Dubai

Dubai


Segunda parte » Capítulo XIII

Página 17 de 62

CAPÍTULO XIII

A la una de la tarde, dos días después, con Peter elegantemente vestido con unos pantalones cortos blancos, una camisa del mismo color y una banda roja en torno a la cintura, dirigiendo a dos ayudantes de cocina que había pedido prestados a casa de Sepah, Fitz y Laylah dieron el primer almuerzo desde la llegada de Fitz a Dubai. John Stakes trajo consigo al recién llegado Harcourt Thornwell.

Thornwell era un hombre alto, de treinta y tantos años de edad y llevaba un elegante traje a la moda, una corbata a rayas y zapatos blancos. Se comportaba con la aristocrática confianza en sí mismo de alguien nacido y criado en una familia antigua e importante. Era el epítome exacto de la clase alta de los Estados Unidos, esos Estados Unidos de los que Fitz nunca podría esperar siquiera formar parte y ante los que se sentía inferior. Thornwell y Laylah formaban parte del mismo mundo. Eso era algo que Fitz reconocía, al tiempo que se lamentaba secretamente porque el joven y guapo bostoniano hubiera llegado a Dubai mientras Laylah aún se encontraba allí.

—Por favor —dijo Thornwell, dirigiéndose a Fitz y a Laylah—, no me llaméis Mr. Thornwell; ése es mi padre. Yo soy Courty, siempre lo he sido y supongo que siempre lo seré.

—Bienvenido a Dubai, Courty —dijo Laylah, graciosamente—. Yo también soy una recién llegada. Hace muy pocos días que estoy aquí.

—Courty —dijo Stakes—, permíteme presentarte a Majid Jabir. Luego podremos regresar y seguir hablando con Fitz y Laylah.

Courty se dejó alejar, aunque casi a rastras.

—Parece que lo has impresionado desde el primer instante —señaló Fitz, dirigiéndose a Laylah—. No puedo decir que lo culpe por eso.

—Es un hombre de aspecto muy atractivo —confesó Laylah—. Estoy segura de que pronto entraremos en el juego de «a-quién-conoces-en-Boston-y-Filadelfia». Apostaría que fue a Harvard.

—¿Y eso es tan importante?

—La verdad es que no. Lo que pasa es que tiene el típico aspecto de hombre de club que caracteriza a los alumnos de Harvard.

—Se supone que su familia es rica, antigua y bien establecida.

—Sí, he oído hablar de los Thornwell. Me pregunto qué estará haciendo por aquí.

—Te lo diré todo al respecto, a menos que él te lo diga antes, en cuyo caso apreciaría mucho que me informaras de todo lo que te diga.

El coronel Buttres y Brian Falmey llegaron juntos y se dirigieron de inmediato hacia donde se encontraban Fitz y Laylah. Fitz presentó a Laylah a los dos ingleses, que de inmediato quedaron encantados con la muchacha.

—Brian y Ken están convencidos de que hay ocultas y misteriosas razones que me mueven a visitar Irán —dijo Fitz, riendo, vuelto hacia Laylah, y luego se volvió hacia los dos ingleses—. Caballeros, ¿les parece que, en sus viajes a Teherán, un hombre necesitaría, que tendría tiempo de prestar atención a otro incentivo aparte éste?

El coronel y el mua’atamad se mostraron vehementemente de acuerdo con Fitz.

—Coronel —inquirió Laylah, al tiempo que dirigía una mirada traviesa—, ¿es cierto que aún existe la esclavitud en esta parte del mundo? Quiero decir, ¿es verdad que los traficantes de esclavos invaden las playas de la zona y secuestran a la gente para llevársela a mercados de esclavos ubicados vaya uno a saber dónde?

—En su lugar, yo me mostraría muy cauteloso, Miss Smith, y adoptaría todos los cuidados del caso —dijo el coronel Buttres, con los ojos centelleando—. Cualquier hombre que tuviera una oportunidad la sacaría de la playa de Jumeira y se la llevaría como fuera a su guarida en el desierto.

—Qué emocionante —replicó Laylah.

—Creo que puede valer fácilmente trescientos camellos —dijo Falmey, tratando de mostrarse jocoso.

Fender Browne llegó en compañía de una guapa mujer de aspecto escandinavo, de alrededor de cuarenta años, a la que presentó como Inga, su mujer, tanto a Fitz y a Laylah como a todos los presentes que aún no la conocían. Sepah llegó en compañía de Sira, que de inmediato se puso junto a Laylah mientras su marido y Tim McLaren se apartaban hacia un rincón para hablar de negocios.

Cuando la reunión ya estaba avanzaba, Laylah hizo un anuncio:

—Hay bañadores de más en las casetas de baño, por si alguien quiere salir a nadar un poco. Yo lo voy a hacer ahora mismo.

