Dubai

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Cuarta parte » Capítulo XLVIII

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Fitz empezaba a tener la inquietante sensación de que no avanzaba en absoluto en sus intentos por obtener un éxito total en el golfo de Arabia. Pensaba en eso mientras sentado al sol, miraba a Lynn, la cual se bronceaba sobre una balsa de goma que flotaba en la piscina. Habían hecho el amor allí mismo, al sol, y ahora pensaban, soñolientos, en lo que podían hacer durante el resto del día.

Aunque seguía siendo el representante de la «Hemisphere Petroleum Company» en el Golfo —con unos ingresos anuales muy inferiores, por supuesto, a los que Lorenz Cannon le había anticipado que cobraría cuando consideraba la perspectiva de una gran producción petrolífera—, la verdad es que no tenía mucho que hacer, aparte elevar queja tras queja contra el Agente Político británico y el Residente Político de Bahrein —adonde se trasladaba por lo menos una vez por quincena— y seguirle la pista a lo que planeaba y hacía la Compañía petrolífera que, por fin, se había hecho con la concesión en aguas de Sharjah. Esto último era más bien sencillo, puesto que los más altos dirigentes de la empresa discutían la política de la Compañía noche tras noche en el bar «Ten Tola». Fitz se sentía amargamente desilusionado al comprobar que no participaba en absoluto de la producción petrolífera, que era la actividad más importante en la zona del Golfo, aquella parte del mundo que él había elegido como su hogar. No participar en los negocios petrolíferos era quedar fuera de los verdaderos centros de poder de la región.

Fitz pensó en el cargamento de armas y en la afirmación hecha por Abe la noche anterior: «Hemos de detenerlos». Fitz no pensaba ya en su ansia por obtener el poder y las prerrogativas de embajador de los Estados Unidos ante la Unión de Emiratos Árabes cuando se forjara ésta. Sin Laylah… Rompió el hilo de sus pensamientos porque no le gustaba por dónde iban y se concentró en Lynn, cuyo voluptuoso cuerpo flotaba en la balsa. Lynn lo había acompañado durante las tres últimas semanas, y no daba señales de querer regresar a Londres. La verdad era que Lynn lo hacía sentirse muy dichoso. Fitz no le había revelado aún, ni siquiera a ella, el secreto de los micrófonos y los receptores. Era algo de lo que se sentía avergonzado y, por más que lo deseaba, no podía evitar una sensación de disgusto. De todos modos, aquellas conversaciones podían ser de utilidad para Abe y la «Compañía».

Lo que ocurría, era que Fitz, en aquellos momentos, no sabía dónde iba, andaba a la deriva. La ética protestante del trabajo, en la que había sido educado y de acuerdo con la cual había vivido siempre, ese precepto fundamental que llevaba dentro, había sido insultado. Fitz tenía en el Banco más de doscientos cincuenta mil dólares y, por otra parte, el «Ten Tola» le daba más beneficio cada mes, incluso después de que Majid Jabir retirase su parte. Entonces, ¿dónde estaba el problema?

—Fitz —llamó Lynn, suavemente—. ¿No quieres venir a la piscina conmigo? ¿No tienes demasiado calor ahí al sol?

Fitz se incorporó, se acercó al borde de la piscina y se deslizó hacia el agua. Nadó hacia donde se encontraba Lynn y se cogió a la balsa.

—¿Algo anda mal, Fitz? —Preguntó la chica—. Estos últimos días te noto como ausente.

—Supongo que será por el fracaso de la «Hemisphere».

—¿Sólo por eso? —inquirió de nuevo ella con una mirada ansiosa en sus ojos oscuros—. ¿Acaso te empiezas a hartar de mí?

—Por supuesto que no. Si crees que hoy estoy deprimido, tendrías que haberme visto antes.

