Dubai

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Segunda parte » Capítulo IV

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CAPÍTULO IV

El trayecto hasta la casa de Sepah, a lo largo de la costa, se cubría en pocos minutos en coche.

—Yousef, el padre de Sepah, fue uno de los principales mercaderes de perlas del Golfo —explicó Ibrahim—. Entonces, después de vuestra Gran Guerra, los japoneses inundaron el mercado con sus perlas de cultivo, y eso marcó el fin del comercio de perlas naturales del golfo de Arabia. A la postre, Yousef regresó a Persia, de donde era originario, para vivir allí sus últimos años; mas para entonces, Sepah y el jeque Rashid eran ya casi como hermanos. Rashid convenció a Sepah para que se quedara en Dubai y lo ayudara a hacer de esta ensenada un gran puerto internacional de comercio.

—Me imagino que todavía les queda un largo trecho por andar para conseguir sus objetivos —señaló Fitz.

—Por supuesto, pero si nos hubieras conocido hace apenas diez años, sin duda ahora estarías asombrado de los progresos que hemos hecho.

—Ya he notado muchos cambios, y sólo hace tres años que estuve aquí por primera vez —aceptó Fitz.

El vehículo se detuvo frente a una casa que destacaba por levantarse entre chozas de barro y almacenes rústicos, que se alineaban a lo largo de la ensenada. Era una casa larga y baja, pintada de blanco, cuyo techo se divisaba apenas por encima de los muros que la rodeaban.

—Haga lo que haga Sepah, sin duda lo hará bien —observó Fitz, al tiempo que el coche penetraba por los portones abiertos.

—Ésta era la casa de su padre, y aunque ya hace cuarenta años que se edificó, sigue siendo una de las casas más elegantes de la cala. Se dice que el jeque ambicionaba quedarse con ella, pues es mucho más elegante que la casa en la que vivía la familia real. Por tanto, el hecho de que haya insistido para que Sepah se quedara en Dubai, da una medida de lo que Rashid estima a su amigo. Si se hubiera marchado también Sepah, Rashid podía quedarse con la casa, puesto que la misma está construida en tierras del rey y ha sido otorgada en préstamo a Yousef para toda su vida y para toda la vida de su hijo, en caso que éste siguiera viviendo en Dubai.

Al llegar frente a la puerta de la casa, la abrió un sirviente, que hizo pasar a Fitz e Ibrahim a un gran cuarto de estar, cuyos ventanales dominaban la ensenada. Allí dentro, el aire era fresco, y Fitz inhaló profundamente, agradeciendo aquel respiro después de sufrir el tremendo calor, que, ya por la mañana, rondaba los cuarenta y cinco grados.

—Sepah y Rashid son de los pocos que gozan de aire acondicionado. Sepah trajo generadores «Diesel» y unidades de climatización desde Kuwait, para su uso personal y para los demás. Ése ha sido otro gran servicio que Sepah ha prestado a nuestro rey.

En aquel instante, Sepah hizo su entrada en la habitación. Fitz pensó que Sepah vestía de un modo notoriamente occidental. Llevaba una brillante camisa de color azul, metida en unos pantalones cortos muy holgados, y calzaba sandalias. Sepah tenía un aspecto asombrosamente juvenil para un hombre de su edad, que Fitz estimó en unos cincuenta años. Su rostro atezado parecía el de esos hombres acostumbrados a pasar mucho tiempo al aire libre. Todo en él hacía pensar que se trataba de un hombre duro que había trabajado mucho para obtener el evidente éxito que reflejaba tanto su persona como lo que lo rodeaba. Se trataba de un hombre ante el cual Fitz sintió una inmediata comunidad y empatía.

Sepah extendió su fuerte mano a Fitz y, sin aguardar que Ibrahim hiciera las presentaciones, dijo, en inglés:

—Bienvenido a mi hogar, coronel Lodd. Es un honor para mí.

Hizo un ademán indicando un mullido sofá, y Fitz, atravesando la magnífica alfombra persa, se dirigió al sofá y tomó asiento.