Ninguno de los invitados árabes aceptó la oferta de Laylah, pero ella, Courty Thornwell y el coronel Buttres decidieron ir a darse una zambullida, en las aguas del Golfo, recabando al poco la compañía de Fender Browne y su mujer, que habían traído con ellos sus bañadores.

De pie junto al amplio ventanal, observando a los bañistas que se zambullían y jugueteaban en las tibias aguas del Golfo, Fitz se percató de que Majid Jabir se hallaba junto a él, al parecer materializándose de repente de la nada. Sus ropajes y los paños que le cubrían la cabeza, otorgaban una apariencia espectral al árabe.

—Fitz —dijo Majid Jabir, con un tono de urgencia en la voz que de inmediato despertó la atención de Fitz—. Esta mañana he recibido unos informes secretos de los que supongo podrías sacar provecho.

—Vuestra información es siempre la más importante —contestó Fitz—. ¿Qué es lo que habéis averiguado?

—Thornwell y Stakes quieren que los acompañes a visitar al jeque Zayed, de Abu Dhabi, y que los ayudes a convencerlo de la conveniencia de invertir dinero para la creación de ese sindicato de los medios de comunicación en Estados Unidos de América, ¿verdad?

Fitz asintió.

—Y también necesitas ver al jeque Hamed, de Kajmira, respecto a la concesión para prospecciones y explotación del petróleo que se pueda encontrar en sus tierras —siguió diciendo Majid Jabir.

Fitz volvió a asentir.

—Ha llegado a mis oídos un informe que señala que después del festivo semanal, es decir el próximo jueves o viernes, el jeque Hamed se trasladará a Al Ain para visitar al jeque Zayed. Hamed necesita hacer varias mejoras en su bahía y tiene la intención de pedirle prestado a Zayed el dinero necesario para apuntalar con acero los flancos de la ensenada, del mismo modo que lo hicimos anteriormente aquí en Dubai. En la actualidad, el único de los gobernantes de los Estados de la Tregua que obtiene beneficios mediante las extracciones petrolíferas, es el jeque Zayed.

Fitz volvió a asentir, cada vez más interesado.

—Siempre he oído decir que para mantener una entrevista con el jeque Zayed es preferible ir a verlo al oasis, donde siempre se muestra más receptivo.

—Es verdad. Zayed es un beduino de corazón. Vivió en el oasis de Buraimi casi toda su vida, mientras su hermano Shakbut gobernaba la nación, y luego, cuando la familia decidió desposeer de su cargo a Shakbut y convertir a Zayed en emir, éste, a pesar de todo, no perdió su amor ni su interés por Al Ain. Actualmente está construyendo una autopista doble que va directamente de Al Ain al Golfo. También ha ordenado que sean plantados árboles a lo largo de los ciento veinte kilómetros de autopista. Hamed podría dragar todo su puerto, apuntalar su bahía por todos los flancos y levantar una nueva ciudad de Kajmira con una pequeña fracción de lo que costará el proyecto de Zayed.

—También podría adquirir varios importantes diarios en las principales ciudades de los Estados Unidos, a los que podrían agregarse un par de estaciones de Televisión —comentó Fitz.

—El proyecto de Thornwell puede hacerse realidad —dijo Majid, pensativamente—. Aunque es evidente que Thornwell no conoce a los árabes.

—Traté de explicarle que hacer que dos gobernantes trabajaran juntos y en armonía en una empresa común era pecar de irrealidad. Pero también es posible que, sólo en este caso, la cosa funcione.

Dejando de lado el tema de las ambiciones de Thornwell, Majid dijo:

—Ahora Hamed necesita de veras dinero. Rashid ha demostrado que, incluso sin petróleo, estas bahías y ensenadas pueden desarrollar una economía próspera, siempre y cuando se manejen con orden y se ajusten, hasta cierto punto, a la forma de vida occidental. Hamed es un hombre viejo, pero anhela lo mejor tanto para Kajmira como para sus hijos. Pienso que podrás obtener esa concesión para explorar y explotar petróleo durante tres años, pagando menos de un millón de dólares en tres cuotas anuales. Esto lo ayudaría enormemente, a Hamed, en sus negociaciones con Zayed en busca de un préstamo.

—Tú opinas, entonces, que debería ir a Al Ain.

—Lo que pasa es que también he llegado a saber que el viejo Hamed está de veras ansioso por conocer al notorio coronel americano James Lodd.

Igual sucede con el jeque Zayed.

Fitz frunció levemente el entrecejo.

—La verdad es que detesto la mera idea de dejar sola a Laylah durante los dos días que me llevaría la visita a Al Ain.

—Llévala contigo —dijo Majid, empeñado—. Zayed tiene una hermosa casa para sus huéspedes, rodeada por palmeras datileras. Mañana enviaré a uno de mis hombres para que lo arregle todo previamente y obtenga una entrevista para vosotros con Zayed.

