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Cuarta parte » Capítulo LIII

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Fitz llegó temprano al «Metropolitan Club». Estaba ya cansado de matar el tiempo. Se hallaba en su patria —si es que Norteamérica era su patria— hacía ya más de tres semanas y durante todo ese tiempo sólo había tenido cinco días de actividad. Dependiendo aún, hasta cierto punto, del bastón, Fitz atravesó la salita en dirección al salón de cócteles, donde había quedado en encontrarse con Matt McConnell y Dick Healey a las cinco y media. Ahora eran las cinco y diez.

Sentóse en el salón a esperar. Extendió la pierna y pensó que le habría gustado colocarla sobre una silla. Sin embargo, la seriedad del club lo sobrecogía. Su complejo de inferioridad era insuperable.

Matt McConnell no tardaría en darle la respuesta a su petición, y, fuese cual fuese tal respuesta, Fitz había hecho los preparativos lo mejor posible. Hacía ya tres semanas que, eh casa de Hoving Smith, Fitz entregó a Cameron Davidson una espléndida maleta de cuero conteniendo cien mil dólares en billetes de a mil. La maleta se la había preparado el «First Commercial Bank» de Nueva York. El presidente estatal del partido republicano se había emocionado.

El encargado de la compañía financiera para las elecciones presidenciales absorbía dinero, a lo largo y ancho de la nación, «como si fuera una aspiradora», según expresión de Davidson, el cual le había prometido que se movería con celeridad. La nueva Federación de Emiratos Árabes se convertiría en nación independiente aquel mismo mes.

Laylah había llegado pocos días antes, pero Fitz se quedó en Washington en espera de la entrevista, aunque, eso sí, la llamaba todos los días por teléfono. Tenía la intención de visitarla, al igual que a sus padres, tan pronto como pudiera anunciarles que su nombre sería enviado al Senado para la confirmación. Mientras esperaba —tratando de no dar rienda suelta a la ansiedad—, Fitz repasó una vez más mentalmente las poderosas fuerzas con las que contaba. Lorenz Cannon se había puesto en contacto con varios senadores influyentes quienes lo recomendarían cerca del Departamento de Estado, para que se le concediera un cargo diplomático.

El único paso que lamentaba haber dado para tratar de asegurarse dicho cargo era el haber vendido el bar «Ten Tola». Un sindicato había pagado a Fitz doscientos cincuenta mil dólares, y Majid se había embolsado los restantes cincuenta mil, que hacían un precio total de trescientos mil.

Fitz sonrió al recordar, primero, el asombro y, luego, la satisfacción que había demostrado Jabir cuando le enseñó la ventana secreta y los transmisores receptores. Fue el último acto de Fitz antes de abandonar su casa y su restaurante para marchar hacia el aeropuerto. Majid le había dicho que, de haber sabido antes lo de los aparatos y la ventana secreta, podría haberle sacado cien mil dólares más al sindicato sólo por la información que podrían obtener con aquellos medios.

Un camarero acompañó a Bill Healey hasta la mesa.

—¿No ha llegado aún Matt? —preguntó Dick, mientras tomaba asiento y miraba su reloj—. Aún le quedan cinco minutos.

Los modales de Dick en cierta forma bruscos, alarmaron a Fitz. ¿Sería posible que supiera ya que había malas noticias?

Dick pidió un martini, e insistió en que Fitz tomara también algo. Al fin, pidió también un martini. Dick habló de la inminente paz en Vietnam, lo cual significaba dejar el camino expedito para que los comunistas se quedaran con todo.

—Y ahora, ¡que el resto del mundo se ponga en guardia! Los comunistas seguirán moviéndose en todas partes, principalmente en los Estados petrolíferos árabes.

Una vez más, Dick felicitó a Fitz por el éxito de la operación, que tan bien había llevado a cabo.

—Por mi parte, yo he cumplido todo lo acordado —dijo Fitz mirándose de cuando en cuando la pierna, que aún le dolía a ratos—. Veamos qué ha hecho Matt McConnell por la suya.

Al poco rato, Matt McConnell y otro hombre —cuya cara le resultaba conocida a Fitz— llegaron a la mesa y se sentaron.

