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Tercera parte » Capítulo XXVII

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CAPÍTULO XXVII

El viaje desde Dubai, vía Líbano, Londres y Nueva York, hasta el «Hotel Twin Bridge Marriott Motor», sobre la orilla de Virginia del río Potomac, cerca del Pentágono, fue largo y complicado. Fitz había pasado más de dos días a bordo de aviones y sentado en las salas de espera de los aeropuertos antes de poder, finalmente, inscribirse en el hotel. En otoño, Washington D. C. goza de un clima en verdad excelente. Mucho más fresco que las temperaturas que Fitz estaba acostumbrado a resistir en el Golfo, pero siempre lo bastante cálido como para que no hiciera falta ponerse abrigo. Agotado de tanto viajar, hastiado después de tantas horas de espera en los aeropuertos, Fitz miró con alivio la primera cama que tenía ante sus ojos después de cuarenta y ocho horas.

Colgó la bolsa de los trajes en el armario, abrió su maleta y, con calma, fue distribuyendo sus escasos efectos. Decidió comprar la mayor parte de la ropa que le hacía falta en Washington o en Nueva York. Después de una larga ducha caliente y de un buen afeitado, casi lo venció la tentación de echarse en la cama y dormir unas cuantas horas. De todos modos consiguió hacerse con la suficiente fuerza de voluntad como para extraer su libreta de teléfonos y levantar el auricular. La primera llamada la hizo a un viejo amigo, y compañero de armas en el Comando de Asistencia Militar de Saigón. Fitz no sabía a ciencia cierta dónde estaría destinado en esos momentos el coronel Dick Healey. Lo único que sabía era que se encontraba en algún lugar de Washington. Jenna, la mujer de Dick, respondió al teléfono. Dejó escapar un grito de asombro cuando Fitz se identificó.

—Fitz, pensábamos que te encontrabas en algún lugar del desierto, con los árabes. ¿De veras estás aquí?

—En el «Hotel Marriott», en Virginia. ¿Dónde está destinado Dick actualmente? Me gustaría verlo.

Hubo una leve nota de vacilación al otro extremo de la línea telefónica y, de inmediato, Jenna respondió:

—Trataré de localizarlo y le diré que te llame. ¿Vas a quedarte ahí por un tiempo?

—Eso espero. En caso que no me encuentre, dile que me deje un mensaje.

—Sé que le agradará mucho llamarte, Fitz. ¿Acaso no es gracioso? Hace sólo un par de días estuvimos hablando de ti. Con todas esas cosas que aparecieron en los periódicos, primero los judíos y después los indios, te convertirte en el tema de mayor actualidad de la ciudad, entre tus viejos amigos. Incluso la guerra de Vietnam empezó a perder interés comparada con tus aventuras.

No creas lo que dicen los periódicos. Te contaré todo lo que realmente pasó cuando te vea.

Después de despedirse de Jenna Healey y colgar el teléfono, Fitz se concentró para llevar adelante su segunda obligación. Marie estaría en casa, seguramente, esperando su llamada. Fitz le había cablegrafiado su hora aproximada de llegada a Washington. Tras un instante, Fitz marcó el número de su mujer.

—Hola, Fitz —dijo Marie, en su tono monocorde habitual—. Ya has llegado.

—Sí.

Fitz se mantuvo en silencio junto al teléfono pero, aparentemente, Marie no tenía nada más que decirle. Por tanto, Fitz agregó:

—Creo que deberíamos vernos. He hecho un largo viaje para veros. ¿Cómo está Bill?

—Bill se encuentra muy bien, ahora, en la Academia Militar de Valley Forge. Creo que su manera de ser ha mejorado sensiblemente y que ya dejará de ser un chico difícil. Realmente le hizo daño la falta de un padre agregó Marie, acusadoramente.

Te Imploré que lo dejaras ir a visitarme a Irán.

Y yo te dije que no consentiría que mi hijo se fuera a un lugar a medias civilizado, en mitad del desierto.

Una vez más, Fitz recordó lo cerrada que había sido Marie toda su vida. Su actividad giraba en torno a su familia en Indiana y a las amigas que tenía en la oficina. Desconfiaba e incluso temía todo lo que estuviera fuera de los límites continentales de los Estados Unidos. Ni siquiera estaba del todo segura respecto a si California era de verdad un sitio civilizado. Ante la actitud de su mujer, Fitz sonrió con indulgencia.

