Dubai

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Tercera parte » Capítulo XXXVI

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A las ocho y media, Fitz llegaba al piso cuya dirección le había dado Abdul. Al llamar a la puerta, Fitz esperaba encontrarse con los ejercicios orgiásticos acostumbrados en las fiestas de aquel tipo. Sin embargo, abrió la puerta un sirviente árabe vestido a la usanza tradicional, con la

dish dasha y la

kuffiyah. El sirviente lo condujo hasta una amplia sala de estar, cuyos ventanales daban al Támesis. Estos apartamentos de la ribera, situados en Chelsea, figuraban, según recordaba Fitz, entre los más caros de Londres. Sin duda, a Abdul le iba muy bien su oficina de Asuntos Petrolíferos del Golfo.

Sentados en sillas distribuidas sobre un pavimento ricamente alfombrado, se encontraban cinco jóvenes árabes —Fitz calculó que sus edades oscilarían entre los veinticinco y los treinta años—, además de Abdul, el dueño de casa. Todos vestían a la usanza occidental: camisa sin corbata, pantalones de sarga y livianas chaquetas deportivas. Bebían café y conversaban animadamente. Abdul presentó a Fitz a los cinco jóvenes saudíes y después lo invitó a sentarse. Fitz aceptó la taza de café que le ofrecieron.

—Fitz —dijo Abdul—, estábamos hablando de los dos temas preferidos de los árabes: el petróleo y la guerra.

Los jóvenes saudíes preferían expresarse en inglés, en vez de hacerlo en su lengua materna. Durante media hora, Fitz habló con ellos, primero, sobre la situación en que se encontraba la producción petrolífera en la zona del Golfo, y después, sobre la inevitable guerra con Israel. Aunque todos eran abierta y casi fervientemente proamericanos, aquellos jóvenes —típicos representantes de la nueva generación de árabes preparados en los Estados Unidos— se mostraban también agresivamente nacionalistas. Al hablar de la compañía petrolífera árabe-americana, señalaron, con deleite, que esperaban que en un plazo de cinco años la sílaba «am» desapareciera de la sigla Aramco (Arabian-American Company), por la que era conocida la compañía petrolífera árabe-americana. Fitz señaló que ya existía una compañía petrolífera llamada Arco. Los árabes dijeron estar enterados y señalaron que a su compañía se la conocería como Saudico. Fitz, desalentado, miró brevemente a Abdul. Luego preguntó a los árabes:

—¿Creen que podrán quitarse de encima a todos los norteamericanos que hay en Arabia Saudita?

—Desde luego que no —dijeron los árabes, a coro.

Y uno de ellos agregó:

—Queremos que los norteamericanos sigan allí. Los necesitamos. Siempre los necesitaremos. Pero ha llegado el momento de que trabajen para nosotros, o sea, que sirvan los intereses de los árabes, y no simplemente los suyos. Los norteamericanos que trabajen para Saudico o para cualquier otra empresa árabe, en cualquier otro campo, serán los norteamericanos mejor pagados del mundo. Pero, del mismo modo que a ustedes, los norteamericanos, no les gustaría que nosotros los árabes nos adueñáramos de sus Bancos y de sus empresas de automóviles, a nosotros no parece perfectamente lógico que las Compañías petrolíferas pertenezcan al país donde se produce el petróleo.

Abdul se puso de pie, dirigiéndose hacia un aparador y abriendo una puerta.

—¿Alguno de vosotros prefiere cambiar a

whisky? —preguntó.

Todos dejaron en seguida las tazas y los platos en la mesa más próxima. Al parecer, los árabes habían aprendido muchas cosas en Estados Unidos, además de tecnología. Todos se pusieron de pie y se acercaron al aparador. El sirviente de Abdul trajo un gran cubo con hielo y vasos y, al poco rato, todos los asistentes tenían una copa en la mano.

Los jóvenes saudíes no tardaron en mostrarse más desenfadados gracias al alcohol, Fitz les dijo entonces que él, como norteamericano, no pondría ningún reparo a que los árabes nacionalizaran su propia producción petrolífera, pero que lo menos que podían hacer, una vez las compañías norteamericanas traspasaran todos sus intereses a manos árabes, era garantizar que no se producirían más embargos como el intentado después de la Guerra de los Seis Días, ni contra Estados Unidos, ni contra ningún otro país industrializado.

