Dubai

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Tercera parte » Capítulo XLI

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CAPÍTULO XLI

A la mañana siguiente, Fitz despertó a un Tony DeMarco totalmente agotado y le sugirió que se diera un chapuzón en la piscina antes del desayuno. DeMarco aceptó, se arrastró como pudo hasta el patio y se zambulló en la fría agua de la piscina. Luego de chapotear unos minutos, salió del agua y se secó con una toalla.

Después de desayunar, Fitz y Tony DeMarco, a través del puente que unía Deira con Dubai, se dirigieron, en el «Land Rover», al Banco de Tim McLaren.

La sucursal en Dubai del «First Commercial Bank» de Nueva York era un edificio no acabado aún, con arabescos de cemento muy trabajados que cubrían la estructura cuadrada y funcional, lo que le daba todo el aspecto de una construcción muy moderna, pero de estilo árabe.

En el interior, climatizado, filas de indios, árabes y otros habitantes de la zona del Golfo se alineaban frente a las ventanillas.

—Éste es el Banco más activo de esta parte del Golfo —dijo Fitz.

—Eso parece —reconoció DeMarco.

Fitz acompañó a Tony DeMarco hasta la valla de madera que separaba las oficinas de los directivos del resto del Banco. Empujó la puerta y atravesó el local, mientras los directivos y sus secretarias lo saludaban inclinando la cabeza. Fitz iba tan a menudo a visitar a Tim McLaren a su despacho, que todo el mundo lo consideraba como un empleado más del Banco.

Tim estaba de pie detrás de su escritorio en el momento en que Fitz y DeMarco entraron en su despacho. Tim estrechó la mano a DeMarco y lo invitó a tomar asiento. Fitz se mantuvo de pie.

—Bueno, ya arreglaréis solos vuestros asuntos. Más tarde nos veremos y me informaréis. Tengo que ir a recoger el correo.

Fitz abandonó el despacho, atravesó las dependencias del Banco y, una vez en la calle, se dirigió al lugar donde había aparcado su «Land Rover». Saltó al interior del vehículo y se dirigió a la oficina de Correos, que estaba muy cerca. Abrió su buzón privado y retiró las cartas que había en él. El sobre azul, tan familiar, con el nombre de Laylah en relieve, en letras blancas, en el ángulo superior izquierdo, hizo que el corazón le saltara en el pecho. Casi no podía resistir el deseo de abrir el sobre allí mismo; pero no; lo haría cuando estuviera solo.

Casi ferozmente, condujo a través de la multitud y a lo largo de los arenosos senderos, de regreso al Banco. Una vez allí, avanzó a grandes pasos por el vestíbulo y se metió en un despacho que nadie utilizaba, para poder leer la carta. Ya dentro del despacho, abrió el sobre de un tirón.

La carta empezaba diciendo lo que Laylah hacía en la Embajada por aquellos días. Luego se enteró de que ella veía a Courty con mucha frecuencia y que estaba haciendo todo lo posible por ayudarlo cerca del Sha. Courty había sido recibido ya por el Sha, y el soberano persa había demostrado interés en invertir dinero para una vasta red de comunicaciones en los Estados Unidos. Courty estaba desalentado al ver lo que se prolongaban sus gestiones, pues estaba convencido de que se podrían adquirir tanto la revista Life como la «American Broadcasting Company», siempre y cuando lograra convencer a los soberanos árabes para que le facilitaran el dinero necesario.

En el párrafo siguiente encontró la respuesta a una carta que le había escrito a Laylah hacía algunas semanas, inmediatamente después de llegar a Londres y cuando aún no conocía a Lynn. En dicha carta, Fitz expresaba su deseo de trasladarse a Teherán para pasar unos días con ella y reconsiderar detenidamente toda la situación. También, por supuesto, le decía que, por fin, había conseguido el divorcio, que tenía en su poder el documento y que le gustaría que ella lo viera.

En su carta, Laylah le decía:

Por favor, Fitz, trata de entender que no creo en modo alguno haberte traicionado. No tiene objeto que te traslades a Teherán. Me alegra mucho saber que, por fin, has conseguido el divorcio. Estoy segura de que es lo mejor, tanto para ti como par tu ex mujer. Salgo a menudo con Courty, él cual me ha pedido que me case con él.

