Dubai

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Tercera parte » Capítulo XLIV

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A través de la ventana camuflada de su despacho, Fitz observaba a las chicas que aguardaban que los clientes —hombres de negocios occidentales y árabes en general— terminarán el almuerzo, en el bar «Ten Tola». Ya habían pasado tres meses desde que Lynn se marchara. A veces, viendo ir y venir a las chicas, Fitz sentía la tentación de coger una para sí, pero se había hecho la promesa de no intimar con ninguna de las chicas que trabajaban en el «Ten Tola» y hasta ese momento había resistido.

Era muy importante que la disciplina no se resquebrajara nunca: Fitz no quería que se repitiera el incidente de Saqr. El libertino del desierto de nuevo concurría asiduamente al bar «Ten Tola» y los ojos se le iban detrás de las rubias, pero ahora, a cada chica nueva que se unía a la plantilla Joe Ryan le decía, en términos duros y firmes, para que no hubiera duda posible, que no se podían concertar citas con los clientes. Luego se citaba el terrible caso de la noruega Ingrid, la hermosa rubia que había sido raptada por el jeque Saqr y llevada a un palacio del desierto. También se señalaba con todo detalle a las chicas qué tipos de abuso sexual podían esperar de ciertos árabes. Y, desde entonces, Saqr nunca pudo persuadir a ninguna otra chica para que lo acompañara a pasear de noche por el desierto.

Últimamente, Fitz había escuchado diversas conversaciones que podían interesar a su contacto de la CIA en Beirut. Abe Ferutti había realizado diversas visitas a Dubai y había felicitado elogiosamente a Fitz por la forma en que había colocado los pequeños adminículos de espionaje en las mesas de su restaurante. El espía pasaba largas horas mirando a través de la ventana camuflada y escuchando una conversación tras otra. Para entonces, ya era evidente que diversos cargamentos de armas y municiones eran distribuidos, por barco, entre las distintas ensenadas, los muchos puertos y las numerosas playas de esa parte del golfo de Arabia. Fitz y Abe sacaron la conclusión de que la mayor parte de esas armas eran vendidas a los rebeldes comunistas que moraban en las montañas de Omán.

Cada vez que Fitz obtenía informes positivos sobre el lugar de desembarco de un cargamento de armas o sobre la hora y la ruta que utilizaría un camión cargado de armas rumbo a las colinas de Omán a través del desierto, los ponía en conocimiento de Ken Buttres. El comandante de los Exploradores de Omán siempre agradecía dichos informes, pero, hasta ahora, no había requisado ningún camión cargado de armas en viaje a Omán.

Cada vez que Fitz le preguntaba por qué no había cogido un escuadrón y salido a detener y revisar el camión, la respuesta era la misma: era misión de los Exploradores de Omán salvaguardar la paz entre los diversos monarcas árabes y asegurarse de que los representantes de Su Majestad llevaban a efecto los objetivos del Gobierno inglés sin obstáculos ni inconvenientes. Requisar contrabando era trabajo de la Policía, no de los Exploradores de Omán.

Frecuentemente, y sin revelar su fuente de datos, Ken Buttres informaba a los comandantes de Policía locales sobre algunos posibles cargamentos de armas que podrían pasar de contrabando por la zona que se encontraba bajo su responsabilidad. Incluso los policías se mostraban renuentes a detener y revisar camiones que podían estar cumpliendo una misión encomendada específicamente por alguno de los gobernantes locales que era, en definitiva, los que contrataban y pagaban a la Policía.

En cierta ocasión, Ken Buttres le dijo a Fitz:

—Nunca dudamos en llevar a cabo una misión importante. Cualquier cosa que concierna directamente al Gobierno de Su Majestad recibe nuestra inmediata y absoluta atención.

Como siempre, Fitz notó satisfecho, la multitud que almorzaba en su local era numerosa. Incluso había gente en el bar, esperando poder ocupar una mesa. De algún modo, Joe Ryan se las apañaba para que todo aquel que entraba al bar «Ten Tola» se sintiera importante. E incluso cuando tenía que sentar gente en el bar y pedirles que esperaran, Joe lo hacía de una forma tal que los clientes creían que el gerente tenía un interés personal en que se quedaran.