—¿Cómo haremos para ponernos en contacto con Hamed?

—Mañana mismo lo llamaré por teléfono —prometió Majid—. Ésta es una oportunidad excelente, para ti y para todos nosotros.

—Ésa sería una espléndida solución, Majid —dijo Fitz, mirando a los bañistas y percatándose de que el joven Thornwell no se apartaba nunca de Laylah a más de medio metro, mientras ambos se zambullían y nadaban en la pequeña caleta—. Partiremos de aquí a dos o tres días. Y ya que hablamos, tengo entendido que Rashid está interesado en ambos proyectos. ¿No sería conveniente que enviara una carta?

—Creo que Fender Browne ya te ha explicado que conviene dejar al jeque Rashid fuera del asunto del petróleo, al menos por el momento.

—Tal vez tú podrías enviar una nota, ¿no crees? —preguntó Fitz, burlón, pinchando al otro.

Sabía, sin lugar a dudas, que mientras hubiera la menor posibilidad de que el cargamento de oro terminara en fracaso, nadie, ningún personaje oficial, se mostraría unido a él por ningún lazo, así como tampoco a Sepah.

—Algo completamente innecesario —dijo Majid, casi molesto—. Le diré a uno de mis hombres que vaya hasta palacio y le diga al secretario del jeque que irás a visitarlo a Al Ain.

—Tengo la firme intención de ir a ese lugar, Majid —dijo Fitz.

Se alejó hasta el pasillo y después, por el portón, hacia el borde de la playa. Laylah, que seguía zambulléndose con Thornwell, lo divisó de lejos, lo saludó moviendo un brazo, y empezó a nadar hacia la costa, llamando a los otros para que se dieran prisa, que ya estaba listo el almuerzo. Fitz se apresuró a entrar de nuevo en la villa climatizada. En eso, McLaren se le acercó.

—Quiero agradecerte, Fitz, que hayas hablado con Sepah para que piense en la posibilidad de utilizar mi Banco. Tengo la sensación de que en los próximos quince días estaremos haciendo negocios juntos.

—¿Qué pasa con los depósitos que esperabas? ¿No hay problemas? —preguntó Fitz.

—Espero que muy pronto tendremos en nuestro poder algunas cantidades sustanciales que necesitarán de todos nuestros cuidados.

—Así lo espero yo también, Tim. Supongo que harás de intermediario en alguna venta de oro para Sepah.

—En eso estoy, efectivamente. No pasará mucho tiempo antes que consiga convencer a la gente de Nueva York sobre la necesidad de establecer aquí un verdadero Banco. La verdad es que ahora mismo nuestra vieja choza nos queda pequeña.

Peter y sus ayudantes se esmeraron en la preparación del almuerzo. Laylah, evidentemente, era el centro de atención de la reunión y Fitz no podía evitar la idea de la felicidad que sentiría si la muchacha se convertía en su mujer. Pensando en eso, frunció el ceño, preocupado. Claro que existía el problema de Marie, aunque ella le había prometido el divorcio si él regresaba a los Estados Unidos y solucionaba todo el papeleo.

Alrededor de las cuatro de la tarde, casi todos los invitados ya se habían marchado de regreso a sus respectivos hogares, y sólo Stakes y Harcourt Thornwell seguían en casa de Fitz. A esas alturas, Courty ya estaba profundamente enamorado de Laylah. A Fitz le costaba verdaderos esfuerzos dejar de lado la vaga hostilidad que lo poseía. Thornwell era exactamente el tipo de hombre con el que uno podía imaginar que Laylah se casaría. Al igual que ella, Thornwell procedía de una familia de arraigo, tenía fortuna personal, la edad adecuada para la chica y era, además, muy bien parecido. Para entonces ya habían descubierto un gran número de amistades y conocidos mutuos e incluso habían llegado a la conclusión de haberse encontrado brevemente en la fiesta de Navidad que había organizado alguna familia vinculada a ellos en Chestnut Hill, en las afueras de Filadelfia.

John Stakes hacía todo lo posible por llevar la conversación al tema de los negocios, y finalmente lo consiguió. Courty, obedeciendo a la insistencia de su amigo, puso ante sí el gran portafolios de piel en el que traía la presentación de su ambicioso proyecto. Abrió el portafolios y extrajo del mismo un caballete portátil, de pequeño tamaño, que colocó encima de la mesa del comedor para que Laylah y Fitz pudieran estudiar lo que había en él.

—Muy bonito —dijo Fitz, sin poderlo evitar.

—Ésta es la presentación que acostumbro utilizar cuando no puedo mostrar la película que hemos hecho sobre el tema. Algunos de los árabes que se encuentran en las Naciones Unidas me han ayudado —explicó Courty—. Como podéis ver, la presentación está dividida por la mitad, por el centro, en todas las páginas. En árabe a un lado y en inglés en el otro.