El dolor se hizo más agudo.

Aún no le he contestado, porque no sé si realmente quiero casarme o no. Pero Fitz, siendo como eres un amigo muy querido, debo comunicarte que amo a Courty. Nunca pensé que pudiera ocurrir. Creía que Courty era un muchacho demasiado seguro de sí mismo, que esgrimía un problema político muy desgraciado, en su propio provecho. Ahora lo conozco mucho mejor. Cuando me propuso que me casara con él, sugirió que podríamos convertirnos en marido y mujer después de haber conseguido lo que ahora busca. Entonces marcharíamos a los Estados Unidos, donde se dedicaría a sus negocios. Por tanto, aunque aceptara su propuesta, supongo que pasaría por lo menos un año antes de que nos casáramos.

Por favor, Fitz trata de comprender. Siempre te amaré de un modo especial. Pero de veras creo que por ahora lo mejor sería que, si vienes a Teherán, no lo hagas específicamente para verme a mí. Si, de todos modos, piensas venir, haré un hueco para que tomemos juntos una copa; pero, te repito, no vengas sólo por mí. Espero que todo marche bien en Dubai. Lamento profundamente no haber ido a conocer tu maravilloso restaurante, ya inaugurado. Estoy segura de que será el mayor éxito de esos países árabes.

Con mí más profundo afecto,

Laylah.

Fitz se quedó mirando fijamente la carta durante largo rato. Ni siquiera se percató de que DeMarco y Tim McLaren estaban de pie en el vaho de la puerta abierta. Finalmente, alzó la vista y los vio, guardó la carta en el sobre, se metió el sobre en un bolsillo y se puso de pie. No se trataba de que Laylah le hubiera dicho algo que él ya no supiera íntimamente. Lo horrible era haberlo visto escrito con su propia letra. Por suerte, Tim McLaren y Tony DeMarco hablaban tan animadamente, que no se percataron del aspecto alelado de Fitz, y éste tuvo tiempo de recuperarse.

—Podríamos almorzar los tres después de que cierre el Banco —propuso McLaren, mirando a Fitz.

—Muy bien.

—Ahora vas a llevar a Tony a entrevistarse con Sepah, ¿verdad?

—En efecto —respondió Fitz. Se volvió hacia Tony—. Acabo de recibir carta de Boless. No la he abierto, pero supongo que me anunciará tu llegada para pedirme que te espere.

—Probablemente te dice algo más, algo de lo que hablaremos después de ver a Sepah.

Una vez fuera del Banco, Fitz señaló hacia la ensenada, donde varios balandros estaban atados a uno de los muelles.

—El sistema más rápido para ir a la oficina de Sepah sería coger uno de esos pequeños botes a remo para que nos llevara hasta el otro lado. Sin embargo, como no quiero dejar aquí el coche, lo mejor es que vayamos en él. Tardaremos unos treinta y cinco minutos. Por la forma en que funcionan actualmente las cosas en Dubai, con esta expansión de los negocios, no me extrañaría que una de esas firmas de ingeniería inglesas, que ganan tanto dinero en esta zona, propusiera al soberano la construcción de un túnel que fuera de la zona de Deira a la de Dubai.

—Por lo que McLaren acaba de decirme, no me extraña que esa posibilidad que apuntas se convierta en realidad. ¿Sabes? Cada vez estoy más convencido de que tendremos que venir a este lugar cuanto antes, a tiempo para instalarnos e impedir que la competencia sea demasiado numerosa.

Ya eran casi las once de la mañana cuando llegaron a la oficina de Sepah.

—Temo que habéis elegido un día muy malo para venir a verme y a plantearme una posible inversión en mi sindicato del oro —dijo Sepah, iniciando de esa forma la conversación.

—¿Un accidente? —preguntó Fitz.

—Sí, eso temo. El primero que he sufrido desde que tú entraste a formar parte del sindicato. Supongo que pudo haber sido peor. Al menos la pinaza y la tripulación regresaron sanos y salvos.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó Fitz.