Llamaron a la puerta del despacho de Fitz. Él volvió a colocar el cuadro sobre la ventana secreta y se dirigió hacia la puerta. Observando por la mirilla, comprobó que el que había llamado era Peter, su sirviente. Fitz abrió la puerta y Peter le entregó un sobre azul ya muy familiar a sus ojos. Ya hacía casi dos meses que no recibía noticias de Laylah. Fitz escribía frecuentemente a la chica, hablándole del bar «Ten Tola» y pasándole cualquier información que hubiera obtenido y que pudiera ser de utilidad para la Embajada norteamericana. A veces Laylah le respondía y a veces no, pero las pocas cartas que Fitz recibía expresaban siempre el agradecimiento de la chica por los datos que Fitz le proporcionaba.

Fitz abrió la carta de Laylah y devoró su contenido. Laylah le informaba que cada semana o cada diez días cenaba con el delegado del director de la «NIOC», que para entonces ya estaba perdidamente enamorado de ella. Aquellas cenas ponían furioso a Courty, decía Laylah, pero su amigo se descargaba concienzudamente cada vez que la veía y le daba informes sobre la política petrolífera que eran siempre muy útiles para el embajador norteamericano. Laylah señalaba que acababa de regresar de una cena y que de inmediato se había puesto a escribir. Aparentemente, El Estado de la Tregua de Sharjah, que exigía soberanía sobre la isla de Abu Musa, reconociendo los derechos de Irán a usar la isla como base y también aceptando repartir los beneficios derivados del petróleo con el

Sha, acababa de cerrar un trato con una compañía petrolífera que efectuaría una explotación petrolífera a nueve millas de las costas de Abu Musa. Actualmente, Irán estaba en condiciones de apoyar a Sharjah en sus reclamaciones respecto a la extensión de los límites marítimos a doce millas.

Laylah le decía en la carta:

Fitz, no sé qué puedes hacer al respecto. Lo mejor que puedes hacer, creo, es informar de inmediato a

Mr. Cannon. No sé si ya estáis perforando o si aún no habéis empezado. Lo que sí sé es que el Gobierno británico apoyará firmemente esta jugada y que el

Sha ha abandonado sus reclamaciones sobre Bahrein. Por lo tanto, es evidente que existe un pacto y que él mismo está a punto de traducirse en hechos.

Laylah, más adelante, mencionaba que Thornwell había decidido definitivamente que no había objeto de seguir buscando apoyo financiero para su red de medios de comunicación, a estas alturas. Thornwell regresaría a los Estados Unidos y esperaría que los árabes iniciaran y perdieran otra guerra para entonces volver al Oriente Medio. Fitz detectó una nota de pesadumbre en la carta. Al parecer, Thornwell no le había pedido a Laylah que lo acompañara a los Estados Unidos. Fitz se preguntaba si no convendría trasladarse brevemente a Teherán. Pero tal vez sería mejor esperar hasta que Thornwell se hubiera marchado de Irán.

Fitz volvió a retirar el cuadro del balandro de encima de la ventana secreta y volvió a mirar el local, para comprobar si Fender Browne, al igual que todos los días, había llegado para el almuerzo. No vio a Fender, pero decidió bajar a esperarlo.

Para cuando Fitz hacía su entrada en el bar «Ten Tola», Fender Browne ya había llegado. Se sentaron juntos en el

majlis y Fitz le habló de la carta que acababa de recibir. Browne asintió.

—He oído decir que Sharjah está a punto de otorgar una concesión a una compañía petrolífera. Lo interesante es que no existen exploraciones sísmicas de las aguas territoriales de Sharjah. Por tanto, es obvio que el Gobierno del Emirato espera apoderarse de nuestra concesión.

—¿Cuándo puedes empezar a colocar el barreno y a levantar la plataforma?

—La verdad es que he recibido noticias de McDermott esta misma mañana. Las embarcaciones están a punto de entrar en Kuwait. Ya han cargado la plataforma y la torre. Supongo que en unos pocos días estarán en condiciones de trasladarse hasta él lugar elegido. He alquilado el buque de inspección

Marlin. Ya se encuentra en viaje procedente de Bahrein y mañana seguramente estará en la ensenada.