Sepah se percató de la mirada admirativa de Fitz y señaló:

—Por supuesto, acaba de llegar de Persia, ¿o acaso debo llamar Irán a la patria de mi padre? Seguro que ha visto muchas finísimas alfombras.

—Ni siquiera en Tabriz he visto ninguna que pueda compararse con ésta, Mr. Sepah.

Sepah rió, sus dientes brillaron en el rostro color cobrizo.

—Por favor sin Mr., llámeme Sepah, sencillamente.

—Y a mí llámame Fitz. Ya he dejado de ser coronel. Me he retirado del Ejército de los Estados Unidos, como probablemente sabrás.

Sepah movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, por fortuna para nosotros y también para ti, como pronto podrás comprobar.

Sepah señaló el sofá, y los tres hombres tomaron asiento.

—Seguro que te estás preguntando por qué motivo el rey te envió a mí —siguió diciendo Sepah. Sonrió a Ibrahim—. Y ni siquiera directamente, sino por intermedio de Majid Jabir.

Sepah miró astutamente a Fitz.

—Sé que me lo explicarás en el momento oportuno —contestó Fitz, retrepándose en el cómodo sofá.

—Puesto que trabajabas para el Servicio de Información en Irán, supongo que estarás al tanto sobre los resultados de los embargos de las importaciones del Sha.

—¿Y esos resultados son el contrabando? —dijo Fitz, a modo de réplica.

La amplia sonrisa de Sepah se ensanchó aún más.

—En Dubai empleamos la expresión reexportar, pero tanto da. Y, por cierto, vas por el buen camino. Afortunadamente, con la ayuda de mi padre, me vi en condiciones de adquirir algunas estupendas embarcaciones de la flota perlífera cuando se terminó el tráfico de perlas. Adquirí las dos embarcaciones más veloces que surcaban la ensenada… en aquella época —agregó.

—¡El tráfico de perlas! —Fitz suspiró, al imaginar todo el romanticismo inherente a las zambullidas y buceo en el fondo del mar, en busca de las codiciadas perlas—. Ésa sí que debió de ser una época maravillosa.

Sepah lanzó una ojeada a su visitante, al tiempo que su cara adoptaba una expresión humorística.

—¿Sabes algo sobre la búsqueda de perlas? —preguntó.

—Sólo lo que he leído. Como soy un gran entusiasta de la natación submarina, me encantaría, por supuesto, ir en busca de perlas.

—Es una lástima que nunca hayas visto un barco perlífero de regreso a la ensenada, después de haber pasado los cuatro meses más calurosos del año bajo un sol despiadado en medio de un océano en calma. La visión de los buceadores, pálidos y consumidos, regresando de una pesca, era un espectáculo verdaderamente lastimoso. Y, por supuesto, ver llegar a una embarcación que no ha tenido éxito en su búsqueda, es una verdadera tragedia. La ración diaria de los buceadores consiste en un poco de agua, un puñado de dátiles y un plato de arroz. Pueden permanecer más tiempo bajo el agua cuando se encuentran subalimentados.

Sepah sacudió la cabeza como si quisiera apartar de sí aquella visión.

—Lo sé porque empecé como buceador para aprender todos los secretos de los negocios de mi padre. Cuando regresé a su casa después de mi primera temporada como buceador, estaba cubierto de llagas, y tenía que caminar con las piernas separadas para aliviar el sufrimiento que me producía el roce de la piel llagada y ulcerada y las horribles erupciones que tenía en la pelvis. Como hay que conservar toda el agua potable para beber, los buceadores nunca tienen oportunidad de quitarse la sal que les cubre la piel.

—Ése es un aspecto de la búsqueda de perlas, del que nunca había oído hablar —admitió Fitz.

—El jeque Rashid intentó frenar los abusos de los nakhoudas, o capitanes, tal como tú los llamarías. Los forzó a llevar cubos de zumo de lima a bordo para combatir el escorbuto, aunque los capitanes se quejaban de los gastos. Muy bien podrías preguntarte a qué se debía que esos hombres casi deshechos siguieran yendo a buscar perlas año tras año, a pesar de sus sufrimientos y de los peligros submarinos motivados por los tiburones y las rayas venenosas y las medusas rojas, cuya picadura parece la quemazón de un hierro al rojo vivo. Podrías preguntarte eso.

