Dubai

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Primera parte » Capítulo primero

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CAPÍTULO PRIMERO

A las diez y media de la mañana, Fitz abandonó la reunión del cuerpo de inteligencia que tenía lugar en la Embajada de los Estados Unidos en Teherán. Se dirigió hacia la avenida Rozvelt, esa gran calle dedicada a la memoria del presidente norteamericano que organizó la reunión cumbre de Teherán, tan famosa, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Una vez en la avenida tenía una hora de marcha a pie hacia el gigantesco Bazaar, que había precedido en una centuria a los modernos supermercados de América. A Fitz le gustaba andar por las calles de Teherán, y de todas sus misiones en el extranjero ésta era la más ambiciosa y emocionante, exceptuando las acciones de combate en Corea y Vietnam: Fitz ya hacía veinte años que seguía la carrera militar.

Para un visitante fortuito o de paso, Teherán podría aparecer como una ciudad dedicada exclusivamente a la compraventa callejera. Todo allí tenía un precio. Sin embargo, para Fitz, se trataba del centro mundial de la intriga, una ciudad estratégicamente ubicada entre el Oriente Medio y Asia que era, inevitablemente, el gran punto de paso obligado entre Israel y el mundo árabe. Teherán era la ciudad en la que siempre se recalaba, ya fuera para hacer una pausa en el viaje, para desviarse o para alterar el pasaporte antes de seguir adelante.

Una vez en la avenida Shareza, Fitz torció a la derecha y cruzó tres travesías antes de llegar a la plaza. Una vez allí torció a la izquierda, hacia Ferdowsi. Andando, Fitz reflexionaba, diciéndose que si tuviera una casa propia seguramente se dirigiría a uno de los vendedores de alfombras y regatearía para comprar algún hermoso ejemplar. Había estado en Tabriz, en donde observó el esmero con que se tejían las alfombras. La proliferación de artículos para el hogar que estaban en venta en el camino hacia el Bazar siempre le hacían recordar que era uno de esos muchos ciudadanos del mundo, sin hogar ni patria, completamente desarraigados. Pero, de todos modos, Fitz había aprendido no sólo a vivir en aquella situación, sino a disfrutar de la misma, a sentirse a gusto con su forma de vida. Porque, en lo relativo a su trabajo específico, aquello era una indudable ventaja.

Como personalmente no tenía nada que perder, se encontraba, desde el punto de vista psicológico, mejor equipado que la mayoría de los funcionarios del Servicio de Información militar que operaban en el extranjero para tratar los objetivos nacionales de los Estados Unidos por encima de todo tipo de consideraciones. Tenía muy pocas opiniones personales sobre los enfrentamientos entre las potencias, en medio de los cuales vivía. Fuera cual fuera la política que adoptara el embajador norteamericano, Fitz la aceptaba como suya, tal vez con una sola excepción. Después de diez años de servicio en países árabes como Siria, Irak, Jordania, Egipto y los emiratos del Golfo (siempre se esforzaban en pensar y decir golfo Arábigo y no golfo Pérsico cuando se encontraba en un país árabe) no podía dejar de pensar que había muchas razones muy legítimas de parte de los árabes en relación con el conflicto que mantenían con los judíos en el Oriente Medio. Fitz se había dado cuenta de que la diplomacia americana cargaba todo su peso en favor de Israel y que el punto de vista árabe era distorsionado o sencillamente ignorado tanto por la Prensa como por la opinión pública en los Estados Unidos. Fitz, por su parte, había observado muy de cerca todos los aspectos del problema, e incluso los había vivido íntimamente. Había aprendido a hablar con corrección el árabe y también hablaba aceptablemente el hebreo: podía entender por igual las quejas y las agresiones de ambas partes en pugna. Y todavía seguía pensando que el mundo árabe, que hasta entonces no había conseguido hacer presión en las estructuras de poder americanas, era el que se llevaba la peor parte. Sin embargo, al ser un funcionario de Información disciplinado y anónimo, Fitz se reservaba para sí tales opiniones.

A Fitz le hacía gracia que tan a menudo la gente lo tomara por judío a causa de su apellido, Lodd. Sólo porque el aeropuerto internacional de Israel, ubicado en Tel Aviv y tan a menudo mencionado en la Prensa, se llamaba Lod, muchos de sus colegas, que desconocían su procedencia, pensaban que un hombre con un apellido judío, como él, tenía que ser obligatoriamente judío. Sin embargo, la única vez que Emmy Lodd se desvió de los estrictos preceptos de la doctrina congregacionalista cristiana del Oeste Medio americano —doctrina que incluía no pocos conceptos antisemitas— fue al concebir un hijo ilegítimo, que no era otro que él: Fitz.

