Dubai

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Tercera parte » Capítulo XXXVIII

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Vigorosamente, Fitz recorrió varias veces a nado su nueva piscina. Luego salió del agua y permaneció unos momentos sentado en un sofá, tomando el sol de las últimas horas de la tarde. El gran patio, con la piscina en el centro, estaba rodeado, en tres partes, por un elevado muro, enjalbegado. La cuarta estaba formada por la fachada de su nuevo apartamento dúplex, que lindaba con el bar «Ten Tola». El club se había inaugurado hacía una semana, y, por cierto, con gran éxito.

Tan pronto como se hubo secado, Fitz penetró en su casa. En el primer piso había un dormitorio y un cuarto de baño, además de la espaciosa sala de estar y el comedor, que comunicaba con las habitaciones para el mayordomo y, a través de las mismas, con la cocina principal del restaurante. En el segundo piso había otro dormitorio y otro cuarto de estar, que comunicaba con el despacho de Fitz, para el cual sólo había una llave, que Fitz llevaba siempre encima.

En el despacho había dos partes secretas: una gran ventana, que dominaba todo el restaurante y que tenía el inocente aspecto de un espejo. Sobre la ventana colgaba un cuadro muy pintoresco, de gran tamaño, que mostraba una pinaza árabe en medio del mar. Fitz descolgaba el cuadro cada vez que quería observar el interior del local. Sobre una mesa colocada bajo la ventana secreta estaban distribuidos varios diminutos aparatos de radio. Éste era el segundo secreto. Cada transistor de radio estaba sintonizado a una frecuencia distinta de onda corta, lo cual permitía a Fitz escuchar todas las conversaciones que se desarrollaban en la mesa en la que Fitz hubiese instalado el transmisor correspondiente.

Descalzo, Fitz subió las escaleras. Metió la llave en la cerradura de la puerta de su oficina y la abrió. Después de cerrarla, apartó el cuadro de la pinaza y se puso a observar. Tenía que dar amplio crédito a Joe Ryan, que se había encargado de supervisar los toques finales mientras él estaba ausente. El bar «Ten Tola» era una estructura alargada y rectangular, levantada a unos veinte metros de la carretera principal que comunicaba el aeropuerto con la zona baja de la ciudad de Deira. La entrada estaba en el centro del flanco más alargado del edificio, de techos muy altos. En el flanco más alejado del local se encontraba el amplio mostrador de caoba. En torno a las paredes del local había distintos reservados. Enrejados árabes llenos de arabescos, entre un reservado y otro, daban una sensación de absoluta intimidad. Los cuatro reservados circulares, dispuestos en los rincones del local, podían dar cabida hasta a un máximo de ocho personas, y daban la ilusión de lugares excepcionalmente privados e íntimos. Desde el día en que el bar «Ten Tola» abrió sus puertas, Joe Ryan recibió numerosas llamadas telefónicas, tarde tras tarde, pidiendo reservas para la noche. Ello hizo que Fitz decidiera instalar más reservados circulares de aquel tipo.

En torno a una pequeña pista de baile había distribuidas veinte mesas. Durante la semana, la mitad de las mesas habían estado ocupadas todos los días. Los norteamericanos empezaban la «ocupación» de Dubai. Los hombres dedicados al negocio del petróleo empezarían a fluir en pocos meses, tan pronto como se completaran las perforaciones en el yacimiento de Fatah y empezara a producirse petróleo de los distintos pozos.

Así, apenas dos años después de su retirada del Ejército, Fitz había echado los cimientos de su pequeño imperio. Era realmente agradable aquella sensación de poder, aunque, al supervisar sus dominios, Fitz sentía que volvía a atenazarlo el dolor de no tener a Laylah a su lado para compartir aquello.