—¿Por qué lo hacían? —preguntó Fitz.

—Por deudas. Siempre tenían que pedir préstamos al nakhouda, y entonces, para pagarle, no tenían más remedio que bucear otra temporada más. Rashid hizo todo lo que estaba a su alcance por mejorar el nivel de vida de los buceadores, pero se trataba de la principal industria de Dubai y, por lo tanto, no era mucho lo que podía hacer.

—¿Cuántas temporadas saliste tú a bucear? —preguntó Fitz.

—Una sola, primera y última —respondió Sepah—. Luego trabajé en los barcos de mi padre, empezando como miembro de la tripulación y llegando a nakhouda, encargado de capitanear los barcos que transportaban las perlas de mi padre y otras mercancías a los puertos marítimos del Golfo e incluso más lejos.

—¿Y luego te metiste en el negocio de las reexportaciones? —inquirió Fitz.

—Me dediqué a un modesto tráfico comercial de transportar hacia la India, Pakistán e Irán, cargamentos de mercancías embargadas. Tras haber dispuesto medidas para alentar a los plantadores de tabaco nativos, el Sha ha ordenado un embargo sobre la importación de cigarrillos norteamericanos.

—Estoy enterado del negocio de los cigarrillos —dijo Fitz—. Si uno carece de las ventajas de la valija diplomática de alguna Embajada y desea fumar cigarrillos decentes, no tiene más remedio que adquirirlos en el mercado negro.

Sepah hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—Mis embarcaciones se han dedicado a transportar a Irán grandes cantidades de cigarrillos norteamericanos de buena calidad, desde que se anunció el embargo por primera vez. —Sepah hizo una pausa, observando por la ventana los barcos que pasaban por la ensenada—. Hay muchas otras mercancías que, por supuesto, dan elevados beneficios, pero la más lucrativa y la más peligrosa de reexportar es, sin duda, el oro. Y en ese terreno es en el que he empezado a experimentar los reveses más ruinosos. Y cuando sufro pérdidas, la mayoría de los mercaderes que trafican en la ensenada sufren conmigo. Y cuando los mercaderes sufren esas pérdidas, el jeque también las sufre. Creemos sinceramente que con tu ayuda podré hacerme cargo de transportar cuatro importantes cargamentos de oro hacia Bombay el año próximo. Hasta la fecha he perdido dos rápidos balandros y diez millones de dólares en oro. Esto, como comprenderás, es de lo más desalentador, tanto para mí como para el sindicato que me había comprado el oro.

—No sé qué podría hacer para ayudarte —dijo Fitz, interrumpiendo al otro—. Si te cazan dentro de las aguas territoriales de la India transportando contrabando, no hay nadie que pueda salir en tu ayuda.

—Eso es cierto. De todos modos, las lanchas de la India se han dedicado a vigilar hasta más allá de doscientos kilómetros de sus costas, en busca de buques como los míos. Y aunque podemos huir sin problemas de la mayor parte de los barcos indios, lo cierto es que la India cuenta con una flota de unos cincuenta o sesenta buques muy rápidos y livianos, de treinta metros de eslora, que pueden darnos caza sin problemas en alta mar.

Tras un instante, Sepah prosiguió:

—La primera vez que sucedió eso, mi nakhouda obedeció las órdenes de alto. Se encontraba en alta mar y tenía todo el derecho de su parte. De todos modos, el buque indio le apuntó con sus cañones y, bajo amenaza de muerte, le ordenó que transfiriera todo el cargamento de oro que llevaba. Una vez llevado a cabo el trasbordo, el buque indio cañoneó al nuestro y se alejó, dejándolo que se hundiera. El nakhouda y algunos miembros de la tripulación sobrevivieron aferrados a las jarcias y, por fortuna, fueron rescatados por otro balandro, procedente de Dubai, pocos días más tarde.