—Me gustaría ver a Bill alguna vez, mientras me quedo aquí —dijo—. Tal vez, si pasamos juntos un tiempo, a Bill le agrade la idea de irme a visitar en vacaciones, más adelante.

—Primero hay muchas cosas que debemos dejar aclaradas, Fitz —dijo Marie, afectadamente—. Mi abogado, Jack Ruttberg, espera recibir noticias tuyas. Tiene su oficina en la ciudad vieja, en Washington. Ahora mismo te doy su número de teléfono.

Fitz cogió un lápiz y anotó el número de teléfono del abogado.

—Lo llamaré ahora mismo, Marie. ¿Quieres hablar conmigo después que haya visto a tu abogado?

—Bien, eso es algo que queda en manos de Mr. Ruttberg. Haré lo que él diga.

Fitz consiguió neutralizar la exasperación que sentía.

—Está bien, Marie, veré a tu Mr. Ruttberg. Y después es posible que hable contigo, depende de lo que tu abogado opine.

—Eso mismo —dijo Marie, y colgó el aparato.

Fitz miró fijamente por un instante la hoja de papel en la que había escrito el número de teléfono del abogado. Cuando estaba a punto de coger el auricular para hacer la llamada, sonó el teléfono:

—Hola —dijo, levantando el auricular.

—¡Fitz! Todos nos preguntábamos si volveríamos a verte en esta vida.

—Oye, Dick, no te ha costado mucho ponerte en contacto conmigo.

—No, estaba justamente en mi despacho, lo que no ocurre con demasiada frecuencia, cuando Jenna me llamó.

—¿Me puedes decir a dónde te han destinado? —preguntó Fitz.

—Te lo diré cuando nos veamos. Vienes a comer con nosotros esta noche, ¿verdad? Le dije a Jenna que agotara sin miedo todo el presupuesto en preparar una buena comida.

—¿Sigues viviendo en el mismo lugar?

—Exactamente. Sabes cómo llegar hasta aquí. ¿Tienes coche?

—No, cogeré un taxi.

—Me gustaría pasar a recogerte, pero sé que me voy a quedar trabajando hasta tarde.

—No te hagas mala sangre. Cogeré un taxi. ¿A qué hora quieres que me presente? ¿A las siete, te parece?

—Estupendo. Todo el mundo ha estado intentando averiguar dónde podrías estar. Es posible que haga unas pocas llamadas para informar a algunos de que he conseguido capturarte.

—Por mí no hay problema. Te veré esta noche en tu casa.

Después de colgar el aparato, Fitz empezó a sentirse mucho más animado que estos últimos días. Dick y él habían servido en la Sección de Inteligencia en Saigón y luego, también juntos, en las Fuerzas Especiales destinadas a Vietnam en 1964, cuando los Boinas Verdes eran los únicos soldados americanos que peleaban en la guerra que tenía lugar en aquella zona. Luego Fitz había regresado a Oriente Medio, asignado allí por segunda vez y Dick había sido trasladado a Washington. Fitz había sido relevado en Oriente Medio y enviado de nuevo a Saigón donde cumplió seis meses de deberes especiales antes de regresar a Teherán. No podía quejarse. Su vida había sido variada y excitante, en el aspecto militar. Lo habían enviado a la escuela de lenguas del Ejército en Monterrey para que aprendiera árabe, pero todavía sentía cierta pena por no haber alcanzado la graduación de coronel que le hubiera permitido llegar a los más elevados escalones de la carrera militar. Fitz volvió a coger el teléfono y se puso en contacto con Jack Ruttberg, que le sugirió que pasara a verlo después del almuerzo, a las dos de la tarde.

Luego Fitz hizo la última llamada de las que tenía previstas, poniéndose en contacto con la operadora de larga distancia. Le pasó el número de Hoving Smith y señora, en Radnor, Pensilvania, y dijo que hablaría con cualquiera que respondiera a su llamada. En caso que sólo hubiera una sirvienta en casa, Fitz suponía que, por lo menos, podría dejarle su número de teléfono y un mensaje diciendo que había llamado. Probablemente los padres de Laylah estuvieran aguardando su llamada para hoy, puesto que la chica les había escrito al día siguiente de la última vez que Fitz la viera. Al segundo timbrazo, Fitz obtuvo respuesta. Se trataba de una mujer, quizá la madre de Laylah. De hecho, Fitz tuvo la certeza de que era la madre de Laylah, puesto que tenía un leve acento extranjero.