En su camino hacia el Bazar, Fitz atravesó el bulevar Ferdowsi, flanqueado por árboles y relativamente apacible y, torciendo hacia la izquierda por una calle transversal y girando después a la derecha desembocó en la avenida Naserkhosro. En cuestión de segundos ya se encontraba en el entramado de calles ruidosas, sucias y atestadas de tráfico que rodeaban el Bazar, que tenía fama de ser la mayor plaza de mercado de todo el mundo.

Fitz entró al Bazar por la puerta que daba a la avenida Naserkhosro, pasando frente al almacén de joyas especializado en turquesas azul pálido, semipreciosas, célebre producción de Irán. Luego se sumergió en la muchedumbre que desbordaba el Bazar, avanzando entre la gente y mirando hacia las filas de tiendas que se alargaban más de cien metros en todas direcciones.

Un tendero que estaba de pie delante de la puerta de su negocio detuvo a Fitz cuando éste pasaba por delante.

—Monedas de oro —ofreció el tendero.

Fitz hizo una pausa y el tendero renovó su oferta, ahora intensificándola.

—Tengo las más finas monedas de oro de todo el mundo. Los norteamericanos me compran muchas —el persa hizo una amplia guiñada—. Son el mejor recurso contra la inflación.

—¿Dónde ha oído hablar usted de la inflación? —preguntó Fitz, con una sonrisa amistosa.

—Observe esta moneda —insistió el persa, colocando una gran moneda de oro sobre la mano de Fitz.

El funcionario de Información miró fijamente la moneda. Se trataba de una moneda etíope muy rara, la Menelik II, acuñada en 1899, cuyo anverso mostraba al emperador Menelik II, mientras que el reverso representaba al León de Judea. Se trataba de la credencial de los Servicios de Información de Hassian.

Fitz extrajo de su bolsillo un duplicado exacto de la moneda y lo enseñó.

—¿Dónde? —preguntó.

El tendero cogió de nuevo su moneda e hizo una seña con la cabeza, a lo largo de la fila de tiendas.

—Escalera abajo, el Bazar Bozorg, del otro lado.

Fitz se abrió paso a empellones entre los compradores y los mirones que pululaban frente al almacén de joyas. Pasó por la puerta y, divisando una escalera al fondo, se dirigió a la misma y descendió a los sótanos de la tienda.

Un hombre de barba gris, mal atusada, miraba hacia arriba a través de un par de gruesos lentes bifocales. Vestían ropas occidentales corrientes, al igual que la gran mayoría de los tenderos del Bazar. Las gafas, con montura de oro, brillaban a la luz que arrojaba una lámpara de bronce suspendida encima del escritorio tras el cual estaba sentado el hombre, indicando una silla vacía que se encontraba junto al mismo. Fitz colocó la moneda de oro con la imagen de Menelik II sobre el escritorio y tomó asiento. Extrajo una libreta y un lápiz del bolsillo de su chaqueta.

—Adelante, amigo de Hassian —dijo Fitz.

—¿Tienes algo para Hassian? —preguntó, sugerente, el hombre de la barba.

Fitz golpeteó con una mano el bolsillo de su chaqueta.

—Evaluaré la información y llenaré este sobre de acuerdo al mismo. —Fitz extrajo un sobre marrón de uno de los bolsillos interiores de la chaqueta y lo colocó sobre la mesa—. Soy todo oídos.

El amigo de Hassian inició su relación.

—Para el comienzo de la próxima semana, el Shahensha —el hombre de la barba inclinó reverencioso la cabeza al referirse a Mohamed Pahlevi, luz de los arios, ocupante del trono de pavo real del Irán— ha autorizado casi un cincuenta por ciento de aumento para los embarques mensuales de armas destinadas a los hombres de las tribus kurdas del Irak.

Fitz hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Nos percatamos de eso cuando el Sha pidió a la Embajada que dieran curso urgente a sus requerimientos de armamentos americanos adicionales. Sin embargo…

Fitz extrajo un billete de mil rials, aproximadamente unos quince dólares, y lo introdujo en el sobre. De inmediato se dedicó a seguir escuchando atentamente.

—Aumenta la presión ejercida sobre el Sha para elevar los precios del petróleo, incluso superando en exceso lo establecido en los acuerdos de Teherán de 1963.

—Vamos, amigo de Hassian —lo interrumpió Fitz, impaciente—. Sé que puedes hacerlo mejor.

El anciano esbozó una fugaz sonrisa de astucia y, acto seguido, se enfrascó en una verdadera verborrea de temas de espionaje relacionados con el Oriente Medio. De vez en cuando, Fitz se metía la mano en el bolsillo y extraía más dinero, aunque, por lo general, se mantenía inmóvil, sentado en actitud pétrea.

—Hace poco me he enterado de unas noticias muy importantes —dijo el informador, haciendo chasquear los labios al pronunciar cada palabra—. Las exploraciones petrolíferas en Omán, situado en la costa árabe del golfo, van muy bien. Hemos oído de boca de los obreros que estaban de asueto en Beirut que el petróleo se encuentra bajo el agua, apenas a quince kilómetros de la isla de Abu Musa, reclamada por el Emirato de Kajmira.

