Drive

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Se suponía que él no debía guardar el dinero. Se suponía que no debía participar en aquello. Y se suponía que debía estar ya en el trabajo, dando sus vueltas de campana y sus trompos. Jimmie, su agente, le habría llamado un montón de veces. Por no hablar del rodaje programado. En su opinión, las escenas no tenían mucho sentido, como casi nunca. Jamás veía los guiones; como los músicos contratados por sesión, trabajaba sobre parrillas de secuencias. Sospechaba que el público no las entendería más de lo que las entendía él, si es que se paraban a pensar en ellas. Pero, eso sí, todo muy espectacular. Lo único que él tenía que hacer era aparecer por ahí, dar en el blanco, hacerlo bien —«colocar la mercancía», como decía Jimmie—. Eso siempre lo hacía. De sobras.

Aquel tipo italiano con arrugas en la frente y granos estaba en el rodaje, y era la estrella. Driver no iba mucho al cine, y no recordaba su nombre, pero ya había trabajado un par de veces con él. Siempre se traía su cafetera de casa, tomaba espressos como quien toma pastillas para la tos. A veces aparecía su madre, y todos la rodeaban como si fuera la reina.

Se suponía que era aquello lo que tenía que estar haciendo.

Pero seguía ahí.

Iban a dar el golpe a las nueve de la mañana, que era cuando abrían. Le parecía que habían pasado siglos. Eran cuatro. El Cocinero —el Nuevo—, que era el que mezclaba los ingredientes, hacía de cerebro y de jefe de operaciones. Un tío cachas de Houston que respondía al nombre de Dave Strong. En teoría, había sido ranger en la guerra del Golfo. La chica, Blanche. Y él al volante, claro. Salieron de Los Ángeles a medianoche. Pocas complicaciones. Blanche prepararía el terreno, distraería la atención, mientras el Cocinero y Strong entraban.

Driver había salido tres días antes a elegir vehículo. Siempre los escogía él. Los coches no debían ser robados, ese era el primer error que cometía la gente, tanto profesionales como aficionados. Él los compraba en talleres pequeños. Tenían que ser discretos, que no llamaran la atención. Pero a la vez, en caso de necesidad, debían acelerar más que ninguno. Él, personalmente, prefería los Buicks viejos, de gama media, marrones o grises, pero no se cerraba a otras opciones. En aquel caso había encontrado un Dodge de diez años. Con esos trastos te podías empotrar contra un tanque sin problemas. Podías echarles yunques encima y rebotaban. Pero al poner en marcha el motor, fue como si una cucharada de miel le aclarara la garganta, como si estuviera a punto de hablar.

—¿Tiene asiento de atrás? —le preguntó al vendedor, que le acompañaba en el recorrido de prueba.

No había que forzar el coche, bastaba con ir acelerando y ver hasta dónde llegaba. Estar atento, sentir cómo tomaba las curvas, si se mantenía estable al acelerar, frenar o girar. Por lo común, se trataba de escuchar. Lo primero que había hecho había sido apagar la radio. Luego, en un par de ocasiones, tuvo que pedirle al vendedor que se callara. Para su gusto, había demasiado juego en la transmisión. Había que apretar un poco el embrague. Y se iba un poco a la derecha. Aparte de eso, no podía pedir nada más. Al llegar a la tienda, le revisó los bajos para asegurarse de que el chasis estuviera bien, de que los ejes y los cigüeñales se encontraran en buen estado. Luego, volvió a pedirle el asiento de atrás.

—Podemos encontrarle uno.

Pagó en efectivo y se llevó el coche a uno de los varios mecánicos que frecuentaba. Allí lo pusieron a punto, ruedas nuevas, cambio de aceite y lubricante, correas y manguitos nuevos, una buena revisión, vaya, y después a guardarlo, a quitarlo de en medio hasta que fuera a recogerlo para hacer el trabajo.

Al día siguiente estaba convocado a las seis de la mañana, lo que en lenguaje de Hollywood equivalía a tener que presentarse a eso de las ocho. El encargado del equipo secundario quería realizar una toma rápida (por qué no habría de aceptar, para eso le pagaban), pero Driver insistió en probar el coche. El que le dieron era un Chevy del 58, blanco y turquesa. Parecía lento, pero se conducía de puta madre. En la primera salida, por medio metro no clavó el punto marcado.

—Bastante bien —dijo el del equipo secundario.

—Para mí no —le respondió Driver.

—Tío —el de la segunda escena insistió—. ¿Cuánto dura? ¿Noventa segundos en una película que dura dos horas? ¡Pero si está genial!

—Hay muchos pilotos en el mundo —dijo Driver—. Llámalos.

La segunda salida fue perfecta. Driver se dio un poco más de tiempo para acelerar, llegó a la rampa para seguir sobre dos ruedas mientras se colaba en un callejón, se dejó caer sobre las cuatro y se marcó un trompo para quedar con el morro al revés. La rampa la eliminaban cuando montaban la película, y el callejón parecía mucho más largo de lo que era.

El equipo aplaudió.

Le quedaba una escena más ese día. Una persecución fácil en contra dirección por la autopista. Cuando el equipo terminó de montarlo todo, que era siempre la parte más complicada, eran casi las dos de la tarde. Driver la clavó a la primera. A las dos y veintitrés ya estaba listo, y tenía el resto del día para él.