Uno de aquellos jóvenes, Jamiel, se mostró tajante en lo relativo a los embargos:

—Decretaremos embargos contra los Estados Unidos y contra cualquier otro país que apoye a Israel —afirmó.

—Los Estados Unidos ayudan a la Arabia Saudita y a otros países árabes tanto o más de lo que ayudan a Israel —manifestó Fitz.

—Mientras Palestina no sea devuelta a los palestinos, ninguna nación árabe podrá admitir tal estado de cosas en el Oriente Medio —afirmó Jamiel.

Y, tras esta afirmación, liquidó el

whisky que tenía en el vaso y se acercó al aparador en busca de otro.

Dirigiéndose a los árabes, Abdul Hummard dijo:

—Soy palestino, y para mí, una condición fundamental es la de que Palestina sea devuelta a sus legítimos propietarios. De todos modos, creo que los embargos petrolíferos no benefician a nadie, ni siquiera a los palestinos. Se trata, simplemente, de una forma como otra cualquiera de dar rienda suelta a las emociones. Si ayudara en algo, apoyaría con todas mis fuerzas ese tipo de medidas. Pero lo único que se gana con un embargo petrolífero es perjudicar los negocios internacionales.

Otro de los jóvenes se puso de pie y se acercó al aparador. Abdul aprovechó la ocasión para alegrar un poco la fiesta.

—Amigos —dijo—, ¿habéis terminado ya con la política y los negocios? Porque las chicas no tardarán mucho en llegar.

Con sus inhibiciones disolviéndose poco a poco en el alcohol, los jóvenes árabes empezaron a hablar más abiertamente, con Fitz, mientras esperaban la llegada de las chicas. Los jóvenes tecnócratas estaban de acuerdo en que un embargo no servía para nada y que no beneficiaría a nadie. Todos se mostraron de acuerdo en un punto: Los norteamericanos y los ingleses eran responsables de haber desvirtuado y hecho ineficaz el embargo después de la Guerra de los Seis Días. Los árabes no contaban con la capacidad técnica necesaria como para impedir que el petróleo fuera cargado en buques-cisterna que se dirigían a países incluidos en la lista de los embargados. Sin embargo, los árabes sabían ahora lo que era preciso hacer para terminar con eso.

—Una cosa más, antes que lleguen las chicas, amigos —dijo Abdul—. Yo no sólo soy árabe, sino también palestino. Son las tierras de mi pueblo las que nos han sido arrebatadas, y sé que llegará el día en que Palestina será devuelta a sus legítimos moradores. Sea como fuere, cuando estalle la próxima guerra árabe-israelí y se decrete el consiguiente embargo, quiero que todos os acordéis de Abdul Hummard. Si os voy a ver para deciros que tal buque petrolero y tal otro deben ser cargados sin hacer preguntas sobre su destino, cuando llegue esa ocasión, repito, debéis ayudarme. Porque yo, a mi modo, trabajo porque Palestina le sea devuelta a mi pueblo, igual que vosotros trabajáis a vuestro modo. Por tanto, ahora que habéis recibido también educación norteamericana, y tenéis obligaciones en Arabia Saudita, no dejéis que las emociones se interfieran en los negocios. Sólo con habilidad y destreza en los negocios conseguiremos que Palestina nos sea devuelta.

Los jóvenes árabes escucharon atentamente a Abdul Hamed y movieron la cabeza en señal de afirmación. Jamiel, que parecía ser el mayor de los cinco y, además, el líder, declaró:

—Confiaremos en tu juicio cuando se decrete un nuevo embargo. Naturalmente, los Estados Unidos serán el blanco de nuestro boicot.

En aquel momento sonó el timbre de la puerta.

Dos chicas rubias entraron acompañadas por Abdul. Una era una alemana llamada Heidi, y la otra, una holandesa llamada Christa. A los pocos instantes, los árabes porfiaban entre sí ofreciendo bebidas a las chicas. Poco tiempo después llegó otra chica, de pelo castaño. Fitz vio que llevaba una cámara fotográfica colgada de un hombro. Abdul se la cogió y la dejó en el recibidor antes de hacer pasar a la Chica y presentarla a los árabes. Era inglesa, y se llamaba Lynn. Era joven y hermosa, y, aunque los árabes prefieren a las rubias, se mostraron también encantados con Lynn. Tenía bucles largos y espesos y ojos de color violeta. Vestía un traje negro muy ajustado, con un amplio escote, que dejaba al descubierto gran parte de los senos. Fitz se sintió turbado al mirar a Lynn y comprobar que se parecía mucho a Laylah.