Thornwell dio vuelta a la primera hoja y Fitz, perplejo, se encontró con una fotografía de su cara, asomando entre dos columnas de un periódico, y a la derecha, la traducción al árabe de lo que decía él periódico.

—Nunca había visto esa instantánea —dijo Fitz.

—Cuando John me dijo que ibas a formar parte de este proyecto, me pareció conveniente hurgar en la información periodística sobre tus declaraciones acerca de los judíos y elegir lo más conveniente. Espero que no te deprima demasiado comprobar lo que dicen de ti, especialmente en el New York Star, pero esto es oro puro para los árabes, por eso se lo vamos a enseñar.

Fitz leyó por encima el comentario. El encabezamiento decía: «Antisemitismo en el Ejército de los Estados Unidos». Si esto era sólo una muestra de la tempestad que había provocado Sam Gold, Fitz no podía seguir sorprendiéndose ante el hecho de que el embajador se hubiera mostrado tan ansioso por quitárselo de encima cuanto antes.

Courty Thornwell pasó varias páginas más, de una en una.

—¡Qué cosa tan injusta, tergiversada e hipócrita! —exclamó Laylah.

—Espera a ver algo de otros temas árabes tratados por la Prensa de nuestro país que he incluido en la presentación —dijo Courty—. Y luego os mostraré los programas de Televisión que he registrado en videotape y pasado después a dieciséis milímetros, para que los árabes a los que visitemos puedan ver con sus propios ojos de qué forma se los trata en los medios de comunicación norteamericanos.

Con Fitz y Laylah observaban atentamente y Courty seguía pasando las páginas de su presentación. Eran relatos siempre tendenciosos, relativos al mundo árabe.

—Vamos, vamos, Courty —interrumpió Fitz, sin poderlo evitar—. La Prensa norteamericana realmente no es tan antiárabe como podría sugerir esta antología que has seleccionado. En algún sitio, algún periodista habrá tenido algo honesto y sensato que decir respecto a los líderes árabes y a las aspiraciones de los árabes.

Thornwell se encogió de hombros.

—Es posible, pero la verdad es que no encontré nada parecido.

—Estuve tres años en el colegio en los Estados Unidos antes de venir a Teherán, hace un año, para entrar en la Embajada —dijo Laylah—. Y nunca tuve la impresión de que los periódicos norteamericanos fueran tan enemigos de los árabes como da a entender esta presentación.

—Digamos, simplemente, que la Prensa está inclinada a favor de los judíos —respondió Courty—. Es posible que mi presentación insista un poco demasiado sobre este punto, pero, después de todo, para eso estoy yo aquí, nada más y nada menos que para obtener unos cuantos miles de millones de petrodólares árabes con los cuales adquirir gran parte de la industria de las comunicaciones en los Estados Unidos. Sabéis muy bien cómo piensan los árabes… Siempre en hipérboles desenfrenadas. Todo se exagera enormemente. Si vengo aquí para mostrarles que los periódicos americanos están en un cincuenta y uno por ciento contra un cuarenta y nueve a favor de los judíos, seguramente John Stakes y yo no obtendremos esas grandes sumas de dinero árabe que, según mis planes, son imprescindibles para montar la más poderosa organización de medios de comunicación del mundo y de la Historia. Las cosas son así de sencillas.

Courty Thornwell siguió pasando páginas, deteniéndose a veces en alguna de las más horrendas historias sobre las atrocidades cometidas por los árabes contra los soldados judíos durante la Guerra de los Seis Días. Una vez terminada la presentación, Thornwell empezó a pasar las páginas hacia atrás, volviendo al principio.

—Y bien —dijo—, ¿qué os ha parecido?

—Si yo fuera un gobernante árabe a estas alturas estaría más bien trastornado —reconoció Fitz—. ¿Qué periódicos estimas que podría comprar esa poderosa empresa de comunicaciones proárabe?

—Por la forma en que están actuando los sindicatos en Nueva York, no creo que tuviéramos demasiadas dificultades para hacernos con un periódico, siempre que nos movamos de prisa —respondió Thornwell—. Y también me he enterado de que la empresa «Time Incorporated», se encuentra en graves problemas con su revista Life. Sólo es cuestión de tener dispuesto el dinero y empezar a regatear en el momento oportuno. De esa forma, quizás en diez años tendríamos montada la organización en su totalidad. Lo principal es que se trata de algo que puede llevarse a cabo, siempre que se obtenga el dinero, mucho dinero, enormes cantidades. Llegará el día en que los sindicatos amenazarán verdaderamente con dejar fuera de juego al New York Times. Deberíamos estar listos para adquirirlo en ese momento.

