Drive

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En el Chevy no había nada que le diera ninguna pista. Un recipiente vacío. Tan impersonal como una taza. Si hubiera sido de otro modo, sí le habría sorprendido.

Incluso si pudiera verificar la matrícula, las probabilidades de que fuera falsa eran de nueve contra una. Y si no lo era, lo más que llegaría a saber era que se trataba de un coche robado.

Muy bien.

Pero las cartas ya se habían repartido. Él tenía una buena mano.

Cuando vieran que sus matones no aparecían —el gordo, el albino—, quienes los enviaban, enviarían a otros. Por allí volaban muchas piedras, y era solo cuestión de tiempo que alguna le cayera a alguien en la cabeza.

Aquella era una de las ventajas con las que contaba.

Driver llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era cambiar el Chevy de sitio. Esconderlo en algún lugar en el que fuera difícil encontrarlo, aunque no demasiado. Y quedarse cerca, a esperar.

De modo que durante dos días, mientras el muy cabrón de su brazo le dolía sin parar, como cuchillos imaginarios que se le clavaran entre el hombro y la muñeca o como un hacha fantasma que subiera y bajara cada vez que se movía, Driver estuvo sentado al otro lado del centro comercial en el que había aparcado el Chevy. Se obligaba a usar el brazo bueno, incluso para tomarse aquel café de diseño, que costaba tres dólares con sesenta y ocho centavos, en un puesto al aire libre que había en la entrada este. Estaba en Scottsdale, de nuevo en ruta hacia el centro de Phoenix, un barrio residencial de gente bien en el que cada comunidad disponía de su propio sistema de vallado, en el que los centros comerciales giraban en torno a Neiman-Marcus y Williams-Sonoma. La clase de lugar en el que un coche antiguo como el Chevy no estaría del todo fuera de sitio, en realidad, allí, entre los Mercedes y los BMW. Driver lo había aparcado en el extremo exterior del estacionamiento, a la sombra afilada de dos palos verdes, para que fuera más fácil de identificar.

No es que a aquellas alturas importara demasiado, pero él seguía repasando mentalmente el guión.

El Cocinero los había engañado a todos, claro. No había ninguna duda. Driver había visto caer a Strong —una caída definitiva, por lo que se veía—. Tal vez Strong también formara parte del montaje, tal vez, como el resto, fuera solo una pieza más del tablero, un gancho, una coartada. De Blanche no estaba tan seguro. Puede que hubiera estado metida en el ajo desde el principio, aunque no se lo parecía. Quizás se limitaba a cuidar de sí misma, a mantener abiertas sus opciones, a encontrar la manera de salir del rincón al que ella y Driver habían sido arrastrados. Por lo que Driver sabía, el Cocinero seguía jugando. Aunque de ninguna manera tenía lo que aquellos tipos duros venían a buscar. De modo que debía de estar marcándose un farol.

Formular la pregunta: ¿Quién era probable que apareciera?

En cualquier momento podía presentarse un coche con los socios dentro.

O tal vez, solo tal vez, los jefes sugirieran discretamente, porque así funcionaban las cosas a veces, que el Cocinero se ocupara él solo del tema.

A las nueve cuarenta de la mañana del tercer día, todo el viento del estado se había concentrado en el sur, el asfalto ya reverberaba, el brazo colgaba de su hombro como un yunque caliente, y Driver pensó: «Está bien, plan B», mientras observaba al Cocinero que, montado en un Crown Vic, daba dos vueltas a la rotonda exterior y se detenía en el estacionamiento, delante del Chevy. Lo vio bajar, mirar a su alrededor, dirigirse al coche aparcado con la llave en la mano.

El Cocinero abrió la puerta del conductor y se sentó. No tardó en salir, se fue atrás y abrió el maletero. Medio cuerpo desapareció bajo la capota.

—El arma ha quedado bastante inservible —dijo Driver. El Cocinero trató de incorporarse mientras se daba la vuelta, y se dio con la cabeza en la capota—. Lo siento. Blanche tampoco servirá ya de gran cosa. Pero me ha parecido que unas cuantas pistas te ayudarían a ponerte nostálgico, a recordar lo que había pasado. Yo te digo y tú me cuentas.

El Cocinero hizo ademán de llevarse la mano al pendiente. Driver la interceptó a medio camino y le golpeó con los nudillos por encima de la muñeca, en un centro nervioso que bloqueaba las sensaciones y mezclaba los mensajes entrantes. Aquello lo había aprendido durante las pausas de rodaje, de un doble con el que había trabajado en una película de Jackie Chan. Luego, como si de un paso de baile se tratara, adelantando el pie derecho y girando el izquierdo, dándose impulso con los talones, se puso detrás del Cocinero y lo agarró por el cuello con el brazo. Aquello también se lo había enseñado el doble.

—Eh, tío, tranquilo. El que me enseñó esta llave me dijo que a corto plazo no es peligrosa —dijo—. Al cabo de cuatro minutos, eso sí, el cerebro deja de recibir oxígeno, pero hasta entonces… —aflojó un poco el antebrazo y dejó que el Cocinero cayera al suelo. Tenía la lengua fuera, y no parecía respirar. En Urgencias definirían el tono de piel como azulado, aunque era más bien gris. Por toda la cara, los vasos sanguíneos explotaban en estrellas diminutas—. Claro que siempre cabe la posibilidad de que lo haya entendido mal. Después de todo, hace ya bastante.

Mientras buscaba la billetera del Cocinero, Driver sentía unos fuertes pinchazos en el brazo. No encontró nada que le fuera de utilidad.

Busca en el coche, entonces.

En el Crown Vic encontró un montón de recibos de gasolinera metidos en la guantera, todos de la zona centro, Calle Siete, McDowell, Central. Cuatro o cinco páginas de direcciones garabateadas, casi todas ilegibles, de varios lugares de Phoenix y alrededores. Media tarjeta rota de un local llamado Paco Paco, una caja de cerillas de un «cabaret para señores», Philthy Phil’s. Un mapa de carreteras de Arizona. Y un taco de vales unidos con gomas elásticas.

NINO’S PIZZA

(RESTAURANTE EN LA ZONA TRASERA)

719 E. Lynwood

(480) 258-1433

SERVICIO A DOMICILIO

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