—Los indios tienen algo nuevo. De algún modo han conseguido que los ingleses les vendieran tres hovercrafts. Estos hovercrafts son todavía más veloces que las lanchas patrulleras. Viajan a noventa kilómetros por hora sobre el agua. Conoces el sistema. De hecho no tocan la superficie del agua, sino que flotan sobre colchones de aire más o menos a treinta centímetros de altura. Afortunadamente hice caso de tus consejos, Fitz. Quitamos todos los cañones a la pinaza para este viaje. Cuando el hovercraft forzó a nuestra embarcación a detenerse ante la lancha patrullera para que la abordaran, no sólo había desaparecido por la borda todo el oro que transportaba, sino que en el interior de la pinaza no había nada que pudiera incriminamos. Los indios realizaron una inspección, no encontraron nada y permitieron que la embarcación regresara vacía por donde había venido.

—¿A qué distancia de la costa ocurrió todo eso? —preguntó Fitz.

—A unos ciento veinte o ciento cincuenta kilómetros. Los hovercrafts cubren un radio de trescientos kilómetros. Issa dijo que el hovercraft que los persiguió llevaba a bordo unos cañones incluso más grandes que los de veinte milímetros que nosotros teníamos.

—Lo más probable es que tuviera dos cañones de cuarenta milímetros —señaló Fitz—. No hay forma de luchar frente a esos cañones con unos sencillos cañones de veinte milímetros.

Sepah sonrió apesadumbrado, mirando a Tony DeMarco.

—Hasta que consiga neutralizar los hovercrafts, actuando en tierra, en el interior de la India, no creo que pueda mandar ningún otro cargamento.

Y volviéndose hacia Fitz, agregó:

—Lo siento, Fitz. Éste era el cuarto viaje y, por lo tanto, el último en que cobrabas comisión.

—¿Cómo piensas neutralizar los hovercrafts? —preguntó DeMarco.

Mi organización en la India intenta infiltrarse en la base de conservación de los hovercrafts —respondió Sepah—. Hasta estos momentos hemos colocado dos mecánicos en la base. Dentro de un mes o dos, como mucho, tendremos a todos los mecánicos trabajando para nosotros. Entonces podremos acordar con ellos que retengan todos los hovercrafts en los talleres de reparación y conservación cada vez que una pinaza de mi sindicato se acerque a las costas de la India.

—Muy astuto —dijo Tony DeMarco—. Debéis tener montada una gran organización, allí en la India.

—La parte más importante de este negocio, amigo, es la maquinaria que funciona en el interior de la India. Me costó dos años montarla.

—Mi grupo está dispuesto a fajarse cinco millones de dólares con vosotros —dijo DeMarco, interesado—. ¿Podéis haceros cargo de esa cantidad?

Sepah demostraba no haber comprendido. Fitz rió, divertido.

—Es una expresión americana. Fajarse quiere decir arriesgar. ¿Entiendes ahora?

Sepah observó a DeMarco durante unos instantes.

—Hay muchas formas de invertir en un sindicato dedicado al tráfico de oro. Yo cogería los cinco millones vuestros y los distribuiría en cuatro, tal vez mejor en cinco cargamentos. Cada cargamento que llegue a destino significa que el dinero que hayáis invertido se ha triplicado. Si sufrimos un accidente en cinco viajes, igual saldréis ganando ampliamente, como podréis comprobar. Incluso si sufriéramos dos accidentes en cinco viajes saldríais ganando mucho dinero.

—Debe de haber una buena cantidad de oro allí en el fondo del océano, cerca de Bombay.

—Sí, temo que sí. Por desgracia, el fondo del océano en esa parte de las regiones costeras no es ni roca ni arena, sino una especie de limo muy suave que hace que el oro se hunda y se entierre en seguida.

Tony DeMarco se volvió hacia Fitz.

—Mi gente dejó en mis manos la decisión de cómo jugar este juego —dijo—. Ahora yo transfiero a Fitz la responsabilidad de hacer la apuesta por valor de cinco millones. ¿De acuerdo?