—¿Mrs. Smith? —preguntó.

—Sí. ¿Quién habla?

—Soy un amigo de su hija. Me llamo…

—Coronel Lodd —interrumpió la mujer—. Estaba esperando ansiosamente su llamada. Recibimos la carta de Laylah hace dos días. ¿Cómo estaba mi hija cuando usted la vio por última vez?

Fitz se preguntó qué podría responder a esa pregunta. ¿Cómo estaba Laylah? ¿Confundida? La verdad es que a Fitz le parecía que estaba bastante confusa, sin saber qué rumbo tomar.

—Espléndidamente —dijo Fitz, con dolor—. Laylah está estupendamente. Como siempre.

—Esperamos que venga a visitarnos, coronel —dijo Mrs. Smith, hospitalaria—. Laylah, en su carta, nos menciona algunas cosas que usted tiene en mente. Hoving y yo hemos estado discutiendo el asunto y, por cierto, mi marido tiene ciertas ideas que pueden serle de gran ayuda a usted. Me encantaría que fuera usted nuestro huésped por unos días, siempre que le sea posible, claro está.

—Estoy ansioso por conocerlos, a usted y a su marido —respondió Fitz—. No sé cuánto tiempo permaneceré en Washington, pero seguramente mañana les podré comunicar cuándo iré a visitarlos.

—Hoy es miércoles. Tal vez pueda venir este fin de semana —propuso la mujer.

—Creo que este fin de semana será el momento perfecto. De todos modos, ¿puedo confirmarle la fecha mañana, Mrs. Smith?

—Por supuesto. Hoving tiene varios amigos que pueden serle a usted de gran ayuda en sus dos proyectos, coronel.

—Aprecio sinceramente el interés de Mr. Smith —dijo Fitz—. Volveré a ponerme en contacto con usted mañana.

Excepto por Marie y la visita a Ruttberg, todo parecía marchar sobre ruedas, exactamente tal como Fitz había esperado. Por supuesto, el verdadero motivo por el que estaba allí era terminar como fuera todo el problema del divorcio. Pensó que todo estaba encauzado. Ahora, con el abogado de por medio, Marie actuaba de otra forma.

Más tarde, refrescado tras una ducha y una afeitada, y habiéndose puesto ropas limpias, Fitz cogió un taxi y se dirigió a la oficina de Ruttberg. Una vez frente a la puerta de acceso al edificio, miró a su alrededor y divisó un bar y restaurante situado al otro lado de la calle y allí se encaminó.

A las dos en punto Fitz hacía su entrada a la sala de recepción de las oficinas de Ruttberg y Quinn. Reanimado gracias a los tres coñacs que había bebido y al sandwich de rosbif que había comido, se sentía en perfectas condiciones de afrontar lo que sin duda sería una desagradable conferencia con el abogado de Marie.

Fitz se identificó ante la recepcionista que, de inmediato, lo condujo hasta el despacho de Jack Ruttberg. Ruttberg, evidentemente, llevaba puesto un notorio bisoñé negro. Su bigote era lineal, como dibujado a lápiz y su cara se parecía a la de un halcón. Miraba a Fitz fijamente desde encima de una gran nariz ganchuda. Fitz tomó asiento en seguida frente al abogado. Después de decirle a Fitz que había seguido atentamente su carrera en los periódicos, primero con ciertas afirmaciones contrarias a grupos minoritarios y después con sus últimas aventuras contrabandeando oro y atacando a los guardacostas de la India —«para desgracia de los indios, afortunadamente», según agregó—, el abogado preguntó a qué cifra alcanzaría la liquidación que pensaba entregar a su esposa una vez consumado el divorcio.

—Usted conoce a cuánto asciende la pensión de un teniente coronel, Mr. Ruttberg —dijo Fitz—. En posesión de ese dato, usted tendría que estar en condiciones de establecer los parámetros de mi capacidad económica y conocer a qué cifra puede llegar la asignación mensual que entregaré a mi esposa.

—Oh, por supuesto que tendrá que entregar una asignación mensual. A lo que me refería era a la cantidad que usted piensa entregar en el momento de finiquitar todos los trámites.

—Un teniente coronel no puede disponer así como así de fuertes sumas de dinero en metálico, ¿sabe? —respondió Fitz.