Fitz empezó a interrumpir agriamente aquella cháchara, pero su informante lo hizo callar alzando una mano.

—Las novedades importantes son los rumores de que el Sha ha decidido ocupar las islas de Tumb mayores y de Tumb menores, reclamadas por el Emirato de Ras al Jaimah, para establecer bases militares en las mismas.

—¿Quieres decir que piensa enviar la Marina, soldados? ¿Qué piensa arrancar esas islas a los Emiratos del Golfo que se encuentran bajo la protección de Gran Bretaña?

—Los ingleses se marcharán en poco tiempo. En unos pocos años, para 1971, los gobernantes de esos Estados tendrán que apañárselas por sí mismos. Entonces el Sha se lanzará, de inmediato, a tomar posesión de las islas Tumb y de la isla de Abu Musa.

Fitz sacudió la cabeza afirmativamente, en señal de comprensión. Esa clase de espionaje a largo plazo era la que más convenía al Departamento de Estado, para poder planificar con tiempo la réplica. Fitz agregó otro billete de mil rials a los varios billetes que había dentro del sobre.

—¿Tan poco?

—Eso es lo que vale —replicó Fitz.

—En ese caso lo más probable es que no te dé las noticias más importantes que he recibido. Se trata de una información que vale muchísimo más que todo lo que te he dicho hasta ahora.

—Hassian sabe que pago bien por la buena información. Déjame escuchar cuáles son esas noticias tan importantes.

—Valen cinco o diez mil rials, más tal vez. Es algo que acabamos de saber mediante nuestros agentes relacionados con la negociación del nuevo oleoducto que se extenderá de Irán a Israel. Nuestros propios agentes se han enterado casi por casualidad.

Ante aquella mención de Israel, Fitz se puso alerta. Sabía que algo estaba a punto de ocurrir. Era el mes de mayo y las tensiones se multiplicaban entre Israel y sus vecinos árabes de Egipto, Jordania y Silla. Una vez más metió la mano en el billetero para extraer, ahora, diez billetes de mil rials cada uno.

—La cantidad de estos billetes que entran en el sobre es algo que depende por completo de tus informes, amigo de Hassian.

Los espejuelos destellaron bajo la luz de la lámpara que colgaba sobre el escritorio, cuando el hombre de la barba fijó la vista en los billetes que Fitz tenía en la mano.

—Y ¿qué pasaría si tú no creyeras lo que yo te diga, sólo para descubrir, de aquí a diez días, que yo estaba en lo cierto?

—Siempre he sido leal, y más todavía. Y lo seguiré siendo. ¿Por qué me haces esa pregunta?

—Porque algunos no creyeron en mi información y se negaron a pagármela. Justo los que se encuentran más en peligro se rieron de mis informes, pero yo sé que son ciertos.

—Adelante entonces.

—Muy bien. —Los ojos del hombre de la barba, fijos en Fitz, se agrandaron desmesuradamente tras los gruesos cristales de los lentes—. Israel va a desencadenar una guerra contra Egipto, Jordania, Irak y Siria en un plazo de diez días, a lo sumo. Israel ha decidido no esperar que se produzca el ataque enemigo que creen podría producirse.

—¿Diez días? —preguntó Fitz, suspirando ruidosamente.

—Menos, quizás. En tres días ya estaremos a uno de junio. El ataque israelí puede tener lugar en cualquier momento a partir de esa fecha.

—¿Y tú ya has vendido esta información? Seguramente los árabes estarán preparados.

El viejo de las barbas rió amargamente.

—Ya te he dicho que no pueden creerlo. Sólo creen aquello que quieren escuchar. Piensan que en caso de que se produzca una guerra, serán ellos los que se encarguen de iniciarla, en el momento y lugar que elijan.

El viejo sacudió la cabeza antes de proseguir.

—Por Alá. La información más importante y vital siempre es la más difícil de vender, porque nadie quiere creer en ella.

—Yo creo en ella —dijo Fitz, con decisión y colocando los diez billetes de mil rials en la mesa, junto al sobre—. Me pregunto si las legiones que ayudé a entrenar en Jordania serán capaces de resistir un ataque de los israelíes, con todo ese armamento tan sofisticado que poseen. —Fitz suspiró—. Los árabes no deberían lanzarse nunca a la guerra, pues ésta requiere demasiada eficiencia y organización.

Echando hacia atrás la silla, Fitz se puso de pie.

—Comunícate conmigo de la forma usual en caso de que te enteres de más detalles.

El hombre de la barba se puso de pie.

—Ha sido un placer hacer negocios contigo. Eres el primer cliente que ha creído en mis informes: Israel empezará la guerra.

Fitz sonrió con amargura.