Los Sulzberger y la familia Ochs no van a seguir dispuestos a perder dinero en gran escala indefinidamente sólo para que el periódico salga a la calle, pero para los árabes sería muy útil perder unos pocos millones al año y otorgar a los sindicatos todo lo que pidan. De esa forma, estoy seguro de que el New York Star, ese panfleto izquierdista y projudío, se hundiría en poco tiempo tratando de seguirnos el paso.

—Creo que eres antisemita, Courty —declaró Laylah.

—En absoluto, ni siquiera ligeramente. Dé lo único que en estos momentos estoy a favor es de montar una poderosa red de comunicaciones. Para mí, la única forma de realizar este proyecto es ésta, la de ahora.

—¿Cómo pretendes hacerte con estaciones de Televisión? —preguntó Fitz—. Según tengo entendido, son verdaderas minas de oro.

—Cierto, aunque en estos mismos momentos la «American Broadcasting Company» atraviesa por graves dificultades financieras. Con cien millones de dólares la cadena pasaría a nuestro control, y, al mismo tiempo, podríamos ejercer control sobre un tercio de los noticiarios de Televisión en cadena que pasan ante los ojos de los televidentes norteamericanos —dijo Thornwell, volviéndose hacia Fitz—. Debería decir que nosotros tenemos que hacer que los árabes comprendan. Les estamos brindando la oportunidad de adquirir la opinión pública de los Estados Unidos. ¿Cómo tenemos que actuar para venderles eso, Fitz?

Fitz sacudió lentamente la cabeza.

—No lo sé, Courty. No estoy seguro de que una mentalidad árabe sea capaz de abarcar y entender dicho concepto. No tienen ningún sistema de referencias al que recurrir para comprender lo que tú intentas explicarles. Los gobernantes de toda esta zona son un lote de hombres apáticos, incluso los mejores, como Rashid. El rey Faisal, de Arabia Saudí, es el hombre apropiado al que hay que convencer para poner esto en marcha, pero dudo que incluso Faisal sea capaz de entender el valor que puede tener la inversión de mil millones de dólares en adquirir medios de comunicación en los Estados Unidos. Y esto a pesar de que Faisal gana mensualmente esos mil millones necesarios.

—Estoy en desacuerdo contigo, Fitz —dijo John Stakes, interviniendo en la conversación—. Conozco a esta gente, probablemente antes que tú. Pienso que podremos convencerlos. ¿Deseas intentarlo, al menos?

—Los beneficios serán enormes —dijo Thornwell—. La corporación de mi familia obtuvo beneficios del cuatrocientos por ciento sobre sus escasos millones que yo invertí en periódicos y estaciones de Televisión hasta el momento en que ese hatajo de bostonianos decidió que iba a producirse una depresión y prefirió venderlo todo. La verdad es que cobrarás un respetable porcentaje, Fitz.

—Será interesante comprobar hasta dónde podemos llegar —replicó Fitz, sin comprometerse—. El motivo por el cual los árabes nunca pueden ganar una guerra es que nadie puede hacer que trabajen juntos, ni siquiera los miembros de una misma familia. En el mundo árabe existe verdadera devoción por el fratricidio, el parricidio y el regicidio. Ése es el motivo por el cual los gobernantes cambian. Incluso Faisal, el gobernante más poderoso del mundo árabe, puede verse depuesto o aún asesinado por algún miembro de su propia familia no demasiado afecto a su Gobierno.

—Pero tratarás de sacar la cosa adelante, ¿eh, Fitz? —inquirió John Stakes, con auténtica ansiedad—. Ha sido sobre todo en base a la conversación que mantuvimos hace un par de semanas por lo que Courty se ha trasladado hasta aquí.

Courty asintió ante esas palabras sacudiendo afirmativamente la cabeza.

—De hecho, vamos a hacer un intento dentro de muy pocos días —dijo Fitz, y de inmediato explicó a Stakes y a Thornwell todo lo que sabía respecto al inminente traslado del jeque Hamed a Al Ain.

—De esta forma, podremos ver a dos gobernantes árabes en una misma ciudad —siguió diciendo Fitz—. Se trata de una oportunidad que no se presenta muy a menudo.

John Stakes y Harcourt Thornwell se mostraron unánimemente encantados con las novedades. El jeque de Abu Dhabi estaba en primer lugar en la lista de gobernantes árabes a los que deseaban exhibir la presentación.

—Le diré a Majid Jabir que ponga a su mensajero en contacto con Sir Harry Olmstead, que se encuentra a cargo de la granja del jeque Zayed —dijo John Stakes—. Sir Harry era el Residente Político cuando Zayed se convirtió en jeque de Abu Dhabi en sustitución de su hermano Shakbut.

Probablemente sea en estos momentos el mejor amigo del jeque entre los occidentales. Un caballero entrado en años, muy fino y educado. Puede sernos muy útil.

