Drive

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En su sueño, la liebre se detenía en seco y se giraba hacia el coyote, retraía los labios para enseñarle unos dientes afilados como navajas justo antes de lanzarse sobre él de un salto.

Ahí fue cuando Driver despertó y supo que en la habitación había alguien. Un cambio en la oscuridad de la ventana le reveló dónde se encontraba el intruso. Driver se giró ostensiblemente en la cama, como inquieto, y la cabecera golpeó la pared.

El hombre dejó de moverse.

Driver se volvió de nuevo y se puso en pie de un brinco. Empuñó la antena de la radio y con ella le cortó el cuello. Hubo mucha sangre y, por un momento, durante un latido, dos, el hombre permaneció inmóvil, como congelado. Para entonces, Driver ya estaba detrás de él. Le dio una patada en las piernas y, mientras caía, volvió a cortarle el cuello, esta vez por el otro lado, y después la mano que se alargaba, presumiblemente, en busca de un arma.

Se agachó, sin dejar de pisar el brazo del hombre, y la cogió él. Cañón recortado del 38. Como si aquel pobre desgraciado le hubiera operado la nariz para que le cupiera mejor.

—Está bien. De pie.

—Lo que tú digas —su visitante levantó las dos manos con las palmas hacia fuera—. Ningún problema.

En realidad era apenas un crío. Hinchado en igual medida por el gimnasio y los esteroides. Pelo oscuro rapado casi al cero en los lados, largo en el centro. Chaqueta deportiva sobre camiseta negra, un par de cadenas de oro. Dientes pequeños, cuadrados. No se parecían en nada a los de la liebre.

Driver le hizo salir por la puerta y lo llevó al balcón corrido que rodeaba el edificio. Todos los apartamentos daban a él.

—Salta —le ordenó Driver.

—Estás loco, tío, estamos en el segundo piso.

—Tú mismo, a mí me da igual de una manera que de otra. O saltas o te disparo aquí mismo. Piénsatelo. ¿Cuánto habrá? ¿Diez metros, más o menos? No te morirás. Con suerte, solo te romperás dos piernas, y a lo mejor te torcerás el tobillo.

Driver registró el momento del cambio, vio el instante en que la tensión cedía y su cuerpo aceptaba lo que estaba a punto de suceder. El hombre apoyó una mano en la barandilla.

—Saluda de mi parte a Nino —dijo Driver.

Después, cogió la bolsa de lona del apartamento, bajó la escalera y se montó en el coche. En la radio sonaba Jumpin’ Jack Flash cuando lo puso en marcha.

Mierda.

Era evidente que, como les gustaba decir, la emisora había cambiado de perfil. ¿La habrían comprado? ¿La habrían vendido por nada? Se suponía que era de jazz suave, joder. Lo era hacía unos días, cuando programó los botones. Y ahora eso.

Llegará un momento en que no podrás confiar en nada.

Driver movió el dial, pasando por música country, noticias, una tertulia sobre extraterrestres, melodías de ascensor, otra vez country, rock duro, otro debate —esta vez sobre terrícolas, aunque tan extraterrestres como los otros— y más noticias.

Unos ciudadanos concienciados de Arizona se habían levantado en armas porque un grupo de ayuda humanitaria había empezado a instalar depósitos de agua potable en el desierto que los inmigrantes ilegales debían cruzar para entrar en Estados Unidos desde México. Miles de ellos habían muerto durante la travesía. «Ciudadanos Concienciados de Arizona», Driver anotó mentalmente, dicho todo de corrido, como «armas de destrucción masiva» o «la amenaza roja».

Entretanto, el gobierno estatal trataba de aprobar unos estatutos por los que se impedía a los ilegales recibir asistencia sanitaria en los centros de urgencias y hospitales de Arizona, muy sobrecargados y con pocos fondos.

Doc debería montar una franquicia.

Driver entró en la autopista.

¿Solo habían enviado a un perro a perseguirle? Y a un perro inexperto, además; incluso en la basura habrían encontrado alguno mejor preparado. Aquello era una locura, no tenía ningún sentido.

O tal vez sí.

Dos posibilidades.

Una: que trataran de tenderle una trampa. El asesino que le habían asignado no hablaría, claro. Pero si Driver lo hubiera matado —algo que, quien lo hubiera enviado, tenía razones para suponer—, la policía ya habría empezado a ir puerta por puerta, buscando pistas. Por toda California y los estados adyacentes, los faxes despertarían de su sopor y escupirían imágenes del viejo DMB de Driver, así como cualquier información sobre él que pudieran desenterrar. No había gran cosa: incluso hasta ese momento, instintivamente, había mantenido la discreción.

La segunda posibilidad cobró fuerza cuando un Mustang azul adelantó a la ristra de coches que llevaba detrás, a la altura de Sherman Oaks, se instaló en su espejo retrovisor y no hubo manera de echarlo de allí.

Driver abandonó la autopista sin avisar y se metió en un área de servicio, saltándose la rotonda interior. Aparcó y se quedó ahí sentado, con el motor en marcha, al lado de los camioneros. Cerca, una familia se bajó de su furgoneta con los perros atados con correas, los padres gritando a los niños, los niños gritando a los perros y gritándose unos a otros.

El Mustang se materializó tras él, en el retrovisor.

«Está bien —pensó—. Ahora es mi turno».

Levantó el pie del embrague y aceleró por el carril de servicio. A medida que ganaba velocidad, alternaba sin parar la visión de la autopista con la del espejo. Había espacio apenas para un coche entre los dos camiones, pero se incorporó a la autopista de todos modos. Sin embargo, no pudo dar esquinazo al hijo de puta.

A intervalos salía de la vía rápida, trataba de usar en su beneficio el tráfico local, los semáforos, para distanciarse de su perseguidor. O, de nuevo en la autopista, aceleraba con los intermitentes puestos, como si estuviera a punto de tomar alguna salida, se plantaba delante de algún tráiler y entonces, ya fuera del campo de visión, volvía a acelerar y seguía adelante.

Hiciera lo que hiciera, el Mustang seguía pegado detrás, como un mal recuerdo, una historia de la que no puedes escapar.

A grandes males, grandes remedios.

Bastante lejos de la ciudad, donde los primeros molinos blancos, alineados, giraban perezosos y herían el cielo del desierto, Driver tomó sin previo aviso la salida y realizó un giro de ciento ochenta grados. Quedó encarado en dirección contraria a la que llevaba hacía un momento, y vio que el Mustang venía hacia él.

Pisó el acelerador a fondo.

La cosa duraría un minuto o dos, no más. Aquel era el truco de un viejo especialista: en el último momento, saltaría al asiento de atrás y se prepararía para la colisión.

El coche impactó de morro. Ninguno de los dos podría seguir circulando después de aquello, pero era de prever que el Mustang hubiera salido peor parado. Driver abrió su puerta de una patada y se bajó.

—¿Está bien? —gritó alguien desde la ventanilla de una camioneta parada junto a la salida.

Y entonces el bocinazo prolongado y un chirrido de frenos del monovolumen Chevy que derrapó antes de detenerse, tambaleándose, tras la camioneta.

Driver se acercó al Mustang. Sirenas a lo lejos.

El tupé de Ligocki no volvería a lucir como antes. Se le había roto el cuello. Lesiones internas también, a juzgar por la sangre que le salía de la boca. Seguramente se había golpeado con el volante.

Driver todavía conservaba los vales de Nino’s Pizza.

Metió uno en el bolsillo de la camisa de Gordon Ligocki.

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