Drive

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Ese hijo de puta empezaba a tocarle los cojones.

Bernie Rose salió del China Belle con un palillo en la boca. Echó la galletita de la fortuna dentro del Dumpster. Incluso si aquella cosa dijera la verdad, ¿quién en su sano juicio querría conocerla?

Arrancó el vale del volante, lo arrugó y le hizo seguir el camino de la galletita.

Pizza. Muy bien.

Bernie se fue a casa, a Culver City, que no quedaba lejos de los estudios MGM, ahora Sony Columbia. Jesús agarraba la hamburguesa con una mano y se llevó dos dedos de la otra a la cabeza para saludar, antes de darle al botón que abría la reja. ¿Sabría Jesús que aquel saludo se parecía mucho al de los Boy Scouts?

Alguien le había dejado unas cuantas promociones de pizzas a domicilio por debajo de la puerta: Pizza Hut, Mother’s, Papa John’s, Joe’s Chicago Style, Pizza Inn, Rome Village, Hunky-Dory, Quick Ital, The Pie Place. Aquel cabrón, seguramente, se dedicaba a ir por los sitios arrancándolos de los vestíbulos del vecindario. En todas ellas había rodeado con un círculo «SERVICIO A DOMICILIO».

Bernie se sirvió un whisky y se dejó caer en el mullido sofá. Justo al lado tenía una silla por la que había pagado más de mil dólares para que le arreglara todos los problemas de espalda, supuestamente, pero no la soportaba, era como sentarse en un guante de béisbol. De modo que, aunque hacía casi un año que era suya, todavía olía como un coche nuevo. Ese olor sí le gustaba.

De pronto, se sintió cansado.

Y la pareja de al lado ya volvía con lo de siempre. Se quedó ahí, escuchando, y se sirvió otro whisky antes de salir al rellano y llamar a la puerta del 2-D.

—¿Quién es?

Jenny era un hombre bajo y de cara roja que se llevaría su grasa a la tumba.

—Soy Bernie Rose, del apartamento de al lado.

—Ya lo sé, ya lo sé, ¿qué pasa? En este momento estoy ocupado.

—Ya lo he oído.

Le cambió la mirada. Trató de cerrar la puerta, pero Bernie había metido la mano y agarraba el borde, con el codo apoyado para hacer palanca. Aquel tipo se puso aún más rojo al intentar cerrar, pero a Bernie no le costó impedírselo. Los músculos de su brazo sobresalían como cables.

Al cabo de un momento, la puerta se abrió de par en par.

—¿Qué coñ…?

—¿Estás bien, Shonda? —le preguntó Bernie.

Ella asintió, sin mirarle a los ojos. Al menos en esa ocasión no había llegado a la agresión física. Aún no.

—No tienes derecho a…

Bernie plantó la mano en el cuello del vecino.

—Soy una persona muy paciente, Jenny, y no me gusta meterme en la vida de los demás. Pero lo que yo digo es que todos tenemos nuestra vida, ¿no? Y derecho a que nos dejen en paz. Así que llevo casi un año sentándome ahí, oyendo lo que pasa aquí, y no dejo de pensar, eh, es un buen tipo, seguro que lo arregla. Jenny, ¿vas a arreglarlo? —Bernie apretó con fuerza la muñeca del vecino, obligándole a asentir con un gesto de cabeza—. Shonda es una buena mujer. Tienes suerte de tenerla, suerte de que te haya aguantado durante tanto tiempo. Tienes suerte de que yo te haya aguantado tanto. Ella tiene un buen motivo: te quiere. Pero yo no tengo ninguno.

Mientras regresaba a su apartamento y se servía otro whisky, pensó que aquello era una tontería.

Al lado se habían quedado tranquilos. El sofá mullido lo acogió, como siempre hacía.

¿Había dejado la tele encendida? Ni siquiera recordaba haberla puesto en marcha, en un canal en que emitían uno de aquellos programas de juicios que estaban de moda, el Juez nosequé o nosequemás, los jueces reducidos a caricaturas (un neoyorquino brusco y sarcástico, un tejano con mucho acento), los participantes tan imbéciles que aprovechaban la más mínima ocasión para que su imbecilidad se emitiera por todo el país, o tan despreocupados que no tenían ni idea de lo que hacían.

Una cosa más que fatigaba a Bernie.

No lo sabía: ¿había cambiado él o era el mundo que lo rodeaba el que había cambiado? A veces apenas lo reconocía. Como si acabara de bajarse de una nave espacial y se dedicara a reproducir los movimientos de los demás, tratando de pasar desapercibido, haciendo la mejor imitación posible de un terrícola. Todo se había vuelto tan pobre, tan ordinario, tan vacío. Hoy en día, te comprabas una mesa y te daban un contrachapado de dos milímetros. Te gastabas mil doscientos dólares en una silla y ni siquiera podías sentarte en ella, joder.

Bernie había conocido a bastantes desencantados, tipos que empezaban a preguntarse qué estaban haciendo, si todo aquello tenía alguna importancia. En la mayoría de los casos, desaparecían poco después. Los condenaban a cadena perpetua, se despistaban y los mataba alguien de su confianza, o sus propios compañeros. Bernie no creía ser un desencantado. Y aquel conductor tampoco lo era, eso seguro.

Pizza. No soportaba la pizza de los cojones.

Pensándolo bien, era bastante gracioso, todas esas promociones de pizzas que le metían por debajo de la puerta.

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