Fitz caviló unos instantes sobre lo que Sepah le había contado.

—De esa forma, habéis colaborado de forma importante a aumentar las reservas de oro del Gobierno de la India —señaló.

—No —replicó—. Trataré de explicarme. Pasé más de un año en la India montando mi organización. Allí es donde se trabaja de veras y donde se corren graves riesgos. Mis hombres de Bombay, encargados de la recepción de la mercancía, envían embarcaciones más allá de las tres millas legalmente patrulladas por los guardacostas indios. Esos barcos reciben el oro de mis balandros y lo desembarcan en la playa, por la noche. El encargado de la recepción traslada el oro a otro sitio seguro, donde se lo esconde. Luego se pone en contacto con uno de mis representantes directos y le informa dónde y cómo puede hacerse con el oro. Después, ya es misión de mi representante el ponerse en contacto con algún agente de confianza, que se encargará de consumar la operación de venta de ese oro a algún comprador indio, así como de recaudar el dinero del pago, que, a su vez, es entregado a mi representante. Por último, este representante es el encargado de enviarme aquí a Dubai el dinero obtenido por la venta del oro.

—Un proceso muy complicado —comentó Fitz.

—Ciertamente. Y todos los hombres de mi organización en la India son expertos en tareas de información, y de una calidad tal, de la que pocas agencias de espionaje pueden jactarse. Se encargan de informarme cada vez que un guardacostas captura un cargamento de oro, que se distribuye entre la tripulación del buque y algunos oficiales de alta graduación en tierra, que, de esa forma, se enriquecen para vivir el resto de sus días. El Gobierno de la India nunca se entera de la captura de esos buques —dijo Sepah, riendo—. Y si la captura de semejante botín llegara a oídos de altos funcionarios del Gobierno, éstos también se lo guardarían para ellos. Nunca, en ningún caso, la confiscación de oro en alta mar ha beneficiado al pueblo de la India.

Siendo, como era, o había sido, oficial del Servicio de Información, Fitz se mostró profesionalmente interesado en la organización de Sepah.

—Debe de haber sido una misión difícil y peligrosa la de tener tu red de información en la India.

—Por supuesto. Y, frecuentemente, al tiempo que yo enviaba pequeños cargamentos de oro a la India para probar la firmeza de la organización, y perfeccionar el funcionamiento de su maquinaria, muchos de mis hombres eran capturados y obligados a hablar, mientras que otros vendían información a cambio de dinero. Cada vez que esto ocurría, yo cambiaba de identidad. El jeque me dio diez pasaportes distintos cuando viajé a la India, y tuve que usarlos todos. El motivo por el cual casi no tengo competidores estriba en que es muy difícil montar la organización en la India.

Tras un largo silencio, Fitz dijo:

—Todavía sigo sin ver dónde puedo encajar yo en todo eso.

Sepah se puso de pie.

—Eso es lo que ahora voy a enseñarte. Lamento tener que sacarte de esta habitación tan fresca, pero la recompensa sin duda excederá el que tengas que pasar este terrible verano con nosotros.

Sepah condujo a los otros al exterior, al infierno del calor de la mañana ya avanzada. Haciendo indicaciones a Ibrahim para que lo siguiera, Sepah saltó ágilmente a su «Land Rover» y se puso en marcha. El astillero donde se construían las embarcaciones de Sepah quedaba a poca distancia de la casa, junto al puente de Maktoum. Sepah detuvo su vehículo, y el chófer de Ibrahim frenó justo detrás. Sepah bajó del «Land Rover» de un salto y, a grandes pasos, atravesó la arena, sucia de serrín, hacia una embarcación que parecía estar a medio construir.

Seis hombres, todos con un sucio gorro para protegerse la cabeza, se habían quitado las dish dashas grises y, vistiendo sólo unas camisetas sin mangas y el ouzaar —túnica semejante a un sarong que se lleva debajo del dish dasha—, se dedicaban a clavar clavos en el casco de la embarcación. Un árabe vestido con una kuffiyah que le cubría la cabeza, se acercó a Sepah y le dio la mano.

