Dubai

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Segunda parte » Capítulo XIX

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CAPÍTULO XIX

Una hora más tarde, los tres motores Diesel empezaron a funcionar, y, casi inmediatamente, Sepah hizo su aparición en la cabina de mando.

—Voy a dar las órdenes desde aquí arriba, Fitz —dijo.

Fitz asintió con un movimiento de cabeza y se puso a observar cómo lanzaban a bordo las cuerdas una tras otra, mientras Sepah, autoritariamente, iba disparando órdenes. Fitz lanzó una última mirada a Harnett, de pie en el embarcadero, y luego lo ignoró deliberadamente. La pinaza, de treinta metros, se apartó rápidamente del muelle y puso rumbo hacia la desembocadura de la ensenada. Treinta minutos más tarde se dirigía hacia el mar abierto.

Fitz pensaba: «¿Qué demonios estoy haciendo aquí? Se supone que soy un oficial responsable, perteneciente al Ejército de los Estados Unidos, y no un vulgar contrabandista dispuesto a luchar contra las autoridades».

Sacó la cabeza por una de las ventanillas laterales y miró hacia atrás. Los tres motores arrojaban una densa estela espumosa, y, más allá de la fosforescente espuma, se distinguían las débiles y remotas luces de Dubai. «¡Mierda!, ¿por qué diablos no me he traído, por lo menos, una botella?».

«Porque te la habrías bebido de un tirón y te habrías emborrachado», se respondió.

—Mañana por la mañana te presentaré a la tripulación —dijo Sepah—. Tan pronto como fijemos el rumbo, entregaré el mando a mí makhouda regular, y podremos tumbarnos en las literas del camarote del capitán. Mañana haremos que la tripulación se ponga a trabajar en serio.

Las luces de la costa ya habían desaparecido por completo cuando un joven árabe, de recio aspecto, llamado Issa se presentó en la cabina de mando. Llevaba los típicos pantalones holgados y la camisa abierta de los marinos, en vez de la dish dasha corriente entre los árabes, y se tocaba con un turbante blanco y rojo. Issa, que tendría poco más de treinta años, saludó a Fitz con una leve inclinación de cabeza y se puso al timón, relevando a Sepah.

—Dejemos la nave en manos de Issa —dijo Sepah a Fitz—. Es el mejor hombre que llevo a bordo. Nosotros vayamos abajo.

A la mañana siguiente, al despertarse, Fitz percibió un agradable aroma a café. Abriendo los ojos, vio que un miembro de la tripulación se encontraba en la cabina, con una cafetera de cobre de largo pico en una mano y una taza en la otra. Al ver que Fitz se había despertado, vertió el café en la taza y se la entregó.

Después de beberse dos tazas, Fitz se puso los pantalones, la camisa y los zapatos y, saliendo de la cabina del capitán, se dirigió al puente de popa. Divisó a estribor unas montañas negras que surgían directamente de las aguas. Puesto que el sol se hallaba apenas por encima de la línea del horizonte, justo delante la pinaza, lo más probable es que estuvieran bordeando la península de Musandán que se elevaba como una excrecencia, en el Golfo, formando el estrecho de Ormuz. Dentro de una hora navegarían por el golfo de Omán.

—Un gran espectáculo, para verlo desde el mar, ¿eh? —dijo Sepah, acercándose a Fitz.

Ambos contemplaron los macizos despeñaderos rocosos.

—Hasta hace cincuenta años —siguió diciendo Sepah—, y a pesar de los tratados con los ingleses, los piratas solían salir de varias caletas que hay ocultas en esas montañas, para lanzarse al abordaje de los barcos que osaban atravesar el estrecho. Al menos ahora estamos seguros, hasta que lleguemos al mar de Arabia, a mitad de camino hacia Bombay.

—Es evidente el motivo por el cual los movimientos insurgentes comunistas desean hacerse con el control de Omán. La península de Musandán es la auténtica llave de paso del estrecho.

—Una pequeña lancha no tendría dificultades en salir y colocar unas cuantas minas en el estrecho, justo por donde pasan los grandes buques petroleros —dijo Sepah.

—Nunca he visto un movimiento insurgente comunista con más posibilidades de éxito que el de aquí, el que se desarrolla en el límite de Omán.

—Bueno, yo creo que lo mejor es que desayunes algo antes de ponernos a trabajar —sugirió Sepah.