—Pero un teniente coronel retirado que ha estado trabajando con los árabes durante un año y que se halla involucrado en un tipo de aventura muy lucrativo: para hablar lisa y llanamente, en contrabandear oro del golfo Pérsico con destino a la India; un teniente coronel de esa naturaleza sin duda estaría en condiciones de entregar una buena suma de dinero si quiere ver consumado su divorcio.

—Todo lo que ha dicho no es más que un montón de paparruchas sin sentido. Es verdad que estoy tratando de abrirme paso en determinados negocios dentro del mundo árabe, pero hasta ahora no he tenido éxito. Mientras tanto, vivo exclusivamente de mi pensión de teniente coronel y eso es todo. Lo más que puedo hacer es enviarle a mi mujer parte de mi pensión. Incluso estoy dispuesto a enviarle la mitad de mi pensión. Eso es todo cuanto puedo hacer. Tengo que conservar algo que me permita seguir tirando.

En su interior, Fitz tenía la certeza de que enviaría a Marie y a su hijo cantidades generosas de dinero no bien estuviera verdaderamente desahogado. Pero no quería que este abogado pensara que él estaba en condiciones de entregar fuertes cantidades. Pensando en eso, Fitz miró fijamente al abogado.

—De hecho, mientras sigamos casados y no separados legalmente, no hay medio legal por el que se me pueda obligar a entregar a nadie parte de mi pensión mientras yo no esté de acuerdo. Naturalmente, quiero que mi hijo reciba una buena educación y los mejores cuidados, así que haré todo lo que me parezca que puede redundar en su beneficio. Legalmente, no se puede exigir nada contra una pensión del Gobierno, eso es algo que usted sabe perfectamente. Regresé a esta ciudad para ayudar a mi mujer a salir adelante; ella quiere el divorcio y yo también. Mi mujer no es vieja, aún. Supongo que seguirá tan atractiva como la última vez que la vi. Tengo la certeza de que tiene grandes posibilidades de volver a casarse. Así, pues, por conveniencia de ambos, el divorcio tiene que consumarse a la mayor brevedad posible.

—Su esposa mantiene la opinión de que usted posee riquezas sustanciales. Considera que tiene derecho a una parte de lo que usted haya ganado en sus aventuras en el golfo Pérsico.

—Bien, si mi esposa quiere el divorcio, lo mejor que puede hacer es tratar de conseguirlo cuanto antes, porque no bien regrese al golfo de Arabia nadie podrá encontrarme y mi esposa no recibirá ni un céntimo de mi pensión. Mi esposa me ha impedido ver a mi hijo, se ha negado sistemáticamente a otorgarle autorización para que fuera a visitarme; mi esposa sabía perfectamente que yo me encontraba en el extranjero al servicio de los Estados Unidos y no porque me gustara mantenerme deliberadamente apartado de mi hogar. Mi esposa se negó a reunirse conmigo en Teherán, donde yo había sido destinado, porque decía que era una ciudad del desierto, civilizada sólo a medias. Ya ni siquiera conozco a mi hijo. Estoy perfectamente preparado para regresar al Golfo y desaparecer en el desierto de Arabia, donde nadie podrá encontrarme, y pasar allí lo que me quede de vida. Mi esposa nunca estará libre y nunca podrá compartir mi pensión, por modesta que sea. —Fitz casi disfrutaba desarrollando su ultimátum—. Por lo tanto, Mr. Ruttberg, le presentaré ahora mismo mi proposición. Pasaré la mitad de mi pensión a ella y a mi hijo; quedará a discreción de mi mujer el hacerse cargo del muchacho. De todos modos, a mí nunca me dejó ni siquiera opinar al respecto, además, le entregaré cinco mil dólares que es todo lo que he conseguido ahorrar de unos dos años a esta parte. También estoy dispuesto a adelantarle mil dólares más, lo cual no me resulta tan sencillo, pero lo haré para que, con eso, se cubran todos los gastos legales que correspondan a mi mujer. Ése es mi ofrecimiento. Es todo lo que puedo hacer y ahora queda en sus manos comunicarle a Marie lo que yo le he propuesto. Usted puede aceptarlo o rechazarlo. Si Marie me permite ponerme en contacto con mi hijo y si tengo la fortuna de ganar algún dinero, me encargaré de que el chico tenga todo lo necesario. Si, por el contrario, se me impide conocer al muchacho en el futuro, tal, como ha venido sucediendo en el pasado, puedo, perfectamente, desaparecer en el desierto. Yo soy un beduino, Mr. Ruttberg, tal vez usted sepa lo que eso quiere decir. Un beduino es un nómada sin raíces en ningún sitio. No poseo ningún medio de vida fijo que usted pueda echar mano, descontando mi pensión del Gobierno, que es inviolable. Por lo tanto, le sugiero que informe a Marie de todo lo que le he dicho y comuníqueme lo que se resuelva a la mayor brevedad posible a mi hotel, el «Twin Bridge Marriott». Según mis cálculos, no me quedaré en la ciudad más de cuarenta y ocho horas ni menos de veinticuatro. Por lo tanto, le sugeriría que trate de ponerse en contacto conmigo a más tardar mañana por la tarde, pues una vez que regrese a Arabia, mi esposa y el hijo al que nunca he conocido, Bill, tendrán que apañárselas por su cuenta. ¿Tiene alguna pregunta que hacerme?