Joe Ryan tenía su propio apartamento, muy confortable, junto al de Fitz, y al fondo se encontraba la casa de huéspedes estilo motel, de seis dormitorios, con una piscina para los huéspedes. Joe se había traído de Londres una atractiva cantante inglesa, así como cuatro lindas camareras rubias. Por lo menos la mitad de la clientela del bar «Ten Tola» estaba compuesta por árabes, que, fíeles a sus costumbres, jamás tocaban a una mujer, pero a los que les agradaba enormemente ver a chicas occidentales en los lugares a los que concurrían. Y un establecimiento de aquel tipo sólo existía allí, no tenía rival en todo el golfo de Arabia. Dubai era el paraíso del liberalismo económico, y gracias a la perspicacia de su monarca en relación con los negocios, Dubai se había convertido en el puerto árabe más importante del Golfo. Había acumulado grandes riquezas incluso antes de que se descubriera petróleo en el subsuelo.

Fitz miró con desagrado los artilugios para espionaje que había en la mesa frente a él. No le gustaba la idea de fisgar, y sólo pretendía comprobar de vez en cuando el funcionamiento del equipo, por si se diera el caso que Abe Ferutti, su contacto en la CIA, se trasladara a Dubai desde Beirut al objeto de comprobar cómo marchaban las cosas para el agente clandestino que la CIA tenía en el Emirato. Ahora en que, al parecer, Laylah se había enamorado de Courty Thornwell, Fitz sentía cada vez menos ganas de convertirse en embajador. Y, junto a ese creciente desinterés por el cargo diplomático, ya eran pocos los motivos que podían llevarlo a cooperar en las actividades de espionaje de su país.

Aunque, desde el principio, el bar «Ten Tola» era un lugar para ser frecuentado a altas horas de la noche, siempre había muchas personas a la hora de cenar. Joe Ryan había traído un excelente

chef de Teherán y, en el poco tiempo que llevaba funcionando el establecimiento, la comida del «Ten Tola» había ganado la reputación de ser la mejor de todos los locales de los emiratos árabes.

A las siete y media, Fitz se encontraba en el restaurante observando la llegada de los clientes. Estaba perfectamente equipado con aparatos de aire acondicionado, pese a lo cual, tres antiguos ventiladores de cuatro aspas —más simbólicos que prácticos— giraban perezosamente, colgados del alto techo del local.

Naturalmente, las inversiones necesarias para la puesta a punto del bar «Ten Tola» habían superado con creces los cálculos iniciales, aunque, por fortuna, el segundo cargamento de oro de Sepah había llegado con éxito y, con su porcentaje, Fitz logró cubrir todos los gastos. Tim McLaren se mostraba también dichoso por haber podido aumentar la cuantía del préstamo a corto plazo que el Banco le había concedido a Fitz. Todos, desde el jeque para abajo, estuvieron de acuerdo en señalar que el bar resultaría un negocio muy lucrativo. Los costos y los gastos eran elevados, pero, en aquella ciudad que crecía y se enriquecía a pasos agigantados, también eran muy elevados los precios que Fitz podía cobrar. Majid Jabir —un socio tan contento como silencioso— tenía un veinte por ciento del local. Fitz también estaba contento, pues ese veinte por ciento era muy inferior a los impuestos que tendría que haber pagado en cualquier otro país, y, además, en Dubai no tenía competencia, y el crecimiento económico era impresionante.

Fitz iba de un lado para otro saludando a los clientes y repartiendo frases animosas entre los empleados. Ingrid, una de las chicas, le rogó que se acercara. Fitz le preguntó si todo marchaba bien.

—¡Oh, sí! —respondió la chica—. Anoche, un árabe sacó de su

dish dasha un maravilloso diamante amarillo y me lo quiso regalar.

—Sabes muy bien lo que significa eso —le dijo Fitz—. Tan pronto como aceptes un regalo de un cliente, te comprometes con él y podemos encontrarnos en dificultades. Principalmente tú.

—Sería muy divertido tener de vez en cuando una cita de verdad —se quejó la chica.

Ingrid era noruega, y precisamente el tipo que más gustaba a los árabes, de ojos azules y largo cabello rubio. Fitz sabía que en poco tiempo cambiarían las cosas respecto a las chicas, pero Joe Ryan parecía confiar en una fuente inagotable. Las chicas escandinavas eran muy aventureras y les encantaba alejarse de sus largos y fríos inviernos, en busca de sol y calor.