—¿Quieres que me quede, Fitz? Es decir, más o menos indefinidamente…

Lynn era ya un elemento importante de su vida en aquel lugar del mundo, y Fitz gozaba sin duda de su compañía y su intimidad. Pero «indefinidamente» podía significar mucho tiempo. Se acercó de nuevo a la balsa haciendo que su cara se colocara junto a la de la chica, y la besó en los labios.

—Deseo que te quedes aquí todo el tiempo que quieras, mientras te sientas feliz, Lynn. Lo digo en serio.

—¿De verdad?

—Sí —respondió Fitz, comprobando que el sol había superado ya el cénit—. Creo que es hora de tomarse un

gin-tonic.

A la una de la tarde, el bar «Ten Tola» estaba abarrotado de gente dispuesta a almorzar. Fitz y Lynn se sentaron en el

majlis. Fitz vio al oportunista inglés John Stakes, con sus cabellos blancos pulcramente peinados, que entraba en el local y era acompañado por Joe Ryan hasta la mesa.

—Hola, John. Creía que seguías persiguiendo a los gobernantes árabes por cuenta de Courty Thornwell —dijo Fitz, después de saludar al inglés—. Te presento a una compatriota tuya, fotógrafa itinerante, Lynn Goldstein. Siéntate. ¿Cómo va el proyecto?

—Ahora que me dices eso —manifestó Stakes, con una sonrisa de pesar—, temo que habré de reconocer que tenías razón. Es imposible hacer que los árabes trabajen en concordia. Todos los demás soberanos se mostraron tan entusiasmados como Zayed ante el proyecto, pero, no sé por qué, Courty y yo nuca podíamos ponerlos a todos de acuerdo respecto a los métodos, aunque todos aceptaban unánimemente el objetivo. Sea como fuere, en poco tiempo estallará una nueva guerra árabe-israelí. Los árabes recibirán otra paliza y empezarán a buscar un medio con el que hacer creer a sus gentes y al mundo que han ganado. Tal vez para entonces, a causa de la necesidad, se desarrolle algún programa de solidaridad entre los árabes. En tal caso, Courty y yo volveremos a insistir, partiendo del punto en que dejamos la cuestión. Mientras tanto, Courty ha regresado a los Estados Unidos para ver qué periódicos y estaciones de radio y televisión pueden comprarse. Todavía mantiene la esperanza de adquirir una vasta red de comunicaciones.

—Eso es lo que me daban a entender las cartas ocasionales que recibía —dijo Fitz, quien, tras una pausa, preguntó con estudiada despreocupación—. ¿Ha ido Laylah con él a los Estados Unidos?

—No —respondió Stakes—, no creo que Courty se lo haya sugerido siquiera. Él y yo hemos llegado a la conclusión de que Laylah nos puede ser de gran utilidad, y tengo entendido que Courty le dio a entender a la chica que había posibilidades de matrimonio.

Fitz observó que Lynn se ponía rígida, al tiempo que Stakes seguía diciendo:

—Eso me recuerda que Laylah me dio una carta para ti.

—Ya me la darás luego, John.

—No seas tonto, querido —intervino Lynn con cierta dureza en el tono de su voz—. Te estás pirrando por leerla. Es posible que te diga algo importante.

—Disculpad, ¿acaso he interrumpido algo? —preguntó Stakes, al observar la tensión reinante.

—En absoluto —replicó Lynn tratando de aparecer menos agresiva—. Cuando no queremos que se nos interrumpa, no venimos a sentarnos aquí.

Stakes se metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y sacó uno de los familiares sobres azules, con las iniciales de Laylah impresas en letras blancas, en relieve, en el ángulo superior izquierdo. Con aparente despreocupación, Fitz cogió la carta y la dejó en la mesa.

—¿Quieres un trago, John? —preguntó.

Los tres bebieron en silencio. Finalmente, Stakes habló:

—¿Qué nuevas oportunidades hay por estos lares, Fitz? He oído decir que tuvisteis muy mala suerte con el asunto del petróleo. Lo lamento mucho. Me gustaría haber estado aquí; es posible que hubiera podido hacer algo cerca del Agente Político. Fitz, hace ya tiempo aprendí que nunca se debe confiar en un Agente Político, o sea, en el Foreign Office.