—Buenas tardes, Fitz —dijo Matt, alegremente—. Supongo que recordarás a Phil Briscoe. Lo viste hace un año, en tu visita anterior. Es el encargado de los asuntos de Oriente Medio en el Departamento de Estado.

—Sí, por supuesto que lo recuerdo —respondió Fitz, estrechando la mano húmeda y fofa que el otro le extendía.

Sin duda era un buen síntoma, pensó Fitz. Aquel hombre sería una pieza importante en la elección de embajadores para los países árabes.

Durante unos instantes hablaron de cómo iban las cosas en el golfo de Arabia y, de pronto, Briscoe sacó a colación el negocio de la «Hemisphere Petroleum Company».

—Por desgracia, no pudimos hacer nada por ayudar a Lorenz Cannon. ¡Sabe Dios las horas que pasamos tratando de resolver la situación! Pero, no podíamos interferir las maniobras que los británicos realizaban por aquella época en el Golfo. Ahora, con los ingleses a punto de marcharse de allí, es posible que tengamos las manos un poco más libres para actuar.

—Tengo algunas ideas al respecto —arriesgó Fitz.

—Nos interesa oír todas las ideas —dijo Briscoe, y Fitz pensó que lo había hecho de forma más bien evasiva.

—Insistí en la necesidad de que Phil viniera a verte, porque quería que oyeras ciertas cosas de tu interés, de labios del jefe máximo del Departamento de Estado en esa área —dijo Matt en un tono indiferente y preciso, en el momento en que traían las copas que habían pedido.

Fitz tuvo el presentimiento de que se acercaba un desastre.

Matt se volvió hacia Briscoe, cuya mirada fija y húmeda no parecía fijarse en ninguna parte. Evidentemente, aquel burócrata pertenecía a esa clase de personas a las que les molesta que se ejerzan presiones sobre ellas. Por otra parte, era obvio que se hallaba allí por fuerza, sin duda cumpliendo órdenes de sus superiores.

—Bien, Phil —dijo Matt—, como sabes, hay muchas personas tanto políticos como diplomáticos, interesados en que Fitz Lodd sea nombrado embajador en ese nuevo país del Golfo. Asimismo, no ignoras que dos de los monarcas locales desean que Fitz sea destinado a ese cargo. Ya has leído las dos cartas.

—Al parecer, ha causado usted muy buena impresión a Rashid y a Zayed —admitió Briscoe.

—También es muy importante que la CIA considere como se merecen la capacidad y las condiciones de

Mr. Lodd, y, personalmente, yo he discutido este aspecto con el secretario, quien me ha asegurado que se procurará llegar a tal nombramiento.

—El Secretario me ha hablado de eso —afirmó Briscoe, sin comprometerse.

—Cuando discutimos por primera vez el asunto, Phil, me indicaste que no parecería adecuado para un embajador ser el propietario de un bar en el país ante el cual había de representar a su patria. Pues bien, tal como te he informado,

Mr. Lodd ha vendido el negocio. Y puedo añadir que gracias a la existencia del «Ten Tola», pudimos obtener informes que nos permitieron alcanzar ciertos objetivos prioritarios en el golfo de Arabia.

—Sí, ya he oído algo al respecto —respondió Briscoe, cuyo tono de voz permitía deducir que no le había gustado en absoluto lo que había oído.

—Aún hay algo más. El donativo que ha hecho

Mr. Lodd para la campaña presidencial es más que generoso. Me parece que

Mr. Stans se ha referido a este aspecto de la cuestión.

Briscoe asintió, y, al hacerlo, las comisuras de la boca se proyectaron hacia abajo; pero no hizo comentario alguno.

—En consecuencia, creo que Fitz Lodd es el hombre ideal para el cargo. Bueno, ahora nos gustaría que nos dijeras lo que piensas al respecto, Phil…

Fitz sabía ya con absoluta certeza que Matt McConnell estaba al corriente de todo y sabía perfectamente qué iba a decir Briscoe. A Fitz se le hacía cada vez más difícil disimular la depresión que lo iba dominando paulatinamente.

—En primer lugar,

Mr. Lodd, esperamos, casi aseguramos, que se producirá, por lo menos, una guerra árabe-israelí en los próximos tres o cuatro años. Quizá dos guerras. Tememos que, para antes de fines de 1975, podamos encontrarnos en el momento culminante de la confrontación y tal vez nos veamos, para entonces, al borde de una nueva guerra mundial.