—Voy a intentar ponerme en contacto con Cannon ahora mismo y explicarle cuál es la situación —dijo Fitz—. No bien el

Marlin entre en la ensenada, lo mejor que podemos hacer es salir cuando antes y colocar la boya indicadora. Todo lo que podamos hacer para acelerar las operaciones es de vital importancia. Si ya hemos colocado la boya indicadora para el momento en que lleguen las barcazas al lugar elegido, se puede empezar inmediatamente con la colocación de la plataforma, la torre y el barreno.

Fitz miró su reloj de pulsera.

—Si consigo comunicarme antes de que te hayas marchado, vendré a informarte.

—Te esperaré aquí mismo, Fitz. Creo que mañana mismo podríamos hacernos a la mar en el

Marlin e instalar la boya.

Fitz necesitó más de una hora para ponerse en contacto con Cannon en Nueva York. El presidente de la «Hemisphere Petroleum Company» ladró sus instrucciones:

—Tenéis que llevar el barco de investigaciones al sitio elegido no bien llegue a Dubai. Ordena a la tripulación que hay que colocar esa boya lo más de prisa posible. Quiero que no te muevas de donde estás, así podré localizarte en caso necesario. Enviaré a Irwin Shuster a Londres en el próximo vuelo y de allí Shuster se trasladará a Dubai. Jack Tepper ya está en Londres. Me pondré en contacto con él y le diré que se reúna contigo lo antes posible. Haz que coloquen la bomba extractora lo más pronto que se pueda y empieza a instalar la plataforma no bien lleguen las barcazas.

—De acuerdo —respondió Fitz—. Y todas las influencias que tenga la «Hemisphere» en Londres hay que empezar a moverlas a toda máquina, hoy mismo.

—Ya te he dicho, Fitz, que el representante inglés en Dubai no puede quebrantar así como así las leyes internacionales. Haré que Irwin se entreviste personalmente con el ministro de Asuntos Exteriores inglés, Douglas-Home, no bien llegue a Londres. Ahora pongamos manos a la obra.

A la mañana siguiente, Fitz se dirigió al buque investigador, donde Fender Browne ya lo aguardaba. El buque era un sólido velero de treinta metros de eslora, en el cual se había cargado toda la maquinaria necesaria para localizar la estructura geológica submarina y depositar la boya. El localizador indicaría el sitio exacto en que había que colocar la bomba de extracción. Entonces se arrojaría el ancla a las aguas de setenta metros de profundidad y la boya señalizadora flotaría encima del ancla. El capitán del

Marlin era inglés y el buque tenía registro británico. La Union Jack flameaba en el viento al tiempo que la embarcación flotaba en las aguas de la ensenada.

—Nos mantendremos en contacto por el radioteléfono —dijo Fitz, dirigiéndose a Fender Browne—. Después de que hayas instalado la boya no te alejes del lugar hasta que lleguen las barcazas. De inmediato haz que coloquen la bomba. Mientras tanto, trataré de mantenerme al tanto de las evoluciones políticas del asunto desde aquí y siempre te mantendré informado de cómo van las cosas. Evidentemente, el tiempo desempeña un papel esencial. Si pudiéramos empezar a perforar antes de que Brian Falmey decida actuar para detenernos, creo que podremos ganar la partida. No veo cómo podrían detenernos una vez que hayamos empezado a extraer petróleo. Y, en ese caso, no importa qué tipo de declaraciones unilaterales efectúe el Gobierno de Sharjah.

En menos de una hora, el

Marlin se alejaba del muelle al que estaba amurado y ponía rumbo al Golfo propiamente dicho.

Antes del atardecer, Fitz se puso en contacto por radio con Fender Browne. Fitz había instalado una antena de radio en el techo de su casa y había adquirido también un servicio de radioteléfono muy costoso, pero enormemente práctico. Podía hablar con los barcos y, empleando la onda corta, podía ponerse en contacto con cualquier radioaficionado del mundo. Esperaba que, en poco tiempo, la «Hemisphere» tuviera un avión y un helicóptero propios, con los cuales podría ponerse en contacto por radio. Fitz se puso en contacto con el

Marlin y muy pronto habló con Fender Browne.

