Drive

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Doc echó las esponjas, los bastoncillos, las jeringas y los guantes en un cubo de plástico pensado para encajar en los tablones del suelo y para hacer las veces de papelera de coche. Al fin y al cabo, vivía en un garaje, ¿no? Si viviera en una isla, usaría cáscaras de coco. Ningún problema.

—Ya está —dijo—. Fuera los puntos, la herida parece estar bien.

La mala noticia era que, de ahora en adelante, a su paciente no iba a quedarle demasiada sensibilidad en ese brazo.

La buena era que no había perdido movilidad.

Driver le alargó un fajo de billetes sujetos con una goma elástica.

—Aquí está lo que supongo que debo pagarte. Si no es bastante…

—Seguro que lo es.

—Después de todo, no es la primera vez que me vuelves a coser el culo.

—Fue con el Ford de 1950, ¿no?

—Como el que conducía Mitchum en Camino de odio, sí.

En realidad era del 51, se sabía por los emblemas con la V-8, un Ford Custom en los guardabarros delanteros, el salpicadero y el volante, pero le habían quitado los alerones y le habían añadido una rejilla de los años cincuenta. No se había equivocado tanto.

—Chocaste contra los pilares del carril de incorporación a la autopista, que acababan de colocar.

—Me olvidé de que estaban. Las últimas veces que había pasado por ahí todavía no lo habían construido.

—Perfectamente comprensible.

—Además, al coche le pasaba algo.

—Cuídate del hombre al que robas un coche.

—Al que le tomas prestado un coche. Pensaba devolverlo… De verdad, Doc. Tú me conocías entonces y me conoces ahora. Te agradezco el chivatazo sobre Guzmán. Lo vi en las noticias. Los tres murieron en el lugar del crimen.

—Lógico. Aquel tipo era un problema con patas.

—No muchos habrían aceptado en el equipo a un conductor con un solo brazo. Estaba desesperado. Habría aceptado cualquier cosa en aquel momento. Tú ya lo sabías.

Pero Doc se sumergió en su propio mundo, como hacía a veces, y no respondió.

Apareció Miss Dickinson, con las patas delanteras agarrotadas y apoyándolas a la vez en el suelo. Luego hizo lo mismo con las traseras, como si fuera un caballo de cartón, mientras Driver se disponía a marcharse. Doc le había hablado de ella. Le dejó entrar y cerró la puerta. Antes, vio que se sentaba tranquilamente a los pies de Doc y esperaba.

Doc estaba pensando en un relato de Theodore Sturgeon que había leído. Un tío que no está del todo bien de la cabeza vive en un apartamento-garaje como el suyo. Es bruto, elemental, no entiende la mayor parte de lo que le pasa en la vida. Pero es capaz de arreglar cualquier cosa. Un día se encuentra a una mujer en la calle. Le han dado una paliza y la han dejado medio muerta. La lleva a su apartamento y Sturgeon narra con gran detalle los utensilios que utiliza para drenar la sangre, los instrumentos quirúrgicos que se fabrica él mismo, las operaciones que lleva a cabo en cada momento, la repara.

¿Cómo se llama?

—Segmento brillante, eso.

Si a lo largo de nuestra vida tenemos uno o dos, uno o dos segmentos brillantes, pensó Doc, podemos considerarnos afortunados. La mayoría de gente no los tiene.

Y el resto no era silencio, como decían en la ópera I Pagliacci.

El resto era solo ruido.

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