—Bien, porque, por cierto, necesitaremos toda la ayuda posible.

—Tengo entendido que Zayed ha mandado construir una nueva casa en su granja. Probablemente será allí donde nos hospedaremos.

—Todo parece muy excitante —dijo Laylah—. Me encantaría conocer a un verdadero gobernante árabe.

—Si alguien puede arreglar ese encuentro, ese alguien es Sir Harry —dijo Stakes, lleno de confianza.

Cuando el sol ya se ponía, hundiéndose en el desierto, contra el horizonte, Thornwell se volvió hacia John Stakes para preguntarle, anheloso:

—¿Qué hacéis de divertido en este país una vez que se ha puesto el sol?

—No mucho, muchacho —respondió Stakes—. Es un hermoso lugar donde vivir para una persona a la que, como a mí, le guste mucho leer.

—Hay un tiempo límite para pasar con la nariz metida dentro de un libro —contestó Thornwell—. ¿No hay aquí bares, o night clubs, o algo por el estilo? Aquí debe de haber bastante gente capaz de mantener un buen local ganando mucho dinero para sus propietarios.

—He estado pensando exactamente en lo mismo —aceptó Fitz—. De hecho, he estado considerando la idea de abrir un pequeño hotel y restaurante con música, números artísticos y esas cosas.

—Quienquiera que abra primero un local de esa clase hará un buen negocio, realmente —comentó Thornwell—. Para mí, personalmente, sería ya un buen negocio un local de ésos.

Fitz, que había compartido a Laylah con sus invitados durante todo el día, y especialmente con Thornwell, no tenía ningún deseo de invitar al joven a que se quedara con ellos más tiempo. Laylah regresaría a Teherán lo bastante pronto como para no desaprovechar ningún instante con ella. En un sutil esfuerzo por apartar a Thornwell y a Stakes, Fitz dijo:

—Tal vez mañana por la noche, cuando ya haya oscurecido, podréis traer vuestro proyector y vuestras películas para que todos veamos esa presentación. Tendré que apagar el sistema de aire acondicionado mientras funcione el proyector, pero, de todos modos le echaremos un vistazo a esa presentación.

—Me gustaría mucho hacerlo, Fitz —confirmó Thornwell.

—Vamos a mantener una entrevista con el jeque mañana por la mañana —dijo Stakes—. ¿Quieres unirte a nosotros?

—Me encantaría, John, aunque, por diversos motivos, pienso que lo mejor es que no asista a esa reunión. Rashid sabe que estamos juntos en esto y te escuchará con suma atención. Por supuesto iré a ver al jeque Zayed, en Abu Dhabi, con vosotros. También iré con vosotros a otros países, siempre y cuando esos viajes no coincidan con ciertas obligaciones ineludibles que he contraído aquí.

—Muy bien, Fitz, de acuerdo —dijo Stakes, echando una ojeada a Thornwell, que, a su vez, tenía dificultades en apartar los ojos de Laylah—. Te diré lo que haremos. Después de nuestra entrevista con el jeque, pasaremos por aquí y te informaremos de todo lo que haya ocurrido.

—Espléndido. Os estaremos aguardando.

—Podremos darnos un baño y almorzar —agregó Laylah, encendiendo considerablemente el entusiasmo de Thornwell.

Al día siguiente, sobre el mediodía, cuando Courty Thornwell, Stakes, Fitz y Laylah acababan de salir de las aguas del Golfo después de un baño muy prolongado, un emisario de Sepah llegó a la casa con una carta para Fitz. Fitz abrió la carta, la leyó y miró a Laylah, desilusionado. El mensaje decía que la caseta de mandos iba a ser colocada en la nueva embarcación aquella misma noche y que Fitz debía estar presente. No había forma de decirle a Sepah que prefería no ir, porque no deseaba apartarse de Laylah.

—¿Qué sucede, Fitz? —preguntó Laylah.

—Por desgracia, Sepah tiene trabajo para mí esta misma noche. No bien la temperatura descienda un poco tendré que ir a verlo.

—¿Puedo ir contigo, Fitz? —preguntó Laylah.

—Me temo que no. Se trata de un trabajo que debo hacer en el astillero.

—Nosotros nos encargaremos de cuidar de Laylah mientras tú no estés —dijo Stakes, ofreciéndose voluntarioso y sin duda encantado ante la oportunidad que se le presentaba.

—Seguro, no hay problema —coreó Courty Thornwell—. Y estaremos aquí para tomar una última copa contigo cuando regreses a casa.

Ésa, no era la mejor forma en que podría pasar la noche Laylah, según opinión de Fitz, al que no le hacía ninguna gracia que la muchacha intimara con Thornwell. Pero no se podía hacer nada al respecto. Eso era preferible a dejarla sola.