—Es posible que lo que usted dice sea verdad,

Mr. Briscoe, pero los Estados árabes del Golfo no están interesados en una guerra con Israel. Están interesados, pura y exclusivamente, en el comercio, y han tratado de mantenerse lo más alejados posible de los Estados involucrados de lleno en la confrontación, descontando, claro, los envíos de dinero en favor de la causa palestina.

—Hay que considerar los Estados árabes como un todo,

Mr. Lodd —dijo Briscoe, con un tono de voz severo, como si estuviera lidiando con un retrasado mental—. En todo caso, el Consejo Nacional de Seguridad ha elaborado ciertas decisiones referentes al Oriente Medio. Prevemos amplios tumultos y alborotos, y no sabemos aún cómo vamos a hacerles frente. Por lo tanto, hemos decidido que, por el momento, no conviene enviar un embajador a la nueva Federación Árabe ni tampoco a Omán. Seguiremos manteniendo el consulado que tenemos actualmente en Abu Dhabi y estamos considerando la posibilidad de abrir un consulado en Omán. Y de una cosa estoy seguro,

Mr. Lodd, no haremos nunca una designación política, de reparto de cargos, a ninguno de los estados árabes.

—Usted no puede considerar que yo vaya incluido en el reparto de cargos —objetó agudamente Fitz—. He sido agregado a las Embajadas en Vietnam, en Jordania y en Irán.

—Tampoco podemos considerarlo un diplomático de carrera perteneciente al Departamento de Estado —respondió Briscoe—. Si ha habido algún momento en la historia en que el Departamento de Estado necesitara tener diplomáticos de carrera disciplinados —Briscoe recalcó la palabra— en el Oriente Medio, ese momento es hoy.

—Imaginación y mucha experiencia en tratar con los árabes es lo que ustedes necesitan. Y eso es lo que yo les ofrezco.

—Lo siento,

Mr. Lodd —dijo Briscoe: su voz sonaba triunfal—. Pero lo que acabo de decirle es la decisión que se ha tomado, en conjunto, entre el Consejo de Seguridad Nacional y los expertos en cuestiones del Oriente Medio.

—¿No crees, a tenor de la experiencia demostrable de

Mr. Lodd y de los recientes servicios que nos ha prestado, que exista la posibilidad de que su caso sea reconsiderado? —preguntó McConnell, con cierta amargura reflejada en el semblante—. Indudablemente, no tenéis a nadie en el Departamento que sea tan experimentado como Lodd, al menos en lo que se refiere al golfo de Arabia.

Los labios de Briscoe se comprimieron, sus ojos miraban fijamente a través de sus brillantes lentes.

—Me gustaría poder darle a

Mr. Lodd alguna esperanza, para el futuro, pero creo que si lo hiciera no le estaría haciendo un favor, sino todo lo contrario.

—Considerando que usted ya me ha obligado a desprenderme de mi negocio, no veo qué peor favor es el que podría hacerme —respondió Fitz.

Briscoe se encogió de hombros y dirigió a Fitz una suave mirada.

—No veo de qué forma puede usted echarme las culpas, si fue usted el que se desentendió de sus intereses en el bar «Ten Tola».

Fitz se sentía demasiado frustrado y desilusionado como para tomarse siquiera el trabajo de responder.

Matt sonrió tristemente y dijo:

—Todos hicimos lo más que pudimos, Fitz. La verdad sea dicha: hoy de mañana llamé a Hoving Smith para comunicarle mis oscuras previsiones sobre los resultados de esta entrevista.

Dick Healey seguía sentado, sombrío y en silencio, sin apartar los ojos de su copa. Sólo Briscoe, a su manera avinagrada, parecía estar disfrutando de lo ocurrido.

—Ahora escucha, Fitz —siguió diciendo Matt—, sé que algo puede hacerse todavía, hablando directamente con el secretario de Estado —en ese momento miró fijo a Briscoe—, al menos una muestra de aprecio por todo lo que has hecho por nosotros. Eso sí que puedes conseguirlo. Le pedí a Hoving que llamara a Cameron Davidson para que de esta manera ejerciera un poco más de presión.