—Temo que nadie hubiera podido hacer nada —opuso Fitz, agradeciendo la oportunidad de romper aquel enojoso silencio—. Nos cogió el momento en que los ingleses acababan de solucionar las cosas a su conveniencia aquí en el Golfo. La «Hemisphere» se ha dedicado a poner pleito a todo lo habido y por haber. Fui muy afortunado al no invertir todo lo que tenía en la operación, pues, de esa forma, habría vuelto a donde empecé, sólo que mucho peor.

Fitz pensó en el hecho de haber entregado más de la mitad de su pensión a Marie.

—Por cierto, Laylah os salvó —comentó Stakes—. Fender Browne, Sepah y Majid Jabir le deben mucho a esa chica.

—Ellos opinan igual que tú —dijo Fitz, que quería apartar cuanto antes el tema de Laylah.

Al mismo tiempo trató de deslizar la carta bajo una servilleta, pero la brillante mirada de Lynn captó su movimiento instantáneamente.

—Oh, vamos, léela de una vez, Fitz —dijo—. No conseguirás tranquilizarte hasta haberla leído.

Lynn se puso de pie.

—Voy a casa por unos momentos —agregó—. Volveré en seguida.

Y se fue, por la puerta de la cocina.

—Lamento haberte causado un problema, amigo —se disculpó Stakes.

—No fue culpa tuya —dijo Fitz, ausente, ya abriendo la carta de Laylah con los dedos.

La carta decía:

Querido Fitz:

Tal como John te habrá dicho, él y Courty han abandonado momentáneamente el gran proyecto. Courty ha vuelto a su casa y yo estoy trabajando más duro que nunca aquí en la Embajada, ahora que no tengo que gastar la mitad de mi tiempo tratando de ayudar a establecer un imperio de los medios de comunicación. En caso que los negocios te traigan hasta Teherán, me gustaría que me informaras y es posible que de nuevo pudiéramos saborear juntos un poco de vodka y caviar.

Como siempre,

Laylah.

Fitz alzó la vista hacia Stakes.

—¿Ha quedado muy trastornada por el hecho de que Courty no se la haya llevado consigo a los Estados Unidos, para casarse?

—Creo que Laylah opina que el muchacho se ha portado de un modo bastante caballeroso con ella —respondió Stakes—. Ha llegado a conocer a Thornwell bastante bien, ¿sabes? No creo que tenga intenciones de atarse con un matrimonio, al menos a esta altura de la vida. Laylah le era útil y, además, era una hermosa compañera. Eso fue todo lo que ocurrió.

—Creo que lo mejor que podría hacer es ir a Teherán a verla —dijo Fitz, manoseando la carta—. Por el tono, parece que estuviera deprimida.

—Si puedes tomarte el tiempo y —Stakes inclinó la cabeza hacia la silla que Lynn acababa de abandonar— si no interfiere con ninguna otra cosa que sea importante en tu vida, pues ve. Tengo la sensación, casi la certeza, de que en estos instantes Laylah necesita de ti. No voy a decir que haya tenido demasiada consideración para con tus sentimientos, pero es muchacha todavía y tal vez esta experiencia con Courty la haya hecho madurar.

—Gracias, John, aprecio tu franqueza. La telegrafiaré esta misma tarde e iré a verla mañana.

—¿Se te ocurre algo en lo que pueda meterme ahora, aquí?

—No lo sé. Cuando el asunto de Kajmira se perdió, se terminaron los negocios para mí, al menos momentáneamente. Todo lo que tengo entre manos es lo que ves a tu alrededor.

—Y es bastante. He oído decir que este local rinde más que un pozo petrolífero.

—He sido afortunado, pero ésta no es mi idea del trabajo para toda una vida —dijo Fitz, mirando en su torno—. Será mejor que vaya a ver a Lynn. Es la primera vez que la he visto ponerse temperamental.

