Drive

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Hasta que Driver pegó el estirón, alrededor de los doce años, siempre fue bajo para su edad, atributo del que su padre sacaba todo el partido que podía. El niño cabía por aberturas pequeñas, por ventanas de baños, por puertas para mascotas y demás, gracias a lo cual suponía una valiosa ayuda en los negocios de su padre, que se dedicaba ni más ni menos que al robo. Cuando pegó el estirón, lo pegó de golpe y parecía que, casi de la noche a la mañana, hubiera pasado del metro veinte al metro ochenta. Desde entonces, se había sentido siempre como un desconocido en su cuerpo y para su cuerpo. Cuando caminaba, sus manos se balanceaban, y avanzaba arrastrando los pies. Si intentaba correr, casi siempre tropezaba y se caía. Pero había algo que sí sabía hacer, y era conducir. Conducía como nadie, el muy cabrón.

Cuando pegó el estirón, a su padre ya no le servía de gran cosa. Hacía mucho más tiempo que su madre había dejado de servirle de nada. Así que a Driver no le sorprendió que, una noche, mientras cenaban, su madre se levantara y se acercara a su viejo con un cuchillo en cada mano, el del pan y el de trinchar carne, como si fuera una ninja con delantal a cuadros rojos. Cuando quiso dejar la taza en la mesa, ella ya le había cortado una oreja y le había dibujado una gran boca roja en el pescuezo. Driver lo vio todo y siguió comiéndose el sándwich de paté con mermelada de menta. Las dotes culinarias de su madre no daban para más.

Siempre le había asombrado la fuerza del ataque de aquella mujer dócil y callada, como si hubiera ido acumulándola a lo largo de toda su vida para dirigirla hacia aquel repentino estallido de acción. Después de aquello, ya no levantó cabeza. Driver hizo lo que pudo. Pero al final intervino el Estado y lograron desincrustarla de su mugrienta silla con protector de respaldo. A Driver se lo llevaron con unos padres de acogida, el señor y la señora Smith, de Tucson, quienes hasta el mismo día en que se fue no dejaron de mostrarse sorprendidos cada vez que entraba por la puerta o salía del minúsculo desván en el que vivía como un pájaro.

Pocos días antes de cumplir los dieciséis, Driver bajó los peldaños que lo alejaban de su desván con todas sus posesiones en una bolsa de lona y con la llave de repuesto del Ford Galaxie, que había sacado sin permiso del cajón de la cocina. El señor y la señora Smith estaban trabajando, ella dando clases en la Vacation Bible School, en la que, hasta dos años antes, cuando había dejado de asistir, Driver ganaba premios y más premios por ser el que más fragmentos de las Sagradas Escrituras era capaz de memorizar. Estaban en pleno verano, en su cuarto el calor era insoportable, y afuera la cosa no parecía mucho mejor. Mientras escribía, las gotas de sudor caían sobre el papel.

«Siento lo del coche, pero necesito un vehículo. No me llevo nada más. Gracias por acogerme y por todo lo que habéis hecho. De verdad».

Echó la bolsa de lona al asiento, salió del garaje, se detuvo al llegar al stop que había al final de su calle y giró a la izquierda, rumbo a California.

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