Le sirvieron arroz con pescado asado y otra taza de café. Comió allí mismo, en cubierta, y luego siguió a Sepah. La tripulación se dedicaba a desplegar, por toda la cubierta, gran cantidad de túnicas de tela blanca con apretadas filas de pequeños bolsillos. Dichas túnicas tenían un aspecto similar al de las chaquetas de cazador, con los bolsillos distribuidos en torno al pecho. Frente a cada marinero había un tiesto de color oscuro lleno de barras de oro ten-tola. Los hombres iban metiendo las barras, del tamaño de una caja de cerillas, en los bolsillos de las túnicas, bolsillos que luego cerraban con aguja e hilo. Lo hacían con gran destreza, moviendo hábilmente los dedos; tardaban poco más o menos un minuto en meter una barra y coser el bolsillo. Según cálculos aproximados de Fitz, cada túnica contenía unas cien barras, lo cual representaba un peso total de unos doce kilogramos. Era un sistema muy eficaz para que los contrabandistas y mercaderes de oro pudieran introducir éste en la India.

—La tripulación necesitará los tres primeros días de viaje para meter todas las barras en los bolsillos de las túnicas y coser los bolsillos —dijo Sepah.

Había una nota de orgullo en su voz, tal vez no exenta de miedo, cuando agregó:

—Éste es el mayor cargamento de oro que ha salido hasta ahora en una nave desde Dubai, y probablemente el más grande que haya salido jamás de todo el golfo de Arabia.

Sepah se quedó mirando por unos instantes a los hombres que metían las barras de oro en los bolsillos de las túnicas, y luego dirigió la vista hacia una escotilla abierta, señalando:

—Ven, veamos el motivo por el cual tantos comerciantes se han unido a este sindicato.

Fitz siguió a Sepah por la escotilla hacia el interior de la bodega. Aunque se trataba de un embarque fabuloso, las cajas de oro ocupaban sólo un espacio relativamente pequeño de la zona dedicada a la carga. Los grandes depósitos de combustible habían sido distribuidos de forma que todo el peso del fuel para motor Diesel no quedara en una sola parte de la embarcación. Los cañones gemelos, de veinte milímetros, dominaban el espacio bajo la cubierta. Parecía como si aquellas majestuosas armas exigieran el honor de que se les concediera toda una bodega para ellas solas.

—La verdad es que tienes muchísimo más espacio del que necesitas para esta clase de tráfico —observó Fitz.

—Posiblemente dé esa impresión —murmuró Sepah, al tiempo que ambos se dirigían hacia los cañones—. Veamos cómo funcionan.

Fitz se volvió, apartándose de los cañones, al ver que tres jóvenes se deslizaban por la escotilla y se acercaban a Sepah.

—Estos tres jóvenes, Mohammed, Juma y Khalil, son los tres mejores artilleros que he podido conseguir —dijo Sepah.

Una mueca de dolor surcó el rostro del traficante de oro. Fitz sabía cuál era el motivo de aquel dolor de su socio y amigo, pero no había nada que nadie pudiera hacer al respecto. Sepah tenía tres hijas, y su único hijo había muerto siendo un niño.

—Haré que durante los dos próximos días se familiaricen bien con las armas que llevamos a bordo —dijo Fitz—. Y si hay que pelear, serán ya unos expertos.

Fitz dirigió a los jóvenes una sonrisa animosa, que los otros le devolvieron.

—Venid y ved lo que hay —dijo Fitz, en árabe—. Y tratad de aprender bien lo que os explique, porque, si no, veréis a Alá mucho antes de lo que pensáis.

Aquellas palabras no parecieron hacer mella en los jóvenes, quienes con la misma falta de entusiasmo que antes, se colocaron en torno a Fitz.

—En primer lugar, tenéis que aprender cómo son estas armas por dentro —dijo Fitz.

Acto seguido, retiró la culata de los dos cañones de veinte milímetros, para que los jóvenes pudieran ver el mecanismo interno de las armas.

A última hora de la mañana, los tres artilleros en potencia habían aprendido ya a cargar un cañón de veinte milímetros y se habían familiarizado con las partes móviles más importantes del arma. Después de haber llenado cada tambor con sesenta cargas de veinte milímetros, y tras haber aprendido a insertar el tambor en la recámara del cañón, Fitz los dejó marcharse a que disfrutaran un poco de la fresca brisa que soplaba en la cubierta principal.

