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Tercera parte » Capítulo XXXIX

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En el viaje hasta la residencia del jeque Hamed, en Kajmira —marchando a través de la arena, a lo largo de la línea de la playa y de nuevo a través de la arena— se tardaba más de dos horas.

—Ya tengo ganas de que empiecen la carretera pavimentada —señaló Fitz, mientras conducía el «Land Rover» hacia su destino—. Está proyectada para que pase a lo largo de toda la costa, desde Abu Dhabi hasta Ras el-Khaimah.

Abdul asintió con un leve movimiento de cabeza. Los neumáticos especiales del «Land Rover» para rodar por la arena propulsaban al vehículo hacia delante. Poco antes de las nueve de la mañana. Fitz y Abdul llegaron a Kajmira, situada en la punta de una larga lengua de tierra arenosa que separaba una bahía cerrada y fangosa del golfo propiamente dicho. Fitz condujo el vehículo en dirección a una antigua fortaleza que se alzaba en el extremo, guardando la entrada de la bahía. El jeque Hamed había contratado los servicios de una casa constructora británica para dar una nueva fisonomía al fuerte y convertirlo en una atractiva casa de balneario para su propio uso. El jeque Hamed y su esposa tenían una casa de balneario cada uno. Hamed también mantenía un

majlis formal como habitación adjunta a su casa sobre la playa. Pero cuando presentía que los asuntos a tratar demandaban una atención especial y no debían ser aireados en un

majlis abierto, Hamed prefería presidir las reuniones dentro de la seguridad y la tranquilidad del viejo fuerte. Fue en el fuerte donde Fitz y los miembros de su grupo firmaron la concesión con Hamed por primera vez.

Los guardias árabes, armados con viejos rifles «Enfield» ingleses, se pusieron atentos. El «Land Rover» se detuvo y Fitz y Abdul Hummard descendieron a la arena. Al tiempo que se acercaban, una de las pesadas puertas dobles del fuerte se abrió y un árabe vistiendo túnica y con la cabeza cubierta los saludó y los invitó a pasar. El árabe cerró la puerta tras ellos, eliminando el calor que hacía al aire libre. El interior climatizado suponía un alivio semejante a una zambullida en agua frescas. De la sala de recepción, Fitz y Abdul fueron conducidos hacia un

majlis más pequeño e íntimo, que era el que Hamed prefería para negociar.

Hamed estaba sentado en una silla muy mullida, de aspecto confortable. La mesa que tenía a su lado estaba cubierta de pilas de documentos. Junto al soberano se encontraba su hijo, el jeque Saqr; además estaban presentes cuatro de los consejeros de más confianza del jeque Hamed, sentados dos a cada lado del jeque y su hijo y bebiendo café silenciosamente. Cuando Fitz y Abdul entraron a la habitación, los cuatro consejeros se apartaron del jeque dejando dos asientos libres para que Fitz y Abdul Hummard se sentaran junto al soberano. Abdul no sólo conocía íntimamente a Hamed y a Saqr, sino que también era amigo de los consejeros. Los llamó a cada uno por su nombre al darles la mano. Fitz hizo lo propio y luego ambos se sentaron junto al jeque. Las calurosas frases que empleó el jeque Hamed para saludar a Abdul Hummard, indicaban claramente la estima que sentía el soberano por el intermediario palestino.

En el viaje de Deira a Kajmira, Hummard le había dicho a Fitz que tenía una sorpresa especial para el jeque. Fitz no debía alarmarse, le dijo, si durante las conversaciones, él, Abdul, cambiaba de tema para tratar otros asuntos. Mientras Abdul y Hamed manifestaban ampliamente el profundo respeto que sentían el uno por el otro y el honor que significaba para ambos la presencia del otro, el sirviente encargado del café se acercó y sirvió a todos los presentes.

Abdul Hummard empezó la conversación explicando que estaba personalmente asociado con una de las más influyentes y prósperas compañías petrolíferas del mundo, la «Hemisphere Petroleum Company», de Nueva York y Londres. Hamed dijo que, por supuesto, conocía ampliamente la existencia de la «Hemisphere». En cierta ocasión, dijo, incluso había hablado con un geólogo de la «Hemisphere Petroleum Company» que se encontraba en Kajmira. De todos modos, señaló Hamed, nada había salido en limpio de aquella entrevista, y cuando ese prominente americano proárabe, Lodd, le había planteado su oferta, y sabiendo que Lodd estaba asociado con varias personas a las que él conocía muy bien, entonces Hamed había comprendido que ese grupo de personas era el adecuado para llegar a un acuerdo sobre la concesión.