—Matt, si ya no me necesitan prefiero marcharme. Tengo una reunión en el Departamento —suplicó Briscoe.

—Por supuesto, Phil. Vete cuando quieras.

El hombre del Departamento de Estado se puso de pie.

—Ha sido muy agradable volver a verlo,

Mr. Lodd. Lamento no haber podido hacer nada por usted.

Ninguno de los otros tres ofreció su mano y Briscoe se alejó.

—¡Cristo! —murmuró Fitz—. Si ése es nuestro encargado del Departamento del Oriente Medio, os aseguro que los árabes estaban mucho mejor bajo el control británico. ¿Los árabes van a tener que entrevistarse con ese sujeto?

—Eso temo —dijo McConnell, suspirando—. Lamento que las cosas se hayan resuelto de esta forma, Fitz. Lo que me sorprende es que tus contactos políticos te hayan traicionado, aceptando tu contribución y después desentendiéndose.

—Si yo fuera un candidato nombrado a dedo, lo podría entender —dijo Fitz, vaciando su vaso—. Bien, será mejor que empiece a ordenar de nuevo mi vida.

Envaradamente, Fitz se puso en pie, sosteniéndose en el respaldo de la silla hasta alcanzar el bastón.

—Gracias por el trago, Matt —dijo—. Sé que hiciste todo lo que estaba a tu alcance.

—Como te dije, Fitz, convendría que habláramos de nuevo a ver qué puede darte a cambio el Departamento de Estado —dijo Matt.

—El problema es que no hay nada más que yo pueda hacer por el Departamento.

—¿Vienes a cenar a casa esta noche, Fitz? —preguntó Dick—. Jenna dijo que prepararía algo especial para ti.

Fitz sacudió la cabeza.

—Esta noche, no. Tengo muchísimas cosas que hacer. Será preferible que me llames mañana, a ver si quedamos en algo. También podrías decirle a Abe Ferutti lo que ha pasado. Estuvo a verme en un par de ocasiones cuando yo estaba inmóvil en casa. Se mostró muy interesado por saber cómo terminaría todo.

—Seguro, Fitz —dijo Dick.

Fitz atravesó cojeando el salón, apoyando su bastón en el piso de mármol. Al salir se encontró con un atardecer otoñal de Washington. Llamó un taxi y se hizo conducir al hotel «Twin Marriott Bridge».

Ahora no habría forma de pedirle a Laylah que se casara con él. ¿Qué podría ofrecerle actualmente? Nada. Era un hombre bastante maduro, un poco inválido, muy deprimido y con previsiones más bien sombrías de cara al futuro.

En el hotel, ni siquiera se molestó por averiguar si había mensajes para él. «Ya me han dado el mensaje definitivo, acaban de dármelo», pensó. Subió a su habitación, entró y se sentó en una silla, colocando la pierna lesionada sobre la cama. Ni siquiera tenía ganas de beber una copa. Trató de pensar en lo que haría de ahora en adelante. Los cien mil dólares de contribución para la campaña presidencial y los ciento cincuenta mil dólares que había agregado al fondo para su hijo Bill lo habían dejado con muy escasos medios.

Llamaron a la puerta, y Fitz alzó la vista, sorprendido. No esperaba a nadie. Tal vez era Dick Healey que se sentía apenado por él y, probablemente, un poco culpable. Pero Fitz no quería expresiones de simpatía, quería que lo dejaran solo. A desgana se irguió y, apoyándose en el bastón, se dirigió a la puerta. Lo que tenía que hacer era decirle a Dick que tal vez mañana tuvieran ocasión de verse. Hoy, esta noche, no estaba en condiciones de hablar con nadie.

Abriendo la puerta, Fitz empezó a decir:

—Mira, chico, lo siento, pero esta noche…

Repentinamente dejó de hablar. No era Dick Healey.

—¡Laylah! —susurró.

Miró fijamente a la chica, preguntándose si acaso la desesperación, la fatiga y el horrible dolor de su pierna le causaban alucinaciones.

—¿No compruebas los mensajes, querido? Te dejé una nota diciendo que

Miss Smith te esperaba en el salón.