En Pico alquiló las dos partes de una película mexicana, se tomó un par de cervezas en un bar cercano, donde entabló una educada conversación con el tipo que se sentaba en el taburete de al lado, y cenó en el restaurante salvadoreño que quedaba en la calle en la que vivía: arroz con gambas y pollo, unas tortillas gruesas con aquella salsa de frijoles que hacían ellos, pepino, rábano y tomate.

Ya se había fundido casi toda la tarde, que era lo que pretendía cuando no trabajaba en una u otra cosa. Pero incluso tras darse un baño y tomarse medio vaso de whisky, no lograba dormirse.

Ahora caía en la cuenta. Debería haberse fijado en algo.

La vida nos envía mensajes sin parar, y luego se sienta por ahí y se ríe al pensar en qué vamos a hacer para descifrarlos.

Así que a las tres de la madrugada estaba mirando por la ventana la zona de descarga que tenía delante, pensando que ese equipo que se dedicaba a sacar material del almacén y a meterlo en varios camiones no era lo que parecía. No había actividad en ninguna otra parte de la zona de descarga, no había jefes ni luces encendidas, y todos se movían a una velocidad considerable, nada sindicalista.

Pensó en llamar a la policía, ver cómo acababa todo, observar mientras la cosa se pusiera interesante. Pero no lo hizo.

Hacia las cinco, se puso los vaqueros y una sudadera vieja, y bajó a desayunar a Greek’s.

Cuando un trabajo sale mal, a veces todo empieza tan sutilmente que al principio no te das cuenta. Otras, ya desde el principio, todo es una cadena de desastres.

En ese caso no fue ni lo uno ni lo otro.

Sentado en el Dodge, haciendo como que leía un periódico, Driver veía entrar a los demás. Había cinco o seis personas haciendo cola en la puerta. Él los veía a todos a través de las cortinas. Blanche charlaba con el guardia de seguridad, ya dentro, retirándose el pelo de la cara. Otros dos mirando, a punto de añadir las armas a la mezcla. Por el momento, todos seguían sonriendo.

Driver también veía:

A un viejo sentado en un murito de ladrillo, delante del establecimiento, con las rodillas dobladas, como si fuera un saltamontes, haciendo esfuerzos por respirar;

a dos niños, de unos doce años, más o menos, en monopatín por la acera contraria;

a la gente de siempre, personas con trajes y vestidos que se dirigían al trabajo aferrados a sus maletines y sus bolsos, y que ya parecían cansados;

a una mujer atractiva, bien vestida, de unos cuarenta años tal vez, que paseaba un bóxer de cuya boca, a ambos lados, colgaban largos goterones de baba pegajosa;

a un hispano musculoso descargando cajas rebosantes de verduras, y que llevaba desde su furgoneta aparcada en doble fila hasta el restaurante libanés que quedaba más abajo;

un Chevy en el estrecho callejón, tres tiendas más allá.

Aquello llamó su atención al momento. Era como verse en un espejo. El coche ahí aparcado, el conductor dentro, los ojos que se le movían a izquierda y derecha, arriba y abajo. No encajaba para nada en la escena. No había ningún motivo para que ese coche estuviera allí.

Entonces, unos movimientos súbitos, dentro, llamaron su atención. Todo sucedió deprisa, más tarde haría encajar las piezas. Y Driver vio al cachas, Strong, que se giraba hacia Blanche, y que movía los labios. Vio que caía cuando ella le apuntaba y disparaba, antes de agacharse, como si a ella también le hubieran disparado. El Cocinero, el encargado de unir todos los ingredientes, había empezado a disparar en su dirección.

Él seguía pensando «qué coño pasa aquí» cuando Blanche salió a rastras con la bolsa del dinero y la arrojó al asiento de atrás recién instalado.

«¡Arranca!».

Y eso fue lo que hizo, con un juego de freno y acelerador que le permitió meterse entre un camión de Federal Express y un Volvo con más de veinte muñequitas en la bandeja de atrás, y una matrícula en la que ponía Urthship2, y no se sorprendió al ver que el Chevy venía detrás, mientras observaba al Urthship2 empotrarse contra los cubos de basura de una tienda de discos y libros de segunda mano.

El Chevy los siguió un buen rato —el conductor era muy bueno—, mientras Blanche, a su lado, sacaba dinero a puñados de la bolsa de gimnasio y meneaba la cabeza.

—Qué mierda —decía—. Qué mierda.

Se salvaron gracias a los barrios residenciales, que también salvaban a tantos otros de la influencia maligna de la ciudad. Para encontrar el camino hacia el sector que había estudiado con antelación, Driver se metió en una calle residencial tranquila, pisando los frenos una vez, dos veces, tres veces, de modo que al alcanzar la banda rugosa lo hizo a cuarenta kilómetros por hora. Como no conocía la zona y no quería perderlos, el Chevy siguió acelerando. Por el retrovisor, Driver vio que la policía local lo obligaba a parar. El coche patrulla se detuvo en ángulo tras él, y un motorizado, delante, le cortó el paso. Aquellos tipos se pasarían semanas contando aquella historia en la comisaría.

—Mierda —dijo Blanche a su lado—. Hay mucho más dinero del que debería. Aquí habrá como mínimo un cuarto de millón. ¡Qué mierda!

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