Abdul Hummard se mostró enteramente de acuerdo con Hamed. Dijo que el soberano no podía haber elegido un mejor grupo de hombres para firmar la concesión, pues Fitz y sus asociados eran todos personas íntegras y que conocían el negocio en el que se habían embarcado.

—Sin embargo —explicó—,

Mr. Lodd ha estado en Estados Unidos los últimos quince días por cuestiones personales y, a su paso por Nueva York, mencionó a Lorenz Cannon, presidente de la «Hemisphere Petroleum», que él y sus asociados se estaban preparando para empezar a perforar en busca de petróleo gracias a una concesión garantizada por el Emirato de Kajmira.

Mr. Cannon —terminó diciendo Abdul—, expresó enorme interés por dicha concesión.

El soberano dio muestras de cierta turbación mientras Hummard seguía hablando. Sin embargo, no interrumpió al palestino y prefirió que completara su relato.

Mr. Cannon —siguió diciendo Hummard—, se mostró tan interesado en la concesión de Kajmira y los altos directivos de la «Hemisphere Petroleum» estaban tan entusiasmados con la perspectiva de participar en los éxitos que esperan al jeque Hamed que presionaron sobre Lodd y sus asociados convenciéndolos para que les permitieran integrarse a la operación.

Lo que

Mr. Lodd, allí presente, y él, Abdul Hummard, asociado y representante de la «Hemisphere», iban a pedirle al jeque no era otra cosa que su bendición para que se llevara a efecto un convenio mediante el cual el grupo de Lodd uniría fuerzas con la «Hemisphere Petroleum» para poder aprovechar plenamente las posibilidades petrolíferas de la plataforma continental de Kajmira.

Un largo silencio siguió a las palabras de Abdul. El jeque Saqr miraba ansiosamente a su padre para ver cuál sería la reacción del monarca. Fuera cual fuera la reacción del monarca, el hijo la acataría y obraría en consecuencia. Hamed se volvió a Fitz.

—Usted me dijo en varias ocasiones que no actúa como un agente de esos que compran la concesión y después van y la venden en cualquier parte. Usted me dijo que esto era algo de lo que se encargarían ustedes mismos, usted y Sepah, así como su amigo Fender Browne, del que tengo excelentes referencias, como uno de los hombres más dignos de confianza de los muchos que se mueven en el mundo del petróleo aquí en el Golfo, y además varios árabes prominentes residentes en los Estados de la Tregua y que estaban interesados en el negocio. Eso fue lo que me dijo, que su propia compañía petrolífera se encargaría de la producción. Una compañía que pertenecería y sería operada enteramente por gente cuyo hogar estaba aquí, en el Golfo. Ahora me parece que usted está haciendo exactamente lo que dijo que no haría.

—Teníamos todas las intenciones de explotar esta concesión nosotros mismos, Alteza. Y seguimos preparados a hacerlo. De no habernos planteado esa oferta

Mr. Cannon y sus socios, gente muy experimentada en cuestiones petrolíferas, nosotros nunca habríamos considerado la posibilidad de no explotar la concesión con nuestras propias y exclusivas fuerzas. Pero la oferta era en verdad importante y tentadora. Por otra parte, Alteza, han surgido ciertas posibilidades alarmantes aquí en el Golfo. Estas posibilidades hacen aún más lógico el que tengamos en consideración la oferta que la «Hemisphere Petroleum» ha planteado respecto a integrarse a nuestra concesión.

El soberano alzó una ceja, con mirada interrogativa.

—¿Posibilidades alarmantes? —preguntó.

En este punto, Abdul Hummard decidió intervenir una vez más en la conversación. Ampliamente, explicó al jeque todo lo relativo a los deseos de los ingleses de abandonar el golfo de Arabia, dejándolo todo en buen orden para que los hombres de negocios británicos pudieran seguir operando allí con tranquilidad. Por supuesto, Hamed habría oído decir muchas veces que el

Sha de Irán reclamaba para su país la isla de Bahrein. Sería indudablemente desastroso, tanto para los ingleses como para todos los árabes del Golfo, que los iraníes se hicieran con Bahrein. De esa forma, el

Sha podría apropiarse de todas las islas del Golfo, si lo dejaban.

