Drive

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La segunda vez que trabajó al volante, todo lo que podía salir mal salió mal. Los colegas se consideraban profesionales. Y no lo eran.

La cosa era en una casa de empeños camino de Santa Mónica, cerca del aeropuerto, al lado de un par de edificios que recordaban a aquellas tarjetas perforadas de los primeros ordenadores. El establecimiento pasaba desapercibido a menos que te pusieras delante del escaparate, lleno de acordeones, bicicletas, cadenas de música, bisutería y baratijas. Todo lo de valor entraba y salía por la puerta de atrás. El peaje que pagaban los que accedían por esa puerta se guardaba en una caja fuerte tan antigua que Doc Holliday podría haber escondido en ella sus instrumentos de dentista.

Ellos no necesitaban ni acordeones ni joyas. El dinero de la caja fuerte ya era otra cosa.

Conducía un Ford Galaxie. De serie, la máquina ya tenía una potencia absurda, y además él se había dedicado a trabajar en serio el motor. Desde un callejón lateral observó que los capos —dos de ellos le parecieron hermanos—, se dirigían a la casa de empeños. Minutos después oyó unos disparos que eran como latigazos. Uno, dos, tres. Luego un sonido como de cañón al dispararse, y los cristales de una ventana rompiéndose en alguna parte. Cuando notó el peso de algo en el asiento de atrás, pisó a fondo el acelerador sin mirar siquiera. A unas seis manzanas vio que la policía le seguía, primero dos coches, después tres, aunque con el Galaxie no tenían mucho que hacer, y más teniendo en cuenta la ruta que llevaba pensada —por no hablar de su dominio del volante—. No tardó en perderlos de vista. Cuando todo terminó, descubrió que había huido solo con dos de los tres capos.

«El muy cabrón nos apuntó con el arma, ¿te lo puedes creer? Con un arma, joder».

Atrás quedó uno de los presuntos hermanos, muerto de un disparo o agonizando en el suelo de la casa de empeños.

Atrás también quedó el maldito dinero.

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