Drive

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Un rato después, sentado y con la espalda apoyada en la pared de un Motel 6, en la salida norte de Phoenix, contemplando el charco de sangre que avanzaba hacia él, Driver se preguntaría si no había cometido un grave error. Más tarde aún, ya no habría ninguna duda. Pero ahora Driver se encuentra, como dicen, en el momento. Y el momento incluye esa sangre que avanza hacia él, la apremiante luz del amanecer sobre las ventanas y la puerta, el tráfico de la autopista cercana, el llanto de alguien en la habitación contigua.

La sangre provenía de la mujer, la que se hacía llamar Blanche y clamaba que era de Nueva Orleans, aunque todo en ella, salvo su acento impostado, decía a gritos que era de la Costa Este —Bensonhurst, tal vez, o de algún otro confín de Brooklyn—. Los hombros de Blanche estaban atravesados en el quicio de la puerta del baño. De la cabeza no quedaría gran cosa, eso ya lo sabía.

Su habitación era la 212, en la segunda planta, con los cimientos y el suelo lo bastante planos para que el charco de sangre avanzara despacio, trazando el perfil de ese cuerpo igual que había hecho él, y se le acercaba como un dedo acusador. Le dolía el brazo, el muy cabrón. Esa era la otra cosa que sabía: que pronto le dolería mucho más.

Driver se dio cuenta de que contenía la respiración. Por si oía alguna sirena, el rumor de gente congregándose en la escalera, o en el aparcamiento, el ruido de pasos al otro lado de la puerta.

Una vez más, los ojos de Driver recorrieron la habitación. Cerca de la puerta de entrada, medio abierta, yacía un cuerpo, el de un hombre flaco y bastante alto, tal vez albino. Curiosamente ahí no se veía mucha sangre. Quizá, cuando lo levantaran y le dieran la vuelta, saldría toda disparada. Pero, de momento, solo se percibía el reflejo mortecino del neón y los faros sobre la piel pálida.

El segundo cuerpo estaba en el baño, encajado en la ventana, mirando hacia dentro. Ahí es donde lo había encontrado Driver. No se podía mover ni hacia delante ni hacia atrás. Este llevaba una pistola. La sangre que le resbalaba por el cuello goteaba, espesa, hasta el lavamanos. Driver usaba una navaja para afeitarse. Había sido de su padre. Cada vez que se mudaba a otra habitación, lo primero que hacía era poner las cosas en su sitio. La navaja la había dejado ahí, junto al lavabo, al lado del peine y del cepillo de dientes.

De momento, solo los dos. Al primero, el tipo atrapado en la ventana, le había quitado la pistola que abatió al segundo. Era una Remington 870, con el cañón recortado del tamaño de una revista, calibre 15, tal vez. Eso lo sabía por el plagio de Mad Max en el que había trabajado. Driver se fijaba en esas cosas.

Ahora esperaba. Escuchaba. Por si se oían pasos, sirenas, portazos.

Lo que oía era el goteo del grifo de la bañera. Aquella mujer que seguía llorando en la habitación de al lado. Y luego, también, algo más. Un arañazo, un golpeteo…

Tardó un rato en darse cuenta de que se trataba de su propia mano, que se agitaba involuntariamente, de sus nudillos que repicaban en el suelo. La mano se contraía y, al hacerlo, los dedos arañaban y golpeaban.

Entonces los sonidos cesaron. En el brazo ya no sentía nada, y no se movía. Colgaba ahí, ajeno a él, inconexo, como un zapato abandonado. Driver le ordenó que se moviera. Nada.

De eso ya se preocuparía más tarde.

Volvió a mirar la puerta abierta. Tal vez ya está, pensó. Tal vez no venga nadie más, tal vez ya haya terminado. Tal vez, por ahora, tres cuerpos sean suficientes.

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