Acto seguido, Hummard transmitió al jeque los informes que habían llegado a oídos de Fitz en Teherán. De hecho, Fitz había hablado del asunto con el

mua’atamad, en la Embajada americana. Mediante fuentes de información personales, Fitz se había enterado de que existían negociaciones en marcha entre los ingleses y el

Sha. Hummard también explicó de qué forma el Emirato de Sharjah había accedido a compartir la isla de Abu Musa con el

Sha.

Hamed escuchaba atentamente, y la mirada de preocupación que nublaba su rostro se hacía aún más profunda. Se daba perfecta cuenta, al fin, de que la situación era mucho más compleja que el simple afán del norteamericano y sus asociados por sacar un rápido y sustancial provecho a la concesión que les había otorgado. Existía la posibilidad de que Kajmira perdiera el petróleo que había frente a sus costas en beneficio del Emirato de Sharjah, aliado en esos momentos con el

Sha. Se trataba de una situación que, hasta aquel momento, nunca había llegado a pasar por la mente de Hamed.

Fitz sabía que, para la mentalidad árabe, las pruebas se basan en la lógica. Aunque no había, por ejemplo, ninguna prueba concreta de lo que Fitz y Hummard habían comunicado al jeque de Kajmira, la lógica del planteamiento era muy clara. Eso sería exactamente lo que harían los británicos si quisieran asegurar la paz en el Golfo después que ellos se hubieran marchado.

Fitz sabía que Abdul tenía tan poca fe en la posibilidad de que Irán y Sharjah extendieran a doce el límite de las millas de las aguas jurisdiccionales en torno a Abu Musa como la tenían Lorenz Cannon e Irwin Shuster, su principal consejero. Se le hizo difícil a Fitz no sonreír al ver la profunda preocupación que denotaba el palestino ante aquella amenaza contra la prosperidad del jeque Hamed y de Kajmira.

Más adelante, Hummard indicó a Hamed que él, en persona, había tenido varias entrevistas con miembros del Departamento de Arabia del Foreign Office y, aunque no le habían confirmado las posibilidades que él acababa de señalar, tampoco las habían rechazado o desmentido de plano.

—Lo que necesitamos —dijo Hummard— es obtener una entrevista en el Foreign Office, en Londres, entre un alto miembro del organismo y un representante de Su Alteza.

Según Hummard se atrevió a anticipar, no sería otro que su hijo, el jeque Saqr.

El jefe Saqr se mostró abiertamente deleitado ante la posibilidad de hacer un viaje a Londres. Sin duda, estaba muy al tanto de hasta dónde llegaba la hospitalidad de Hummard respecto a los visitantes árabes.

En dicha entrevista, siguió diciendo Hummard, Saqr, en representación del monarca, podría confirmar la aprobación de Su Alteza respecto al nuevo convenio entre la «Hemisphere Petroleum» y el grupo de Lodd. Al mismo tiempo, el Foreign Office entregaría una nueva carta política aprobando la transacción. De esa forma, resultaría imposible que, bajo cualquier ley internacional, los británicos modificaran el límite territorial de las aguas de Abu Musa, extendiéndolo unilateralmente de tres a doce millas. Si, a pesar de todo, ingleses e iraníes seguían adelante en sus intenciones, todo el poderío de la «Hemisphere Petroleum» y del Gobierno de los Estados Unidos empezaría a ejercer presión sobre Gran Bretaña, Irán y el Emirato de Sharjah para impedir que la modificación unilateral de los límites se lleve a efecto.

—En ese caso, ¿habría una nueva regalía en el momento de la firma? —preguntó Hamed, esperanzado.

Hummard miró a Fitz, que se encargó de contestar a la pregunta.

—Sí, Alteza. En el convenio que he acordado con «Hemisphere», consta que la empresa norteamericana entregará a nuestro grupo medio millón de dólares en el momento de firmar el acuerdo. Esto quiere decir que la «Hemisphere» nos devolverá el dinero que hemos invertido hasta la fecha más un pequeño beneficio adicional.