—El problema es otro: ¿me creerá mi Embajada, mi Gobierno?

Se volvió, subió la escalera y salió de la joyería y, una vez en el Bazar, recompuso su aspecto y tomó por el camino más corto para salir de aquel laberinto de tiendas alineadas a lo largo de los senderos y volver a la calle. Necesitó andar diez minutos, por lo menos, a través del mercado desbordante de gente.

Al llegar finalmente a la calle, Fitz empezó a abrirse paso a través de la multitud, viéndose obligado a avanzar casi un kilómetro por el tráfico sobrecargado antes de que las calles se despejaran lo suficiente como para permitir que los taxis se desplazaran sin mayores problemas. Una vez libre de los atolladeros, Fitz saltó al medio de la calzada, haciendo señas a un taxi y, al aminorar la marcha el vehículo, Fitz dio al conductor las señas del «Club Francés». El conductor hizo una señal afirmativa con la cabeza y Fitz se introdujo en el asiento trasero, junto a dos damas que regresaban de una expedición por las tiendas, con los paquetes inundando literalmente el vehículo. Sin pensarlo dos veces, Fitz desplegó unos cuantos paquetes del asiento, los suficientes como para poderse sentar, y el taxi volvió a ponerse en marcha. El sistema imperante en Teherán, que permite que un taxi transporte al mismo tiempo a pasajeros con distinto destino es, a la vez, una bendición y una condena.

El «Club Francés» era uno de los clubs más exclusivos y deliciosos de la ciudad y, en mayo, el clima era similar al de la zona este de los Estados Unidos, maravillosos días primaverales que hacían del hecho de comer en el verde prado del club un verdadero placer. Sus tres años en París como oficial de la OTAN habían otorgado a Fitz el derecho a ser miembro del club. Eso y el hecho de que hablaba francés.

Mientras bebía el típico gin-tonic norteamericano, bebida que le agradaba sobremanera a pesar de la desconfianza con que la observaban los miembros franceses del club, que nunca habían cultivado el paladar para lo que consideraban un trago demasiado áspero, Fitz pensaba en lo mucho que disfrutaba de sus rondas de trabajo por Teherán. Irán —Persia, como él la llamaba— era un país que lo impresionaba profundamente. También pensaba que ahora, por fin, después de tanto tiempo, por segunda vez, se encontraba en las listas su ascenso a coronel, a los cuarenta y dos años de edad. Una vez había quedado a un lado simplemente por no tener ningún enchufe en el Pentágono, nadie que se hubiera preocupado por hacer que James Fitzroy Lodd obtuviera su águila de plata. Al haber ingresado a través del ROTC del Estado de Ohio, no era miembro de la Asociación protectora de West Point.

En esta ocasión, sin embargo, le habían asegurado que sería promovido. En caso contrario, no le quedaría más que retirarse.

En los años vividos en Irán, Fitz había pensado muy a menudo en retirarse y quedarse a vivir en la zona dedicándose a los negocios. La verdad es que sus conocimientos no iban mucho más allá de todo lo relacionado con el trabajo de espionaje y al manejo de todo tipo de armas, pero estas habilidades podían llegar a ser muy valiosas para distintas organizaciones del Oriente Medio.

Se puso a pensar en el inminente ataque israelí contra los países árabes vecinos. Se trataba de una buena estrategia, de un golpe tan osado e inesperado que incluso después de que uno de los mejores sistemas privados de espionaje de aquella parte del mundo revelara la información, los servicios de espionaje de las naciones que, seguramente, se verían más afectadas por el ataque, se negarían a creer en esa posibilidad. Era algo parecido a la negativa de Hitler a aceptar que el ataque aliado del día D contra la fortaleza europea tendría lugar en Normandía, a pesar de los imperdonables fallos de seguridad que habían permitido a los alemanes advertir claramente cuáles serían el lugar y el momento en que se produciría la mayor invasión de la Historia.

Teniendo en cuenta estos antecedentes, eran muy escasas las posibilidades de que sus superiores tomaran en serio la información que Fitz había conseguido. De todos modos, la entregaría al Equipo de Información de los Estados Unidos en Irán y, de esa forma, la CIA o el Agregado Militar serían los responsables de trasladar la información a Washington mediante un cable codificado.

El colega de Fitz en el Servicio de Información francés, viendo que Fitz estaba solo, lo invitó a almorzar con él. Otra ventaja de aquel club era que los oficiales del Servicio de Información de casi todas las grandes potencias mundiales con representación en Teherán, habían conseguido acceder al mismo. Se trataba de un espléndido foro informal, en el que los miembros de la comunidad del espionaje internacional podían mentirse a placer unos a otros, o intercambiar información cuando lo creían apropiado, e incluso probar la mutua sagacidad respecto a los acontecimientos más importantes y complejos del momento.