—Supongo que eso será lo mejor —dijo Fitz, con renuencia—. Comeremos algo ahora y después tendré que dejaros.

Fitz despidió al mensajero de Sepah antes de proseguir:

—Bien, me alegro de que haya ido todo bien con Rashid esta mañana.

—Sí, está bastante entusiasmado —dijo Stakes—. Por supuesto que todavía no está en condiciones de invertir una gran suma de dinero en esto, pero, de todos modos, su influencia puede ser muy importante ante los demás gobernantes árabes.

Esa noche, alrededor de las diez, Fitz llegó al astillero de Abdullah. Las luces estaban encendidas sobre la nave y una grúa estaba dispuesta para levantar la cabina de mandos para depositarla en su sitio sobre la cubierta de popa de la embarcación. Se habían hecho muchas modificaciones en el diseño primitivo de la cabina y también se notaba la ausencia de los tradicionales bancos de bogar, ubicados en torno a la caseta. Esa ausencia era la única pista auténtica que podía guiar al verdadero motivo de la presencia de dicha caseta. También, aunque el balandro había sido construido para pasar por un buque pesquero, el mástil había sido levantado de forma que pudiera caer directamente sobre cubierta arrastrando con su peso todas las jarcias: de esa forma, el elevado puente de popa podría barrer el mar a su alrededor, sin ningún obstáculo, en un ángulo de trescientos sesenta grados.

Sin las jarcias, al tiempo que cualquier marinero desatento podría verse arrastrado al océano, las ametralladoras gemelas de calibre veinte —que Fitz tenía la misión de instalar esa misma noche— podrían ser inclinadas en un ángulo lo suficientemente agudo como para disparar a ras del mar a menos de diez metros de distancia del casco del buque.

Sepah estaba de pie junto al casco cuando Fitz hizo su aparición. Sepah condujo a Fitz, por la escala de mano, desde el piso arenoso del puente principal hasta la elevación de la cubierta de popa.

El pedestal que habían diseñado Fitz y el herrero del patrón del barco, ya había sido fijado y atornillado en su lugar. Ahora sería necesario colocar los montantes de las ametralladoras sobre dicho pedestal y, luego, emplazar las armas sobre los montantes. Más tarde, la falsa cabina de mandos sería depositada sobre las ametralladoras ya montadas. Aunque había un timón colocado frente al pedestal para las ametralladoras, el verdadero timón estaba en la sala de navegación, ubicada en popa, bajo cubierta. El timón que había en aquella caseta podría utilizarse para entrar en puerto y salir, e incluso en alta mar, pero estaba colocado de tal forma que se podía quitar instantáneamente cuando las ametralladoras necesitaran entrar en combate.

Instalar las armas, depositar encima la cabina y ajustarla fue un arduo trabajo que consumió seis horas enteras. Con grandes dosis de habilidad y destreza, Fitz y Abdul Hussein Abdullah, el constructor, habían conseguido armar la cabina perfecta para la misión que tenía encomendada. En cuestión de segundos, los lados de la cabina que daban a popa, a proa, a estribor y a babor podían ser empujados hacia fuera, para que cayeran libremente sobre la cubierta de popa. Luego, los cuatro pernos de rosca que soportaban la estructura se deslizarían hacia atrás, arrastrando el techo de la cabina, que se deslizaría suave y velozmente hacia cubierta. En ese momento, las ametralladoras gemelas, envueltas en planchas de acero para proteger al artillero, que de otro modo se encontraría demasiado expuesto al fuego enemigo, ya estarían en condiciones de empezar a escupir balas de acero explosivas contra cualquier posible agresor.

—Magnífico —exclamó Sepah, una vez completadas las instalaciones y después de que Fitz hiciera una primera demostración práctica de cómo se debían echar abajo la cabina dejando al descubierto las ametralladoras. También demostró cómo emplear dichas armas contra una imaginaria lancha patrullera del servicio de guardacostas de la India que los estuviera atacando en alta mar.

Fitz dejó escapar un suspiro de alivio.

—He completado mi trabajo excepto en lo concerniente a entrenar algunos posibles artilleros, pero eso es algo que habrá que hacer cuando estemos en mar abierto.

Fitz estaba empapado en sudor y cubierto con grasa de la que envolvía a las armas para protegerlas de la intemperie.

—Has cumplido, Fitz —dijo Sepah—. Ahora todo depende de nosotros. Nos lanzaremos al mar, a probar la nave, en los próximos quince días. Mis mecánicos me han informado que deberemos emplear los motores a baja velocidad durante treinta horas, por lo menos, antes de ponerlos a todo gas. Y aún seguimos ampliando nuestro sindicato para poder completar el mayor cargamento de oro que se haya realizado hasta la fecha con destino a la India.