—Un beneficio de un cuarto de millón de dólares —dijo Hamed, con agudeza.

—Ellos han gastado considerables cantidades de dinero en exploraciones y estudios de las últimas informaciones sísmicas —dijo Hummard, saltando en apoyo de Fitz—. Lodd y su grupo podrían haber mantenido la situación anterior y no traer a la poderosa e influyente «Hemisphere Petroleum Company» en auxilio de Kajmira. Podrían haberse convertido en hombres ricos, todos ellos, según sus propios cánones. Ricos, claro, aunque pobres en comparación con lo que obtendrá Su Alteza si este proyecto se lleva a efecto —agregó, apresuradamente.

Tras un instante, prosiguió diciendo:

—De todos modos,

Mr. Lodd prefirió proteger a Su Alteza obteniendo que la poderosa e influyente «Hemisphere Petroleum» se ponga de parte de Kajmira. En caso de que Sharjah e Irán extiendan los límites territoriales con el respaldo de los ingleses, muy poco podrían hacer

Mr. Lodd y su grupo para proteger y salvaguardar los intereses de Kajmira. Sin embargo, la «Hemisphere Petroleum» puede garantizar que no tendría éxito una extensión unilateral de los límites marítimos de esa naturaleza si ellos forman parte del convenio.

Fitz podía leer en la mentalidad árabe del jefe Hamed como en un libro abierto. Todo lo relativo a Sharjah e Irán podía o no podía tener una base demostrable. Sin embargo, era una jugada lógica, que podía llevarse a cabo. Sin embargo, lo que Hamed veía era que Fitz y los suyos obtendrían un beneficio de un cuarto de millón de dólares, recuperando el dinero invertido y conservando el veinticinco por ciento de la compañía. Se trataba de un negocio muy bueno como para que él no sacara su propia tajada. Eso era, sin duda, en lo que Hamed pensaba.

Durante el alto en la conversación motivado por la necesidad de Hamed de considerar todas las posibilidades que se presentaban ante sus ojos, Abdul Hummard abrió el portafolios que llevaba consigo y extrajo una hoja de sellos de vivos colores. Pasó la hoja de sellos a manos de Hamed.

—De la Mue me los entregó poco antes de que yo saliera de Londres. Tienen ciertos problemas para clasificar el sello ante la Unión Postal Internacional, en Suiza.

El jefe Hamed emitió un bufido al mirar el sello, luego le pasó la hoja a su hijo, el jeque Saqr.

—Mientras ninguno de los habitantes de mi país vea ese sello, las cosas irán sobre ruedas —dijo, riendo y aliviando de esa forma la tensión ambiental.

El jeque Saqr también rió y devolvió los sellos a Hummard, quien a su vez se los pasó a Fitz. Fitz vio que el sello mostraba una chica virtualmente desnuda, rubia, de típico aspecto occidental, larga de piernas y generosa de busto. Rió en voz baja al mirar el sello.

—¿Quieres decir que la Unión Postal Internacional reconocerá como válidos estos sellos?

—He traído conmigo varios cientos de sobres, todos dirigidos a notorios coleccionistas de sellos de todas partes del mundo. De la Mue, que imprimió estos sellos, fue el que puso el dinero para pagar el edificio de correos de Kajmira. Cuando salgamos de aquí nos dirigiremos a dicha oficina de Correos, donde sellaré todos los sobres y los pondré en el buzón. Tenemos fundadas esperanzas para creer que la Unión Postal Internacional tratará de prohibir el sello. Probablemente se aducirá que es sucia e indecente y esta declaración provocará verdadero furor en el mundo de los coleccionistas de sellos. Todo el mundo querrá obtener uno de estos sellos para su propia colección. En uno o dos años, cada uno de estos sellos valdrá miles de dólares. Debido a la naturaleza controvertida del objeto, es posible que se alcancen elevados precios incluso antes.

—Y pensar que creía conocer todas las formas en que se podía hacer dinero en esta parte del mundo —dijo Fitz, con una mueca—. Sin duda, esto bate todas las marcas.

—No sirve para hacer fortunas enormes. Pero, sin duda, al jeque Hamed puede reportarle varios cientos de miles de dólares, al igual que a los impresores. Yo sacaré mi comisión en sellos.

—Los árabes, con ese pudor de que hacen gala en público, supongo que repudiarán esta forma de negociar —observó Fitz.

