco —dijo Fitz.

Tenía el presentimiento de que necesitaría por lo menos un martini, sino dos, como cena, aquella noche. Las copas llegaron y ambos bebieron en silencio. Finalmente llegó un momento en que Fitz ya no pudo contenerse más.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué ha pasado con nosotros, Laylah? Nunca te habías comportado de esta forma. Dime qué es lo que está mal —terminó diciendo, lleno de ansiedad.

Laylah se volvió a medias hacia él.

—No hay nada mal, precisamente, Fitz. Lo que ocurre es que ahora las cosas son distintas.

—¿Qué quieres decir con eso de que son distintas?

Por un instante no hubo respuesta y, rompiendo el silencio, Fitz preguntó:

—¿Thornwell?

—Bien, Courty me visita a menudo y, por supuesto, tenemos muchas cosas en común.

—Mientras que entre nosotros no hay nada en común.

—Por supuesto que lo hay, Fitz. Lo hay de manera más verídica que entre Courty y yo. Lo que pasa es que Courty, en cierta forma, me hace volver a mis días de colegio. Tú, sin embargo, eres parte del mundo real, el mundo que más me interesa y fascina.

—¿Qué opinas del proyecto de Courty respecto a conseguir fondos árabes para asaltar la industria de las comunicaciones en los Estados Unidos?

—Creo que es una espléndida idea, y muy audaz, sin duda. Pero la verdad es que no creo que pueda llevarla a término. Por lo menos no creo que pueda hacerlo ahora. He tratado de ayudarlo y animarlo para que siga adelante. Le he presentado gente que está muy próxima al

sha. Por supuesto, los intereses del

sha están mucho más unidos al mundo árabe que a Israel.

—Y la Prensa norteamericana dijo que yo estaba involucrado en afirmaciones antisemíticas —dijo Fitz, riendo amargamente—. Bien, lo cierto es que Courty ha arrancado la hoja más importante del libro de Adolfo Hitler.

—Fitz, eso no es justo y lo sabes. Tú mismo estuviste metido en el asunto. El único motivo por el cual no te mantuviste con él fue que tenías que hacer ese viaje en el que mataste a todos esos indios.

—Hice volar tres barcos piratas, Laylah. Fue un acto de defensa propia.

Fitz tomó un prolongado trago de su martini. Se esforzó unos momentos en aplacarse, antes de proseguir con la conversación. Luego dijo:

—Te quiero, Laylah. Deseo casarme contigo. Sé que podría elevarme hasta convertirme en embajador de uno de esos países árabes, sí tú fueras mi esposa.

Cada vez que vienes aquí me propones matrimonio. Pero, Fitz, lo cierto es que eres un hombre casado, y no has hecho nada, absolutamente nada por divorciarte. Eso es lo que me tiene confundida.

Te dije que no bien pueda disponer de un mes de mi tiempo regresaré a Washington para solucionar todo lo relativo al divorcio.

Se hizo otro prolongado silencio. De nuevo Fitz bebió un sorbo largo de su martini, para fortalecerse. Laylah extendió una mano por encima de la mesa y la puso sobre la mano de Fitz. Al mero contacto de aquella mano, Fitz sintió un repentino temblor interno de excitación.

—Fitz —empezó diciendo Laylah, seria y a la vez casi rogando—, creo que lo mejor es que sigamos siendo amigos, simplemente, hasta que se aclare el panorama. Es posible que podamos volver adonde estábamos y a lo que éramos en el momento oportuno, que sin duda no es éste. Honestamente, Fitz, estoy muy confundida. Creo que sigo enamorada de ti pero, para serte sincera, disfruto enormemente con mi vida aquí en Teherán. Adoro el trabajo que hago en la Embajada, adoro las fiestas, los contactos, Adoro encontrarme en medio de todo lo que ocurre en la zona más excitante y trascendente del mundo de hoy en día. Y, para decírtelo francamente y con absoluta candidez, Fitz, también adoro verme con Courty Thornwell.

—¿Tienes alguna aventura con él? ¿Algún romance? —preguntó Fitz.

Sabía que no debía haber hecho esa pregunta, pero no pudo evitarlo.

Laylah lo miró por un instante y, en seguida, retiró su mano de encima de la de él.

Es posible que sea lo que se llama una mujer liberada. Pero nunca mantendría romances con dos hombres al mismo tiempo, por más que viera a mi hombre sólo una vez al mes, como ha sido mi caso últimamente.

—Lo siento, Laylah. No debí hacerte esa pregunta.

—No, no debiste.

Fitz alzó una mano, indicando al camarero jefe que les trajera otras dos copas y luego ambos permanecieron en absoluto silencio hasta que las copas llegaron. Laylah apenas había tomado la mitad de su primer vaso de vino pero no puso reparos al encargo. Fitz tomó un sorbo de su segundo martini. A esa altura se sentía más objetivo y menos emocional respecto a la situación planteada. Finalmente, rompiendo el largo período de quietud entre ambos, dijo:

—De acuerdo, Laylah. No importa lo que tenga entre manos ahora en Dubai. Nada es tan importante para mí como tú. Partiré hacia Washington la próxima semana. Allí me quedaré hasta que obtenga el divorcio. Y luego Intentaré que lo nuestro vuelva a empezar.

Habiéndose liberado de ese discurso, Fitz, repentinamente, se sentía muy decidido respecto a los pasos que tenía que dar en el futuro.

Laylah volvió a poner su mano sobre la mano de Fitz.

—Por tu propio bien y por el bien de ella, es algo que debes hacer.

—Lo que me impulsa a hacer esto precisamente ahora, abandonando el negocio del petróleo cuando necesita de la mayor atención, lo que me lleva a dejar el «Bar Ten Tola» exclusivamente en manos de Joe Ryan, la razón por la cual haré todo eso es para poder regresar y casarme contigo, Laylah.

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