Por mucho que lo intentó, y de la manera más delicada posible, durante los aperitivos, a lo largo de una deliciosa comida francesa regada con vino importado y, finalmente, con el digestif, Fitz no pudo descubrir si su rival francés había adquirido la misma información respecto al ataque israelí que le había comprado aquella misma mañana a los Servicios de Hassian. Mucho menos, por ende, pudo saber respecto a la opinión de su colega francés en cuanto a la posibilidad de que se produjera dicho ataque.

En lo relativo al petróleo, ambos estaban en posición de mostrarse más francos el uno al otro. Sí, aquella misma mañana los franceses se habían enterado de que el Sha tenía intenciones de anexionarse las islas Tumb en el momento oportuno, y tal vez Abu Musa, no bien los británicos retiraran su protección militar a los Estados de la Tregua. Y, por supuesto, todo el mundo sospechaba que el Sha tenía ya planes concretos para elevar el precio del petróleo iraní, excediéndose ampliamente de los acuerdos previos respecto a una subida gradual y escalonada de dichos precios.

Fitz regresó a la Embajada a las dos de la tarde. Se encontró con la inevitable multitud de iraníes aguardando que se les concedieran visados para visitar los Estados Unidos, y que ahora desbordaba los locales de la cancillería. Sólo en Irán, en el Líbano e Israel, la gente se dedicaba a sus negocios sin la interrupción ritual de tres a cuatro de la tarde, que se da en los demás países del Oriente Medio. Una vez en su oficina, Fitz cogió el teléfono de su despacho y llamó al mayor general Fielding, que era el oficial de mayor graduación del equipo del embajador. Luego de pedir una entrevista, Fitz recibió la orden de trasladarse de inmediato a la oficina del general.

Fielding era apenas cinco años mayor que Fitz, pero era formidable el abismo de rango existente entre un teniente coronel y un general de dos estrellas que había hecho su carrera en West Point.

Puesto que ambos oficiales vestían de paisano, Fitz no hizo el saludo militar, sino que se sentó en la silla que había frente al escritorio del general.

—¿Qué piensa, Lodd? —preguntó afablemente el general—. ¿Cuál es esa joya de la información que no puede esperar hasta la reunión de mañana para ser descubierta y enseñada?

—Señor, esta mañana estaba haciendo la ronda habitual, después de la reunión del equipo, cuando descubrí algo que creo que debería ser cablegrafiado de inmediato a Washington. Supongo que puede encajar perfectamente con informaciones que hemos obtenido de otras fuentes.

—¿De qué se trata?

El general se inclinó hacia delante. Había aprendido a respetar la habilidad de Fitz en cuanto a hacerse con información importante, y también estaba al tanto de la vasta experiencia de Fitz en el Oriente Medio.

—Los Servicios de Información de Hassian siempre han demostrado ser dignos de toda confianza. Hoy me vendieron la información de que los israelíes están decididos a atacar Egipto, Jordania, Irak y Siria simultáneamente, de aquí a diez días como máximo, seguramente antes.

El general Fielding se quedó mirando fijamente a Fitz.

—¿Que los israelíes van a atacar? No puedo creerlo. No quieren la guerra. Tenemos una misión de paz que trabaja activamente para eliminar el peligro de una guerra en el Oriente Medio.

—Es evidente que los israelíes son de la opinión de que si no atacan antes por sorpresa, a la larga serán arrollados por los árabes.

—Por supuesto que transmitiré por cable a Washington esta información. —Un brillo surcó los ojos del general Fielding—. Ese bastardo tuerto estaría encantado de llevar adelante un ataque de este tipo. Es exactamente lo que yo haría si estuviera en su lugar.

—Es una verdadera lástima que los israelíes y los árabes no puedan ponerse de acuerdo para arreglar este problema —dijo Fitz, lamentándose—. Uno no puede culpar a los israelíes por sus deseos de mantener incólume su patria, pero los árabes también cuentan y tienen su opinión. Un millón y medio de árabes desplazados, viviendo en campos de concentración porque han dejado de tener patria es algo que enfurece, hoy en día, a cualquier persona que crea en Alá y en Mahoma, su profeta.

—¡Maldita sea, Lodd! Lo que no entiendo es por qué las naciones árabes grandes, ricas y poderosas, gastan tiempo y dinero peleando con los judíos por un montón de piojosos refugiados que nada pueden hacer para ayudarlos, una clase de árabes que, a fin de cuentas no despiertan simpatías entre los demás. Están verdaderamente ansiosos de lanzarse contra las armas ultra modernas que hemos entregado a los israelíes, dispuestos a morir por los bastardos palestinos.

Fitz se encogió de hombros y sonrió desalentado.

—Si usted hubiera vivido con los árabes, los entendería. Los infieles, los judíos, le han marcado un tanto a Alá. Eso es una afrenta para todo árabe que viva en esta parte del mundo. Admito que parece tratarse de un concepto más bien medieval, como lo es la guerra santa, pero al mismo tiempo lo significa todo para los árabes religiosos. Y en lo que respecta a morir en combate… —Fitz lanzó una mirada casi irónica al general—. ¿Ha leído el Corán?

