Drive

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Abatió a Nino a las seis de la mañana, un lunes. Los del tiempo dijeron que la temperatura subiría hasta unos agradables veintisiete grados, nubes altas del Este, una probabilidad de lluvia del cuarenta por ciento a medida que avanzara la semana. En zapatillas y con un albornoz fino de rayas, Isaiah Paolozzi salió a la puerta de su casa de Brentwod con una doble misión: recoger el Los Angeles Times del buzón y poner en marcha los aspersores. No le importaba que cada sacudida de aquel sistema de riego fuera agua que le robaba a los demás. Era la única manera de convertir el desierto en un césped verde y esculpido.

Y a quién le importaba que Nino hubiera robado a los demás su vida entera.

Cuando Nino se agachó para recoger el periódico, Driver emergió del hueco que quedaba tras la puerta y ya estaba ahí cuando se giró.

Se miraron fijamente a los ojos, sin pestañear.

—¿Te conozco?

—Hablamos una vez.

—¿Ah, sí? ¿Y de qué hablamos?

—De cosas importantes. Como que cuando un hombre hace un trato, lo cumple.

—Lo siento, no te recuerdo.

—Qué sorpresa.

Un boquete perfecto entre los ojos. Nino se tambaleó, echándose hacia atrás, contra la puerta entornada, abriéndola con su peso. Las piernas seguían en el porche. Unas venas varicosas como gruesas serpientes azules asomaban en ellas. Se le salió una zapatilla. Tenía las uñas gordas como planchas.

Desde dentro, una radio informaba de las incidencias del tráfico.

Driver dejó la caja con la pizza grande de pepperoni, doble de queso y sin anchoas sobre el pecho de Nino.

La pizza olía bien.

Nino no.

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