Veinte minutos después habían llegado otras cuatro chicas, y los árabes organizaron su última y pequeña orgía antes de regresar a su patria, en la que el sexo era materia prohibida para los árabes solteros, fueran hombres o mujeres. Fitz llevó a Abdul al recibidor y le preguntó:

—Esas chicas, ¿son prostitutas o qué?

—No exactamente. Son chicas de compañía, ¿entiendes? Yo he tenido oportunidad de hacerles algunos favores, conseguirles viajes de fin de semana y cosas de ésas. A todas les encanta asistir a una fiesta en Beirut o El Cairo, o en el Caribe, o donde sea. Por supuesto que prefieren la Riviera francesa. Por ejemplo, uno de mis jeques lleva a Cannes a una chica para pasar con ella un largo fin de semana, y la chica, al regresar, tendrá varios miles de dólares más que cuando se marchó, así como profusión de joyas caras. Esta noche, las chicas se harán cargo de los muchachos, y, mañana, yo me encargaré personalmente de que se las recompense de una manera u otra. Ellas lo saben.

—Y, ¿qué me dices de esa trigueña? ¡Cómo está! Tiene algo que la diferencia de las demás.

Fitz miraba fijamente a la muchacha.

—¡Ah, sí, Lynn! Desde luego, es diferente. No es una chica de compañía cualquiera. Bueno, ni siquiera es una chica de compañía. Es una espléndida fotógrafa profesional, especializada en fotografías eróticas. Verás, me interesa tener fotos de esta fiesta. Uno nunca sabe si algún día tales fotos podrán ser de alguna utilidad. Estos cinco jóvenes especímenes de la futura Arabia Saudí tal vez prefieran una «acción colectiva», antes que llevarse cada uno a una chica. Al parecer, el sexo en grupo es una tradición árabe. Lo más probable es que todos posean a todas las chicas antes de que terminen los numeritos. Ahora bien, si un hombre sacara fotos, acabaría con la fiesta. Pero si la que toma las fotos es una chica, por ejemplo, utilizando una «Polaroid», y entrega de inmediato las instantáneas a sus protagonistas, mis amigos árabes no pondrán objeciones. Es más, lo aceptarán deportivamente e incluso les divertirá. Siempre y cuando se les entreguen todas las fotos, una a una.

—Pero ¿por qué molestarse en sacar fotografías? —preguntó Fitz.

—Bueno, es que Lynn ha desarrollado una técnica única. Una pequeña cámara, que parece ser sólo la lente de la «Polaroid», saca una segunda foto simultáneamente.

—Una técnica única, sí, señor —advirtió Fitz.

—Sí. Por ejemplo, se decreta el próximo embargo y mis amigos olvidan la promesa que me han hecho. Entonces, yo estaré en condiciones de hacerles recordar vívidamente esta fiesta. Por mucho que les gusten las orgías, todos los árabes, incluso estos jóvenes americanizados, son muy pudorosos en cuanto a la publicidad. Una foto de cualquiera de ellos bebiendo y jugueteando con una rubia echaría por tierra su carrera, por más que todos estén emparentados de una forma u otra con el propio rey Faisal. De hecho, Jamiel es hijo del hermano de Faisal, Saud, el que fue rey.

—¿Así que Lynn es tan sólo una honesta profesional y no una chica de compañía, de las de amor a cambio de dinero? —preguntó Fitz.

En cierta forma se sentía aliviado, incluso feliz, ante esa circunstancia. Lynn era la única chica presente en la fiesta por la que Fitz se sentía atraído. Fitz comprendía que esa atracción era consecuencia del parecido existente entre Lynn y Laylah. Pero, además, Lynn era una mujer que, por sus propios medios, habría conseguido hacer que el pulso de Fitz latiera más velozmente, en cualquier circunstancia.

Fitz se deslizó junto a la chica.

—Me parece que, básicamente, los dos somos observadores. ¿Cuándo vas a empezar a tomar esas fotos?

—¿Abdul te ha hablado de mi misión?

La chica parecía sorprendida. Fitz asintió con la cabeza y sonrió.

—Bien —dijo Lynn—. Espero conseguir un grupo de fotos demoledoras con este pequeño cacharro.

—La verdad es que estoy ansioso por observar tu técnica. Por fortuna, la mayoría de los árabes no están acostumbrados a beber, así que lo más probable es que ni se enteren de lo que pasa a su alrededor.