—Cuando hay dinero en juego, los árabes se desentienden del pudor. Esa damisela —señaló Abdul, indicando la hoja de sellos—, nos va a dar a todos muchísimo dinero. La última vez que estuve aquí hablé con el jeque Hamed, largamente, sobre este tema. Al principio, claro, el jeque se mostró horrorizado, pero cuando le expliqué de qué forma la controversia hace que se vendan sellos, libros, películas, lo que sea, rápidamente comprendió que el negocio era un buen filón y aprobó el diseño que le mostré —le hizo un guiño a Fitz—. Ya te lo dije, amigo: táctica de diversión.

Una vez más, Abdul Hummard metió la mano en su portafolios para extraer, ahora, una copia del borrador del acuerdo al que se había llegado entre la «Hemisphere Petroleum Company» y el grupo financiero de Lodd. La versión inglesa ocupaba el margen izquierdo de las páginas y la versión árabe el margen derecho. Abdul Hummard entregó los documentos al jeque Hamed.

—Éste es el acuerdo que Lodd está dispuesto a firmar con la «Hemisphere Petroleum», siempre y cuando usted le otorgue su visto bueno. Verbalmente, ya le hemos informado lo que contiene. Ahora usted puede estudiarlo personalmente y hacemos saber cuál es su opinión definitiva. No es necesario decir, Alteza, que cuando antes se resuelva, mejor para todos. Cuando dejé el Foreign Office inglés, altos funcionarios de Londres me dijeron que estaban ansiosos por entregarme una carta política garantizando el convenio. Pero los convenios con el

Sha pueden hacerse efectivos en cualquier momento. Por tanto, cuanto antes pueda usted enviar un representante a Londres, antes podremos cerrar el trato.

Fitz vio que había una expresión de duda en el rostro de Hamed. Por mucho que le hubiera gustado hacerse con un beneficio rápido y simple, Fitz comprendía que lo que el viejo jeque tenía en mente (a pesar de los sellos con chicas desnudas) era el hecho de que Fitz y su grupo iban a ganar mucho dinero en muy poco tiempo. Y si alguien tenía derecho a ganar dinero en poco tiempo, ese alguien no era otro que el jeque Hamed, él y no aquel americano, por más proárabe que fuera. Fitz había discutido largamente esta contingencia con Fender Browne, Sepah y Majid Jabir. Este último incluso había anticipado la reacción del viejo monarca. El consenso general había sido que, en caso de necesidad, se entregaran las regalías a Hamed, aumentando así sus ganancias en otro cuarto de millón de dólares. Ellos seguirían poseyendo el veinticinco por ciento de una vasta concesión petrolífera y, realmente, no podían arriesgar un negocio de esa envergadura por doscientos cincuenta mil dólares. En inglés, dirigiéndose a Abdul, Fitz dijo:

—No existen las tácticas de diversión cuando un árabe está pensando en dinero.

Luego se volvió hacia el monarca:

—Alteza, yo y los demás miembros del consorcio que represento no queremos otra cosa que una rápida solución definitiva para este asunto. Teniendo en cuenta que mis socios me han otorgado poder para que corra por mi cuenta con la decisión final, sé que ellos opinan igual que yo y que, como yo, no queremos sacar beneficios cambiando simplemente nuestro convenio inicial. Por lo tanto, sé cabalmente que Majid Jabir, Fender Browne y Sepah aprobarán mi decisión y ésta es que repartamos al cincuenta por ciento el total de las regalías que nos serán entregadas en el momento de la firma del nuevo convenio. Eso quiere decir que recuperaremos el dinero que le entregamos directamente a usted. No recuperaremos el dinero invertido en exploraciones, pero tenemos la sensación de que ésta es nuestra forma de contribuir al buen éxito de toda la empresa. Por lo tanto, cuando se firme este nuevo convenio, refrendado por el Foreign Office y por su representante, en Londres, usted recibirá doscientos cincuenta mil dólares y los otros doscientos cincuenta mil nos los quedaremos nosotros con lo que recuperaremos el dinero que ya le hemos entregado.

Una sonrisa de benevolencia se extendió por el barbudo rostro de Hamed. Saqr asintió silenciosamente con la cabeza y también sonrió, sin duda pensando en esa semana que pasaría en Londres, en compañía de Abdul Hummard, y llevando a cabo todas las fantasías sexuales que se le pudieran ocurrir.