Mr. Lodd, usted ha establecido su postura con admirable precisión. Le informaré a Mrs. Lodd de todo lo que me ha dicho. De aquí en adelante, la decisión de lo que hay que hacer corre por cuenta de su mujer.

Fitz se puso de pie.

—En ese caso, espero tener noticias de usted mañana por la tarde.

—Seguiré las instrucciones de Mrs. Lodd.

Fitz se volvió girando en los talones y salió del despacho del abogado. Se sintió aliviado al encontrarse de nuevo en el vestíbulo y, por fin, en la calle, donde empezó a andar. Estaba de vuelta en su hotel alrededor de las tres de la tarde. La entrevista con Ruttberg no se había prolongado demasiado. Ahora Fitz se preguntaba si podría atreverse a echar una siesta de tres horas antes de ir a casa de Dick Healey. Necesitaba desesperadamente dormir un poco.

Fitz cogió el teléfono y pidió a recepción que lo llamaran dos veces, primero a las seis y luego a las seis y media. Si se quedaba dormido después de la primera llamada, algo que podía ocurrirle perfectamente, la segunda seguramente lo despertaría del todo. Se quitó el traje, se echó en la cama en ropa interior y de inmediato se quedó dormido. Le pareció que apenas había dormido un minuto cuando el teléfono empezó a sonar, despertándolo. Fitz echó una ojeada a su reloj de pulsera, comprobando que eran las cuatro de la tarde: apenas había dormido una hora. Silenciosamente maldijo a la operadora de la centralita del hotel y cogió el aparato.

—Lodd —ladró en el auricular.

—¿Fitz?

Era Marie. Fitz suspiró, giró sobre sí mismo, tomó aliento llenándose los pulmones, exhaló lentamente el aire, volvió a inhalar y exhalar y entonces se irguió en la cama.

Ahora la voz al otro extremo sonaba ansiosa.

—Fitz, ¿estás ahí?

—Sí.

—Fitz, creo que deberíamos vemos.

—Eso mismo sugerí yo cuando te llamé esta mañana, pero tú me dijiste que fuera a ver a tu abogado. Ya lo he visto. No veo que tengamos mucho de qué hablar. Le dije a Mr. Ruttberg exactamente qué podía hacer y qué no. ¿Qué más esperas de mí?

—Esperaba que fueras un caballero. Espero que seas decente. Espero que hagas todo lo que esté en tus manos por tu hijo.

—Oh, ¡por amor de Dios, Marie! Me escribiste diciendo que querías divorciarte. Hice un larguísimo viaje para que pudiéramos solucionar el asunto y ahora me envías a ver a Ruttberg. ¿Por qué no te entrevistaste primero tú conmigo?

—¿Podemos vernos en algún lado para tomar una taza de café? ¿Esta noche tal vez? —preguntó Marie.

—No. Yo quería verte y lo habría hecho cuando te llamé por primera vez. Pero como me dijiste que tendría que arreglar las cosas con tu abogado, pues hice otros planes para esta noche. Me gustaría verte mañana por la mañana.

—Iré al «Hotel Marriott» a desayunar contigo —replicó Marie, con presteza—. Después podemos ir juntos a hablar con Mr. Ruttberg.

—Eso, así me gusta oírte hablar. Siempre hemos sido capaces de solucionar nuestras cosas, Marie. Te veré mañana.

En cualquier otro momento, Fitz habría cavilado la nueva situación durante horas, pero ahora estaba demasiado fatigado como para hacerlo. Todavía podría gozar de un par de horas de sueño antes de ir a casa de Dick Healey. Volvió a caer en la cama y otra vez se quedó dormido inmediatamente.

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