Al tiempo que los árabes se ponían más melosos y más agresivos desde el punto de vista sexual, las rubias se preparaban para lo inevitable y no hacían ningún intento por rechazar los avances de los jóvenes.

De pronto Jamiel metió una mano bajo el vestido de su rubia, y enlazando los dedos en el elástico, le bajó las bragas que cayeron al suelo. La chica se apartó de las bragas, las cogió y se las puso en la cabeza a Jamiel.

—Yah —gritó.

Los otros cuatro árabes miraron a Jamiel y estallaron en estruendosas carcajadas. En ese momento hubo un destello: era Lynn, que había tomado la primera fotografía de la noche. Lo que en esos momentos podría interpretarse como una escena muy graciosa, en los núcleos árabes más conservadores sería indudablemente interpretado como una grave falta de respeto para con las tradicionales vestiduras árabes. Por un instante, los cinco muchachos árabes permanecieron mudos, en estado de perplejidad, para volverse de inmediato hacia Lynn.

—Pensé que os gustaría guardar un recuerdo de esta ocasión, chicos —dijo Lynn—. En seguida os entregaré la foto.

Los árabes vieron que se trataba de una cámara «Polaroid» y entonces rieron, relajados y tranquilos. Todos conocían perfectamente las cámaras «Polaroid» y sabían que la foto que saliera sería un original sin negativo que pudiera reproducirse más adelante. También sabían que no se olvidarían de recoger ninguna de las fotos que les tomaran.

Sesenta segundos más tarde, Lynn extrajo la foto en colores por la parte trasera de la cámara «Polaroid», y se la entregó a Jamiel. Jamiel todavía llevaba las bragas de Christa en la cabeza y, al ver la foto, irrumpió en fuertes carcajadas. Luego la pasó a los demás, y todos los árabes rieron estruendosamente.

Abdul, en voz muy baja, hablando al oído de Fitz, dijo:

—Ahora o te unes a la fiesta o te vas para la otra habitación. No quiero que los chicos se sientan inhibidos.

Fitz asintió con la cabeza y salió al saloncito, donde los árabes no podrían ver a aquel norteamericano, que seguía completamente vestido.

Imitando a Jamiel, que evidentemente era quien llevaba la voz cantante, los otros árabes liberaron a sus chicas de las bragas y todos se las pusieron a modo de

kuffiyah. Lynn seguía sacando sus fotos con la «Polaroid» y entregándoselas a los árabes, que las miraban riendo y luego las destruían minuciosamente.

La fiesta seguía adelante y los participantes empezaban a quitarse los pantalones y las camisas, las chicas a sacarse los vestidos por encima de la cabeza. La champaña se consumía en grandes cantidades y la orgía comenzaba. De todos modos, a pesar de la lubrificación alcohólica sobre las pasiones árabes desatadas, uno de los cinco sauditas, como por mutua determinación, siempre estaba observando fijamente a Lynn, siguiéndole todos sus movimientos. Cada vez que el

flash disparaba, un árabe se materializaba a un lado de la chica para hacerse con la foto. Jamiel fue fotografiado en una pose de lo más interesante.

Jamiel no abandonaba la botella de champaña. Al poco rato, había despachado a Christa. El incidente, sin embargo, quedó bien registrado en la cámara «Polaroid» al igual que en la pequeña cámara en miniatura que Lynn había perfeccionado. Y la fiesta continuaba. Las chicas reían y tonteaban, mientras eran asaltadas de las formas más variadas por los cinco jóvenes árabes.

Las botellas se vaciaban a gran velocidad y los destellos del

flash de Lynn proseguían incansables, siempre con un árabe alerta dispuesto a recibir la foto no bien saliera de la cámara, mostrándola después a los demás para que rieran y, al final, destruyéndola.

Abdul, con una camisa abierta y pantalones holgados, abandonó por un instante a la rubia con la que jugueteaba y salió al

foyer, donde Fitz bebía y observaba.

—Bonita fiesta, Abdul —dijo Fitz, riendo—. Tu piso debe de quedar hecho un asco después de una de estas orgías.

Abdul rió también.

—Tanto da. Éste es mi piso para fiestas. Mi propio piso queda encima de éste.

Cuando Lynn salió al saloncito para recargar la cámara, con el vestido ya a medias colgando, Fitz susurró:

—¿No crees que ya has tomado las suficientes fotos?