—No creí que fuese otra cosa que una, ¿cómo la llamaste?, fotógrafa itinerante. Si no no habría hablado de Laylah en su presencia. He visto que está muy unida a ti. Y, a propósito, Fitz, qué cosa más curiosa por tu parte, traer a una judía a un país árabe.

—Nunca he sido un individuo convencional —dijo Fitz poniéndose de pie—. Pide lo que quieras, John. Pronto estaré contigo.

Fitz atravesó el restaurante abarrotado y, atravesando la cocina y las habitaciones del mayordomo, penetró en su casa. Lynn estaba sentada en el cuarto de estar, mirando fijamente al patio por la ventana.

—¿Cuándo te marchas? —le preguntó, al escuchar que Fitz había entrado.

—¿A dónde?

—A verla. La chica perdió a su amiguito y ahora quiere tenerte a ti de vuelta, ¿verdad?

—No es eso exactamente, Lynn. Ahora soy un amigo, eso es todo. Y, al parecer, ella necesita un amigo.

—Por lo tanto, vas corriendo a verla, vuelves a ella.

—Pienso que debería comprobar si hay algo que yo pueda hacer para que se sienta mejor —replicó Fitz, débilmente—. Sólo estaré fuera un par de días. Es lo menos que puedo hacer después de lo mucho que ella ha hecho por mí.

—Bien, no esperes que yo esté aquí esperando que vuelvas de ofrecerte a ti mismo, después que ella te ha pisado, dejándote plantado por ese petimetre de la alta sociedad sólo para que él a la larga la rechazara, que era lo que correspondía.

—¡Oh, por Dios, Lynn! Yo no voy a ofrecerme, sólo voy a ofrecer mi amistad. Si puedo hacer cualquier cosa que la haga feliz tengo que hacerla, es algo que le debo. De no haber sido por Laylah yo estaría en bancarrota ahora mismo. Habría invertido todo en el proyecto de la producción petrolífera. Si supieras todo el dinero que habría perdido… Me lo habrían quitado todo, el bar «Ten Tola» y todo lo demás y aun así seguiría endeudado hasta las cejas. Afortunadamente, firmamos ese nuevo convenio con la «Hemisphere Petroleum». ¿Crees que debo ignorar todo eso simplemente porque ella es joven y se enamoró de un hombre joven y de su propia clase?

—Entiendo, lo entiendo mejor que tú. Sigues enamorado de ella, eso es lo que pasa. No puedes impedirlo. Y yo que creía que te había ayudado a superar el asunto…

Lynn empezó a llorar y Fitz se le acercó y la cogió en sus brazos, pero la chica sacudió la cabeza y se apartó de él.

—Nunca debí venir a Dubai.

—Claro que debiste venir, Lynn, claro que debiste regresar. Quiero que te quedes aquí.

La voz de Lynn se quebró.

—Vete ahora. Por favor.

Fitz miró fijamente a Lynn, sintiéndose indefenso y vencido, por un instante. Al fin se volvió y se alejó hasta la puerta de la cocina y de allí al restaurante. En vez de regresar a su mesa se dirigió al pequeño despacho que utilizaba Joe Ryan, se sentó en el escritorio de Joe y redactó un telegrama para Laylah. Luego cogió el teléfono y llamó a la compañía telegráfica.

Con el cable ya en curso, regresó a su mesa y se reunió con John Stakes. Ahora que había decidido cuáles serían sus próximos pasos, las cosas habían dejado de ser confusas.

Fitz no sabía a ciencia cierta si Laylah lo estaría aguardando o no, pero dio la dirección de su piso al conductor del taxi que cogió en el Aeropuerto Internacional de Teherán. Cuando el taxi entró al distrito en el que Laylah vivía, el corazón de Fitz empezó a latir con más fuerza. Pasara lo que pasara, siempre sabría que, por lo menos, había tratado de verla, reconfortarla y hacerle saber que seguía siendo su amigó. Sabía también que había perdido a Lynn. El avión que la llevaba a Londres, vía Beirut, había partido diez minutos antes que el avión que conduciría a Fitz a Teherán. Aquella noche, por primera vez desde que se conocieron, Fitz y Lynn habían dormido en habitaciones separadas, cuando podrían haber dormido juntos. Eso demostraba lo deprimida que había quedado la chica por la «impetuosa, emocional e irracional» respuesta de Fitz a la nota de Laylah.