—Mira, acepta mi consejo y dedícate sólo a los occidentales. Son gente que viene y va. Los árabes son muy posesivos. Si te lías con un árabe, lo más probable es que no te volvamos a ver. Y éste es su país, no el nuestro, por lo cual, poco podría hacer por ti. Tú procura sólo ganar dinero. Porque las propinas son espléndidas, ¿no?

Fitz acarició la idea de invitar a Ingrid a tomar un trago en su casa después del trabajo, pero, pensándolo mejor, la rechazó. De pronto recordó que el vuelo procedente de Londres y Beirut llegaría a su hora habitual, alrededor de las dos y media de la madrugada, y que Abdul Hummard vendría en él. El empresario del petróleo palestino apenas tendría tiempo para dormir unas horas antes de emprender viaje a Kajmira en compañía de Fitz. El jeque Hamed y su hijo el jeque Saqr los esperaban a las nueve de la mañana. Pero quizá mañana por la noche Fitz pudiera dejar a Ingrid el día libre y hacer que Peter les sirviera, a la chica y a Abdul, una cena en la casa. Fitz le debía un favor a Abdul, pues gracias a él había conocido a Lynn. Por otra parte, el convenio con la «Hemisphere Petroleum» era como maná del cielo para Fitz. Ahora que veía las cosas con claridad, se daba cuenta de que había obrado como un tonto al pretender financiar la producción de petróleo.

Con la inauguración del bar «Ten Tola», Fitz se había transformado en una especie de celebridad en el mundo de los emiratos, y cuantos llegaban a Dubai ansiaban saludar al propietario del establecimiento. Sus amistades, entre árabes y occidentales, se incrementaban noche tras noche. Era algo agotador, pero necesario. A medianoche, incluso las mesas de la parte central estaban casi todas ocupadas.

A las dos de la madrugada, Fitz se dirigió al aeropuerto, que quedaba a escasa distancia del bar, para esperar la llegada del avión en que viajaba Abdul. Un fenómeno que había observado las tres noches anteriores se produjo también aquella noche en el bar «Ten Tola». Hombres de negocios y burócratas de distintos Gobiernos llegaban en avión a Dubai, marchaban directamente al bar «Ten Tola» para celebrar sus reuniones y luego regresaban al aeropuerto y se marchaban. En Dubai eran muy numerosos los aviones que aterrizaban y partían entre la medianoche y las seis de la mañana.

El avión procedente de Londres vía Beirut se retrasó un poco. Abdul fue el primer pasajero en descender por la puerta de primera clase. Majid Jabir había avisado a la Aduana y al Servicio de Inmigración, y Abdul pasó rápidamente todos los trámites. De inmediato, Fitz lo acompañó a su local.

—Bueno, ponte cómodo. Luego, si quieres ver lo que ocurre en el bar, te acompañaré. No es mucho, si lo comparas con los bares de Londres. Pero aquí funciona a la perfección.

A través de la cocina, Fitz acompañó a Abdul hasta el bar. Un grupo de personas acababa de llegar del aeropuerto para conferenciar en uno de los reservados de los rincones.

Al-ah! ¡Es fantástico! —exclamó Abdul, mirando a su alrededor—. ¡Cómo está! ¡Y a las dos y media de la madrugada!

Sus ojos se iluminaron al ver a Ingrid.

—¡Vaya un bocado exquisito! ¿Y todas esas otras? ¿Quién te las selecciona, Fitz?

—Un hombre mitad persa mitad norteamericano, nacido en Teherán y llamado Joe Ryan —replicó Fitz, señalando al gerente—. Me parece que tenéis mucho en común.

Luego miró a Ingrid.

—¿Te gusta? —preguntó—. Haz el trato con el jeque Hamed por la mañana, y por la noche podrás cenar a solas con ella en el patio de mi casa. El resto queda en tus manos.

—¡Rubias! —suspiró Abdul—. No sé por qué nos han de gustar tanto a los árabes las rubias.

—¿Quieres dormir unas horas antes de que nos marchemos?

Los ojos de Abdul recorrieron de nuevo el local, antes de dirigirse hacia la cocina.

—La carne es débil. Creo que me convendría dormir un poco, aunque no creo que tenga problemas con Hamed.

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