Luego de un almuerzo compuesto de dátiles, cordero y arroz, Fitz volvió a bajar a la bodega con sus tres discípulos. Sepah, que durante la mañana lo había dejado solo para supervisar el trabajo de colocación en las túnicas especiales, los acompañó en esta ocasión hasta las tórridas bodegas bajo cubierta.

—Ahora vamos a hacer fuego con estas cosas —anunció Fitz—. Pero no vamos a disparar demasiado, porque necesitamos conservar toda la munición posible para cuando las cosas se pongan difíciles de verdad. En primer lugar, quiero que me observéis cargar, amartillar y disparar.

Dijo los tres últimos verbos en inglés, que era la lengua universal para las voces de la guerra moderna en todos los países árabes.

Fitz colocó el tambor en la recámara del arma que tenía a su izquierda, y la amartilló.

—Para no desperdiciar munición, hoy haremos uso de un solo cañón —explicó. Y, volviéndose a Sepah, agregó—: abre la tronera.

Sepah se dirigió hacia el propao y, comenzando por el lado de popa, empezó a quitar los cerrojos, hasta llegar al otro extremo de la plancha de madera. Luego, con ayuda de Fitz, colocado uno hacia popa y otro hacia proa, levantó la plancha. Los tres artilleros neófitos quedaron boquiabiertos de sorpresa al distinguir una franja de azules aguas de océano a través de la rendija, de cuarenta centímetros de ancho y siete metros de largo, abierta en un lado de la embarcación. Había dos cuadernas de acero reforzado, colocadas una en cada extremo de la abertura. Fitz estuvo insistiendo a Abdul para que ingeniara algún medio de conseguir una abertura de diez metros, a través de la cual poder disparar; sin embargo, después de mucho estudiarlo, Abdul sólo pudo abrir una brecha de siete metros, pues de haberla hecho más larga, se corría el peligro de que la embarcación se partiera.

Fitz explicó luego a sus tres discípulos el motivo por el cual había hecho colocar una fuerte tubería de acero fija en torno a los cañones. De esa forma, las armas no podrían disparar contra el flanco de la embarcación en la que habían sido montados. Fitz hizo una demostración del control que las tuberías de acero ejercían sobre los cañones, los cuales, gracias a dicho tubo, no podían disparar hacia arriba o hacia un lado más allá de la abertura. De esta forma, la futura fuerza de combate de Sepah no tendría que preocuparse de la posibilidad de hacerse astillas entre ellos mismos. Los tres artilleros se habían percatado de que el cañón estaba colocado demasiado dentro del buque, y se mostraban preocupados por eso. Fitz trató de explicarles que habían dispuesto así el cañón para que el enemigo, hasta el momento de irse a pique no advirtiera que la pinaza había abierto fuego.

Con el cañón ya a punto para disparar, Fitz adelantó la mano derecha y tiró hacia atrás de la palanca de carga, con lo que la primera bala del tambor quedó en posición de ser disparada. Quitó el seguro, dobló las rodillas para que las mirillas quedaran a la altura de sus ojos y luego, colocando el dedo en el gatillo, lanzó una andanada de tres disparos. Con una ancha sonrisa iluminándole el rostro, Fitz se volvió hacia Sepah.

—¿Qué te ha parecido? Magnífica arma, ¿verdad? ¿Alguna vez habías visto algo tan silencioso y capaz de hacer tanto daño?

Sepah rió, lleno de felicidad.

—Sí, de veras es magnífica. Fitz lo has logrado. No podía creer que existiera un arma semejante.

—Espera y verás lo que son capaces de hacer en una lancha patrullera del servicio de guardacostas de la India —dijo Fitz.

Se volvió hacia Mohamed.

—Ahora quiero que vosotros disparéis tres cargas cada uno, exactamente como yo lo he hecho. Y, por amor del dulce Alá, no apretéis ni empujéis el gatillo, tocadlo solo suavemente. ¿Entendido? Suavemente.

Mohamed asintió moviendo la cabeza y se adelantó hacia el cañón. Primero miró hacia el mar, y luego pegó fuertemente el dedo al gatillo. Salieron ocho o nueve balas antes de que pudieran quitar el dedo.

—¡No, no y no! —gritó Fitz, en inglés—. ¡Por Alá, he dicho suavemente! ¡Hay que controlar el fuego!

Y luego gritó en árabe, seis veces:

—Suavemente, con suavidad.