Sepah se volvió hacia Fitz.

—Éste es Abdul Hussein Abdullah. Su padre empezó construyendo embarcaciones en este lugar, y ahora él sigue los pasos de su padre. Es el constructor de los mejores balandros que surcan el Golfo de Arabia. Esa embarcación que tienes a la vista la está construyendo para mí. Me ha prometido que será la más fuerte y más veloz de todas las que surcan las aguas del Golfo. Claro que Abdul no ha visto aún las lanchas patrulleras del servicio de guardacostas de la India —agregó Sepah, sombríamente.

Sepah seguía a Abdul mientras el grupo andaba en torno a la embarcación que, según estimación de Fitz, debía de tener unos treinta y cinco metros de largo.

—En dos meses estará a punto de ser botada —dijo Sepah, orgullosamente.

Todos subieron la escalerilla. Siguiendo a Abdul, hacia la parte más alta del casco, y luego bajaron por otra escalerilla hacia el interior del barco propiamente dicho.

—Mira con cuidado a tu alrededor, Fitz —dijo Sepah—. ¿Ves el trabajo que ha hecho Abdul reforzando las vigas del casco? Tu misión con nosotros empieza aquí. Quiero armar este balandro de tal forma que pueda destruir cualquier chalupa patrullera de la India que trate de abordarla en alta mar.

Fitz miró alarmado a Sepah, pero el contrabandista de oro lo siguió mirando muy serio, asintiendo con leves movimientos. Comprendiendo que Sepah hablaba en serio, Fitz se apartó de él y empezó a examinar con todo cuidado el interior del casco de la embarcación.

—¿Qué tipo de motor piensas utilizar? —preguntó.

—Tres máquinas «Rolls Royce» tipo Diesel. Ése es el motivo por el cual las vigas del casco llevan triple refuerzo. Esta embarcación podrá surcar las aguas a cuarenta millas por hora, en caso de necesidad. Por supuesto que nuestra velocidad crucero será mucho menor. Tendremos que dejar espacio para el cargamento y para el combustible.

Fitz seguía evaluando el interior del casco.

—¿Sigue siendo posible, a estas alturas, modificar la colocación de las planchas en el interior del casco? —preguntó, dirigiéndose, en árabe, a Abdul.

Fitz golpeó con un puño una de las planchas que se encontraban a media altura del casco.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Sepah—. ¿En colocar troneras para cañones?

Fitz movió la cabeza.

—Eso sería demasiado evidente. ¿Podría conseguir una copia de los planos de la embarcación?

Sepah rió.

—Los planos están en la cabeza de Abdul. Pero yo he observado bastante sobre la construcción de estas embarcaciones, y creo que podría dibujarte un plano aproximado.

—¿Podría echarle un vistazo a una embarcación terminada, alguna a la que vaya a parecerse este balandro cuando esté completo?

—Por supuesto —replicó Sepah—. ¿Ya has visto bastante del interior?

Fitz asintió moviendo la cabeza. Aquel casco parecía contener todo el calor del día encerrado en una charca espesa y tórrida. Todos treparon por el casco hacia el exterior, y Sepah abrió la marcha de regreso al automóvil.

—Seguidme a través del puente hasta la zona de Deira, y allí podréis ver un balandro terminado —dijo.

Mientras marchaban por el puente, Fitz bajó la vista para echar una ojeada al astillero de Abdul. Había otros dos balandros a medio construir, pero todos los obreros parecían concentrados exclusivamente en la embarcación de Sepah. Una vez en la zona de Deira, los coches recorrieron un breve trecho a lo largo de los muelles, y casi en seguida, Sepah frenó el «Land Rover». Abandonando sus respectivos vehículos, Fitz, Ibrahim y Sepah se dirigieron a un balandro amarrado a uno de los bolardos de la ensenada.

—He ahí un espléndido buque —dijo Sepah—. Abdullah lo terminó el año pasado.