Cuando el coche ya avanzaba por la calle donde vivía Laylah, rumbo a su piso y a las montañas que se erguían al fondo, Fitz empezó a sentir que una cierta inseguridad lo embargaba. Finalmente bajó del taxi frente al edificio de apartamentos y apretó el timbre del piso de Laylah.

El zumbido del portero automático lo sobresaltó. Fitz abrió la puerta y empezó a subir las escaleras. La puerta del piso estaba abierta y Laylah lo aguardaba recostada en el marco. Excepto por cierta sombra oscura bajo los ojos que le daba un aspecto de mujer madura y agotada, la chica era la misma que él había conocido. Los bucles, espesos y negros, colgaban contra sus hombros, los ojos violetas lanzando una mirada de astucia, los labios insinuantes, el jersey de cachemira que él mismo le había regalado en una de las visitas que le había efectuado el invierno pasado, las faldas de

tweed que eran una reminiscencia de la Línea Principal de Filadelfia. Era Laylah, y todos los esfuerzos que Fitz había hecho por olvidarla se disiparon en aquel mismo momento.

—Hola, Fitz —dijo Laylah, la voz profunda y cálida—. Ya tengo lista la vodka helada. El caviar también. Ya sabes a dónde tienes que ir si quieres refrescarte.

Fitz penetró al apartamento y dejó las maletas en el suelo. Laylah lo miraba a los ojos sin necesidad de alzar el rostro. Fitz recordó que Laylah era una chica de buena estatura. Fitz colocó las manos en los hombros de Laylah y la atrajo hacia sí, dándole un beso. Laylah se lo devolvió y se apartó de él.

—Estás espléndida, Laylah —se las compuso para decir Fitz—. No has cambiado nada desde la última vez que nos vimos.

—¿No he cambiado, dices? —preguntó la chica, sorprendida—. Soy más vieja.

Fitz negó moviendo la cabeza cuando Laylah le invitó a pasar al cuarto de baño, y en seguida ambos se sentaron juntos en el sofá. La vodka se encontraba dentro de un cubo de plata para hielo y el caviar dentro de la característica lata azul ilustrada con el dibujo de un esturión. También había tostadas envueltas en una servilleta sobre una bandeja de plata, y rodajas de huevo duro y cebolla en platitos de plata. Era como si nada hubiera ocurrido, como si todo siguiera igual hasta en sus más mínimos detalles.

—Háblame de ti, Fitz —dijo Laylah—. Espero que hayas recibido protección financiera en todo ese enredo de Abu Musa.

—Gracias a ti, sí.

—Mi padre estaba muy desilusionado. Pero me dijo que Lorenz Cannon te admiraba aún más por la forma en que intentaste llevar la situación y, principalmente, porque le planteaste claramente cuál era la situación antes de cerrar el trato. Mi padre se mostró muy agradecido también por eso. Él y Lorenz son viejos amigos.

—Bueno, el bar «Ten Tola» marcha muy bien, mejor que muy bien. Tu amigo Joe Ryan podrá hacerse con una considerable cantidad de dinero en pocos años.

—Sí, ya he oído hablar del bar. Se habla de ese bar incluso aquí.

Entrechocaron sus vasos.

—Salud, Fitz —dijo Laylah.

Los dos bebieron y Laylah prosiguió, inquiriendo:

—¿Qué ha pasado con tus ambiciones de convertirte en embajador?

—Se han desvanecido considerablemente —dijo Fitz, mirándola significativamente—. De algún modo perdí el interés, a la vuelta de mi estancia en los Estados Unidos.