Los otros dos jóvenes rieron escandalosamente ante el fracaso de su camarada, y Fitz indicó a Khalil que ahora le tocaba a él. Khalil estuvo algo mejor, ya que sólo disparó cuatro cargas. Luego le llegó el tumo a Juma. Había disfrutado de la ventaja de ver en acción a sus dos colegas, además de haber observado atentamente la forma en que Fitz maniobraba con el gatillo.

Lleno de confianza, se adelantó hasta el cañón, dobló las rodillas, miró hacia el mar y, con un delicado movimiento acariciante, pulsó el gatillo, lanzando sólo tres descargas.

—¡Bien, muy bien! —exclamó Fitz—. Ahora, veamos una segunda andanada cada uno.

Dijo «andanada» en inglés. Algún día —pensó—, el coronel Buttres tendría que agradecerle al haber hecho posible que los Exploradores de Omán consiguieran tres artilleros que entendían, al menos, el inglés de combate.

Tras una hora de paciente trabajo de instrucción, Fitz consiguió que sus tres discípulos dispararan andanadas de tres descargas, al tiempo que movían horizontalmente el cañón.

—Tendremos un buen equipo de artilleros —comentó Fitz desde la escotilla, al tiempo que subía para unirse a Sepah en el puente de mando—. Espero que aquí arriba los chicos no hayan sufrido demasiadas sacudidas por culpa de nuestra práctica de tiro.

—Apenas se han dado cuenta de lo que ha ocurrido —respondió Sepah—. Bueno, ¿qué piensas hacer con las ametralladoras calibre treinta?

—Pensaba dedicarme hoy a esas armas, y mañana, a las ametralladoras ligeras. Supongo que no hay posibilidades de que los guardacostas de la India nos manden a pique a mil millas de la costa.

—Cada vez salen más hacia alta mar —replicó Sepah—. Pero yo diría que mañana aún podemos estar a salvo. Tendremos que empezar a preocuparnos a partir de pasado mañana.

—¿Cómo crees que debemos distribuir los puestos de combate para el caso de que nos encontremos con una lancha patrullera? —preguntó Fitz.

—Tú te encargarás de los cañones de veinte milímetros; yo me haré cargo del timón y de las ametralladoras; Juma y Khalil pueden quedarse abajo contigo para aprender el manejo de los cañones, y yo puedo llevarme conmigo a Mohammed para que me ayude con las ametralladoras. No sé por qué, presiento que cuando la muerte deje de ser algo abstracto para convertirse en la necesidad de abatir hombres a balazos, Mohammed demostrará que pueda ser nuestro artillero. ¿Viste cómo se abalanzó sobre el cañón, aunque lo hiciera mal, dejando escapar demasiados disparos?

—Y tú, ¿tienes alguna experiencia con ametralladoras de calibre treinta? —preguntó Fitz—. Ésa va a ser un arma muy importante, sobre todo cuando nos acerquemos a la lancha patrullera.

Sepah sonrió.

—Manejé una ametralladora de ese tipo durante la guerra de Abu Dhabi. Naturalmente, que no me vendría nada mal un breve cursillo mañana, para refrescar la memoria. Pero lo cierto es que he manejado una ametralladora calibre treinta en combate, y no lo he hecho nada mal.

—¡Espléndido! Bueno, respecto a las dos ametralladoras ligeras, hay que pensar en algo, pues nos van a ser muy útiles en el combate a corta distancia. Nos permitirán tener otro ángulo de ataque para el caso que necesitemos acallar el cañón de calibre cincuenta que llevan las lanchas patrulleras indias. Llevamos a un hombre experto en el manejo de todo tipo de arma ligera. Creo haberte hablado de él con anterioridad. Lo desembarcaremos en la India, junto con el oro, para que liquide a uno de mis representantes, que se ha portado de forma deshonesta con el sindicato. Y mientras esté a bordo, y como quiera que se le paga bien, está dispuesto a brindarnos su experiencia y su habilidad, en caso que se lo necesite.

—¿Dónde está? —preguntó Fitz.

—En seguida te lo traigo.

Sepah se alejó hacia la parte delantera de la nave, y a los pocos instantes regresó acompañado por un indio delgado, de tez oscura, que llevaba unos pantalones cortos por encima de la rodilla, la tradicional camisola suelta y un turbante colocado de cualquier manera. Los hondos surcos que le cortaban el rostro, y su mirada ardiente, le daban un aspecto maligno, perverso Fitz comprendió que se encontraba ante lo que los norteamericanos llaman un hit man[4].

—Éste es Haroon —dijo Sepah, presentándolo.

Fitz y el indio se saludaron con leves inclinaciones de cabeza.