Los tres contemplaban la embarcación en forma de media luna, con la elevada proa protuberante y el mástil inclinado hacia delante. Alguien que no supiera de embarcaciones podría confundir muy fácilmente la parte delantera del barco con la trasera. En la parte posterior del balandro, en el puente de popa más alto, estaba la caseta del timonel, lo bastante grande como para hacer de despacho y camarote del capitán.

Fitz estudió la embarcación por unos instantes, y luego su mirada se detuvo en la cabina de mandos.

—¿Podemos subir? —preguntó.

Sepah hizo una señal afirmativa con la cabeza y, acto seguido, los tres se dirigieron a la punta del muelle y pasaron, de un salto, al interior del balandro.

La cubierta era muy firme y tenía una caseta, para guardar cargamento, en medio de la embarcación. Fitz anduvo a grandes pasos por la cubierta y subió al puente de popa; y una vez allí, pasó por la puerta abierta de la enorme caseta de mandos. Ya en el interior, se volvió hacia la parte anterior del barco, examinando el panel de instrumentos, las palancas que hacían funcionar los motores y el círculo de acero, con ocho rayos que corrían desde la puerta de abajo hasta el borde superior del mismo. Ésa rueda era lo que guiaba la dirección del barco. Al fondo de la caseta de mandos había un banco, que iba de pared a pared.

—¿En qué momento del proceso de construcción del barco se coloca esta cabina sobre el puente? —preguntó Fitz.

—Se coloca cuando el barco ya está completamente terminado y a punto de ser botado. En ese momento, no antes, una grúa recoge la caseta, ya a punto, y la coloca en su lugar sobre el puente —explicó Sepah.

—Espléndido. Creo haber visto lo que me hacía falta —dijo Fitz.

Aunque apenas si había realizado ningún esfuerzo hasta el momento, Fitz sentía su cara, cuello y espalda empapados de sudor.

Sepah los condujo de vuelta hacia el puente y de allí otra vez al muelle.

—Regresemos a casa —dijo.

Ibrahim y Fitz siguieron al «Land Rover» de Sepah a través del puente y hasta la residencia.

Entrar a la habitación climatizada era como zambullirse en una piscina de aire frío: el alivio era inmenso. Aunque había pasado muchos años de su vida en países cálidos, Fitz casi nunca había experimentado durante el verano lo que era el calor de los Estados del golfo de Arabia.

Mientras los tres se acomodaban, hizo su aparición un sirviente empujando un carrito de ruedas lleno de botellas de bebidas refrescantes y de licor.

—Creo que nos merecemos refrescarnos un poco —dijo Sepah, jovialmente—. Aunque soy medio árabe, la verdad es que me convierto en persa de la cabeza a los pies cuando llega el momento de saborear licores.

Durante un momento se dedicó a observar las botellas y luego volvió a dirigir la conversación, abruptamente, hacia el tema de los negocios.

—Y bien, Fitz, ¿cuál es tu opinión? —preguntó.

—¿Qué tipo de armamento llevan las embarcaciones hindúes? —preguntó Fitz.

—Un cañón de calibre cincuenta montado en el puente y otros dos cañones gemelos de calibre treinta a popa —respondió Sepah.

—¿Nada más? —preguntó Fitz.

—Eso es lo que me ha informado mi gente en la India. Mis hombres ven las lanchas de patrulla en Bombay todos los días. Y con eso ya tienen suficiente para hacer pedazos nuestros balandros, que viajan desarmados.

Fitz sorbió su gin-tonic en estado contemplativo, meditabundo.

—De lo que estamos hablando es de transformar tu balandro en una chalupa de guerra de gran velocidad, camuflada. Eso es lo que hicieron los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Una barcaza, de aspecto inocente, de golpe dejaba caer su superestructura y atacaba a sus atacantes empleando cañones de pesado calibre.

—Exacto —asintió Sepah—. Eso es lo que deseo.