—Debería mencionar, Mr. DeMarco —señaló Sepah—, que hay muchos otros negocios menos arriesgados en los que se podría invertir ese capital que ustedes poseen. Por ejemplo, el contrabando de tabaco a Persia. Y el de licor a los países en que éste se halla prohibido. Probablemente Dubai sea el puerto más importante de la orilla árabe del Golfo, con la posible excepción de Kuwait. Vosotros podríais comprar y embarcar un gran cargamento con ese dinero, y obtener, además, pingües beneficios.

Pero de esa forma el proceso sería muy lento, ¿verdad?

—Lento pero seguro.

—Cuando esté en condiciones de instalarme aquí y dedicarme por mi cuenta a los negocios, seguramente tendré en cuenta lo que me acaba de decir, pero, por ahora, prefiero asociarme con usted en el asunto del oro.

—Con Fitz como representante de ustedes, sin duda los aceptaremos gustosos en nuestro sindicato. Indudablemente, Fitz conoce el negocio.

—Tengo la plena certeza de que harán grandes cantidades de dinero tanto para ustedes como para nosotros —dijo DeMarco, volviéndose a Fitz—. Regresemos. Quiero partir de aquí a última hora de la tarde y llegar a Hong Kong mañana por la noche. Ha sido un verdadero placer conocerlo, Sepah. Ya estoy ansioso por regresar a este lugar.

De vuelta en casa de Fitz, Tony DeMarco empezó a hablar persuasivamente, tratando de convencer a un Fitz que se mostraba demasiado renuente:

—Vamos, Fitz —insistía DeMarco—. Eres uno de los nuestros. Tú también eres un pirata. Por eso queremos que nos representes.

Fitz se preguntaba por qué motivo se sentía tan impresionado cuando se lo comparaba a elementos a los que él consideraba criminales.

—Fitz —seguía diciendo DeMarco, meloso—, eres el mejor en este tipo de negocios. Nosotros no arriesgaríamos este dinero si no supiéramos que tú lo defiendes. Y, naturalmente, no queremos que lo hagas gratis. Te daremos el cinco por ciento de todo lo que consigas ganar con nuestros cinco millones. También le mencioné a McLaren que se te debería proteger de algún modo por los veinte millones que yo deposité en su Banco. Si no fuera por ti, McLaren no tendría ese depósito. Dijo que hablaría contigo al respecto.

—No me interesa recibir comisión por poner en contacto a dos personas que pueden entenderse entre sí —dijo Fitz—. Pero dime, ¿qué pasaría si invirtiéramos esos cinco millones en cuatro o cinco cargamentos de oro y se producen tres accidentes? Terminaríais perdiendo dinero.

—¿Qué posibilidades hay que le ocurran tres accidentes en cinco viajes?

—Con Sepah diría que escasas, pero siempre existe la posibilidad.

—Por supuesto que existe la posibilidad. Por eso se gana tanto dinero si se triunfa. Sólo con que consigan doblar nuestro dinero, sólo con eso. Piensa cuánto suma el cinco por ciento de cinco millones de dólares. Un cuarto de millón, ¿verdad?

Fitz asintió.

—Oh, ya sé en lo que estás pensando, Fitz —dijo DeMarco—. Que si, por cualquier casualidad, perdemos el dinero invertido, vendremos aquí a ajustarte las cuentas. En eso piensas, ¿no? Pues te equivocas, de ningún modo. Te doy mi palabra. Simplemente queremos tener a los mejores trabajando para nosotros y si las cosas no resultan, pues bien: hemos perdido. Sólo los intereses que percibiremos del Banco de tu amigo por las cuentas numeradas que hemos abierto significará una buena ganancia para nosotros. Lo que te quiero decir, Fitz, es que podemos soportar la pérdida total de esos cinco millones. No queremos perderlos, por supuesto, pero en el caso que así suceda no vamos a arruinarnos ni mucho menos. Así que haz todo lo que esté a tu alcance por nosotros y nada más, ¿de acuerdo? Piensa simplemente, en que puedes ganar medio millón de dólares y en que no tienes nada que temer.

Finalmente, aunque con vacilaciones, Fitz aceptó hacerse cargo del fondo de cinco millones e invertirlo en el negocio de las reexportaciones de oro a través de Sepah. DeMarco le dio unas palmadas en la espalda.

—Acabas de tomar una decisión de la que nunca te arrepentirás —dijo.