Laylah fijó los ojos en su copa.

—Estás más cualificado que nunca para el cargo, sobre todo después de tus experiencias con el Foreign Office inglés. Los Estados Unidos necesitan un hombre que pueda levantar y conservar una posición de firmeza en el golfo de Arabia. Nadie podría hacerlo mejor que tú.

Fitz se encogió de hombros.

—Lo que pasa es que el cargo dejó de tener los atractivos que tuvo en un principio. El embajador americano debería tener, por lo menos, una esposa que entendiera el lenguaje y las costumbres de los árabes.

«Bueno —pensó—, al fin lo he dicho».

—Mi padre está convencido de que puedes obtener el cargo, si lo deseas —dijo Laylah, mirando a Fitz y sonriendo—. De todos modos, eso no es algo en lo que tengas que pensar ahora, ¿verdad?

—No, aunque supongo que de nuevo podría ponerme en camino para lograrlo. Por favor, háblame de ti y —pausa— de todo lo que ha pasado aquí.

—¿Quieres decir Courty?

—Háblame de lo que quieras hablarme.

—No hay mucho que contar. Courty se quedó aquí seis meses, mientras visitaba a los jeques árabes con John Stakes. Yo estaba en condiciones de ayudarlos a establecer contactos a través de las amistades que tengo en palacio. Y supongo que también estaba en condiciones de utilizar la Embajada en beneficio de Courty. El embajador conocía a la familia de Courty en Boston, por supuesto. Al embajador siempre le han impresionado esas viejas familias adineradas desde muchas generaciones atrás. Por lo que siempre he oído decir, la fortuna de los Thornwell se originó con el tráfico de esclavos cuando Boston era el centro del comercio de ese tipo.

Laylah rió antes de proseguir:

—Una vez, cuando me enojé mucho con Courty, algo que ocurría cada vez con mayor asiduidad, le dije que no era otra cosa que un negrero, en el fondo. No le pareció muy gracioso lo que le dije.

—Y a la larga, ¿qué ocurrió?

—Que él se fue a su casa y yo, como podrás ver, sigo aquí —Laylah se encogió de hombros—. Igual de bien que antes.

—Suponiendo que regresara, ¿no empezaría todo de nuevo entre vosotros dos?

Laylah meditó brevemente sobre la pregunta y volvió a encogerse de hombros.

—No lo sé, Fitz. Aunque las cosas, por supuesto, no serían igual. No del mismo modo.

Laylah puso caviar en otras dos tostadas y sirvió más vodka en los vasos. Finalmente, observó:

—La verdad es que encontraste a toda prisa un asunto que resolver en Teherán después de recibir mi carta a través de John Stakes. Aprecio mucho que hayas venido, Fitz. Realmente necesitaba verte, tal como te habrás dado cuenta, supongo. Me sentía tan culpable después de haberte impulsado a obtener ese divorcio por mí y entonces sintiéndome incapaz de seguir adelante.

—Tal como tú misma dijiste en su momento, Laylah, era algo que tarde o temprano había que hacer —respondió Fitz, con dulzura.

Tras una larga pausa, agregó:

—¿Adónde quieres ir?

—Me gustaría ir a bailar a algún lado —dijo Laylah, eludiendo el verdadero significado de la pregunta.

—He reservado una habitación en el «Hotel Darband». Podríamos ir allí.

Después de comer y bailar en el «Hotel Darband», la vieja calidez retornaba. De todos modos, Fitz sabía que no sería conveniente para su renacida intimidad si presionaba, o incluso si sugería algo relativo a pasar la noche juntos.

A última hora de la noche, Fitz llevó a Laylah de regreso a su piso. Para entonces ya se habían citado de nuevo para el día siguiente. Fitz acordó que iría a la Embajada, le haría una visita al general Fielding y otra al embajador, en caso que no estuviera ocupado, y luego iría con Laylah a almorzar a «La Résidence». También planearon volver a verse por la noche, al otro día. Hasta allí llegaban los planes que habían trazado.

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