—¿En qué idioma habla? —preguntó Fitz, dirigiéndose a Sepah.

—En el que a usted le resulte más fácil, sahib —respondió Haroon, con una reverencia.

«Un matón de alto vuelo», pensó Fitz, el cual replicó:

—De acuerdo, Haroon. ¿Conoces el rifle calibre cuarenta y cinco?

—Por supuesto, sahib. Es mi arma favorita. Pero demasiado pesada para este trabajito. —Los ojos de Haroon se encendieron—. ¿Tiene usted un arma de ese tipo aquí en el barco, sahib?

Fitz asintió con la cabeza.

—También tengo una ametralladora que, probablemente, nunca has visto: la «Armalite». En el Ejército norteamericano se llama «M-16».

—¿También la tiene aquí?

Fitz volvió a asentir con la cabeza.

—¿Sabes lo que hacemos en caso que una lancha patrullera del servicio de guardacostas de la India intente detenemos?

Haroon sonrió simplemente, dejando al descubierto varios dientes de oro.

—Bien. Ahora voy a bajar y volveré con las armas. Tú acompáñame y trae las municiones. Vamos a ver si practicamos un poco.

Haroon siguió a Fitz al interior de las bodegas, y, al cabo de pocos minutos, ambos regresaron a cubierta, Fitz, cargado con las dos ametralladoras livianas, y Haroon, llevando una caja de municiones. Dejaron las armas y las municiones en cubierta, y Haroon se dedicó a observar atentamente desde el momento en que Fitz, levantando una de las ametralladoras, se la entregó. Luego, Fitz se volvió a Sepah y le preguntó:

—¿Tenéis algo que pueda tirar al agua para usar como blanco?

Sepah echó una ojeada a su alrededor.

—¿Qué te parece una caja de las utilizadas para cargar las barras de oro? Claro que no son muy grandes, pero…

—Son lo bastante grandes y tenemos las suficientes. Di que me traigan unas cuantas.

Sepah gritó una orden y, al cabo de un instante, un miembro de la tripulación corrió hasta el lugar donde sus compañeros estaban montando barras de oro en los bolsillos de las túnicas y, cogiendo varias cajas, las llevó hacia donde estaba Sepah. Cada caja era más o menos del tamaño de las empleadas para una botella de medio galón de licor.

—Dile que las lleve a la parte delantera —ordenó Fitz—, y que, cuando me oiga gritar, arroje al mar dos de ellas.

Sepah transmitió las instrucciones al marinero.

—Ahora, Haroon, simulemos un momento del combate. Tú estás disparando contra los hombres que, en cubierta, intentan llegar a la ametralladora de calibre cincuenta. Ya hemos matado a un artillero.

Fitz metió la mano en la caja de las municiones y extrajo dos cintas de balas de calibre cuarenta y cinco, cada una de las cuales contenía veinte unidades. Entregó las cintas a Haroon para que se las sostuviera y, metiendo de nuevo la mano en la caja, extrajo un rollo de cinta aislante, de color negro. Arrancó unos doce o quince centímetros del rollo, se lo entregó a Sepah y cogió las cintas de balas de manos de Haroon.

—¿Entiendes lo que voy a hacer? —preguntó.

Haroon movió negativamente la cabeza. Fitz colocó el extremo de una cinta contra el extremo de la otra y se las entregó de nuevo a Haroon, diciéndole que las mantuviera en esa posición. Luego, tomando el rollo de cinta adhesiva de las manos de Sepah, unió firmemente los extremos de las cintas de balas, arrancando el trozo de adhesivo sobrante. Después de dejar la cinta adhesiva en la caja de municiones, cogió la ametralladora, colocó el extremo libre de una de las cintas de balas en la recámara de la culata y, tirando hacia atrás del percutor, hizo que una bala se deslizara en el interior de la cámara. Las dos cintas de balas, unidas por la cinta aislante, sobresalían unos sesenta centímetros y caían colgando hacia abajo. Fitz sostenía el arma dispuesto a adoptar la posición de fuego. Avanzó hacia el borde de la cubierta, se asomó por la borda y vio cómo la embarcación avanzaba, cortando las aguas, a una velocidad de crucero de quince nudos.

—¡Tirad las cajas! —gritó.