—¿La Biblia árabe? No.

—Debería leerlo. De esa forma entendería mejor a los árabes. En Las mujeres, el Profeta dice: «Y a aquellos que hayan luchado por Alá, tanto vencidos como vencedores, les daremos una gran recompensa».

El general movió afirmativamente la cabeza:

—Eso hace que morir en combate se convierta en una cosa verdaderamente personal. Nosotros morimos por nuestra patria, ellos mueren por Alá.

—Exactamente, señor. Y en Arrepentimiento, los verdaderos creyentes pueden leer: «Ve, sigue adelante, y avanza con tus riquezas y tus pertenencias en el camino de Alá». Y los gobernantes de todos los países árabes ricos son verdaderos creyentes, y eso es exactamente lo que están haciendo.

—Por tanto —el general Fielding suspiró—, estamos a punto de vernos metidos en una nueva guerra en Oriente Medio.

—De aquí a diez días —agregó Fitz—. O antes.

—En Washington no podrán creer que Israel esté dispuesta a iniciar las hostilidades, a menos que el viejo Eskhol llame personalmente al presidente Johnson desde Israel.

Fitz chascó la lengua.

—Tiene usted razón, señor. Los árabes tampoco lo creen posible.

—Bueno, Fitz, ya que estamos con esto, he recibido una petición oficial, a través del oficial de Información de la Embajada. Se trata de un periodista que quiere hacerle una entrevista.

—¿A mí? ¿Para qué? —inquirió Fitz, alarmado.

Siempre había hecho todo lo posible por evitar a la Prensa, aunque le había sido difícil lograrlo en Vietnam, donde había llegado a desconfiar de todos los periodistas e incluso a detestar profundamente a muchos de ellos.

—Parece ser que el reportero en cuestión le conoce a usted. Lo conoció en Vietnam y ha oído decir que está usted muy enterado de lo que ocurre en el Oriente Medio.

—¿Un reportero que me conoce? ¿A mí? —preguntó Fitz, incrédulo.

—Se llama… —El general consultó el informe— Sam Gold. ¿Le dice algo ese nombre?

Fitz hizo una mueca.

—Sí. Con que por fin se marchó de Saigón… Escribía para uno de los periódicos más influyentes de los Estados Unidos. No puedo recordar exactamente cuál, un periódico de Nueva York o de Chicago.

—El Star de Nueva York —indicó el general.

—Lo único que recuerdo es que tenía fama de no haber salido nunca de Saigón hacia el campo de batalla. Conseguía toda su información haciendo entrevistas a los oficiales y a otros periodistas que sí habían salido de la ciudad. Y no tenía escrúpulos si había que retorcer las palabras para conseguir un buen reportaje. No quiero verlo. Tuve suerte de que no me metiera en problemas en Vietnam. Con aquello tuve suficiente.

—De acuerdo con este informe del oficial de Información, el embajador se mostraría muy agradecido si le concediera esta entrevista. Lo más probable es que tenga usted una idea mucho más clara de lo que ocurre aquí en el Oriente Medio que cualquier otro americano funcionario de la Embajada. ¿Lo recibirá, Fitz? —Era más una orden que una pregunta—. No necesita decirle nada; simplemente hay que mostrarse corteses, con ese periódico de Nueva York, dejando que uno de sus reporteros se entreviste con nosotros, ¿de acuerdo?

Hubo una pausa. Luego, Fitz dijo, renuente:

—De acuerdo.

Mr. Gold vendrá por aquí a las cuatro de la tarde. Haré que lo hagan pasar a su oficina.

—Lo estaré esperando.

Fitz no podría haber dicho exactamente por qué temía aquella entrevista. Tal vez se trataba, simplemente, de la desconfianza que sentía por la Prensa en general y por Sam Gold en particular. Fitz había sido asignado a las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos en Vietnam con el cargo de Oficial Jefe de Información y entonces fue cuando se topó por primera vez con Sam Gold. Por segunda vez en su carrera se encontraba luciendo la boina verde de las unidades de élite. Estaba bien calificado para volver a la unidad, habiendo sido paracaidista e instructor en guerra de guerrillas de Fort Bragg. Esta designación había tenido lugar después de su misión como consejero del rey Hussein para la creación de un grupo especial de comando en el Ejército jordano. El rey se había mostrado tan complacido con el trabajo de Fitz, que incluso llegó a ofrecerle un contrato de cinco años como general del Ejército, con un sueldo de cincuenta mil dólares al año, más todos los gastos. Pero Fitz era un oficial de carrera del Ejército norteamericano y no tenía ganas de cortar su carrera de esa forma.