—Supongo que sí. No se me ha pasado ninguno. Los he sacado a los cinco en posturas comprometidas.

—¿Y no te excitan de algún modo las escenas como ésta?

—Si no fueran árabes, es posible que sí. Lo que pasa es que soy judía.

Fitz pensó en lo que la chica acababa de decirle, y en seguida le dijo:

—Si ya has sacado suficientes fotos, ¿qué te parece si nos marchamos juntos a algún otro lugar? Creo que a los dos nos vendría bien un trago. Tal vez en mi propio hotel, el «Westbury».

—Es una buena idea, Fitz. Quiero decir, lo de marcharnos de aquí. Respecto a la habitación de tu hotel no sé, no estoy tan segura.

—No me refería a mi pieza, sino al bar del hotel.

Lynn sonrió y asintió moviendo la cabeza.

—De acuerdo. Para serte franca, no me agradan en absoluto las escenas orgiásticas, pero me pagan muy bien por sacar estas fotos y por hacer toda esta representación fotográfica. Vamos, entonces.

Lynn hizo lo posible por acomodarse el vestido, dándole al menos cierta apariencia de orden.

Abdul ya llevaba a su rubia hacia el dormitorio, cuando se percató de que Fitz y Lynn se marchaban.

—¿Ya os vais? —preguntó.

—Sí —respondió Fitz—. Mañana por la mañana te llamaré a tu oficina. ¿A qué hora es la cita?

—A las once y media de la mañana. En el Foreign Office. Pasa por mi despacho a las once. Tal vez tú y Lynn quieran ir juntos.

Abdul rió burlón y empujó a su rubia hacia el dormitorio, cerrando después la puerta.

Fitz marchó junto a Lynn hasta la puerta de entrada del piso. Cerró la puerta tras él después de hacer pasar a la muchacha y, volviéndose hacia ella, le preguntó:

—¿Quieres que te lleve la cámara?

Lynn sacudió negativamente la cabeza.

—No, me sentiría perdida si no la tengo conmigo. Me parecería que me faltaba algo.

Bajaron por las escaleras y salieron al muelle.

—Fitz —dijo Lynn, cogiendo a Fitz por un brazo—. No puedo ir así a un sitio elegante como el «Westbury». Lo que llevo puesto sólo es adecuado a la clase de fiesta en la que estuvimos. ¿No tienes inconveniente en que pasemos un momento por mi piso, a fin de que me cambie de ropa?

—Por supuesto que no.

Fitz detuvo un taxi, ayudó a Lynn a subir y la chica le dio al conductor la dirección de su piso.

El piso de Lynn era un amplio estudio con dormitorio adjunto. Evidentemente, el estudio era el de un fotógrafo profesional y muy activo. Había una cámara fotográfica enfrente de una pantalla blanca, en un rincón del estudio. Fitz miró a su alrededor, con ojos aprobadores.

—Se ve que trabajas duro, Lynn, ¿no te parece?

—Sí, trabajo mucho, por cierto. Me encanta mi trabajo.

Lynn hizo una prolongada pausa antes de proseguir:

—Excepto cuando tengo encargos como el de esta noche. Pero sólo de esa forma puedo ganar el suficiente dinero como para experimentar en la clase de fotografía que más me interesa y que, además, significa mucho para mí. Me encanta fotografiar paisajes, sacar escenas callejeras ciudadanas. Disfruto enormemente preservando instantes de vida que observo y también me gustan los encargos para tomar retratos —dijo la chica, haciendo un ademán en dirección a la gran cámara de madera colocada sobre un trípode—. Una de las escenas que fotografié para Abdul me permitió adquirir esa cámara.

—¿Y Abdul no se molesta porque eres judía?

—No. Abdul es un palestino muy instruido y perspicaz. A veces hablamos de eso. Aunque soy judía, nunca he estado en Israel, por lo que no me creo con mucho derecho como para opinar sobre la situación existente en ese lugar. De todos modos, espero que algún día habré ahorrado el dinero suficiente para hacer un viaje a Israel. Me encantaría fotografiar la ciudad vieja de Jerusalén. Y también me gustaría ir al campo y fotografiar los kibbutzim y todas esas otras cosas sobre las que tanto he oído hablar.

—Tengo la certeza de que lo harás —dijo Fitz.

—¿Quieres un trago, Fitz?

—No me vendría mal.