Dos cajas blancas salieron volando, y, en el momento en que chocaban contra el agua, Fitz las observó, calculó la distancia y apretó el gatillo. Una ráfaga de balas salpicó el agua y agujereó repetidamente una de las cajas, hasta hacerla pedazos. La otra caja se alejaba ya hacia popa, para perderse de vista, cuando Fitz tocó con el pulgar el seguro de la ametralladora tirando hacia fuera de la primera cinta de balas y, con el mismo movimiento, colocando la segunda cinta en la recámara. De inmediato, una segunda ráfaga destruyó la segunda caja, antes de que se perdiera de vista, a popa de la velocísima nave.

Haroon tragó saliva, ruidosamente, sin poder evitar que se le escapara un grito de asombro y admiración. Sepah también gritó asombrado. Fitz bajó entonces la ametralladora, señalando:

—Si tenemos que luchar, habrás de utilizar la ametralladora de esa forma, porque así conseguirás disparar cuarenta balas en vez de veinte.

Khalil, Juma y Mohamed habían observado la demostración con la boca abierta, y ahora se miraban unos a otros, mudos de asombro, desorientados. «¿Conseguiremos hacerlo así alguna vez?», parecían preguntarse mutuamente. Fitz les sonrió, al leer sus pensamientos.

—Podréis hacerlo igual —les dijo, en árabe—. Sólo es cuestión de práctica. También se necesitan grandes cantidades de municiones, que, desgraciadamente, no tenemos. Tal vez, cuando regresemos a casa después de este viaje y no tengamos que preocuparnos de los guardacostas de la India, tal vez entonces, si es que nos quedan balas, pueda enseñaros a manejar así estas ametralladoras.

Fitz quitó la cinta de cartuchos vacíos y entregó el arma a Haroon.

—Muy bien, Haroon, aquí la tienes —dijo, dándole dos cintas de balas unidas con adhesivos.

Durante la media hora siguiente, Fitz instruyó a Haroon en el sutil arte de insertar la cinta de balas en la recámara de la ametralladora. Una vez Haroon quedó bien enterado, Fitz gritó para que arrojaran otras dos cajas por la borda. El asesino indio acertó bien en la primera de las cajas, pero el tiempo que tardó en extraer la cinta de balas y colocar la otra, hizo que se perdiera la segunda caja, que para entonces había desaparecido tras la nave. En ese momento fue cuando Haroon empezó a mirar a Fitz con profundo respeto.

—Si me ordenaran que lo matara a usted, temo que me entraría miedo y rechazaría el trabajo —dijo.

Se trataba del mayor elogio que Haroon podía hacer.

Por su parte Fitz, le dio una palmada en un hombro. Luego cogió el rifle «M-16».

—Mañana probaremos a éste crio, porque creo que por hoy ya hemos tenido bastante.

—De acuerdo —dijo Sepah—. Vamos al camarote y tomemos un té.

Fitz cogió la caja con las dos ametralladoras y, cargándosela, siguió a Sepah, hacia popa, a lo largo de la cubierta, rumbo al camarote ocupado por el capitán.

Una vez preparado el suave té de hierbas, Fitz empezó a hablar con gran entusiasmo sobre el cargamento de oro que llevaban. Nunca se había sentido tan confiado respecto al éxito de un viaje del que dependían toda su fortuna y toda su reputación.

—Supongo que te interesará saber, Fitz, que un día antes de zarpar recibí cien cajas más de barras ten-tola. Como no ha habido un solo cargamento de oro que haya podido llegar a la India en los últimos seis meses, los agentes están verdaderamente inquietos. Es posible que haya cien millones de dólares en moneda extranjera y en plata esperando ser convertidos en oro a ciento diez dólares la onza. En este viaje, las ganancias brutas del sindicato pueden alcanzar alrededor de los treinta millones de dólares. Las pagas suponen el veinticinco por ciento, por lo que, en cifras netas, tenemos un beneficio de unos veintidós millones y medio de dólares. Con esto no sólo cubriré todas mis pérdidas anteriores, sino que volveré a convertirme en un hombre rico.

Sepah terminó su taza de té.

—Tu porcentaje será aún más alto de lo que tú y yo calculamos antes de iniciar el viaje.

Fitz se metió la mano en un bolsillo y extrajo un rosario de cuentas rojas, que usaba para tranquilizarse. Empezó a darle vueltas y a desgranar las cuentas con la mano derecha.

Sepah, al verlo juguetear así le dijo, socarrón:

—Te estás convirtiendo en una especie de árabe.

—Como no hay nada de beber, tengo que dar escape a la tensión de algún modo —replicó Fitz.

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