A fines de 1965, el teniente coronel Lodd estaba considerado como la persona mejor informada respecto a las operaciones fronterizas norteamericanas hacia el interior de Laos, Camboya e incluso Vietnam del Norte. Ocasionalmente, cada vez que llegaba a la Prensa el rumor, a veces fantasioso y otras veces auténtico, de una operación a través de las fronteras llevada a cabo por los Boinas Verdes, los periodistas exigían que se les dieran datos concretos, y entonces Fitz se veía obligado a cumplir la desagradable tarea de despistarlos, lo cual no era fácil, pues los periodistas estaban verdaderamente ansiosos de obtener reportajes sensacionales. No importaba lo que dijera o de qué forma respondiera a las preguntas de la Prensa, lo cierto era que Sam Gold siempre lo citaba retorciendo sus palabras y obteniendo de esa forma historias verdaderamente sensacionales para los lectores de su periódico, ávidos de sensaciones. Esos reportajes causaban verdadera conmoción en los cuarteles del Alto Mando, al menos una vez a la semana.

Sam Gold, de baja estatura, rechoncho y desagradablemente cordial y de buenas maneras, entró en la oficina de Fitz exactamente a las cuatro en punto. Llevaba en una mano un vasito de papel, con café. De esa forma lo recordaba Fitz en los días de Saigón: siempre con un vasito de café en la mano.

—Buenas tardes, coronel Lodd. Es un verdadero placer volver a verle.

—¿Qué tal, Mr. Gold? —replicó Fitz, en guardia—. ¿De veras ha pedido usted autorización para hablar específicamente conmigo?

—¿Por qué no? En recuerdo de los viejos tiempos, ¿entiende? Por todo lo que vivimos juntos en Saigón. No bien leí su nombre en la lista de la Embajada de esta ciudad, comprendí que entre nosotros las cosas podrían ir más de prisa y mejor que si tuviera que empezar a hablar en frío, con alguna otra persona. Por otra parte, dondequiera que esté usted, siempre conocerá al dedillo lo que está pasando. ¿Qué ocurre por esta parte del mundo? ¿Seguimos enviando armas para ayudar a las guerrillas kurdas a derrocar al Gobierno de Irak?

—Y yo he dejado de castigar a mi mujer, ¿eh, Gold?

El reportero rió.

—Simplemente, estoy tratando de entender qué es lo que pasa por aquí, coronel, procurando captar la escena, verla en un plano general. Después de cinco años en Vietnam, conozco el Sudeste asiático mejor que cualquier reportero… O que cualquier soldado —agregó—. Ahora tengo que empezar otra vez por el principio y enterarme de lo que ocurre en el Oriente Medio. Usted estuvo asignado en misión de servicio con los kurdos, antes de ser trasladado a Vietnam, ¿verdad?

—Viví algún tiempo en Irak, cierto. Y también es verdad que formé parte de una misión americana a las montañas para brindar ayuda y cuidados médicos a los miembros de las tribus de la zona, la primera ayuda médica que recibieron jamás. También ayudamos a educarlos en higiene.

—Seguimos tratando de ayudar a los kurdos, ¿verdad?

—Pero no entregándoles armas, no por ese medio —replicó Fitz.

—Entonces, ¿cómo es posible que empleen rifles fabricados en los Estados Unidos? —replicó, a su vez, Sam—. Se los damos al Sha para que se encargue de pasárselos a su vez a los kurdos, ¿verdad?

—Lo que el Sha pueda hacer con las armas que le vendemos, es algo que está fuera de mi conocimiento.

—Lo cierto es que seguimos mandando esa mercancía a Irán, ¿verdad? —Sam Gold sonrió de manera poco amistosa—. No tengo intención de hurgar en temas demasiado espinosos. En caso que esté demasiado cerca de la verdad, puede decirme simplemente que me calle. Ésa era su forma de actuar, invariable, en Saigón.

Sintiéndose a la defensiva, Fitz empezó a retroceder.

—Ese rumor al que se refiere usted hace años que circula por el mundo. Y claro que todos sabemos que los kurdos utilizan preferentemente armas norteamericanas, pero no pasa una semana sin que algún traficante de armas norteamericano no se presente en Irán. Algunos pasan por la Embajada, pero otros hacen sus negocios bajo mano, sin informar. Por tanto, le repetiré que nuestra postura, al menos en lo que entra dentro de mis conocimientos, es la de no vender armas a ningún grupo ni a ninguna potencia sin hacer pública dicha venta. Que yo sepa, no tenemos ningún negocio secreto de venta de armas en el Oriente Medio. ¿He respondido a su pregunta?

—No del todo. Pero en Saigón obraba usted exactamente igual. Pasemos a otra cosa. ¿Qué hay del petróleo? —preguntó Gold.

—¿Del petróleo? Ése sí que es un asunto verdaderamente grande.

—¿Cuándo va a subir los precios el Sha y cuál es la postura de la Embajada?