A la una en punto, Tim McLaren se les unió y los tres bebieron un aperitivo antes de almorzar. DeMarco dio instrucciones pertinentes a McLaren para que Fitz pudiera extraer hasta cinco millones de dólares del depósito, a su entera discreción. McLaren asintió con la cabeza.

En ese momento Joe Ryan se acercó al grupo y le preguntó a Fitz si podía hablar a solas con él un instante. Fitz asintió, excusándose de los demás.

—¿Qué ocurre, Joe? —preguntó.

—Ingrid. Desapareció anoche, en algún momento.

—¿Desapareció?

—Fui a despertarla para que atendiera las mesas a la hora del almuerzo y comprobé que no estaba en su habitación. Nadie durmió en su cama anoche —dijo Joe—. Ocasionalmente, las chicas salen con algún hombre después del trabajo, pero nunca se quedan fuera toda la noche, e invariablemente regresan por la mañana a tiempo para el servicio de la hora del almuerzo.

—¿Tienes alguna idea, Joe?

—Una. Saqr. Estaba sentado a una mesa, según su costumbre, anoche. Me percaté de que se mostraba muy obsequioso con Ingrid. Es posible que haya conseguido sacarla del local con el pretexto de salir a dar una vuelta en su «Mercedes-Benz», o algo por el estilo —dijo Joe, especulando.

Fitz consideró la posibilidad de que hubiera ocurrido algo parecido y recordó su conversación con Ingrid en la que la aconsejó que nunca aceptara diamantes de los clientes árabes.

—Esa perra idiota —dijo—. Intenté advertirle que se anduviera con cautela. Bien, es posible que todo esté en orden y que, simplemente, haya salido a dar un paseo con Saqr. Tal vez regrese antes de la hora de la cena.

—Pienso mostrarme muy duro con ella, Fitz —prometió Joe.

—Es lo mejor. Y después dile que pase a hablar conmigo —dijo Fitz y de inmediato retornó a la mesa.

—¿Problemas? —preguntó DeMarco.

Fitz asintió.

—Ingrid parece haber desaparecido de la localidad. Suponemos que se ha marchado con el jeque Saqr, el hijo del jeque Hamed.

Tim McLaren alzó la vista, interesado.

—¿Saqr? Su padre lo tiene muy vigilado, lo ata muy en corto. Estoy seguro de que si Hamed sospechara que su hijo viene a un sitio como el bar «Ten Tola» seguramente lo reñiría con toda severidad. Hamed es un jeque de la vieja escuela. La verdad es que las costumbres occidentales no despiertan su simpatía, ni mucho menos. De hecho, creo que Fitz es el único occidental con el que Hamed ha congeniado a lo largo de su vida.

—¿Qué piensas hacer, Fitz? —preguntó DeMarco.

—No hay nada que pueda hacer excepto esperar que Saqr la traiga de vuelta a hora para el servicio nocturno —dijo Fitz, haciendo un ademán de impotencia—. Ahora no puedo hacer absolutamente nada. Podemos seguir comiendo como si tal cosa.

Tim McLaren y Fitz acompañaron a Tony DeMarco al aeropuerto y aguardaron hasta ver que el avión rumbo a Beirut despegaba. Luego regresaron al bar «Ten Tola». Fitz encontró a Joe y le preguntó si Ingrid había regresado. Joe sacudió negativamente la cabeza, mirando con aire sombrío y preocupado.

Tim y Fitz se fueron al majlis. Ambos pidieron copas y luego Tim puso una mano en un hombro de Fitz.

—DeMarco me ha sugerido, y yo estoy de acuerdo con su sugerencia, que tú has hecho un gran servicio al Banco al presentarme a este señor. Quiero corresponderte con alguna forma de agradecimiento.

—Para mí es suficiente haber colaborado en la economía de Dubai, y no porque tenga mucho que ver con ella.