Era Laylah, sí, en carne y hueso. Fitz abrió la puerta un poco más y regresó al interior de la habitación, olvidándose de su pierna. Laylah también penetró en el dormitorio y cerró la puerta tras ella, al tiempo que miraba a su alrededor.

—Bien, lo mejor es que empecemos a instalarnos. ¿Te acuerdas de Bandar Abbas?

—No me permito recordar muy a menudo —dijo Fitz.

Estaban de pie, muy cerca el uno del otro y, de repente, con los brazos abiertos, Laylah se arrojó hacia Fitz.

—¡Oh!, Fitz, debí venir a verte no bien llegué a Radnor, pero hacía mucho mucho tiempo que no veía ni a mi madre ni a mi padre. Por otra parte, siempre pensaba que algún día aparecerías por allí.

—No lo conseguí —dijo Fitz, amargamente.

—Espléndido, querido.

—Quiero decir que no me van a nombrar embajador ni nada por el estilo.

—Lo sé. ¿Y te parece que eso es el fin del mundo? Para nosotros, debería ser el principio.

—No sé qué voy a hacer, Laylah —dijo Fitz.

Dio un paso hacia atrás, apartándose de la chica y mirándola de lleno a los ojos.

—Entre la contribución para la campaña presidencial y el dinero que he puesto a nombre de Bill, no es mucho lo que me queda —dijo—. Ni siquiera tengo el bar «Ten Tola» y no sé qué voy a hacer en el futuro.

—Muy bien —dijo Laylah, alegremente—. Entonces nadie podrá decir que me he casado contigo por tu prestigio o por tu dinero. Y, a estas alturas, tampoco será porque me duela todavía que Courty me haya rechazado. Es simplemente porque te amo, Fitz. Quiero ser parte de tu vida. Y sabes que puedes hacer cualquier cosa que te propongas. Nosotros, trabajando juntos, podremos hacerlo todo.

Fitz la miró fijamente, un poco azorado.

—¿Todavía me quieres?

—Te amo, Fitz. ¿No puedes comprenderlo? Es mejor que haya ocurrido de este modo antes de nuestro matrimonio.

—No puedo creerlo —murmuró Fitz, maravillado.

Pero sí lo creía. Laylah lo amaba, de veras. Tal vez ahora desapareciera esa horrible sensación de inferioridad. Laylah lo amaba.

—¿Por qué no me dices algo bonito y después me besas, Fitz?

Repentinamente la desesperación y el desengaño se disiparon y en su lugar se instaló una brillante incandescencia de alegría.

—Laylah, te amo. Te he amado desde el primer momento en que te vi, cuando entraste por primera vez a mi despacho en la Embajada en Teherán. Es posible que antes te haya hecho esta misma pregunta, pero ¿cuándo te casas conmigo?

—Mamá ya lo está planificando todo, la verdad sea dicha. Simplemente espera que yo la llame para confirmarle la noticia. Cuando escuchamos esta tarde lo que te iban a decir, salí corriendo a la estación de Broad Street y cogí el tren para Washington.

Fitz cogió a la chica en sus brazos, dejando caer el bastón, sin pensar para nada en su pierna lesionada, que milagrosamente le había dejado de doler y molestar, la besó largamente.

Por último, la chica se apartó un poco y dijo:

—Fitz, querido, deja que llame a mi madre. Ella se encargará de darle la noticia a papá. ¿Te parece que un mes será esperar demasiado tiempo? Ellos se encargarán de distribuir las invitaciones; lo harán. A mí no me interesa, pero soy su única hija y no puedo privarlos de que organicen una gran fiesta y todo eso. Después regresaremos juntos al Golfo a rehacer nuestras vidas y a hacer fortuna. Sé que es allí donde está realmente tu corazón.

—Mi corazón estaría en cualquier parte donde estuvieras tú, Laylah, pero sí, creo que la ensenada es lo que más quiero, a donde iremos.

—Pues sí, a la ensenada. Y, mientras tanto, no te preocupes. No vamos a permitir que unos convencionalismos anticuados nos roben nuestras noches, todas las que podamos pasar juntos.

Laylah se sentó en la cama.

—Deja que me ponga en contacto con mamá. Luego empezaremos, y pasaremos juntos el resto de nuestras vidas.

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