Lynn preparó dos

whiskies con soda y le entregó uno a Fitz.

—Puedes ponerte cómodo en el sofá mientras me pongo algo más adecuado.

Lynn desapareció en el interior del dormitorio y reapareció antes que Fitz terminara de beber su copa. Ahora, la chica llevaba puesto un sencillo vestido negro, con dos clips de diamantes, uno a cada lado del escote recto. Llevaba un collar de perlas de dos vueltas en torno al cuello. Lynn tenía un aspecto al mismo tiempo bonito y recatado, pensó Fitz, con una visión de Laylah revoloteando en su mente.

—Ya estoy lista, Fitz. ¿Puedo hacerte una sugerencia?

—Por supuesto.

—¿Sabes?, el bar del «Westbury» resulta bastante aburrido. Deja que te lleve a un club al que pertenezco, y que queda en Curzon Street. Se llama el «White Elephant» y estoy segura de que te va a encantar.

—Tú mandas. Vamos.

Fitz y Lynn pasaron una velada muy agradable en el «White Elephant», aunque después de otras dos copas a Fitz le empezaba a resultar difícil decir «Lynn» todas las veces. En dos ocasiones habiendo empezado a pronunciar la L, terminó diciendo «Laylah». En la tercera ocasión, ya muy entrada la noche, Lynn empezó a mirar a Fitz con curiosidad burlona.

—Laylah es un nombre muy hermoso, Fitz. Pero no es el mío. ¿Acaso conoces a una Laylah?

—Laylah vive en Teherán. Fuimos bastante íntimos por un tiempo, estuvimos muy unidos. Y luego tuve que marcharme y estuve mucho tiempo sin verla y… —Fitz se encogió de hombros—. La historia de siempre. La ausencia hace que el corazón se encariñe… de algún otro.

En la risa de Lynn había un dejo de amargura.

—Sí, sé perfectamente a qué te refieres —dijo.

—¿Hay actualmente algún hombre en especial en tu vida? —preguntó Fitz.

—No, no realmente. Conozco gente, lo paso bien, igual que tú. Me gustas, pero lo que de veras me interesa es mi trabajo.

Hacía mucho tiempo que Fitz no bailaba, pero Lynn lo animó insistentemente a intentarlo. Fitz muy pronto se puso a tono y apretó a la chica contra su cuerpo. Lo mismo podía ser Laylah. Tenía el pelo igual de largo. Luego, Fitz comprendió que debía dejar de pensar en Laylah. Lynn lo seguía perfectamente mientras bailaban. Fitz no entendía cómo hacía la chica para acoplarse a sus torpes movimientos, pero lo cierto es que lo hacía sentir que era

un bailarín excepcional. Y también empezaba a sentir que la deseaba, que deseaba hacerle el amor y no sólo para pasar la noche, no sólo por esa vez. Ése era el asunto, ése era el problema que existía en él. Siempre se estaba moviendo de un lado a otro. Cuando volvieron a sus asientos, Fitz preguntó:

—Si te doy un billete para que vueles de Londres a Beirut, después a Dubai, a Teherán y a Israel y de regreso a Londres, ¿lo aceptarás?

Lynn miró a Fitz como sopesándolo.

—¿Hablas en serio?

—Claro que hablo en serio.

—¿Cuánto tiempo más piensas quedarte en Londres?

—No lo sé. Supongo que Abdul necesitará que me quede al menos unos pocos días, tal vez una semana.

—Bien, Fitz, si me lo has dicho en serio, ¿por qué no tratamos de vernos a menudo, todo lo que podamos, mañana y los próximos días? Si para entonces te sigo gustando, pues muy bien, iré —dijo Lynn, y de golpe frunció el entrecejo—. ¿Dubai es uno de esos países árabes, verdad? ¿Dejan entrar a los judíos?

—No hay ningún problema, si vas a verme a mí. De hecho, no habría problema, no lo hay de ningún modo. ¿Cómo van a saber si eres o no judía?

—Fitz, ni siquiera me has preguntado mi apellido, ¿eh?

—¿Cuál es tu apellido?

—Goldstein. Me llamo Lynn Goldstein.

—Si vas a verme a mí no habrá ningún problema. Iré al aeropuerto a esperarte y lo solucionaré todo ante las autoridades de Aduana e inmigración. Por supuesto es verdad que no se puede entrar de ninguna forma a ningún país árabe si tienes un sello de Israel en el pasaporte.

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