—DeMarco y yo hablamos con toda franqueza durante una hora —siguió diciendo Tim McLaren—. Y yo sólo he podido llegar a la conclusión de que la guerra de Vietnam debe de estar costando aproximadamente un mil por ciento más que los gastos oficiales, a tenor de lo que he escuchado hoy mismo sobre los sistemáticos estupros que se ejercen contra la economía de los Estados Unidos. No es que, realmente, me incumba todo eso. Lo único que a mí me incumbe es el dinero. Ése es mi negocio. Si DeMarco no me hubiera dado dos cheques, uno por veinte millones de dólares y otro por cinco millones, avalados por tarjetas de crédito del «Commercial Trading Bank» de Honk Kong, es posible que aún pudiera poner en duda la enormidad de la situación tal como él me la describió. Es posible que DeMarco me haya puesto en las manos los datos más importantes que he recibido a lo largo de mi vida de banquero. Esos datos me permiten deducir que, inevitablemente, después de haber escuchado todo lo relativo a las depredaciones financieras que se llevan a cabo en Vietnam, el dólar tendrá que ser devaluado. ¿Cuándo? Yo diría que, probablemente, a fines de 1971 y, como más tarde, durante el año 1972. DeMarco opina del mismo modo. Voy a redactar una nota especial al comité ejecutivo del Banco en Nueva York para informarles de los motivos por los cuales es lógico esperar que se produzca una devaluación del dólar estadounidense.

—¿Y eso qué significa para alguien como yo? —preguntó Fitz.

—Significa, Fitz, que eres un norteamericano muy afortunado, por el hecho de vivir aquí. Puedes comprar oro, todo el oro que desees, y almacenarlo en nuestras cajas fuertes. El precio del oro tiene que superar ampliamente los treinta y cinco dólares por onza. Probablemente llegue a los cien dólares la onza, incluso un poco más, sólo seis meses después de la devaluación de la moneda americana.

—En otras palabras: a la larga, esos indios que adquieren el oro que entra de contrabando a su país, están haciendo un buen negocio.

—Exactamente. Sepah me ha dicho que vende oro entre ciento diez y ciento veinte dólares la onza, actualmente, en la India. Gana un beneficio de doscientos por ciento en cada cargamento de oro. No me sorprendería que en 1973, quizás en 1974, los indios empezaran a embarcar su oro de regreso a esta zona, y obteniendo lucrativos beneficios. Incluso a pesar de los ciento diez y ciento veinte dólares que pagan hoy en día a los contrabandistas.

Fitz calibró las implicaciones de la reciente afirmación de Tim McLaren. Finalmente dijo:

—Es posible que ya hayas pagado con creces cualquier servicio que yo os haya hecho, a ti y al Banco. ¿Durante cuanto tiempo, de hoy en adelante, crees que se podrá seguir adquiriendo oro a treinta y cinco dólares la onza?

—A lo sumo un año.

—En ese caso, lo mejor que puede hacer Sepah es poner sus pinazas a trabajar sin descanso durante todo el año que viene. Ahora mismo te firmaré una autorización para que saques veinte mil dólares de mi cuenta corriente y los conviertas en barras ten-tola.

—Yo también pienso hacer lo mismo. Si consigo autorización de Nueva York, empezaré a comprar oro a cuenta del Banco. Dios mío, es asombrosa la forma en que se viola y se arruina y se desangra la economía de los Estados Unidos en Vietnam. Y con absoluta impunidad —dijo McLaren, terminando su copa—. Bien, volveré ahora mismo a casa para darme un chapuzón en el Golfo. ¿No echas de menos la casa en la playa?

—Sí, por supuesto, pero a mí me conviene encontrarme aquí, cerca del local. Y, en todo caso, Sepah se comportó demasiado generosamente al dejarme su casa durante un año entero, teniendo en cuenta que habría podido alquilarla a alto precio.

—Sin duda le devolviste veinte veces, y con creces, ese favor, Fitz. Bien, si tienes tiempo, date una vuelta por casa. Creo que ya ha llegado el momento de que traiga a Emmy a Dubai —dijo McLaren—. La casa está terminada, el nuevo Banco está completo y, por fin, veo un vasto futuro para mí, como banquero, aquí en el Golfo.

—Buena idea, Tim —dijo Fitz, adquiriendo por un instante su rostro una expresión de profunda tristeza—. Todo hombre debería traer a su mujer si piensa quedarse aquí por mucho tiempo.

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