—¿Por qué no le hace esa pregunta al oficial de Información de la Embajada? Porque se trata de un tema del que no sé nada. Yo pertenezco al Servicio de Información militar como usted sabe.

—Pero el problema del petróleo puede convertirse en asunto militar.

—Lo dudo. E insisto: ésos son asuntos de índole política.

Fitz empezó a preguntarse si sería posible que Sam Gold se las hubiera apañado para introducirse de alguna forma en el Servicio de Información privado de Hassian. Pero éste siempre había mantenido que sólo negociaba con oficiales del Servicio de Información. Por cierto que no podía ser una ventaja para él ver que sus informes, que tanto trabajo le había costado obtener, eran publicados en lugares que cualquiera podía leer.

—Le pido que me ayude un poco más, coronel.

De nuevo la ingenua petición de ayuda. El coronel sonrió tristemente, esperando.

—La verdad es que no estoy al tanto de nada en esta parte del mundo. No me encuentro aquí para escribir un reportaje. Simplemente busco información de fondo. No espero poder empezar a elaborar reportajes hasta dentro de un par de semanas más. Ahora ni siquiera sabría dónde buscar una buena historia.

—Conociéndole como le conozco, Mr. Gold, sé que no pasará mucho tiempo antes de que el embajador en persona me llame para que le diga cómo diablos se las ha arreglado Sam Gold para obtener esa historia.

Fitz se sentía un poco aliviado, sabiendo que la entrevista no iba a servir como base para un artículo periodístico.

—Todos cumplimos nuestra misión coronel, cada uno la suya. Ahora permita que le pregunte: En el conflicto árabe israelí, Teherán es más bien neutral, ¿verdad?

—Sí, yo diría que sí. Los iraníes no son árabes, ni tampoco son judíos. Irán comercia con ambos bandos en conflicto y hace lo posible por mantener relaciones amistosas con todos los demás países del Oriente Medio.

—Tengo informes según los cuales la guerra va a reanudarse en un período muy breve. Ése es el motivo por el que estoy aquí. ¿Existe alguna información importante, que pueda brindarme a este respecto, teniendo en cuenta la posibilidad que le he mencionado?

—Se haya usted tan al tanto como yo de las tensiones existentes. No me sorprendería en absoluto ver que se reanudaran abiertamente las hostilidades.

—Los jodidos árabes están sedientos de sangre, ¿no le parece? Es muy posible que alguna noche de éstas se lancen en manada sobre Israel y maten a todo judío que encuentren a tiro. Y por ningún motivo, salvo el de odiar a los judíos. Sin embargo, los Estados Unidos siguen entregando armas y aviones a los árabes.

Mr. Gold, siendo como es usted un periodista responsable, tendría que darse cuenta de que hay dos puntos de vista respecto a este problema. —Fitz hacía todo lo posible por mantener un tono de voz normal—. Por algún motivo, la Prensa norteamericana en general se ha acercado a este problema de la misma forma que usted lo ha hecho, disparando sin desenfundar. Si la población norteamericana (favorable, claro está a los judíos), y los medios de comunicación se mostraran menos histéricos respecto al asunto y se tomaran la molestia de aprender sobre los árabes y llegar a comprenderlos, entendiendo, de paso, cuál es el punto de vista árabe en este asunto; y si los árabes fueran capaces, a su vez, de entender de esa misma manera el problema judío, entonces sí cabría la posibilidad de que Estados Unidos llevaran a cabo una política ecuánime en el Oriente Medio, política que quizá llevara a la consecución de una paz duradera en la zona.

Sam Gold sonrió ampliamente, sacó su libreta de apuntes, garrapateó algo en ella y volvió a guardarla. A Fitz no le gustaba nada el complacido aspecto del rostro del periodista.

Sam arrojó su cigarrillo dentro del vaso de café, lo colocó en el escritorio de Fitz y se puso en pie.

—Gracias, coronel. La verdad es que me ha sido de gran ayuda.

—Pero no le he dado mucha información de fondo, Mr. Gold.

Fitz empezaba a alarmarse.

—Me ha dado algo mucho mejor. Un punto de vista.

Gold sonrió y extendió un brazo. Fitz se vio obligado a ponerse de pie —dando por terminada la breve entrevista—, y a estrechar la mano húmeda y blanda del periodista.

—En caso de que necesite más material de referencia, hágamelo saber —dijo Fitz, con suma cortesía.

—Gracias, coronel.

Con la sonrisa astuta iluminándole aún el rostro, Sam Gold abandonó la oficina de Fitz.

Fitz sentía un nudo en el estómago a causa de la honda preocupación que lo embargaba. No estaba muy seguro de qué era lo que había sucedido en la entrevista, pero sí tenía la plena certeza de que muy pronto tendría que arrepentirse de haber aceptado entrevistarse con Sam Gold.

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