—¿Cómo marchan las cosas por ahí? —preguntó Fitz.

—Nos vienen siguiendo desde el momento mismo en que abandonamos la ensenada. Ese maldito «Shackelton» de Sharjah ha estado volando encima de nosotros las últimas cuatro horas. Empezaremos las operaciones de localización a primera hora de la mañana y supongo que antes que se haga de noche habremos instalado la boya.

—Excelente —respondió Fitz—. Ahora intentaré comunicarme con Cannon y decirle lo que sucede.

Brian Falmey miraba fijamente por la ventana de su despacho en el edificio del cuartel general del soberano. Era mediodía. La partida del

Marlin de la ensenada no había escapado a su atención. Falmey había visto al

Marlin penetrar en la ensenada y permanecer varias horas en el muelle de la empresa de suministros para excavaciones petrolíferas. Luego la embarcación había vuelto a hacerse a la mar rumbo al Golfo. De inmediato, Falmey llamó al cuartel de la RAF en Sharjah y ordenó que un cuatrimotor «Shackelton» mantuviera al

Marlin bajo vigilancia constante desde el aire. Ahora, veinticuatro horas más tarde, empezaban a llegar los informes.

El buque de investigación, según los informes, había pasado seis horas navegando y, al parecer, había localizado la estructura geológica, puesto que ahora había una boya señalizadora flotando sobre la superficie de las aguas del Golfo, a nueve millas de la isla de Abu Musa, para indicar el punto ideal en que debía ser colocada la torre de extracción no bien llegara a ese lugar. El «Shackelton» también había divisado un convoy de barcazas que transportaba, al parecer, la plataforma y la torre, y que se dirigía al encuentro del

Marlin procedente de Kuwait. El informe del «Shackelton» indicaba que, en veinticuatro horas más, las barcazas habrían llegado al lugar en que se encontraba la boya.

Falmey había recibido órdenes concretas de su superior, el representante británico en Bahrein. Ahora le tocaba actuar a él. Impaciente, se puso de pie y se dirigió a la sala de recepción, donde una chica inglesa mecanografiaba furiosamente. Falmey esperó que la chica terminara lo que estaba haciendo. La joven por fin arrancó una última hoja de la máquina de escribir y entregó a Falmey el documento completo.

Falmey leyó:

«Decreto suplementario relativo al mar territorial del Emirato de Sharjah y sus dependencias».

Los ojos de Falmey recorrieron la hoja y en su boca se dibujó una desagradable sonrisa al empezar a leer el artículo 1, que decía:

«El mar territorial del Emirato de Sharjah y sus dependencias se extiende en mar abierto hasta una distancia de doce millas náuticas a partir de las líneas costeras de tierra firme y de las islas del Emirato».

Falmey leyó página y media más y, al comprobar satisfecho que todo estaba en orden, colocó el documento y varias copias del mismo en su portafolios.

—Mire,

Miss Frober, no espero volver a la oficina en todo el día —dijo—. Si me llama desde Bahrein el representante británico, dígale que me puede localizar primero en el despacho del jeque Jalid en Sharjah y después en Kajmira, donde iré a hablar con el jeque Hamed.

Diciendo esas palabras, Brian Falmey abandonó la oficina y se dirigió al local donde se guardaban los automóviles. Su chófer ya estaba allí esperándolo.

El jeque Jalid recibió al

mua’atamad con gran deferencia y, sonriendo ampliamente de satisfacción, firmó la declaración por la que reclamaba unilateralmente unos límites de doce millas en torno a la isla de Abu Musa. Falmey le dejó el documento original al jeque Jalid y se llevó dos copias firmadas.

Acto seguido, Falmey se dirigió a la comandancia de la base aérea de la RAF en Sharjah. Una vez allí, se encaminó al centro de operaciones de vuelo y pidió

un helicóptero. Diez minutos más tarde partía por aire en dirección a Kajmira.

