Drive

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Se ofreció a llevarle el tipo de la camioneta, al que bastó bajarse con un bate de béisbol de aluminio para lograr que los jóvenes del monovolumen salieran cagando leches y se incorporaran al tráfico.

—Deduzco que tienes buenas razones para no estar presente cuando llegue la poli —le dijo cuando Driver se acercó a él—. Yo mismo sé bastante del tema. Sube.

Driver le hizo caso.

—Me llamo Jodie —dijo cuando ya habían conducido casi dos kilómetros—, pero por aquí todos me llaman el Marinero —se señaló el tatuaje del bíceps derecho—. Tenía que ser el ala de un murciélago, pero se parece más a la vela mayor de un barco.

Tenía los bíceps cubiertos de tatuajes hechos por profesionales: el murciélago, una mujer con falda hawaiana y los pechos cubiertos por dos medios cocos, una bandera de Estados Unidos, un dragón. En las manos, que sostenían el volante, llevaba otra clase de tatuajes; tatuajes de cárcel, grabados de cualquier manera, con tinta y la punta de un alambre. O, en la mayoría de casos, una cuerda de guitarra.

—¿Dónde vamos? —preguntó Driver.

—Depende… Hay un pueblo no muy lejos con un restaurante de carretera que no está mal del todo. No sé si tienes hambre.

—Podría comer.

—¿Cómo lo habré adivinado?

Era el clásico bufé de mediodía, típico de las localidades pequeñas, bandejas con calientaplatos debajo en las que se amontonaban pedazos de carne, gambas, alas de pollo picantes, alubias y salchichas, patatas fritas, rosbif. Al lado, queso fresco, gelatina de tres capas, ensalada verde, pudin, barritas de zanahoria y de apio, estofado de judías verdes. La clientela era una mezcla de blancos de clase obrera, hombres y mujeres de las oficinas cercanas, con camisas de manga corta y vestidos de poliéster, y señoras mayores de pelo azul. Estas últimas, según le dijo Jodie, llegaban todos los días a la una en punto, con sus coches que parecían tanques. La cabeza apenas les asomaba por encima del volante y el salpicadero. Todos los demás sabían que a esa hora lo mejor era no coger el coche.

—¿No tienes que volver al trabajo a ninguna hora? —le preguntó Driver.

—No, me organizo el tiempo como quiero. Gracias a Vietnam. Me habían condenado por robo a mano armada, y el juez me dijo que me daría otra oportunidad: o me alistaba en el ejército o volvía a la cárcel. Al principio no me pareció tan mal, creí que la cárcel sería mucho peor. Así que hago el papeleo, me embarco y al cabo de tres meses, estaba yo tomándome mi primera cerveza del desayuno, cuando me dispara un francotirador. El cabrón llevaba esperando ahí toda la noche. Me envían a Saigón, me extirpan la mitad de un pulmón y me traen de vuelta a Estados Unidos. La pensión de invalidez me da para ir tirando, siempre y cuando no desarrolle un gusto por algo más que hamburguesas grasientas y alcohol barato.

Se bebió de un trago el resto del café. La hawaiana del brazo se contoneó. Por debajo se le descolgaba la carne como una papada de pavo.

—Me da la sensación de que tú también has estado en el frente.

Driver negó con la cabeza.

—En la cárcel, entonces.

—Todavía no.

—Pues yo habría jurado… —levantó la taza para apurar el café, y pareció sorprenderse al encontrarla vacía—. Bueno, ¿y yo qué coño sé?

—¿Cómo tienes el resto del día? —le preguntó Driver.

Fatal, al parecer. Como siempre. Jodie vivía en una caravana fija, en Paradise Park, cerca de la autopista. Por todas partes, neveras abandonadas, montañas de neumáticos desgastados y de vehículos destartalados y sin ruedas. Unos cuantos perros del grupo de viviendas ladraban y gruñían sin parar. En el fregadero de su cocina, los platos se habrían apilado si tuviera tantos como para que se apilaran. Los pocos que poseía, eso sí, estaban ahí, y parecían llevar bastante tiempo en el mismo sitio. La grasa se acumulaba en los quemadores.

Jodie encendió la tele nada más llegar, se acercó al fregadero, aclaró un par de vasos con agua del grifo y los llenó de bourbon. Un perro sarnoso de dudosa procedencia salió del fondo de la caravana para darles la bienvenida y, a continuación, extenuado por el esfuerzo, se desplomó a sus pies.

—Este es el general Westmoreland —le dijo Jodie.

Se sentaron a ver una película antigua de la serie de La cena de los acusados, y luego los Rockford Files, mientras se terminaban la botella de bourbon. Al cabo de tres horas, justo antes de que Driver se largara en su camioneta, tras dejarle una nota en la que había escrito «Gracias» y un fajo de billetes de cincuenta dólares, Jodie también se desplomó. Igual que el perro.

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