—Bien, entonces yo sugeriría que se montaran dos cañones «M-24» de veinte milímetros en el casco, los cuales dispararían a través de un resquicio en el armazón que se puede practicar mediante el desplazamiento hacia el interior de una plancha longitudinal móvil adaptada previamente. Los cañones irían equipados con silenciador y las balas habría que cargarlas con granos de nitroguanidina, que no produce humo. De esa forma, si una lancha patrullera se aproxima a nuestro barco, uno la puede hacer volar sin que la tripulación de la lancha se entere siquiera de lo que les está pasando. No verán armas ni fogonazos y no escucharán ningún estampido. En un abrir y cerrar de ojos su embarcación vuela por los aires como si le hubieran reventado los motores. Entonces se dejan caer los lados de la cabina de mando y con dos cañones gemelos de calibre treinta instalados allí se barre la cubierta del buque enemigo y se destruye su caseta de radio antes que el radio operador pueda transmitir un mensaje.

Los ojos de Sepah se iluminaron al tiempo que el hombre se representaba mentalmente la destrucción de su némesis.

—Brillante, una obra maestra —dijo, respirando pesadamente—. Adelante con el plan.

Fitz sacudió la cabeza, sonriendo ante el entusiasmo demostrado por Sepah.

—Te he dicho qué se debe hacer, no cómo hacerlo —dijo, hablando cautelosamente—. Por ejemplo, ¿dónde puedes adquirir armamento de ese tipo?

—Eso es trabajo tuyo, Fitz —dijo Sepah, devolviéndole la sonrisa.

—Me pides demasiado, Sepah. Yo me he retirado del Ejército de los Estados Unidos cobrando una pensión que paga mi Gobierno. Si intento adquirir armamento de este tipo para utilizarlo contra las fuerzas de un Gobierno amigo, cometeré un delito que puede costarme el cuello, para no hablar de mi pensión militar.

Sepah se dedicó a estudiar a su huésped por unos instantes. Luego dijo:

—Fitz, me temo que no hemos puesto las cosas en claro esta mañana. No vas a decirme simplemente lo que hay que hacer, sino que vas a hacerlo. Y luego me acompañarás en nuestro primer viaje a la India a bordo de esa cañonera disfrazada y enseñarás a mis hombres lo que tienen que hacer para volar por los aires una lancha patrullera del servicio de guardacostas hindú. ¿Sabes? Cuando hagamos ese viaje a Bombay, llevaremos a bordo un mínimo de ochenta mil barras de las llamadas «ten-tola» —de forma casi distraída, Sepah estiró un brazo hacia la mesa junto a su sofá y cogió una pequeña barra de oro destellante, haciéndola descansar confortablemente en la palma de su mano—. ¿Nunca habías visto una barra «ten-tola»? Pesa tres onzas y cuarto.

Sepah la empujó hacia Fitz, que a su vez la cogió y la puso en la palma de su mano.

—Nuestro cargamento nos costará diez millones de dólares aquí en Dubai, pagando el oro al precio oficial internacional. En la India, representará una venta que triplicará el precio inicial, es decir treinta millones de dólares. Como puedes ver, los beneficios a obtener en esos breves viajes son indudablemente considerables.

Sepah se inclinó hacia delante:

—Tú, Fitz, tienes la gran oportunidad de compartir esos enormes beneficios. Ya conoces nuestra proposición, y estoy hablando no sólo en mi nombre, sino también en nombre de todas las demás personas involucradas en la financiación de este embarque. Por tu participación en los riesgos te daremos el dos por ciento de los beneficios de nuestro primer viaje y el uno por ciento de lo que se obtenga con los tres viajes siguientes. ¡Espera! Primero saca la cuenta de lo que representa el dos por ciento de veinte millones de dólares. Y luego, sin hacer nada, no importando dónde te encuentres, recibirás el uno por ciento de diez millones de dólares más o menos por los tres viajes siguientes, siempre y cuando no ocurra ningún accidente, claro está. Pero con tus armas y tu encargo de entrenar a mis hombres, asumo que en esta temporada no sufriremos ningún tipo de accidente. Según mis cálculos, puedes reunir medio millón de dólares, bastante más incluso, aquí en Dubai, y todo libre de impuestos.