«Los helicópteros tienen una gran ventaja —pensó Falmey—. Uno no tiene que avisar que está en camino». El helicóptero descendió en un claro arenoso vacío, no muy lejos del fuerte que el jeque Hamed utilizaba para sus reuniones privadas. Falmey esperó que amainara la tormenta de arena, provocada por las hélices del helicóptero, antes de descender del aparato y dirigirse a pie hasta el fuerte Los dos guardias se pusieron en posición de firmes, la puerta se abrió y Falmey entró.

El jeque Hamed y su hijo el jeque Saqr estaban sentados en el pequeño salón de reuniones. Falmey hizo su entrada llevando el portafolios bajo el brazo y cumplió el ritual de elogios y saludos. Después de una segunda taza de café, se lanzó de lleno al motivo de su visita.

—Estoy convencido de que su alteza sabe cabalmente que, desde hace años, el jeque Jalid de Sharjah reclama su derecho a que los límites territoriales de Sharjah se extiendan hasta doce millas náuticas mar adentro y no tres millas, según ha sido costumbre hasta ahora. El soberano de Sharjah se queja, alteza, porque dice que la concesión que usted otorgó a la «Hemisphere Petroleum» se extiende ilegalmente hasta tres millas dentro de las aguas jurisdiccionales de Abu Musa. Más tarde, hemos sabido que la «Hemisphere Petroleum Company» ha movilizado un convoy de barcazas desde Kuwait y ha emplazado una boya señalizadora a nueve millas de Abu Musa, donde obviamente piensan iniciar sus perforaciones.

Falmey abrió su portafolios con un golpe seco y extrajo del mismo una copia firmada del documento, que entregó al jeque Hamed.

—He aquí el documento que proclama el límite de doce millas. Tengo la certeza de que, más adelante, podremos solucionar este problema. Sin embargo, mientras tanto, le recomendaría a usted que dijera al concesionario, es decir la «Hemisphere Petroleum», que no empiece las operaciones de drenaje hasta que el asunto se haya zanjado. Tengo la seguridad de que no pasarán más de tres o cuatro meses antes que podamos solucionar esta situación. Sé que Su Alteza comprenderá.

Hamed escuchó y permaneció en silencio por unos instantes. Las palabras de Falmey no le habían cogido por sorpresa, porque Fitz lo había llamado en la víspera para advertirle que tal vez recibiera esa visita del

mua’atamad. Hamed sopesó cuidadosamente sus palabras. Era plenamente consciente de las consecuencias que podrían derivarse de desafiar a los ingleses, pero también había que tener en cuenta que ese representante del Gobierno de Su Majestad estaba preparando el terreno para privar al jeque Hamed y a su pequeño Estado de su única posibilidad de obtener riquezas y avanzar hacia el progreso. Hamed sabía a ciencia cierta que el problema nunca se solucionaría en su favor.

—Firmé un acuerdo con la «Hemisphere Petroleum» garantizándoles una concesión que penetra hasta tres millas de las costas de Abu Musa. Fue usted mismo quien entregó a

Mr. Lodd el mapa de la concesión, para que de esa forma no hubiera equívocos de dónde se podía y dónde no se podía instalar la torre y la plataforma. Ese mismo mapa fue confirmado en Londres cuando firmamos el acuerdo por segunda vez incluyendo a la «Hemisphere Petroleum» en el consorcio. El jefe del Departamento de Arabia del Foreign Office estuvo presente en la ceremonia de la firma y la ratificó. Por lo tanto, no veo cómo puede usted hacer nada salvo garantizar la concesión que yo otorgué a la «Hemisphere».

—Es posible que Su Alteza no se de cuenta, pero ha surgido en este asunto un nuevo factor que puede acarrear graves derivaciones. Es algo que tiene que ver con la actitud de Irán. El Gobierno iraní nos ha planteado claramente que si la «Hemisphere» sigue adelante con las exploraciones dentro del área en disputa, se lanzará a la acción para detener las operaciones de la compañía. ¿Sabe usted lo que eso significa? Significa que la Armada iraní probablemente destruiría las barcas y las plataformas, si fuera necesario.

—El Gobierno de Su Majestad podría detener fácilmente a la Armada iraní e impedirle que lleve a cabo una amenaza de esa naturaleza —dijo Hamed.