—Laylah se marcha el domingo y yo, por las dudas, he reservado pasajes para Kuwait, Arabia Saudí y Abu Dhabi, pues pensaba viajar a esos puntos en cuestión de una semana o diez días en total. Así que no habrá problemas si me presento en el muelle de aquí a dos semanas, ¿verdad?

Sepah asintió con la cabeza.

—No hay necesidad de que nos acompañes a los viajes de pruebas. Puedes instruir a tus discípulos de artilleros cuando estemos ya en pleno mar de Arabia. Pero no te demores más de dos semanas. Tenemos que completar este viaje antes que la estación de los vientos llegue al Golfo. No podemos correr el riesgo de ser azotados por una de estás tormentas con el cargamento que llevaremos a bordo.

—Me mantendré en contacto constante contigo, Sepah —dijo Fitz.

—Por favor, hazlo. Y, Fitz, de veras que sabremos apreciar todo lo que estás haciendo. Todos lo apreciamos. Puedes tener la certeza que casi todos los comerciantes establecidos aquí en la ensenada tienen intereses en este viaje. Todos, desde el llano hasta la cumbre. Ése es el motivo por el cual pienso hacer este viaje personalmente, como nakhouda —dijo Sepah, golpeando amistosamente a Fitz en un hombro—. Te invitaría a acompañarme a beber y soñar por un rato, pero sé que hay cosas más interesantes esperando tu regreso.

En su total absorción por resolver el intrincado problema de completar la instalación del armamento en la embarcación, Fitz se había olvidado temporalmente no sólo de que Laylah lo estaba esperando, sino de que Courty Thornwell le estaba haciendo compañía a la muchacha.

—Tienes razón —dijo Fitz—. Creo que me pondré en marcha hacia mi casa ahora mismo.

Subió a su «Land Rover» y se alejó a toda prisa del astillero de Abdullah y, luego de atravesar la ciudad de Dubai, accedió a la carretera arenosa que conducía a la playa de Jumeira. Mientras conducía, pensaba que le gustaría encontrar alguna manera de penetrar en la casa sin que lo vieran, para poder lavarse y presentarse ante Laylah con un aspecto decente. No necesitaba la colaboración de un espejo para saber lo grasiento y sudado que se encontraba. Llegó a su casa y metió el «Land Rover» por el sendero que conducía a la puerta de la misma. El coche que utilizaba John Stakes todavía se encontraba frente a la casa.

—El viejo y querido Courty —murmuró Fitz, con resentimiento—. Al pie del cañón, siempre probando.

—¡Fitz! —gritó Laylah, alegremente, cuando Fitz abrió la puerta y entró.

Courty sacudía un highball en una mano, sentado en una silla en el rincón, y allí no había signos de otra cosa que no fuera una conversación trivial y fortuita entre dos amigos.

—Estábamos preocupados por ti. Dijiste que sólo estarías fuera un par de horas. Oh, tienes un aspecto tan agobiado, tan cansado. Ve y dúchate mientras te preparo un trago. ¿Qué te parece un gin-tonic?

—Me encantaría —dijo Fitz, haciendo una seña con la cabeza hacia Courty y después hacia Laylah—. Prometo que no tardaré tanto en limpiarme.

Laylah entró al cuarto de baño mientras Fitz se encontraba bajo la ducha y le dejó la bebida a su alcance.

—¿Hiciste lo que tenías que hacer, fuera lo que fuera?

—Sí, por supuesto —dijo Fitz, desde detrás de la cortina plástica.

Ahora se sentía mejor y estaba un poco avergonzado de sí mismo por haber subestimado deliberadamente el tiempo que emplearía en terminar su trabajo. Había pensado que, de esa forma, Laylah y Courty estarían toda la noche esperando su regreso para cualquier momento.

Una vez bañado, afeitado y vestido con ropas limpias, Fitz regresó al cuarto de estar. Ya eran las cinco de la mañana. Se sentía placenteramente agotado, con el sentimiento de haber cumplido cabalmente una misión.

—No falta mucho para que el sol se levantase sobre las montañas para traernos un nuevo día —dijo—. Mañana, más o menos a esta hora, partiremos rumbo a Al Ain.

Laylah sonrió mirando a Thornwell.

—Fue muy amable de tu parte el quedarte a hacerme compañía y hablar conmigo, Courty. Ahora entiendo mucho mejor lo que intentas llevar a cabo.

—Muy bien. Entonces es posible que puedas echarme una mano en Irán —dijo Thornwell, al ponerse de pie—. Hasta pronto, Fitz. Nos veremos.

Cuando Thornwell ya se había marchado, Laylah se dirigió al dormitorio con Fitz, con un brazo en torno a él, y ambos se echaron juntos en la cama.

—Laylah, te quiero —murmuró Fitz.

Y, al instante, estaba profundamente dormido.

Ir a la siguiente página

Report Page