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Llegó en una caja no mucho mayor que los volúmenes de la enciclopedia que se alineaban en el estante de la habitación exterior, detrás de unas figuritas de peces y ángeles llenas de polvo. ¿Cómo iba a caber allí algo así? ¿Una mesa? «Mesa antigua», rezaba el anuncio, realizada por uno de los más prestigiosos diseñadores de América, se entrega sin montar.

Llegó hacia las doce del mediodía. Su madre estaba emocionadísima. No la abriremos hasta después de comer, dijo.

Había pedido que se la enviaran por correo. Recuerda que, a él, aquello le asombraba. ¿Llamaría el cartero a la puerta y entonces, cuando le abriera, se la entregaría? Aquí tiene su mesa, señora. Marcas una cruz en un círculo, escribes un número en un trozo de papel y adjuntas un cheque, y hasta tu puerta llega una mesa. Por arte de magia. ¿Pero llega en una caja tan pequeña?

Algunos otros recuerdos de su madre, de su infancia, vagan por su mente a veces, en las horas que preceden el amanecer. Despierta con ellos en la cabeza, pero cuando trata de recordar conscientemente, o de expresarlos, se disipan.

Tendría… ¿cuántos? ¿Nueve o diez años? Sentado a la mesa de la cocina, remoloneando delante de un sándwich de mantequilla de cacahuete, mientras su madre tamborileaba con los dedos en la encimera.

—¿Ya estás? —le decía.

No estaba, todavía le quedaba más de medio sándwich en el plato, y tenía hambre, pero asintió. Siempre le daba la razón. Esa era la primera regla.

Se llevó el plato y lo puso en el fregadero, sobre los demás.

Vamos a echarle un vistazo. Clava un cuchillo de cocina en un extremo de la caja para abrirla.

Con delicadeza, fue colocando los componentes en el suelo. Un rompecabezas imposible. Barras de metal barato y moldeado, tubos, bandas de goma, bolsas con tornillos y apliques.

Los ojos de su madre regresaban una y otra vez a las instrucciones a medida que, pieza a pieza, iba armando la mesa. Cuando había puesto ya los protectores de goma en las patas, y había logrado encajar la mitad de ellas en su sitio, la expresión de su rostro, a la que él se mantenía siempre atento, había pasado de la alegría al desconcierto. Y al llegar a la parte superior de esas mismas patas, a los ejes de sujeción y los tornillos, era ya de tristeza. Aquel anticipo de tristeza se extendió por todo su cuerpo y recorrió la habitación.

Observar con atención: esa era la segunda regla.

Su madre sacó la tabla de la mesa del fondo de la caja y la colocó en su sitio.

Era una cosa fea, inestable, de mala calidad.

La habitación, el mundo, quedó en silencio. Los dos permanecieron así largo rato.

«Es que no lo entiendo», dijo su madre.

Se sentó en el suelo, inmóvil, con los tornillos y los alicates esparcidos a su alrededor. Las lágrimas le rodaban por la cara.

«Se veía tan bonita en el catálogo. Tan bonita. No se parecía en nada a esta».

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