A sus palabras siguió un prolongado silencio y, en seguida, el jeque volvió a hablar.

—El futuro bienestar de mi país depende del éxito de las operaciones de la «Hemisphere Petroleum». Siempre hemos vuelto la mirada a Inglaterra para garantizar nuestros intereses. Cuando firmamos el acuerdo político yo comprendí, tal como habría hecho cualquier otro monarca del Golfo, que Gran Bretaña nos respaldaba. Ahora usted me dice que, después de haber dado su garantía, ustedes quieren echarse atrás. Quiere que yo me enfrente a mis concesionarios. Quiere que les diga, después que han pagado las regalías y gastado millones de dólares en llevar adelante las operaciones de extracción, adquiriendo y montando el equipo necesario, después de todo eso quiere que les diga que tienen que interrumpir lo que están haciendo.

Hamed no podía esconder la agitación que lo dominaba. Las viejas manos ajadas le temblaban al hablar. Su voz se resquebrajaba:

—No, no veo cómo puedo pedirles que se detengan. De todos modos, discutiré la situación con ellos. Es posible que detengan los trabajos voluntariamente, por un tiempo, para ver qué ocurre. Pero yo no tengo fe en que se llegue a un arreglo justo a menos que el Gobierno británico respalde la garantía que otorgó.

—El Gobierno de Su Majestad no garantizó nada —dijo Falmey, violentándose—. Simplemente nos dimos por enterados del hecho de que usted ha firmado un acuerdo con la «Hemisphere Petroleum».

Hubo un silencio, mientras la tensión crecía entre el monarca y el

mua’atamad.

Finalmente, Falmey se puso en pie.

—Antes que me marche, permítame Su Alteza que le recomiende encarecidamente que detenga a la «Hemisphere Petroleum», que le impida seguir adelante con sus planes referentes a perforar en la zona que les garantiza la actual concesión. No se pueden hacer perforaciones dentro de las doce millas de los límites de Abu Musa. El Gobierno de Su Majestad dará los pasos necesarios para asegurarse de que este problema se solucione con la mayor brevedad posible. En lo que respecta a la actitud de Irán, el Gobierno de Su Majestad empleará todos los medios a su alcance para clarificar la presente situación, altamente insatisfactoria para todos.

Como punto final, Falmey cumplió suntuosamente con el ritual, diciendo:

—Por favor, Alteza, acepte mis mayores respetos.

Y diciendo eso, se volvió y abandonó el

majlis.

No bien empezaron a girar las hélices del helicóptero, para llevar al representante británico de regreso a Sharjah, cuando el jeque Hamed ordenó perentoriamente a su hijo, el jeque Saqr, que se pusiera al teléfono y le dijera a Fitz que viniera cuanto antes a Kajmira a discutir la situación planteada. Fitz había mantenido conversaciones con el

Marlin, mediante el radioteléfono, durante toda la mañana, y estaba en eso cuando llegó la llamada de Saqr.

—Los «Shackelton» nos han estado siguiendo, volando en círculos, desde que ayer dejamos Dubai. —Las palabras de Fender Browne crepitaban a través del aparato en momentos en que llegó la llamada telefónica de Saqr—. Hace una hora, nos sobrevoló un helicóptero.

—Aguarda —dijo Fitz—. Ha llegado una llamada de Kajmira.

Fitz habló con Saqr por espacio de unos minutos, prometió partir de inmediato a Kajmira y regresó al aparato de radio.

—Fender, cuando lleguen las barcazas has que se empiece a colocar inmediatamente la bomba de extracción y el esqueleto de la torre. Los británicos ya han empezado a jugar fuerte.

—Haré todo lo que pueda, Fitz —respondió Fender Browne—. Parece como si quisieran mantenernos bajo vigilancia constante. Ese maldito «Shackelton» que sigue dando vueltas y vueltas, como un buitre esperando que su presa se muera.

—Nosotros no vamos a morir para ellos —dijo Fitz, queriendo demostrar más confianza de la que de veras sentía—. Me marcho para Kajmira ahora mismo. Me comunicaré contigo por radio cuando regrese. Fuera.

Marlin fuera.

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