Drive

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Al salir de Benito’s, Driver se encontró con un mundo transformado. Como la mayoría de ciudades, Los Ángeles, de noche, se convertía en un animal distinto. Los últimos rastros de rosa y naranja se suspendían, muy bajos, en el horizonte, desgarrándose, difuminándose, mientras el sol renunciaba a su dominio y las luces de la ciudad, cien mil sustitutas impacientes, hacían su aparición. Tres tipos con las cabezas rapadas y gorras de béisbol se acercaron a su coche y lo rodearon. No podía parecerles gran cosa. Un Ford de los ochenta nada impresionante. A menos que levantaran el capó, no sabrían qué le habían hecho por dentro al coche. Pero ahí estaban.

Driver se acercó a la puerta y se quedó ahí, esperando.

—Buen viaje, tío —dijo uno de los matones jóvenes, bajándose del capó. Miró a sus colegas y todos se echaron a reír.

Qué risa.

Driver llevaba las llaves en la mano, agarró una de ellas y la sacó entre los dedos índice y corazón. Dio un paso adelante y hundió el puño en la tráquea del matón. Sintió que la llave rasgaba capas de carne, y bajó la vista para ver cómo se ahogaba.

Por el espejo retrovisor se fijó en los colegas del joven delincuente que lo rodeaban, movían brazos y labios, y trataban de decidir qué hacer. Normalmente las cosas no eran así.

Tal vez Driver debiera dar la vuelta. Volver y contarles que la vida sí era así, una larga sucesión de cosas que no eran como uno esperaba que fueran.

A la mierda. Ya lo descubrirían. O no. La mayoría de la gente no lo descubría nunca.

Se iba a casa, aunque ese era un concepto relativo. Driver se mudaba cada pocos meses. En ese sentido, las cosas no habían cambiado mucho desde la época en que ocupaba el desván de los Smith. Existía a uno o dos pasos del mundo común, en gran medida fuera del alcance de la vista de la gente, una sombra, casi invisible. Lo que poseía, bien le cabía en una bolsa para poder llevarlo consigo, bien era algo de lo que no le importaba desprenderse. El anonimato era lo que más le gustaba de la ciudad: ser parte de ella y mantenerse al margen de ella al mismo tiempo. Prefería los apartamentos viejos, de aparcamientos destartalados y manchados de grasa de motor, lugares en los que cuando un vecino ponía la música demasiado alta no te quejabas, en los que era normal que los inquilinos hicieran el equipaje en plena noche y desaparecieran para siempre. Ni a la policía le gustaba presentarse por esos sitios.

El apartamento que ocupaba ahora estaba en una segunda planta. Por delante, la escalera común parecía ser la única manera de subir y bajar. Pero la fachada trasera daba a una galería, y había balcones corridos en todas las plantas, y escaleras cada tres bloques. Un recibidor claustrofóbico conducía, a la derecha, a un salón y, a la izquierda, a un dormitorio. La cocina estaba encajada tras la sala, como la cabeza de un pájaro debajo de un ala. Con empeño, podías meter una cafetera y dos o tres cazos en ella, tal vez media vajilla y un juego de tazas, y aún te quedaba sitio para darte la vuelta.

Que es lo que hizo Driver para poner a hervir un cazo con agua. Volvió a salir para mirar las ventanas oscuras que había enfrente. ¿Ocupaba alguien aquella vivienda? Parecía habitada, pero él nunca había descubierto un solo movimiento, una sola señal de vida. En el apartamento de abajo vivía una familia de cinco miembros. Mirara cuando mirara, parecía que siempre había al menos dos viendo la tele. Un hombre solo alquilaba uno de los estudios de la derecha. Llegaba a casa todas las tardes a las seis menos cuarto, con su paquete de seis cervezas y la cena en una bolsa blanca. Se sentaba de cara a la pared e iba sacando las cervezas del plástico, una cada media hora. Se las bebía todas y, después de terminárselas, se iba a la cama. Cuando Driver se mudó allí, durante una o dos semanas vio a una mujer de edad indefinida que vivía en el bloque de la izquierda. Por las mañanas, después de ducharse, se sentaba a la mesa de la cocina y se daba crema en las piernas. Por las noches, también desnuda, o casi, se sentaba y hablaba horas por su teléfono inalámbrico. En una ocasión Driver vio que arrojaba con fuerza el aparato hasta la otra punta de la habitación. Luego se levantó y se fue a la ventana, y aplastó los pechos contra el cristal. Tenía lágrimas en los ojos —¿o solo se lo imaginó?—. Después de aquella noche, no volvió a verla.