—Hijo mío —dijo Hamed, mirando a Fitz—, los árabes sabemos que eres sinceramente uno de nosotros. Tú nos entiendes, tú has elegido convertirte en parte de nuestro mundo. Yo puedo comprender por qué motivos quieres modificar el convenio original que hemos firmado. De cualquier modo, teniendo en cuenta que es lo mejor para todos, firmaremos este nuevo compromiso. El jeque Saqr partirá a Londres con mi sello.

Fitz sonrió valientemente. Acababa de arrojar por la borda doscientos cincuenta mil dólares de beneficios inmediatos, pero todos sus gastos actuales podrían recuperarse al comienzo de la producción, incluso antes que se hiciera la partición de dividendos. Por lo menos había recuperado todo su capital y no se esperaba que él invirtiera nada más en este negocio. Por otra parte, había acordado que la «Hemisphere» le pagaría cincuenta mil dólares anuales para que actuara como representante de la compañía en el área del Golfo. Fitz sabía que había obrado perfectamente, en beneficio propio y de sus asociados.

Fitz y Abdul regresaron al bar «Ten Tola» más o menos a mitad del almuerzo. Casi todas las oficinas occidentales y todas las oficinas árabes cerraban a las doce y media para no abrir hasta el otro día. La costumbre eran los prolongados almuerzos, y aunque el hábito de comer en casa había estado muy arraigado durante mucho tiempo, ahora la gente propendía cada vez más a ir a comer fuera. El bar «Ten Tola» era el lugar al que concurría más gente a comer, ya se tratara de árabes como de occidentales. Los cuatro reservados circulares de las esquinas ya estaban ocupados para cuando Fitz y Abdul hicieron su aparición.

—Esto que tienes aquí es una pequeña mina de oro, realmente, Fitz —comentó Abdul—. Y se trata de un establecimiento que esta comunidad necesitaba con desesperación. Te estás ganando bien la vida aquí en el Golfo, ¿eh?

—Supongo que también es porque me gusta.

Abdul captó la expresión de pesar que surcó la mirada de Fitz.

—¿Aún no has podido olvidarla, eh? Con todas las chicas guapas que tienes aquí y con todos tus negocios, tendrías que estar capacitado para olvidar a esa muchacha.

—Sí, supongo que sí —dijo Fitz, y empezó a andar hacia la barra. Bebamos un trago. He mandado traer zumo de naranja y champaña, especialmente para ti.

Ya con los vasos en la mano, Fitz dijo:

—¿Tendré ocasión de devolverte, aunque sea en parte, la hospitalidad que me brindaste en Londres? ¿Le digo a Ingrid que se tome la noche libre?

Abdul suspiró con profundo pesar.

—No para que pase la noche conmigo, Fitz —dijo—. Tomaré el avión de las cuatro de la tarde a Beirut. Desde allí puedo enlazar un vuelo para Londres que me pondrá en esa ciudad con tiempo para coger unas horas de sueño y presentarme en la oficina a las diez de la mañana. Existe una tremenda cantidad de trabajo que hacer antes de la firma del convenio. Y quiero mantenerme cerca de los contactos que tengo en el Foreign Office, verlos o hablarles todos los días para asegurarme de que no va a suceder nada que les pueda impedir otorgamos esa segunda carta política.

—¿Sigues sin estar muy preocupado sobre la situación de Abu Musa, verdad?

—Creo que es altamente improbable que pueda ocurrir algo semejante, particularmente después de que tengamos la carta política en nuestro poder. E incluso si se intenta hacer algo así, estoy convencido de que podremos impedirlo. De todos modos, si ustedes siguieran solos es posible que se encontraran con obstáculos insalvables.

—Lástima que te marches tan pronto.

—No te lamentes. Volveré. Y, a propósito, conserva esos sellos que te he dado. Van a ser muy valiosos en su momento.

—Los sumaré, como un tesoro, a mis recuerdos sobre el golfo de Arabia —dijo Fitz.

Detuvo a una camarera que pasó cerca de él y, sacándole una carta de las manos, se la entregó a Abdul.

—Échale una ojeada. Al menos podré ofrecerte un buen desayuno antes de que te marches.

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