Lentamente, Fitz terminó de beber su copa y puso la misma vacía sobre la mesa.

—Va a resultar un negocio caro tratar de adquirir esas armas —dijo.

—No te preocupes por los gastos. ¿Puedes conseguir los cañones y tenerlos instalados en el barco de aquí a dos meses? Sólo podremos hacer cuatro viajes entre una estación de tormentas y la siguiente. Cuatro viajes por año. Por eso debemos estar listos para zarpar en setiembre.

Fitz caviló sobre la proposición.

—Los Estados Unidos han estado introduciendo en Irán muchos cañones de veinte milímetros con silenciadores y balas de nitroguanidina —empezó diciendo—. El Sha, a su vez, se las envía a los kurdos que combaten en las montañas de Irak. Se trata de un armamento ideal para el tipo de insurgencia que los kurdos llevan a cabo contra el Ejército de Irak.

—Tú puedes conseguir esas armas —dijo Sepah, con gran certidumbre.

—Supongo que habrá algún medio de hacernos con ellas. Y luego tendré que hacer arreglos para trasladar las armas a Bandar Abbas. Una vez allí, estoy seguro de que tus hombres podrán hacerse cargo de las mismas.

—Dalo por hecho —replicó Sepah—. ¿Cuándo?

—Tendré que regresar a Teherán y entablar contacto con algunos amigos míos procedentes de los servicios de inteligencia del Sha. ¿De qué forma puedo pagar esas armas?

—Escoge el Banco que más te plazca. El dinero estará allí.

Fitz se volvió hacia Ibrahim.

—Ahora que me acuerdo, si me voy a quedar en Dubai, ¿dónde voy a vivir? No puedo transformarme en residente permanente de la casa de huéspedes del jeque.

Ibrahim miró a Sepah, que puso una mano sobre un hombro de Fitz.

—Estoy a punto de terminar una casa en unas tierras que el jeque me dio sobre la playa de Jumeira. Le daré órdenes al constructor para que se dé prisa y supongo que, en un par de semanas, estará terminada. Puedes vivir ahí hasta que te hagas tu propia casa. Tengo la certeza de que el jeque hará posible que se te entregue un hermoso trozo de playa. Oh, y mi nueva casa tiene aire acondicionado. De esa forma, este verano no lo pasarás mal, cuando estés en casa.

—Además, el jeque lo ha arreglado todo para que te den un coche en las cocheras reales —agregó Ibrahim—. Hay dos coches deportivos marca «Mercedes Benz» que nadie usa.

—¿Y un «Land Rover»? —preguntó Fitz.

—Claro que sí, si es lo que prefieres —le respondió Ibrahim.

—Es un coche mucho más práctico —dijo Fitz—. Una sola cosa más.

Una sonrisa de vacilación curvó brevemente las comisuras de sus labios.

—Lo que quieras —dijo Sepah, urgiéndolo.

—Conozco la política existente en estos países respecto a la concesión de visados a mujeres solas. Sé que vosotros no extendéis esos visados. Pero hay una chica trabajando en la Embajada americana de Teherán cuya compañía me hace mucho bien. De ser posible, me gustaría poder traerla aquí, aunque sea de visita.

Ibrahim puso semblante preocupado, pero Sepah rió francamente señalando que no habría problemas en ese asunto y que todo estaría dispuesto en el momento en que la chica estuviera lista para hacer el viaje.

—Ya ves que nuestro Ibrahim es un viejo beduino convencional —dijo—. A él no le importaría que un occidental como tú se desesperara por tener compañía femenina y no pudiera obtenerla, ya que ninguna mujer árabe puede tener contacto con un hombre que no sea de su familia, excepto aquél con el que vaya a desposarse, y aun así, ese contacto sólo se consuma en la noche de bodas. Pero el jeque y yo comprendemos que un extranjero necesita tener a su lado a su mujer mientras se halla entre nosotros.

—Gracias, Sepah.

—Y ahora, creo que ha llegado el momento de que almorcemos algo. Podremos elaborar planes más detallados después de almorzar.

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