Regresó a la cocina y vertió el agua hirviendo sobre el filtro con el café molido.

¿Alguien estaba llamando a su puerta?

Aquello, sencillamente, no pasaba. La gente que vivía en sitios como Palm Shadows casi nunca se relacionaba, y tenía motivos para no esperar visitas.

—Huele bien —dijo ella cuando Driver abrió la puerta.

Treinta y tantos. Parecía que se hubiesen producido pequeñas explosiones en distintos puntos de sus vaqueros, por los que asomaban hilos blancos. Una camiseta demasiado grande, negra, con la inscripción desgastada desde hacía mucho tiempo y de la que solo se distinguían algunas letras inconexas, una efe y una a, la mitad de alguna otra consonante. Quince centímetros de pelo rubio sostenidos en uno y medio de raíces oscuras…

—Acabo de mudarme al fondo del pasillo.

Una mano larga y delgada, curiosamente parecida a un pie, apareció ante él. Se la estrechó.

—Trudy.

No le preguntó qué estaba haciendo allí una blanca como ella. El acento le llamó la atención. ¿Alabama, tal vez?

—He oído tu radio, por eso he sabido que estabas en casa. Ya tenía el pan de maíz a punto de meter en el horno y me he dado cuenta de que no me quedaba ni un huevo. ¿Por casualidad no tendrás…?

—Lo siento. Hay un colmado coreano a media manzana.

—Gracias. ¿Me dejas entrar? —Driver se echó a un lado—. Me gusta conocer a mis vecinos.

—Pues creo que te has equivocado de sitio.

—No sería la primera vez. Tengo un largo historial de equivocaciones. Se me dan muy bien.

—¿Te sirvo algo? Me parece que me quedan una o dos cervezas en la nevera… o como la llames tú.

—¿Por qué iba a llamarla de otro modo?

—No sé, me ha parecido que eras…

—En realidad preferiría un poco de ese café que he olido al entrar.

Driver se metió en la cocina, sirvió dos tazas y salió.

—Un sitio bastante raro para vivir —comentó ella.

—¿Los Ángeles?

—No, quiero decir aquí.

—Supongo.

—El tío de abajo siempre mira por la mirilla cuando llego. En el apartamento de al lado no apagan nunca la tele. Ponen un canal en español. Salsa, culebrones en los que matan a la mitad de los personajes mientras la otra mitad chilla, comedias espantosas con gordos vestidos de rosa.

—Veo que te estás adaptando sin problemas.

Ella se echó a reír. Se quedaron un rato ahí sentados, tomándose el café, conversando de cualquier cosa. A Driver no se le daba bien eso de hablar por hablar, no le veía el sentido. Tampoco había desarrollado nunca gran sensibilidad por los sentimientos de los demás. Pero ahora se veía charlando abiertamente de sus padres y sintiendo que en esa compañera puntual se ocultaba un dolor que tal vez no remitiera nunca.

—Gracias por el café —dijo ella al fin—. Y más por la conversación. Pero me canso enseguida.

—La energía es lo primero que se pierde.

Se acercaron juntos a la puerta. Aquella mano larga y estrecha se extendió de nuevo, y él volvió a estrecharla.

—Yo vivo en el 2-G. Trabajo de noche, así que me paso el día en casa. Si quieres, pásate en algún momento.

Esperó un poco y, al ver que no decía nada, se dio la vuelta y se alejó por el pasillo; las caderas y el trasero maravillosos, ceñidos en aquellos vaqueros, y cada vez más pequeña a medida que se alejaba, llevándose consigo aquel dolor y aquella tristeza de vuelta a la guarida que compartían.

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